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Con ocasión del quinto aniversario del tránsito de S. E. R. Mons. Álvaro del Portillo, Basílica de San Eugenio, en Roma (23-III-1999)

Con ocasión del quinto aniversario del tránsito de Mons. Álvaro del Portillo, el Prelado del Opus Dei celebró la Santa Misa en la Basílica de San Eugenio. Pronunció la siguiente homilía.

1. Después de habernos hecho asistir a la alabanza que Jesús dirige a Dios Padre, por haber revelado los misterios del Reino a los pequeños, es decir, a las personas sencillas y humildes, el Espíritu Santo nos invita en el Evangelio a progresar hacia la meta a la que todo cristiano ha sido llamado, la identificación con Cristo: todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo[1]. Traer a la tierra, con la Redención, el conocimiento y el amor del Padre constituye la razón de ser de la Encarnación del Verbo, hace ahora dos mil años. Toda la enseñanza de Jesús, su doctrina, los milagros con que de modo admirable la confirma, su ejemplo, no tienen otro objetivo que abrir a la humanidad los senderos que conducen a la comunión con el Padre: ésta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo a quien Tú has enviado[2].

Nuestra peregrinación hacia la gloria del Cielo ha sido constelada por Dios de señales que nos animan a acelerar el paso. La inminencia del Jubileo del 2000 es uno de esos signos elocuentes dispuestos por Dios en el curso de nuestra vida. Dentro de pocos meses, el Santo Padre Juan Pablo II abrirá la Puerta Santa en la Basílica de San Pedro; y esa solemne apertura será otra manifestación de la inagotable condescendencia de Dios con los hombres. Pero, ya desde ahora, el Papa nos invita a buscar una experiencia personal más viva de la misericordia divina, mediante el recurso confiado a nuestro Padre Dios: «el 1999, tercer y último año preparatorio —ha escrito el Romano Pontífice—, tendrá la función de ampliar los horizontes del creyente según la visión misma de Cristo: la visión del “Padre celestial” (cfr. Mt 5, 45)»[3].

La proximidad del Año Santo nos ha de impulsar a acelerar el paso, a recorrer con más determinación el camino de la vida cristiana. La experiencia de nuestras miserias no debe inducirnos a renunciar al ideal de la santidad, porque —como escribe el Beato Josemaría— «el Señor, que es omnipotente y misericordioso, nos ha dado todos los medios idóneos para superar esa inclinación: los Sacramentos, la vida de piedad, el trabajo santificado»[4]. Basta que no nos falte la decisión operativa de ponerlos en práctica: «empléalos con perseverancia —continúa el texto—, dispuesto a comenzar y recomenzar, sin desanimarte»[5]. Esta lucha ascética renovada es el mejor modo de prepararnos para sacar, del evento jubilar, los frutos de gracia que el Señor quiere otorgarnos.

2. El texto de Forja que acabo de citar alude a la omnipotencia y a la misericordia como síntesis de todas las perfecciones divinas. El Dios tres veces santo, Aquél que creó de la nada los cielos y la tierra, el Dios fuerte del Antiguo Testamento, que es Padre de Nuestro Señor Jesucristo[6] y también nuestro Padre[7], es un Dios misericordioso, siempre dispuesto a perdonar nuestros pecados y a llenarnos de gracias. Más aún, como audazmente confiesa la Iglesia, el poder divino se manifiesta sobre todo precisamente en el perdón y en la misericordia, como proclama una de sus oraciones litúrgicas[8].

En todos los sacramentos, especialmente en la Eucaristía y en la Penitencia, el Señor dispensa su misericordia y sostiene a los hombres. Las semanas que preceden a la Pascua constituyen una ocasión privilegiada para comprobarlo una vez más. Así lo afirmaba Juan Pablo II al comienzo de esta Cuaresma, cuando exhortaba a todos los fieles a «experimentar la sobreabundancia del amor del Padre celestial»[9], porque «la Cuaresma es el tiempo de una particular solicitud de Dios por perdonar y borrar nuestros pecados: es el tiempo de la reconciliación. Por esto, es un período muy propicio para acercarnos con fruto al sacramento de la Penitencia»[10].

Es, pues, un buen momento para preguntarnos si nos acercamos con la frecuencia debida al sacramento de la Reconciliación, y si nos preparamos de modo adecuado para el encuentro con Dios que perdona por medio de los sacerdotes. ¿Fomentamos sinceramente el dolor por nuestros pecados? En la Confesión, ¿reconocemos con sinceridad y humildad los errores cometidos? ¿Formulamos propósitos prácticos, que nos ayuden seriamente a mejorar, con la ayuda divina? ¿Hacemos lo posible para que nuestros parientes y amigos, superando los posibles prejuicios, saboreen la alegría de invocar el perdón del Señor? ¿Pueden comprender las personas que nos rodean, por medio de nuestro ejemplo, que la Penitencia es un sacramento de esperanza, pacificador de la conciencia, primer paso hacia una vida nueva, digna de nuestra condición de hijos de Dios?

San Pablo, en el texto de la carta a los Romanos que hemos leído, nos recordaba que el Espíritu mismo da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios[11]. Gracias al Espíritu de Jesucristo, que habita en nosotros por la gracia, tenemos siempre acceso al Padre y podemos estar seguros de su perdón. Con frecuencia, en este tiempo de Cuaresma, la liturgia cobra acentos austeros para hacernos caer en la cuenta de la inmensa tragedia que el pecado, al alejar de Dios, provoca en la criatura humana. Sin embargo, «esta conclusión no es la última palabra. La última palabra la dice Dios, y es la palabra de su amor salvador y misericordioso y, por tanto, la palabra de nuestra filiación divina»[12].Así se expresa el Fundador del Opus Dei en una de sus homilías.

En la epístola a los Efesios, el Apóstol enseña que de Dios Padre toma nombre toda paternidad en los cielos y en la tierra[13]. Él es Fuente y Modelo de toda paternidad y de toda maternidad: la de los padres y madres según la carne que, con su amor santo y bendecido por Dios, dan la vida y educan a los hijos al precio de muchos gozosos sacrificios; la paternidad espiritual de los obispos y sacerdotes, verdaderos padres en el espíritu, pues transmiten la vida de la gracia a las almas y derrochan cuidados sobre ellas; y, finalmente, la paternidad, la maternidad propia de cada cristiano y de cada cristiana que, fieles a los compromisos bautismales, colaboran con su apostolado personal en la misión salvadora de la Iglesia, contribuyendo a que aumente en la tierra el número de los hijos de Dios.

En este contexto, la figura de mi predecesor al frente del Opus Dei, Mons. Álvaro del Portillo, que hoy hace cinco años entregó su alma a Dios, adquiere la luz y el relieve adecuados. A lo largo de su vida —primero como fiel laico de la Obra, luego como sacerdote, finalmente como Prelado del Opus Dei y como Obispo— reflejó maravillosamente esa paternidad de la que sólo Dios Padre es el Modelo perfecto.

3. Me refería antes a la misericordia divina. Es una de las dimensiones de la paternidad que reluce singularmente en la figura de Mons. Álvaro del Portillo. ¿Quién no recuerda, entre los que le conocieron, la sonrisa benévola y calurosa con que acogía a todos? Los que tenían la oportunidad de estar a su lado se sentían inmediatamente comprendidos y queridos; bastaban pocos minutos de conversación con él para que el alma se llenase de consuelo, porque a través de don Álvaro se experimentaba con la fuerza de lo vivido la misericordia de Dios Padre.

Como tantas otras personas, también yo puedo testimoniar la paz que don Álvaro irradiaba a su alrededor en todo momento, y de modo especial en las situaciones difíciles, cuando humanamente hablando era explicable que surgiese en el alma algún movimiento de inquietud. A su lado, contagiados por su inmensa fe en la Providencia de nuestro Padre del Cielo, era fácil recuperar la serenidad, aun en las circunstancias más adversas.

Esta bondad de mi predecesor como Prelado del Opus Dei parecía crecer con el transcurso de los años, gracias precisamente a su trato íntimo con Dios, pero estaba siempre unida a una admirable reciedumbre de espíritu. Nuestro Señor había esculpido en él un carácter firme, fuerte como la roca, que le llevaba a defender —con suavidad pero con energía— la verdad, los derechos de Dios, el bien de la Iglesia, la salvación de las almas. Con palabras del Beato Josemaría Escrivá, bien podemos afirmar que don Álvaro tenía «corazón de madre y brazo de padre».

No es de extrañar que en Mons. del Portillo se encontrasen firmemente compenetradas estas dos cualidades: mansedumbre y fortaleza. En esto, como en tantas otras cosas, tuvo como maestro y guía al Fundador del Opus Dei, de quien aprendió y heredó los rasgos característicos de la paternidad querida por Dios en esta familia sobrenatural del Opus Dei. Habiendo sido un buen hijo —el mejor de los hijos—, estuvo en condiciones luego de reflejar sin distorsiones, y de prolongar en la tierra, la misma paternidad que el Beato Josemaría ejercita ahora en el Cielo.

Si también nosotros queremos ser una imagen de la paternidad divina, dirijamos la mirada a estos sacerdotes ejemplares. Aprendamos de ellos a amar a los demás y a sacrificarnos por todos con el cariño y la fortaleza de un padre y de una madre. De este modo, colaboraremos eficazmente en la restauración de la vida sobrenatural de las almas, y participaremos cada vez más en ese misterio inefable del amor paternal de Dios.

Confiemos estos deseos a la Virgen Santísima, Madre de Dios y Madre nuestra. Con Ella nos resultará más fácil caminar por la tierra haciendo presente en todas partes, con nuestra conducta y nuestra palabra, la imagen del Padre celestial. La cercanía de la solemnidad de la Anunciación, en la que celebramos el momento de la Encarnación del Verbo en las entrañas virginales de Santa María, nos invita a suplicar a Nuestra Señora que nos enseñe a recibir a Jesús con un amor auténtico, abierto a la comprensión, al servicio y al perdón de todos los que —como nosotros— son también hijos de Dios. Así sea.

[1] Mt 11, 27.

[2] Jn 17, 3.

[3] JUAN PABLO II, Litt. apost. Tertio Millennio adveniente, 10-XI-1994, n. 49.

[4] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Forja, n. 119.

[5] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Forja, n. 119.

[6] Rm 15, 6.

[7] Cfr. Jn 20, 17.

[8] Cfr. Misal Romano, Colecta del Domingo XXVI del Tiempo ordinario.

[9] JUAN PABLO II, Alocución en la audiencia general, 17-II-1999.

[10] JUAN PABLO II, Alocución en la audiencia general, 17-II-1999.

[11] Rm 8, 16.

[12] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, n. 66.

[13] Ef 3, 15.

Romana, n. 28, Enero-Junio 1999, p. 81-84.

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