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Con motivo de la administración de la Confirmación en la Basílica de San Eugenio (Roma, 11-VI-2000).

Queridísimos hermanos y hermanas, queridísimos jóvenes que vais a recibir el sacramento de la Confirmación:

Cuando venga el Paráclito que Yo os enviaré de parte del Padre, el Espíritu de la verdad que procede del Padre, Él dará testimonio de mí. También vosotros daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo[1]. Estas palabras que Jesús dirigió a los Apóstoles durante la Última Cena, pueden aplicarse perfectamente a cada uno de los que van a ser confirmados en esta celebración. Cada uno de vosotros, queridos jóvenes, recibirá del Padre y del Hijo el Espíritu de verdad, el Consolador perfecto, el dulce huésped del alma, como lo define la liturgia de esta solemnidad[2]. El Espíritu Santo os capacitará para dar testimonio de la verdad, y para defender la fe cristiana y difundirla a vuestro alrededor. De ahora en adelante, seréis más fuertes y adquiriréis la madurez cristiana que os dará la energía necesaria para la lucha contra el pecado y el valor necesario para ser, sin complejos, testigos de Cristo en las familias que tratáis, entre los amigos, en las aulas o en los lugares de trabajo. Os convertiréis en buenos soldados de Jesucristo[3], como asegura la tradición de la Iglesia y le gustaba repetir al Beato Josemaría.

Volvamos con la mente al acontecimiento de Pentecostés. Mientras los Apóstoles estaban reunidos en el Cenáculo, de repente sobrevino del cielo un ruido, como de viento que irrumpe impetuosamente, y llenó toda la casa en la que se hallaban. Entonces se les aparecieron unas lenguas como de fuego, que se dividían y se posaron sobre cada uno de ellos. Quedaron todos llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les hacía expresarse[4]. También hoy, dos mil años después, el Espíritu se posará sobre cada uno de vosotros y os llenara del fuego de su amor divino, para que podáis anunciar al mundo, como los Apóstoles, las grandes obras de Dios.

Queridísimos jóvenes, en estos años os habéis preparado para recibir este gran sacramento con la ayuda de vuestras familias, de los catequistas y de los sacerdotes de esta parroquia, que os han acompañado solícitamente en vuestro camino. Habéis podido profundizar en los fundamentos de nuestra fe. Habéis aprendido a participar más conscientemente en las celebraciones litúrgicas de la Iglesia, a poner por obra la fe y a vivir una vida cristiana coherente con el Evangelio.

Quisiera proponer para vuestra reflexión algunas palabras del Beato Josemaría, que pueden ser un punto seguro de referencia para toda vuestra vida: «—¡Dios es mi Padre! —Si lo meditas, no saldrás de esta consoladora consideración.

—¡Jesús es mi Amigo entrañable! (otro Mediterráneo), que me quiere con toda la divina locura de su Corazón.

—¡El Espíritu Santo es mi Consolador!, que me guía en el andar de todo mi camino.

Piénsalo bien. —Tú eres de Dios..., y Dios es tuyo»[5].

Ahora, mediante el sacramento de la Confirmación se perfeccionará en vosotros la obra realizada en el Bautismo: se os comunicará «la efusión especial del Espíritu Santo, como fue concedida en otro tiempo a los Apóstoles el día de Pentecostés»[6]. Dentro de poco, cuando imponga las manos sobre vuestra cabeza, rezaré a Dios Omnipotente, Padre de Nuestro Señor Jesucristo, para que conceda a cada uno de vosotros el Espíritu Santo: espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de ciencia y de piedad, espíritu de santo temor de Dios.

El Espíritu Santo, que viene al alma de modo invisible pero real, infunde en ella la caridad de Dios. Es Él quien hace de nosotros un solo cuerpo, en la unidad de la vocación cristiana y en la multiplicidad de las situaciones vitales en las que nos encontramos. Es Él quien realiza la santificación y la unidad de la Iglesia.

El Espíritu Santo completará en vosotros la semejanza con Cristo y os unirá más fuertemente, como miembros vivos, a su Cuerpo místico que es la Iglesia. Vosotros, que fuisteis consagrados en el Bautismo, recibiréis ahora la fuerza del Espíritu Santo[7] y seréis signados en la frente con el sello de la cruz. Llevaréis así al mundo el buen testimonio del Señor crucificado y resucitado. Como nos recuerda San Pablo en la carta a los Gálatas, podréis caminar conforme al Espíritu y seréis fortalecidos para la lucha contra las obras de la carne. Éstas obras —como dice el Apóstol— son bien conocidas: fornicación, impureza, lujuria, etc. En cambio, el fruto del Espíritu es caridad, gozo, paz, longanimidad, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, continencia[8]. Vuestra vida, enriquecida con estos frutos del Espíritu, emanará —como afirma el Apóstol— el perfume de Cristo[9], para el crecimiento espiritual de toda la Iglesia.

Estamos en el año del gran Jubileo, en el que celebramos los dos mil años del misterio de la Encarnación. Como recuerda el Papa en la carta a los jóvenes para la Decimoquinta Jornada Mundial de la Juventud, el Jubileo es la ocasión propicia para una gran renovación espiritual y para una celebración extraordinaria del amor de Dios a la humanidad[10].

Escribe el Papa: Dios «nos llama a ser sus hijos, miembros vivos del Cuerpo místico de Cristo, templos luminosos del Espíritu de amor. Nos llama a ser "suyos": quiere que todos seamos santos. Queridos jóvenes, tened la santa ambición de ser santos, como Él es santo (...). ¡No tengáis miedo de ser los santos del nuevo milenio!»[11].

Estas palabras vibrantes de Juan Pablo II deben encontrar hoy una acogida generosa en el corazón de cada uno de vosotros. Fortalecidos por el Espíritu Santo, tened la valentía de decir siempre que sí a las exigencias del amor de Cristo, conscientes de la maravillosa responsabilidad que os confía el Señor. Sabed trasmitir a vuestros amigos un testimonio creíble de vuestra fe, mediante una vida de servicio generoso y leal a todos vuestros hermanos y hermanas, y, de modo especial, a las personas que están en circunstancias difíciles o padecen sufrimientos físicos o espirituales. Los hijos de Dios, sostenidos por la fuerza del Espíritu, no deben tener miedo a decir que no a todo lo que nos separa de la amistad con Dios, aunque otros lo hagan. Os aseguro que, aunque las apariencias indiquen algo diverso, lejos del Señor se vive mal, muy mal. Todos los que estamos aquí presentes rezaremos de todo corazón para que el Paráclito haga verdaderamente de vosotros los apóstoles del nuevo milenio y, de este modo, todos los hombres conozcan mejor el mensaje de amor y verdad de Nuestro Señor Jesucristo.

Veréis cómo se cumplirá este deseo si seguís el consejo del Beato Josemaría: «Amad a la Tercera Persona de la Trinidad Beatísima: escuchad en la intimidad de vuestro ser las mociones divinas —esos alientos, esos reproches—, caminad por la tierra dentro de la luz derramada en vuestra alma: y el Dios de la esperanza nos colmará de toda suerte de paz, para que esa esperanza crezca en nosotros siempre más y más, por la virtud del Espíritu Santo (cfr. Rom 15, 13)»[12].

Dirijamos nuestra mirada a María, Madre del Redentor y Madre de cada uno de nosotros. A Ella, Esposa de Dios Espíritu Santo, le confiamos los propósitos de este día para que mediante su solicitud materna lleguen a ser una gozosa realidad en nuestra vida. Así sea.

[1] Evangelio (Jn 15,26-27).

[2] Solemnidad de Pentecostés, Secuencia Veni, Sancte Spiritus.

[3] Cfr. 2 Tm 2, 3.

[4] Primera lectura (Hch 2, 1-4).

[5] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Forja, n. 2.

[6] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1302.

[7] Lc 4, 14; Rm 15, 19.

[8] Cfr. Gal 5,16-23.

[9] Cfr. 2 Cor 2, 15.

[10] Cfr. JUAN PABLO II, Mensaje para XV Jornada Mundial de la Juventud, n. 4.

[11] Ibid., n. 3.

[12] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, n. 133.

Romana, n. 30, Enero-Junio 2000, p. 54-56.

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