envelope-oenvelopebookscartsearchmenu

En la ordenación sacerdotal de diáconos de la Prelatura, en la Basílica de San Eugenio, en Roma (6-VI-1999)

Queridos hermanos y hermanas.

1. No podía ser más significativo el marco de esta ceremonia de ordenación sacerdotal. Celebramos la solemnidad del Cuerpo y de la Sangre del Señor, es decir, la gran fiesta litúrgica en honor de la Sagrada Eucaristía, instituida por la Iglesia hace siete siglos para estimular en los cristianos la adoración del sublime misterio de la Presencia real de Jesucristo bajo las Especies sacramentales. Hoy, el pueblo cristiano acompaña al Santísimo en procesión por las calles y plazas de todo el mundo. En muchos sitios se conserva la costumbre de alfombrar con ramas y pétalos de flores el suelo por donde pasa la Custodia con la Hostia Santa. Es un signo externo de la íntima veneración del alma cristiana: llena de asombro ante la condescendencia de Cristo escondido en la Eucaristía, cree con fe segura en este misterio y, deseosa de amar al Señor con todas sus fuerzas, experimenta la necesidad de postrarse ante Él y de adorarle humildemente.

Unidos a todos los cristianos, confesemos firmemente nuestra fe; dejemos que el amor se desborde del corazón en sinceras expresiones de adoración, mediante las fórmulas que tantas almas santas han hecho suyas. Recuerdo cómo hablaba el Beato Josemaría: «Señor, creo que eres Tú, Jesús, el Hijo de Dios y de María siempre Virgen. Que estás realmente presente: con tu Cuerpo, con tu Sangre, con tu Alma y con tu Divinidad. Te adoro. Quiero ser tu amigo, porque Tú eres el que me ha redimido. Quiero ser el amor para Ti, porque Tú lo eres para mí...»[1].

2. ¿Para qué se ha quedado el Señor en el Sagrario? Para ser alimento de nuestras almas; para fortalecernos con su compañía en todo momento, y de modo especial en las horas amargas de la vida; para ser viático de nuestro peregrinar terreno y abrirnos las puertas del Cielo; porque —como afirma Jesucristo mismo en el Evangelio— si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su Sangre, no tendréis vida en vosotros. Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y Yo le resucitaré en el último día[2].

El pueblo de Israel —lo hemos escuchado en la primera lectura— fue librado de la muerte en el desierto, gracias al maná que Dios hizo llover del cielo y al agua que Moisés sacó de la roca por orden del Señor[3], figuras anticipadoras del misterio eucarístico. El pueblo cristiano, en su peregrinación hacia la patria celestial, recibe también de Dios el alimento y la bebida que necesita para llegar al fin de su camino: el Cuerpo y la Sangre de Cristo, Verbo eterno del Padre, que después de haberse hecho hombre, ha querido permanecer en la tierra por nosotros y con nosotros.

Ecce panis angelorum factus cibus viatorum[4]: he aquí el pan de los ángeles —exclama maravillada la Iglesia—, convertido en alimento de los caminantes. He aquí el pan de los hijos —los hijos de Dios—, que no debe echarse a los perros[5]. Hermanas y hermanos queridísimos: en este día tan grande, en esta fiesta tan hermosa del Corpus Christi, renovemos una vez más nuestros propósitos de recibir frecuentemente al Señor en la Comunión, y de recibirle dignamente. Enseñad a las personas con quienes tratáis que, antes de acercarse a la Eucaristía, si descubren en su alma algún pecado grave, han de acudir al Santo Sacramento de la Penitencia, donde el Padre celestial se inclina sobre cada uno de nosotros y nos perdona, como en la parábola del hijo pródigo[6]. ¡Cuánto hemos de agradecer al Señor la institución de este sacramento! Verdaderamente es una muestra de ternura que sólo puede provenir de un corazón de padre y de madre.

3. Me dirijo ahora a estos fieles de la Prelatura del Opus Dei, que están a punto de recibir la ordenación presbiteral.

Hijos míos, ved qué grande es el amor que os manifiesta Jesús con la llamada al sacerdocio. Él es el Sacerdote Eterno, el único Sacerdote del Nuevo Testamento, pero necesita instrumentos visibles en la tierra para aplicar a los hombres su gracia por medio de los sacramentos. A partir de hoy, y para siempre, os contaréis en el número de aquellos a quienes el Señor confía estos poderes únicos, que Dios Padre puso en sus manos: predicar con autoridad la Palabra divina; remitir los pecados; renovar incruentamente el Sacrificio del Calvario, haciendo presente sobre el altar el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo...

Firmemente apoyados en la certeza de vuestra divina llamada, vais a recibir dentro de pocos minutos el sello y la gracia del sacerdocio ministerial, mediante la imposición de las manos episcopales y la plegaria de consagración. Después, al ungiros con óleo y al entregaros el cáliz y la patena, para que ofrezcáis el sacrificio de la Misa, os diré en nombre de la Iglesia: recibid la ofrenda del pueblo santo para el sacrificio eucarístico. Daos cuenta de lo que hacéis, imitad lo que celebráis, conformad vuestra vida con el misterio de la Cruz del Señor[7].

Tened siempre presente que en el altar actuáis in persona Christi y ofrecéis el Santo Sacrificio por todo el pueblo de Dios. En su carta del Jueves Santo, Juan Pablo II escribe que el sacerdote «puede sumergirse diariamente en este misterio de redención y de gracia celebrando la santa Misa, que conserva sentido y valor incluso cuando, por una justa causa, se celebra sin la participación del pueblo, pero siempre y en todo caso por el pueblo y por el mundo entero»[8]. Vuestro sacerdocio es para la Eucaristía, y la Eucaristía es el sacrificio del entero pueblo cristiano e incluso de toda la creación. La Iglesia y el mundo esperan de vosotros el testimonio firme y contagioso de vuestra fe en todo momento, pero especialmente en el Santo Sacrificio. La delicadeza con que cumplís las prescripciones litúrgicas debe mostrar a todos que sois hombres de fe, hombres enamorados. La Iglesia os pide que conforméis vuestra vida, en todos los aspectos, con el misterio de Cristo. Sé que ya antes era éste vuestro objetivo, como cristianos conscientes de su divina elección en el Bautismo. Ahora, después de recibir el Orden sagrado, habéis de tender a ese fin por un título nuevo, por la nueva configuración con Cristo que recibiréis.

Si a todos los fieles se les exige limpieza de alma para acercarse con fruto a la Sagrada Mesa, ¿qué disposiciones interiores se requerirán en los sacerdotes? «En efecto —escribe San Juan Crisóstomo—, a moradores de la tierra, a quienes en la tierra tienen aún su conversación, se les ha encomendado administrar los tesoros del Cielo, y han recibido un poder que Dios no concedió jamás a los ángeles ni a los arcángeles»[9]. Sí, es muy alta la misión del sacerdote, es muy grande la santidad que se espera de él, y todos somos conscientes de nuestra personal indignidad. Pero no temáis. Con palabras de nuestro santo Fundador, os digo: «Dios Nuestro Señor conoce bien mi debilidad y la vuestra: somos todos nosotros hombres corrientes, pero ha querido Jesucristo convertirnos en un canal, que haga llegar las aguas de su misericordia y de su Amor a muchas almas»[10]. El Señor, hijos míos, quiere que nuestro deseo de servirle vaya acompañado por las obras, por la decisión de convertirnos a Él todos los días, cada vez con mayor sinceridad. Tened confianza: qui cœpit in vobis opus bonum, Deus, ipse perficiat[11]; Dios, que ha comenzado en vosotros su obra, Él mismo la llevará a cumplimiento.

Tened confianza: toda la Iglesia reza por vosotros. Tenéis la fuerza de la oración de vuestros padres, de vuestros hermanos, de todas vuestras personas queridas; mi oración y la de los demás fieles de la Prelatura, para cuya asistencia pastoral recibís hoy la ordenación. Con esta ayuda podéis llevar a cabo con fruto vuestra misión y ser sacerdotes santos, doctos y alegres.

Pido a todos los presentes que recen por el Santo Padre Juan Pablo II, por su persona y sus intenciones. De modo especial, nos unimos hoy a su insistente súplica por la paz en los Balcanes y en toda la tierra y rezamos por su viaje a Polonia. Roguemos a Dios por todos los colaboradores del Papa en el gobierno de la Iglesia, por el Cardenal Vicario de Roma, por los obispos y por los sacerdotes del mundo entero. Supliquemos todos los días al Señor de la mies que envíe muchos operarios a sembrar y a cosechar frutos de santidad en este campo suyo que es la Iglesia.

Confiamos estas intenciones a la Santísima Virgen, Reina de los Apóstoles y Madre de todos los cristianos, y especialmente Madre de los sacerdotes. Que Ella, con la intercesión del Beato Josemaría, presente a su divino Hijo estos deseos nuestros. Así sea.

[1] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, 22-XI-1972.

[2] Ev. (Jn 6, 53-54).

[3] Cfr. Dt 8, 14-16.

[4] Secuencia de la Misa del Corpus Christi.

[5] Secuencia de la Misa del Corpus Christi.

[6] Cfr. Lc 15, 21-25.

[7] Ritual de la ordenación de presbíteros.

[8] JUAN PABLO II, Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo, 14-III-1999, n. 6.

[9] SAN JUAN CRISÓSTOMO, Sobre el sacerdocio III, 5.

[10] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Carta 8-VIII-1956, n. 1.

[11] Ritual de la ordenación de presbíteros.

Romana, n. 28, Enero-Junio 1999, p. 87-90.

Enviar a un amigo