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En la dedicación de la Iglesia del Colegio Eclesiástico Internacional Sedes Sapientiæ (Roma, 27-V-2000).

Venid, cantemos gozosos a Yahveh, aclamemos a la Roca de nuestra salvación; con acciones de gracias vayamos ante Él, aclamémosle con salmos[1].

¡Queridísimos formadores y seminaristas!

Hoy sale de nuestro corazón un canto de acción de gracias a la Trinidad Beatísima porque vemos concluidos finalmente los trabajos de restructuración de la nueva sede del Colegio Eclesiástico Internacional Sedes Sapientiæ. En la dedicación de la iglesia vemos la coronación de años de trabajo intenso, que comenzó cuando mi amadísimo predecesor, Mons. Álvaro del Portillo, promovió la realización de este proyecto. Podemos considerar, con razón, la solemne ceremonia de hoy como la colocación de la última piedra del nuevo edificio que os aloja, destinado a la formación de futuros sacerdotes diocesanos de todo el mundo.

El Prefacio de la Santa Misa nos recuerda los motivos de nuestra alabanza: Porque en esta casa visible que hemos construido, donde reúnes y proteges sin cesar a esta familia que hacia ti peregrina, manifiestas y realizas de manera admirable el misterio de tu comunión con nosotros[2]. Al dedicar este templo, contemplamos el rostro misericordioso de Dios nuestro Padre, que ha amado tanto a los hombres que ha establecido su morada entre nosotros y nos ha dado a su Hijo Unigénito. Mientras consideramos cómo Aquél al que no pueden contener los cielos y la tierra comienza a habitar particularmente en esta casa construida por las manos del hombre[3], viene espontáneamente a nuestros labios la oración con que Salomón dedicó el templo de Jerusalén: ¡Escucha, Señor, nuestras súplicas y perdona nuestros pecados! Hoy queremos renovar el propósito de dedicar todo nuestro ser a tu servicio, para que Tú mismo nos edifiques como templo vivo en el Espíritu, hasta el día en que nos harás gozar de Ti para siempre en la Jerusalén celestial. Te pedimos, Señor, que no dejes que se endurezca nuestro corazón[4] y que nos hagas atentos a acoger tu Palabra, la Palabra viva y eficaz que penetra hasta las junturas del espíritu y del alma[5], la única que puede suscitar en nosotros la conversión profunda y duradera a la que nos exhorta el gran Jubileo.

Convertirse significa, en cierto sentido, renovarse: dejar atrás todo lo que nos impide reflejar con fidelidad el rostro de Cristo. Esta conversión no se puede lograr con las solas fuerzas humanas. Es, en primer lugar, una gracia, un don de Dios: la meditación atenta de la palabra de Cristo y la recepción asidua y fervorosa de los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía serán los medios principales para hacerla fluir de la intimidad de nuestro ser, como Jesús reveló a la samaritana: Si scires donum Dei!... Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice dame de beber, tú le habrías pedido y Él te habría dado agua viva[6]. Ese don de Dios es el Espíritu Santo que habita en nuestra alma por la gracia. Él es el único capaz de renovar todas las cosas, como nos recuerda el Apocalipsis[7]. Dirijamos al divino Paráclito, por tanto, la súplica de que regenere nuestro corazón y que nos ayude a descubrir la ternura del amor de Jesús, este Dios-con-nosotros[8] que ha querido venir a vivir a nuestra casa y quedarse en ella.

Me refería antes a que el nacimiento de este Colegio Eclesiástico Internacional está unido al corazón sacerdotal de Mons. Álvaro del Portillo. Mi predecesor quería, también a través de esta iniciativa, satisfacer una de las aspiraciones más profundos del Beato Josemaría Escrivá: inculcar en las almas de todos los fieles cristianos, laicos y sacerdotes, una profunda veneración y una unión sincera a la persona y al magisterio del Romano Pontífice, Vicario de Cristo y fundamento visible de la unidad de la Iglesia. El Beato Josemaría condensaba todo esto en la expresión "romanizarse". Evidentemente, él, que amaba mucho también la variedad y la riqueza de ritos en la Iglesia Católica, no entendía esa expresión en sentido litúrgico o ritual, sino que le daba un significado mucho más profundo, que se remonta hasta las raíces de la Iglesia fundada por Cristo. «Ser romano —explicaba— no entraña ninguna muestra de particularismo, sino de ecumenismo auténtico; supone el deseo de agrandar el corazón, de abrirlo a todos con las ansias redentoras de Cristo, que a todos busca y a todos acoge, porque a todos ha amado primero»[9].

Un corazón grande, acogedor, verdaderamente católico, crece sólo en un clima de oración, se alimenta de contemplación incansable de la bondad de Jesús que quiere vivir en medio de nosotros. Es en la oración donde se aprende a adorar a Dios en espíritu y en verdad[10]. La oración es el medio insustituible para llegar a la santidad que, si bien el Divino Maestro la pide a todos los cristianos, es absolutamente indispensable para el sacerdote. El Santo Padre escribe a este propósito: «En contacto continuo con la santidad de Dios, el sacerdote debe llegar a ser él mismo santo. Su mismo ministerio lo compromete a una opción de vida inspirada en el radicalismo evangélico (...). De aquí surge la particular necesidad de oración en su vida: la oración brota de la santidad de Dios y al mismo tiempo es respuesta a esta santidad. He escrito en una ocasión: "La oración hace al sacerdote y el sacerdote se hace a través de la oración". Sí, el sacerdote debe ser ante todo hombre de oración, convencido de que el tiempo dedicado al encuentro íntimo con Dios es siempre el mejor empleado, porque, además de ayudarle a él, ayuda a su trabajo apostólico»[11].

Adorar a Dios en espíritu y en verdad significa también aprender a amar la Cruz. «Esta verdad sobre Dios —afirmaba el Papa en el Vía Crucis del pasado Viernes Santo— se ha revelado a través de la cruz. ¿No podía revelarse de otro modo? Tal vez sí. Sin embargo, Dios ha elegido la cruz. El Padre ha elegido la cruz para su Hijo, y el Hijo la ha cargado sobre sus hombros, la ha llevado hasta el monte Calvario y en ella ha ofrecido su vida (...). La cruz es signo de un amor sin límites»[12].

La oración y el amor a la cruz son, junto a la entrega fraterna en la caridad, elementos necesarios en toda espiritualidad sacerdotal[13]. Elementos que manan de la Eucaristía. Pido al Señor, por la intercesión del Beato Josemaría, que nos ayude a todos nosotros, piedras vivas de la Iglesia[14], a ser cada vez más "almas de Eucaristía", hombres que aman el Santísimo Sacramento y descubren en él el sentido de la propia vida.

Antes de terminar, quisiera recordaros que nuestra acción de gracias a Dios por esta nueva sede debe ir acompañada del agradecimiento a quienes hacen posible diariamente, con la oración y con su generosa ayuda material, que el Colegio Eclesiástico Internacional alcance su fin. Pidamos al Señor por todos los benefactores, vivos y difuntos, para que recompense su generosidad con la vida eterna.

Procurad, también, ser agradecidos y leales con el Rector de este Colegio eclesiástico, con los formadores y con vuestros colegas. Dejadme que os insista: colaborad con quienes dirigen este Seminario, pues están a vuestro servicio y saben que gobernar es servir, también cuando el servicio requiere la fortaleza de corregir o de proponer objetivos más altos, si fuera necesario. Os aseguro que todos rezan a diario por vuestra fidelidad al Señor.

Queridísimos, considerad cómo en la construcción de esta iglesia se han utilizado también materiales viejos que, elaborados y transformados, parecen completamente nuevos. También nosotros, movidos por el soplo del Espíritu que renueva todas las cosas[15], debemos renovar constantemente nuestra inteligencia y nuestro corazón, para que puedan ser habitación digna de la Santísima Trinidad. Pidamos a nuestra Madre Santa María, Sedes Sapientiæ, que nos enseñe a comprender la sabiduría de la Cruz, para convertirnos —en Roma y después en todo el mundo— en adoradores en espíritu y verdad, como los que el Padre busca siempre. Así sea.

[1] Salmo Responsorial (Sal 94, 1-2).

[2] Prefacio de la Dedicación de una iglesia.

[3] Primera lectura (cfr. 1 Re 8, 27).

[4] Cfr. Sal 94, 8.

[5] Cfr. Hb 4, 12.

[6] Evangelio Jn 4, 10.

[7] Segunda lectura (cfr. Ap 21, 5).

[8] Ibid 3.

[9] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Homilía Lealtad a la Iglesia, 4-VI-1972.

[10] Evangelio (cfr. Gv 4, 23-24).

[11] JUAN PABLO II, Don y misterio, p. 104.

[12] JUAN PABLO II, Via Crucis, Viernes Santo 2000, II Estación.

[13] Cfr. ÁLVARO DEL PORTILLO, Sacerdotes para una nueva evangelización en "Consagración y misión del sacerdote", pp. 195 y ss.

[14] Cfr. 1 Pt 2, 5.

[15] Evangelio (cfr. Ap 21, 4-5).

Romana, n. 30, Enero-Junio 2000, p. 51-54.

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