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«La Santa Misa, centro y raíz de la vida del cristiano», de Ángel García Ibáñez

Ángel García Ibáñez

Pontificia Universidad de la Santa Cruz

«Siempre os he enseñado, hijas e hijos queridísimos, que la raíz y el centro de vuestra vida espiritual es el Santo Sacrificio del Altar»[1]. Numerosas veces enseñó el Beato Josemaría Escrivá, tanto de palabra como por escrito, que la Eucaristía es el centro y la raíz de la vida del cristiano.

De modo particular solía abordar este tema cuando en su predicación exponía la doctrina católica sobre el Sacrificio Eucarístico, y cuando trataba de la vocación cristiana como un vivir en Cristo, con alma sacerdotal. «Si el Hijo de Dios —escribía en 1940— se hizo hombre y murió en una Cruz, fue para que todos los hombres seamos una sola cosa con Él y con el Padre (cfr. Jn 17,22). Todos, por tanto, estamos llamados a formar parte de esta divina unidad. Con alma sacerdotal, haciendo de la Santa Misa el centro de nuestra vida interior, buscamos estar con Jesús, entre Dios y los hombres»[2]. A todos exhortaba a ser consecuentes con la centralidad de la Eucaristía en la vida de la Iglesia y de cada cristiano, llevando cotidianamente la entera existencia al Sacrificio Eucarístico: «Lucha por conseguir que el Santo Sacrificio del Altar sea el centro y la raíz de tu vida interior, de modo que toda la jornada se convierta en un acto de culto —prolongación de la Misa que has oído y preparación para la siguiente—, que se va desbordando en jaculatorias, en visitas al Santísimo, en ofrecimiento de tu trabajo profesional y de tu vida familiar...»[3]. Y su predicación iba acompañada con el ejemplo de la propia vida. Así lo testimonia Mons. Álvaro del Portillo: «Durante cuarenta años, día tras día, he sido testigo de su empeño por transformar cada jornada en un holocausto, en una prolongación del Sacrificio del Altar. La Santa Misa era el centro de su heroica dedicación al trabajo y la raíz que vivificaba su lucha interior, su vida de oración y de penitencia. Gracias a esa unión con el Sacrificio de Cristo, su actividad pastoral adquirió un valor santificador impresionante: verdaderamente, en cada una de sus jornadas, todo era operatio Dei, Opus Dei, un auténtico camino de oración, de intimidad con Dios, de identificación con Cristo en su entrega total para la salvación del mundo»[4].

En el presente estudio me propongo considerar, en un primer momento, el fundamento dogmático y el contenido teológico de la expresión la santa Misa es el centro y la raíz de la vida del cristiano, tan frecuentemente utilizada por el Beato Josemaría Escrivá; después procuraré mostrar, sirviéndome también de sus enseñanzas, lo que dicha expresión implica en la existencia cotidiana del cristiano.

1. La Eucaristía, perpetuación en el tiempo de la Iglesia de la corriente de Amor trinitario por los hombres

Quienes se acercan a los textos del Beato Josemaría en seguida constatan el profundo sentido de la filiación divina que en ellos se refleja, y la perspectiva trinitaria presente en todos sus escritos[5]. Por lo que se refiere a la Eucaristía, en la Homilía La Eucaristía, misterio de fe y de amor, pronunciada el 14 de abril de 1960, Jueves Santo, nos introduce en la consideración del Misterio Eucarístico en los siguientes términos:

«El Dios de nuestra fe no es un ser lejano, que contempla indiferente la suerte de los hombres: sus afanes, sus luchas, sus angustias. Es un Padre que ama a sus hijos hasta el extremo de enviar al Verbo, Segunda Persona de la Trinidad Santísima, para que, encarnándose, muera por nosotros y nos redima. El mismo Padre amoroso que ahora nos atrae suavemente hacia Él, mediante la acción del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones.

»La alegría del Jueves Santo arranca de ahí: de comprender que el Creador se ha desbordado en cariño por sus criaturas. Nuestro Señor Jesucristo, como si aún no fueran suficientes todas las otras pruebas de su misericordia, instituye la Eucaristía para que podamos tenerle siempre cerca y —en lo que nos es posible entender— porque, movido por su Amor, quien no necesita nada, no quiere prescindir de nosotros. La Trinidad se ha enamorado del hombre, elevado al orden de la gracia y hecho a su imagen y semejanza (Gen 1,26); lo ha redimido del pecado —del pecado de Adán que sobre toda su descendencia recayó, y de los pecados personales de cada uno— y desea vivamente morar en el alma nuestra... Esta corriente trinitaria de amor por los hombres se perpetúa de manera sublime en la Eucaristía»[6].

La presencia y la actuación de la Trinidad en el Sacrificio eucarístico constituye el núcleo central de sus reflexiones. «La Santa Misa... es la donación misma de la Trinidad a la Iglesia. Así se entiende que la Misa sea el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano»[7]. Para el Beato Josemaría la centralidad de la Eucaristía y su valor fontal en la vida cristiana se funda, pues, en cuanto ella contiene y se nos da a participar. La Eucaristía nos manifiesta y nos hace partícipes del amor del Padre, que en su plan salvífico envió a su Hijo unigénito al mundo para redimirnos y darnos la vida eterna (cfr. Jn 3,16-17). Nos muestra y nos ofrece el amor del Hijo, el Pan bajado del cielo que, obediente a la voluntad del Padre, entregó su vida por nosotros (cfr. Jn, 6,32-38; Mt 26,28). Nos revela y nos comunica el amor del Espíritu Santo, por obra del cual el Verbo se hizo carne (cfr. Mt 1,20; Lc 1,35), y continúa haciéndose presente entre nosotros en cada celebración de la Eucaristía, ofreciéndonos su carne vivificada por el Espíritu (cfr. Jn 6,51-57.63).

«Toda la Trinidad está presente en el Sacrificio del Altar. Por voluntad del Padre, cooperando el Espíritu Santo, el Hijo se ofrece en oblación redentora»[8]. Cada vez que la Iglesia celebra la Eucaristía, el Señor se hace presente en los signos sacramentales del pan y del vino, en el acto de ofrecer la propia vida al Padre para liberar la entera humanidad de la esclavitud del pecado. En Cristo y con Cristo se hace presente su obra salvífica, el Sacrificio de nuestra redención en la plenitud del Misterio Pascual, es decir, de su Pasión, Muerte y Resurrección. No se trata de una presencia estática, puramente pasiva, del Señor, ya que Él se hace presente con el dinamismo salvífico de su Muerte y Resurrección gloriosa; se hace presente como Persona que viene a nuestro encuentro para redimirnos, para manifestarnos su amor, para darnos su misma vida con el Pan de la vida eterna y el Cáliz de la eterna salvación, para unirnos a Sí y hacer posible que en Él —en Cristo y bajo la acción del Espíritu Santo— restituyamos al Padre, en acción de gracias, todo lo que del Padre proviene.

«El amor de la Trinidad a los hombres hace que, de la presencia de Cristo en la Eucaristía, nazcan para la Iglesia y para la humanidad todas las gracias»[9]. De esta corriente trinitaria de amor que nos ofrece el Santísimo Sacramento, proviene la fuerza que permite a los cristianos vivir en Cristo, animados por un solo Espíritu, como hijos del Único Padre, amando hasta el don total de sí mismos, plenamente comprometidos en la edificación de la Iglesia y en la transformación del mundo según el proyecto divino. No es, pues, la Eucaristía un misterio que tan sólo podamos admirar a la luz de la fe; es infinitamente más, porque en este sacramento Jesucristo nos invita a acoger la salvación que nos ofrece, a recibir los dones sacrificiales de su Cuerpo y de su Sangre como alimento de vida eterna, permitiéndonos entrar en comunión con Él, con su Persona y su Sacrificio, y en comunión con todos los miembros de su Cuerpo Místico, la Iglesia.

En las páginas que siguen se considerará esta presencia del Sacrificio Redentor en la Eucaristía, y en qué consiste nuestra participación en él. En primer término recordaremos, de modo sintético, la doctrina elaborada por la tradición teológico-dogmática y por el Magisterio del siglo XX; después se expondrá la enseñanza que, en dicho contexto histórico-teológico, el Beato Josemaría nos ofrece sobre la participación del cristiano en el Sacrificio eucarístico.

2. La Eucaristía, Sacrificio de Cristo y de la Iglesia: vía de acceso al Padre, en el Hijo, por el Espíritu Santo

2.1. La doctrina formulada por la tradición teológica y el Magisterio del siglo XX

«Nuestro Salvador, en la última Cena, la noche en que fue entregado, instituyó el Sacrificio Eucarístico de su cuerpo y su sangre para perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el Sacrificio de la Cruz y confiar así a su Esposa amada, la Iglesia, el memorial de su Muerte y Resurrección: sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de amor, banquete pascual en el que se recibe a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria futura»[10]. Este texto del Concilio Vaticano II nos ofrece una síntesis de los diversos aspectos del Misterio Eucarístico: la Eucaristía es simultáneamente sacrificio (en relación de identidad sacramental con el Sacrificio de la Cruz), memorial de la Muerte y Resurrección del Señor, sacramento de su presencia personal, banquete pascual (de la nueva Pascua de la Iglesia peregrinante), signo y causa de la unidad de la Iglesia, prenda de la plenitud escatológica. En él encontramos claramente señalado el contenido esencial de la Eucaristía y el fin que movió al Señor cuando la instituyó: para perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el Sacrificio de la Cruz, y confiar así a su Esposa amada, la Iglesia, el memorial de su Muerte y Resurrección.

2.1.1. La Eucaristía, presencia sacramental del Sacrificio redentor de Jesucristo

La Eucaristía es sacrificio en un sentido “nuevo” respecto a los sacrificios de las religiones naturales y a los sacrificios rituales del Antiguo Testamento: es sacrificio en cuanto el sacramento-memorial instituido por Cristo en la última Cena hace presente, en el hoy de la celebración litúrgica de la Iglesia, el único sacrificio de nuestra redención[11]. Es decir, es sacrificio en relación directa —de identidad sacramental hemos dicho— con el Sacrificio único, perfecto y definitivo de la Cruz. Esta relación fue instituida por Jesucristo en la última Cena, cuando entregó a los Apóstoles, bajo las especies del pan y del vino, su cuerpo ofrecido en sacrificio y su sangre derramada en remisión de los pecados, anticipando en el rito memorial lo que aconteció históricamente, poco tiempo después, sobre el Gólgota. Desde entonces la Iglesia, bajo la guía y la virtud del Espíritu Santo, no cesa de cumplir el mandato que Jesucristo dio a sus discípulos: «haced esto en memoria mía» (Lc 22,19; 1Cor 11,24-25). De este modo anuncia —hace presente con la palabra y el sacramento— «la Muerte del Señor [su Sacrificio: cfr. Ef 5,2; Heb 9,26], hasta que Él vuelva» (1Cor 11,26).

Este anuncio, esta proclamación sacramental del Misterio Pascual del Señor, es de una particular eficacia, pues no sólo se representa in signo, o in figura, el Sacrificio redentor de Cristo, sino que también se hace verdaderamente presente su Persona y el evento salvífico conmemorado. El Catecismo de la Iglesia Católica lo expresa del siguiente modo: «La Eucaristía es el memorial de la Pascua de Cristo, la actualización y la ofrenda sacramental de su único Sacrificio, en la liturgia de la Iglesia que es su Cuerpo»[12].

El fundamento de esta perenne actualidad del Sacrificio redentor del Señor se encuentra en la Persona misma de Cristo —el Hijo encarnado y glorificado del Padre— y en la eficacia de los sacramentos que confió a su Iglesia: «En la liturgia de la Iglesia, Cristo significa y realiza principalmente su Misterio Pascual. Durante su vida terrestre Jesús anunciaba con su enseñanza y anticipaba con sus actos el Misterio Pascual. Cuando llegó su hora (cfr. Jn 13,1; 17,1), vivió el único acontecimiento de la historia que no pasa: Jesús muere, es sepultado, resucita de entre los muertos y se sienta a la derecha del Padre “una vez por todas” (Rm 6,10; Hb 7,27; 9,12). Es un acontecimiento real, sucedido en nuestra historia, pero absolutamente singular: todos los demás acontecimientos suceden una vez, y luego pasan y son absorbidos por el pasado. El Misterio Pascual de Cristo, por el contrario, no puede permanecer solamente en el pasado, pues por su Muerte destruyó a la muerte, y todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y en ellos se mantiene permanentemente presente. El acontecimiento de la Cruz y de la Resurrección permanece y atrae todo hacia la Vida»[13].

Esto puede explicarse considerando el Misterio de Jesucristo, el Hombre-Dios, cuyos actos redentores cumplidos en la historia, son verdaderamente actos del Hijo de Dios Padre. Él, segunda Persona de la Santísima Trinidad, cuando llevó a término el Sacrificio de nuestra redención lo realizó en su naturaleza humana con la fuerza de su ser divino[14], dando a tal evento una raíz y una dimensión eternas. Por tanto, su acto de oferta sacrificial, si bien fue realizado en un tiempo concreto de la historia, no permaneció limitado o circunscrito a aquel momento histórico, sino que alcanzó la eternidad divina[15]. Es perennemente actual en el “hoy eterno” de su ser divino y en su eterna visión y amor beatíficos, sin interrupción ni reiteración; está inseparablemente unido a la Persona del Hijo de Dios hecho hombre. Por esto, cuando se habla de una oblación del Señor en la Misa no debe entenderse como un nuevo acto oblativo de Cristo, sino sólo como la perennidad de la acción sacrificial cumplida “una vez para siempre” (cfr. Heb 7,25-27)[16].

Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía se actualiza sacramentalmente el Sacrificio redentor de la Cruz en la plenitud del Misterio Pascual de Jesucristo, pues se re-presenta de modo misterioso, pero real, la Persona de Cristo, del único Cristo existente, resucitado y glorioso. Por tanto, se hace presente la misma Víctima del Gólgota, ahora gloriosa; el mismo Sacerdote, Jesucristo; el mismo acto de oferta sacrificial (la oferta primordial de la Cruz) inseparablemente unido a la presencia sacramental de Cristo; oferta siempre actual en Cristo resucitado y glorioso. Sólo cambia la manifestación externa de esta entrega: en el Calvario, mediante la Pasión y Muerte de Cruz; en la Misa, a través del signo-memorial: la doble consagración del pan y del vino en el contexto de la Plegaria Eucarística (imagen sacramental de la inmolación de la Cruz)[17]. Por voluntad del mismo Cristo este acto salvífico, eterno, ha quedado vinculado a la historia y se hace presente en el tiempo y en el espacio donde se celebra el memorial por Él instituido en la última Cena. El Catecismo de la Iglesia Católica lo afirma así: «Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, hace memoria de la Pascua de Cristo y ésta se hace presente: el Sacrificio que Cristo ofreció de una vez para siempre en la Cruz, permanece siempre actual (cfr. Hb 7, 25-27)»[18].

Hasta aquí hemos tratado de la Eucaristía como presencia del Sacrificio redentor de Cristo, en la plenitud de su Misterio Pascual. Pero, ¿podemos decir que la Eucaristía es también Sacrificio de la Iglesia?

2.1.2. La Eucaristía, Sacrificio de Cristo y de la Iglesia

La Eucaristía es el Sacrificio de la Iglesia, no sólo porque a ella le fue entregado el memorial sacramental del Sacrificio redentor de Jesucristo, sino también porque cada vez que se celebra el Misterio Eucarístico participa en el Sacrificio de su Señor, entrando en comunión con Él —con su oferta sacrificial al Padre— y con los bienes de la redención que Él nos ha obtenido. Toda la Iglesia ofrece y es ofrecida en Cristo al Padre por el Espíritu Santo. Así lo afirma la tradición viva de la Iglesia, tanto en los textos de la liturgia como en las enseñanzas de los Padres y del Magisterio. El fundamento de esta doctrina se encuentra en el principio de unión y cooperación entre Cristo y los miembros de su Cuerpo, claramente expuesto por el Concilio Vaticano II: «En esta obra tan grande, por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a su amadísima Esposa la Iglesia»[19].

La Iglesia ofrece con Cristo

La participación de la Iglesia —el Pueblo sacerdotal, jerárquicamente estructurado— en la oferta del Sacrificio Eucarístico está fundada en el mandato de Jesús: «haced esto en memoria mía», y se refleja en la fórmula litúrgica «memores... offerimus... gratias agentes» frecuentemente utilizada en las Plegarias Eucarísticas de la Iglesia Antigua[20], e igualmente presente en las actuales Plegarias Eucarísticas[21].

Como testimonian los textos de la liturgia eucarística, los fieles no son simples espectadores de un acto de culto realizado por el sacerdote celebrante. Todos los presentes pueden y deben participar en la oferta del Sacrificio Eucarístico, porque en virtud del bautismo han sido incorporados a Cristo y forman parte de la «estirpe elegida, del sacerdocio real, de la nación santa, del Pueblo que Dios ha adquirido» (1Pt 2,9); es decir, del nuevo Pueblo de Dios en Cristo, que Él mismo sigue reuniendo en torno a Sí, para que de un confín al otro de la tierra ofrezca a su nombre un sacrificio perfecto (cfr. Mal 1,10-11). Ofrecen no sólo el culto espiritual del sacrificio de las propias obras y de su entera existencia, sino también —en Cristo y con Cristo— la Víctima pura, santa e inmaculada. Todo esto comporta el ejercicio del sacerdocio común de los fieles en la Eucaristía.

Sobre este último punto, conviene recordar que dicha oblación se cumple por medio del sacerdote celebrante en el momento mismo de la consagración, cuando impersonando Cristo hace presente su Cuerpo y su Sangre, y el acto de oferta sacrificial del Señor y, en Él y con Él, de toda la Iglesia, representada visiblemente en la asamblea de fieles[22]. Finalmente, por lo que respecta al sentido de las oraciones de la anámnesis, donde se subraya el “servicio sacerdotal” realizado por la Iglesia (o su acción oblativa), conviene precisar que no deben entenderse como si la Iglesia tratase de ofrecer —sola o junto con Cristo glorificado— un nuevo sacrificio, diverso o yuxtapuesto al de la Cruz del Señor. La fórmula memores...offerimus... gratias agentes, no es otra cosa que la explicación, mediante un texto litúrgico, de la voluntad de la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo, de ofrecer y ofrecerse con su Cabeza (no pretende sustituir al Señor en la oferta de su sacrifico, o actuar como mediadora entre Cristo y el Padre). El sujeto del misterio del culto, absolutamente hablando, es Cristo. Pero junto a Cristo interviene siempre la Iglesia, no porque sea capaz, por sí misma, de participar en la obra salvadora, sino en cuanto es Cuerpo y Esposa de su Señor[23].

La acción de la Iglesia, por una parte, es receptiva (de Cristo recibe la salvación y la vida misma de su Señor, cuando en la representación sacramental de sus actos salvíficos le da acceso a su misterio). Pero a esta pasividad en la recepción se une su actividad en la colaboración, lo cual es posible porque gracias al bautismo los fieles son incorporados a Cristo y hechos capaces de cooperar con Él. Esta colaboración de la Iglesia alcanza el culmen en la participación en el Sacrificio de su Señor. Cuando la Iglesia (jerárquicamente ordenada, el sacerdote celebrante y los demás fieles) ofrece externamente el Sacrificio Eucarístico y se une interiormente al acto sacrificial de la Cruz, el Sacrificio de Cristo se convierte también en Sacrificio de la Iglesia. «Es el mismo Sacrificio de la Cruz; sólo es diverso el modo de ofrecerlo, como dice el Concilio de Trento: sola offerendi ratione diversa. Este Sacrificio [la Santa Misa], por tanto, es el verdadero Sacrificio de la Iglesia, porque la Iglesia cumple ahora por propia iniciativa el Sacrificio que el Señor le ha transmitido. En calidad de Cuerpo y Esposa, es decir, gracias a su acto de oblación, libre y espontáneo, si bien sea realizado por el mandato y el poder de la Cabeza y del Esposo, hace propio el acto sacrificial de su Cabeza. De este modo el Sacrificio de Cristo, sin que se añada nada a él, se convierte totalmente en el Sacrificio de la Iglesia; y así se convierte en algo nuevo y diverso, sin que se le añada nada especial, ni tenga por esto necesidad de ser completado»[24].

La Iglesia, en su acción de gracias, presenta al Padre lo que de Él ha recibido, pidiéndole la aplicación de los bienes salvíficos de la Cruz y la gracia de formar en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu. En definitiva, entre la oferta de la Iglesia y la de Cristo no hay yuxtaposición sino identificación. Los fieles no ofrecen un sacrificio diverso del de Cristo, pues al unirse a Él hacen posible que incorpore la oblación de la Iglesia a la suya, «de modo tal que la oferta de la Iglesia llegue a ser la oferta misma de Cristo»[25]. Y es Él, Jesucristo, quien ofrece el sacrificio espiritual de los fieles incorporado al suyo[26]. La relación entre estos dos aspectos «no puede caracterizarse como yuxtaposición ni como sucesión, sino como presencia de uno en el otro»[27].

La Iglesia es ofrecida con Cristo

La Iglesia, en unión con Cristo, no sólo ofrece el Sacrificio eucarístico, sino también es ofrecida en él, pues como Cuerpo y Esposa está inseparablemente unida a su Cabeza y a su Esposo.

La enseñanza de los Padres es muy clara a este respecto. Para san Cipriano la Iglesia ofrecida (la oblación invisible de los fieles) está simbolizada en la oferta litúrgica de los dones del pan y del vino mezclado con unas gotas de agua, como materia del Sacrificio del Altar[28]. Para san Agustín es claro que en el Sacrifico del Altar toda la Iglesia es ofrecida con su Señor, y que esto se manifiesta en la misma celebración sacramental: «Toda la ciudad redimida, es decir, la asamblea comunitaria de los santos, es ofrecida a Dios como un sacrificio universal por la mediación del Sumo Sacerdote que, bajo la forma de esclavo, se ofreció por nosotros en su Pasión, para hacer de nosotros el cuerpo de una tan gran Cabeza... Éste es el sacrificio de los cristianos: “siendo muchos, no formamos más que un solo cuerpo en Cristo” (Rm 12,5). La Iglesia celebra este misterio en el sacramento del altar, bien conocido de los fieles, donde se muestra que en lo que ella ofrece se ofrece a sí misma»[29]. Para san Gregorio Magno la celebración de la Eucaristía es un estímulo para que imitemos el ejemplo del Señor, ofreciendo nuestra vida al Padre como hizo Jesús; de este modo llegará a nosotros la salvación que proviene de la Cruz del Señor[30].

La misma liturgia eucarística no deja de expresar la participación de la Iglesia, bajo el influjo del Espíritu Santo, en el Sacrificio de Cristo: «Dirige tu mirada sobre la ofrenda de tu Iglesia, y reconoce en ella la Víctima por cuya inmolación quisiste devolvernos tu amistad, para que, fortalecidos con el cuerpo y la sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu. Que Él nos transforme en ofrenda permanente...»[31]. De modo semejante se pide en la Plegaria Eucarística IV: «Dirige tu mirada sobre esta Víctima que tú mismo has preparado a tu Iglesia, y concede a cuantos compartimos este pan y este cáliz, que, congregados en un solo cuerpo por el Espíritu Santo, seamos en Cristo víctima viva para alabanza de tu gloria».

Por lo que respecta al Magisterio contemporáneo, baste citar ahora este texto del Catecismo de la Iglesia Católica: «La Eucaristía es igualmente el Sacrificio de la Iglesia. La Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo, participa en la ofrenda de su Cabeza. Con Él, ella se ofrece totalmente. Se une a su intercesión ante el Padre por todos los hombres. En la Eucaristía, el Sacrificio de Cristo es también el Sacrificio de los miembros de su Cuerpo. La vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo se unen a los de Cristo y a su total ofrenda, y adquieren así un valor nuevo. El Sacrificio de Cristo presente sobre el altar da a todas las generaciones de cristianos la posibilidad de unirse a su ofrenda»[32].

La doctrina apenas enunciada tiene una importancia fundamental para la vida cristiana. Todos los fieles están llamados a participar en la Santa Misa con esta intención: la de ofrecer la propia vida sin mancha de pecado al Padre, con Cristo, Víctima inmaculada, en sacrificio espiritual-existencial, restituyéndole con amor filial y en acción de gracias todo lo que de Él han recibido. De este modo la caridad divina —«la corriente de amor trinitario»— transformará su entera existencia.

2.2. La participación en el Sacrificio Eucarístico en las enseñanzas del Beato Josemaría Escrivá

En los escritos del Beato Josemaría se manifiesta una visión profundamente unitaria de los diversos aspectos del Misterio Eucarístico. De modo particular subraya la dimensión sacrificial de la liturgia eucarística, considerándola en la perspectiva adecuada, es decir, en el orden de la sacramentalidad de la Iglesia: la Santa Misa es «el Sacrificio sacramental del Cuerpo y de la Sangre del Señor»[33]. Con la Tradición de la Iglesia, identifica dicho sacrificio sacramental con el Sacrificio único de nuestro Redentor: «Es el Sacrificio de Cristo, ofrecido al Padre con la cooperación del Espíritu Santo: oblación de valor infinito, que eterniza en nosotros la Redención»[34]. Y al contemplar con los ojos de la fe y del amor esta realidad, descubre que «en este Sacrificio [la Santa Misa] se encierra todo lo que el Señor quiere de nosotros»[35]. Lo que Él desea, cuando participamos en la liturgia eucarística y en todo momento de nuestra existencia.

En efecto, nuestro Padre Dios quiere que vivamos según lo que somos, como hijos en el Hijo, identificados con Cristo en el amor y la obediencia filial. Y dicha identificación se realiza de modo singular gracias a la Eucaristía. En Cristo Jesús, en comunión con su ser teándrico, podemos vivir en constante relación de amor filial con el Padre (cfr. Jn 6,57); y el Padre vuelca sobre nosotros su paternidad rebosante de amor. Además, mediante la comunión con el cuerpo de Cristo, con su humanidad vivificada por el Espíritu y vivificante, entramos también en comunión con la tercera Persona de la Trinidad, recibiendo la fuerza del amor del Espíritu Santo, que todo crea, renueva, enciende y santifica. Él nos cristifica y nos hace sentir nuestra filiación divina en Cristo. En esta línea escribía el Beato Josemaría: «En la Misa se encamina hacia su plenitud la vida de la gracia, que fue depositada en nosotros por el Bautismo, y que crece, fortalecida por la Confirmación. Cuando participamos de la Eucaristía, escribe s. Cirilo de Jerusalén, experimentamos la espiritualización deificante del Espíritu Santo, que no sólo nos configura con Cristo, como sucede en el Bautismo, sino que nos cristifica por entero, asociándonos a la plenitud de Cristo Jesús (S. Cirilo de Jerusalén, Catecheses, 22, 3). La efusión del Espíritu Santo, al cristificarnos, nos lleva a que nos reconozcamos hijos de Dios. El Paráclito, que es caridad, nos enseña a fundir con esa virtud toda nuestra vida; y consummati in unum (Jn 17,23), hechos una sola cosa con Cristo, podemos ser entre los hombres lo que S. Agustín afirma de la Eucaristía: signo de unidad, vínculo del Amor (S. Agustín, In Ioannis Evangelium tractatus, 26, 13: PL 35, 1613)»[36].

La contemplación del amor que Cristo nos manifiesta en la Eucaristía y, sobre todo, la identificación con Él —por la fe, la gracia cristoconformante del sacramento y la acción del Paráclito en el alma— no puede dejar indiferente ni pasivo a ningún cristiano que participa en el Sacrificio Eucarístico. «Corresponder a tanto amor —afirma el Beato Josemaría— exige de nosotros una total entrega, del cuerpo y del alma»[37]. Exige que nos entreguemos como Él: por amor, con una donación total, incondicionada, humilde, escondida, perseverante.

Lo que espera Dios de nosotros en cada celebración eucarística es que nos sepamos adherir plenamente a las palabras de Jesucristo: tomad y comed... esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros; tomad y bebed... éste es el cáliz de mi sangre, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados. El mandato del Señor, haced esto (lo que Yo he hecho) en conmemoración mía, exige no sólo que el sacerdote celebrante repita sus palabras y gestos; Él desea que todos acojamos con fe y amor el don que nos ofrece y, unidos a Él, sepamos entregarnos al Padre, en el Espíritu, por la salvación del mundo.

Todos los fieles —todo el Pueblo de Dios sacerdotal y no sólo el sacerdote celebrante— están llamados a vivir de este modo la Eucaristía, es decir, a actualizar su entrega al Señor en el momento de la consagración de los dones, en que con la presencia de la Persona de Cristo se actualiza su acto de oferta sacrificial, y en el momento de la comunión, cuando llegamos a ser una sola cosa con la Víctima divina[38]. En efecto, aunque sólo el ministro sacramentalmente ordenado —obispo o presbítero— está habilitado para actuar el Sacrificio eucarístico in persona Christi, la celebración eucarística afecta y compromete a cada uno de los fieles presentes, los cuales en virtud de su sacerdocio común (es decir de su participación en el sacerdocio de Cristo, recibida en el bautismo) están llamados a ofrecer al Padre un culto espiritual (Rm 12,1), el sacrificio de sus vidas, unidas al Sacrificio de Cristo. Los fieles no pueden permanecer como simples espectadores de un acto de culto realizado por el sacerdote celebrante. Todos pueden y deben participar en la oferta del Sacrificio.

El Beato Josemaría insistió con fuerza en esta doctrina de la Iglesia, enseñando a renovar en la Santa Misa el ofrecimiento de la propia vida y de las obras de cada día, todo cuanto somos y poseemos: la inteligencia, la voluntad, y la memoria; el trabajo, las alegrías y las contradicciones. Todo quería ponerlo sobre el altar, para que el Señor lo asumiera y le diera valor salvífico «en este instante supremo —el tiempo se une con la eternidad— del Santo Sacrificio de la Misa»[39]. La entera existencia quería dirigirla, día tras día, al Sacrificio eucarístico, enseñando a todos a vivir con alma sacerdotal. Anticipaba así lo que el Concilio Vaticano II afirmará de los fieles cristianos: «Todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el cotidiano trabajo, el descanso del alma y cuerpo, si son hechos en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida, si se sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo (cfr. 1Pt 2,5), que en la celebración de la Eucaristía se ofrecen piadosamente al Padre junto con la oblación del cuerpo del Señor»[40].

Lo que hemos dicho hasta ahora de los fieles se aplica de modo especial al sacerdote celebrante: en cuanto en la celebración eucarística actúa in persona Christi, está llamado a identificarse de modo particular con Cristo, Víctima y Sacerdote. El ofrecimiento de la propia vida al Padre, por Cristo y en Cristo, debe ser una realidad para él en cada celebración de la Eucaristía. En este sentido se afirma en el Decr. Presbyterorum Ordinis que los presbíteros, «mientras se unen al acto [sacrificial] de Cristo sacerdote, se ofrecen diariamente por entero a Dios»[41]. Lo que realizan sacramentalmente sobre el altar compromete su vida entera: están llamados a entregarse plenamente, en Cristo y con Cristo, al Padre, permitiendo de este modo que el Señor asuma su entera existencia y le dé plenitud de sentido y valor redentor.

El Beato Josemaría Escrivá era plenamente consciente de esta verdad, la recordaba con frecuencia a los sacerdotes, la vivía cada día en el Sacrificio del Altar:

«Por el sacramento del Orden, el sacerdote se capacita efectivamente para prestar a Nuestro Señor la voz, las manos, todo su ser; es Jesucristo quien, en la Santa Misa, con las palabras de la consagración, cambia la sustancia del pan y del vino en su Cuerpo, su Alma, su Sangre y su Divinidad.

»En esto se fundamenta la incomprensible dignidad del sacerdote. Una grandeza prestada, compatible con la poquedad mía. Yo pido a Dios Nuestro Señor que nos dé a todos los sacerdotes la gracia de realizar santamente las cosas santas, de reflejar, también en nuestra vida, las maravillas de las grandezas del Señor. Quienes celebramos los misterios de la Pasión del Señor, hemos de imitar lo que hacemos. Y entonces la hostia ocupará nuestro lugar ante Dios, si nos hacemos hostias nosotros mismos (S. Gregorio Magno, Dialog. 4,59)»[42].

Mons. Álvaro del Portillo, testigo privilegiado de la fe y del amor con que el Beato Josemaría celebraba cada día la Santa Misa, nos dice:

«Al elevar el Pan eucarístico y la Sangre de Nuestro Señor, repetía siempre algunas oraciones —no en voz alta, porque las rúbricas no lo permiten, sino con la mente y el corazón—, con una perseverancia heroica que duró decenas de años.

»Concretamente, mientras tenía la Hostia consagrada entre las manos, decía: Señor mío y Dios mío, el acto de fe de santo Tomás Apóstol. Después, inspirándose en una invocación evangélica, repetía lentamente: Adauge nobis fidem, spem et charitatem; pedía al Señor para toda la Obra la gracia de crecer en la fe, la esperanza y la caridad. Inmediatamente después repetía una plegaria dirigida al Amor Misericordioso, que había aprendido y meditado desde joven, pero que no utilizaba nunca en su predicación, y que durante muchos años sólo muy de tarde en tarde nos dijo que la recitaba: Padre Santo, por el Corazón Inmaculado de María, os ofrezco a Jesús, Vuestro Hijo muy amado, y me ofrezco a mí mismo en Él, por Él, y con Él, a todas sus intenciones, y en nombre de todas las criaturas. Después añadía la invocación: Señor, danos la pureza y el gaudium cum pace, a mí y a todos, pensando, como es natural, en sus hijos del Opus Dei. Por último, mientras hacia la genuflexión, después de haber elevado la Hostia o el Cáliz, recitaba la primera estrofa del himno eucarístico Adoro te devote, latens deitas, y decía al Señor: ¡Bienvenido al altar!

»Todo esto, repito, no lo hacía de vez en cuando, sino a diario, y nunca mecánicamente, sino con todo su amor y vibración interior»[43].

Resulta fácil comprender la alegría del Beato Josemaría al leer en el Decr. Presbyterorum ordinis algo que él llevaba predicando desde hacía muchos años: que la celebración del Sacrificio eucarístico «es el centro y la raíz de toda la vida del presbítero, de forma que el alma sacerdotal se esfuerza en reproducir en sí misma lo que se realiza en el ara del sacrificio»[44].

El Beato Josemaría vivió y enseñó a vivir esta entrega de la propia vida al Señor en la Santa Misa («nuestra Misa, Jesús», escribirá en Camino[45]), con una radicalidad total, sin limitarla a un propósito interior, formulado en el momento de la celebración litúrgica. «Hemos de amar la Santa Misa que debe ser el centro de nuestro día. Si vivimos bien la Misa, ¿cómo no continuar luego el resto de la jornada con el pensamiento en el Señor, con la comezón de no apartarnos de su presencia, para trabajar como El trabajaba y amar como El amaba?»[46]. Por su parte procuraba hacer del día entero una Misa continuada, viviendo cotidianamente una existencia «totalmente eucarística»[47]. A este respecto afirmaba en 1945: «De este modo, muy unidos a Jesús en la Eucaristía, lograremos una continua presencia de Dios, en medio de las ocupaciones ordinarias propias de la situación de cada uno en este peregrinar terreno, buscando al Señor en todo tiempo y en todas las cosas. Teniendo en nuestras almas los mismos sentimientos de Cristo en la Cruz, conseguiremos que nuestra vida entera sea una reparación incesante, una asidua petición y un permanente sacrificio por toda la humanidad, porque el Señor os dará un instinto sobrenatural para purificar todas las acciones, elevarlas al orden de la gracia y convertirlas en instrumento de apostolado. Sólo así seremos almas contemplativas en medio del mundo, como pide nuestra vocación, y llegaremos a ser almas verdaderamente sacerdotales, haciendo que todo lo nuestro sea una continua alabanza a Dios»[48].

Concretamente enseñó a poner de manera práctica la santa Misa en el centro de la vida cotidiana: dividía las 24 horas del día en dos partes: «Hasta el mediodía vivía la presencia de Dios centrándola en la acción de gracias por la Misa celebrada y, tras el rezo del Angelus, comenzaba a prepararse para la Misa del día siguiente»[49]. Y en este tiempo de preparación multiplicaba actos de fe, esperanza y de amor al Señor; le pedía perdón por sus pecados y por los de todos los hombres; pedía incansablemente “almas de apóstol” y renovaba la intención de poner todas sus oraciones, trabajos, pensamientos y afectos, alegrías y sufrimientos, sobre la patena, para que el Señor todo lo asumiera y le diese valor redentor. El Beato Josemaría consideró esta enseñanza sobre la participación de los fieles en el Sacrificio Eucarístico parte esencial del ministerio sacerdotal. «Todos los afectos y las necesidades del corazón del cristiano encuentran, en la Santa Misa, el mejor cauce: el que, por Cristo, llega al Padre, en el Espíritu Santo. El sacerdote debe poner especial empeño en que todos lo sepan y lo vivan. No hay actividad alguna que pueda anteponerse, ordinariamente, a ésta de enseñar y hacer amar y venerar a la Sagrada Eucaristía»[50]. Y más adelante, subrayando la unidad de consagración y misión en el presbítero, dirá: «Un sacerdote que vive de este modo la Santa Misa —adorando, expiando, impetrando, dando gracias, identificándose con Cristo—, y que enseña a los demás a hacer del sacrificio del Altar el centro y la raíz de la vida del cristiano, demostrará realmente la grandeza incomparable de su vocación»[51].

Según las enseñanzas del Beato Josemaría, la centralidad de la Eucaristía en la existencia cotidiana del cristiano debe manifestarse, de modo particular, en el cuidado de la liturgia eucarística, en la fe y en el amor con que tratamos a Dios y las cosas de Dios.

«Yo pido a todos los cristianos que recen mucho por nosotros los sacerdotes, para que sepamos realizar santamente el Santo Sacrificio. Les ruego que muestren un amor tan delicado por la Santa Misa, que nos empuje a los sacerdotes a celebrarla con dignidad —con elegancia— humana y sobrenatural: con limpieza en los ornamentos y en los objetos destinados al culto, con devoción, sin prisas.

»¿Por qué prisa? ¿La tienen acaso los enamorados, para despedirse? Parece que se van y no se van; vuelven una y otra vez, repiten palabras corrientes como si las acabasen de descubrir... No os importe llevar los ejemplos del amor humano noble y limpio, a las cosas de Dios. Si amamos al Señor con este corazón de carne —no poseemos otro—, no habrá prisa por terminar ese encuentro, esa cita amorosa con El»[52].

Su ejemplo quedó bien grabado en la vida de sus hijas y de sus hijos en el Opus Dei. «Desde el principio de su ministerio sacerdotal, se esforzó por no dar cabida ni a la rutina ni a la precipitación al celebrar el Santo Sacrificio, a pesar de la habitual escasez de tiempo para realizar sus múltiples actividades pastorales. Al contrario, tendía espontáneamente a decir la Misa con mucho sosiego, penetrando en cada texto y en el sentido de cada gesto litúrgico, hasta el punto que, por muchos años, tuvo que esforzarse positivamente —de acuerdo con cuanto le confirmaban en la dirección espiritual— por ir más deprisa, para no llamar la atención y por saberse al servicio de los fieles que contaban, para la Misa, con un tiempo mucho menor. En este contexto, se entiende lo que escribió en 1932, como un suspiro que se escapó de su alma: “Al decir la Santa Misa, deberían pararse los relojes”»[53].

Quienes fueron testigos de cómo el Beato Josemaría Escrivá celebraba la santa Misa coinciden en afirmar que externamente nunca hubo nada extraordinario o singular en su Misa, aunque era imposible no apreciar su profunda devoción[54]. Su piedad se alimentaba de los textos litúrgicos y se manifestaba en multitud de gestos —indicados en la misma liturgia eucarística— como los besos a la mesa del altar, símbolo de Cristo, las inclinaciones de cabeza, las genuflexiones pausadas con las que adoraba al Santo de los Santos[55]. Vivía la Santa Misa, y enseñó a todos a vivirla, como un encuentro personalísimo con Cristo, Amor nuestro, y con todo su Cuerpo Místico, la Iglesia: «Vivir la Santa Misa es permanecer en oración continua; convencernos de que, para cada uno de nosotros, es éste un encuentro personal con Dios: adoramos, alabamos, pedimos, damos gracias, reparamos por nuestros pecados, nos purificamos, nos sentimos una sola cosa en Cristo con todos los cristianos»[56]. «Esa intensidad —ha escrito Mons. Álvaro del Portillo— con la que se unía personalmente al Sacrificio del Señor en la Eucaristía, culminó en algo que no dudo en considerar un peculiar don místico, y que el mismo Padre contó, con gran sencillez, el día 24 de octubre del 1966: “A mis sesenta y cinco años, he hecho un descubrimiento maravilloso. Me encanta celebrar la Santa Misa, pero ayer me costó un trabajo tremendo. ¡Qué esfuerzo! Vi que la Misa es verdaderamente Opus Dei, trabajo, como fue un trabajo para Jesucristo su primera Misa: la Cruz. Vi que el oficio del sacerdote, la celebración de la Santa Misa, es un trabajo para confeccionar la Eucaristía; que se experimenta dolor, y alegría, y cansancio. Sentí en mi carne el agotamiento de un trabajo divino”»[57].

3. Eucaristía y vida en Cristo

En la Eucaristía Jesús no nos ha dejado sólo un signo-recuerdo de su presencia histórica entre los hombres y del Sacrificio con el que llevó a término nuestra redención. Su amor omnipotente hizo posible que tras su ascensión gloriosa a la diestra del Padre, pudiese permanecer siempre en la Iglesia, en el Santísimo Sacramento del Altar.

«Considerad la experiencia, tan humana, de la despedida de dos personas que se quieren. Desearían estar siempre juntas, pero el deber —el que sea— les obliga a alejarse. Su afán sería continuar sin separarse, y no pueden. El amor del hombre, que por grande que sea es limitado, recurre a un símbolo: los que se despiden se cambian un recuerdo, quizá una fotografía (...).

»Lo que nosotros no podemos, lo puede el Señor. Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre, no deja un símbolo, sino la realidad: se queda Él mismo. Irá al Padre, pero permanecerá con los hombres. No nos legará un simple regalo que nos haga evocar su memoria, una imagen que tiende a desdibujarse con el tiempo (...). Bajo las especies del pan y del vino está El, realmente presente: con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad»[58].

La presencia personal de Jesucristo —del Hijo encarnado y glorificado del Padre— verdadera, real y substancial, está llena de consecuencias para la vida de la Iglesia y del cristiano. Siendo Cristo el Verbo del Padre (cfr. Jn 1,1; 1,14; 14, 9-10), Aquél en quien «reside corporalmente toda la plenitud de la divinidad» (Col 2,9), nuestro Redentor y Salvador (cfr. Mt 26,28; Hch 4,10-12; Rm 3,23-24; 1Tim 2,5-6; 1Jn 2,2), se comprende la extraordinaria potencia santificante de la Eucaristía: entrando en comunión con Cristo, perfecto Dios y perfecto Hombre, recibimos la misma Vida divina (cfr. Jn 1,4), la Luz que ilumina a todo hombre (cfr. Jn 1,9), la Verdad que nos libera (cfr. Jn 8,31-32), el Amor que nos transforma (1Jn 4,16), y todos los bienes salvíficos que Él, con su Muerte y Resurrección, nos ha merecido.

Mediante la Eucaristía la nueva vida en Cristo, iniciada en el creyente con el bautismo (cfr. Rm 6,3-4; Gal 3,27-28), puede consolidarse y desarrollarse hasta alcanzar su plenitud (cfr. Ef 4,13), permitiendo al cristiano llevar a término el ideal enunciado por san Pablo: «Vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,20). Es cuanto se deduce de las palabras de Jesucristo: «Yo soy el pan vivo, que ha bajado del cielo. Si alguno come de este pan, vivirá eternamente; el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo (...). Quien come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. Así como el Padre que me envió vive y yo vivo por el Padre, así quien me come también vivirá por mí» (Jn 6,51-57). El Pan eucarístico es capaz de ofrecer a los fieles la vida del Señor, concediéndoles una singular participación, en Cristo y con Cristo, en la comunión de vida y de amor del Dios Uno y Trino.

La consideración de estas verdades era para el Beato Josemaría Escrivá un poderoso estímulo para vivir según lo que somos: hijos de Dios en Cristo. «La Sagrada Eucaristía introduce en los hijos de Dios la novedad divina, y debemos responder “in novitate sensus” (Rm 12,2), con una renovación de todo nuestro sentir y de todo nuestro obrar. Se nos ha dado una raíz poderosa, injertada en el Señor. No podemos volver a la antigua levadura, nosotros que tenemos el Pan de ahora y de siempre»[59].

La Eucaristía nos configura con Cristo, nos hace partícipes del ser y de la misión del Hijo, nos identifica con sus intenciones y sentimientos, nos da la fuerza para amar como Cristo nos pide (cfr. Jn 13,34-35), para encender a todos los hombres y mujeres de nuestro tiempo con el fuego del amor divino que Él vino a traer a la tierra (cfr. Lc 12,49), para compadecernos de las muchedumbres que ahora, como hace veinte siglos, andan como “ovejas sin pastor”, sin rumbo y sin sentido (cfr. Mt 9,36). Todo esto debe manifestarse efectivamente en nuestra vida: «Si hemos sido renovados con la recepción del cuerpo del Señor, hemos de manifestarlo con obras. Que nuestras palabras sean verdaderas, claras, oportunas; que sepan consolar y ayudar, que sepan, sobre todo, llevar a otros la luz de Dios. Que nuestras acciones sean coherentes, eficaces, acertadas: que tengan ese bonus odor Christi (2Cor 2,15), el buen olor de Cristo, porque recuerden su modo de comportarse y de vivir»[60].

Gracias a la Eucaristía el cristiano puede ser verdaderamente cristóforo, portador de Cristo, Cristo que pasa entre los hombres. Así lo consideraba el Beato Josemaría en la homilía pronunciada el 28 de abril de 1964, fiesta del Corpus Christi:

«La procesión del Corpus hace presente a Cristo por los pueblos y las ciudades del mundo. Pero esa presencia, repito, no debe ser cosa de un día, ruido que se escucha y se olvida. Ese pasar de Jesús nos trae a la memoria que debemos descubrirlo también en nuestro quehacer ordinario. Junto a esa procesión solemne de este jueves, debe estar la procesión callada y sencilla, de la vida corriente de cada cristiano, hombre entre los hombres, pero con la dicha de haber recibido la fe y la misión divina de conducirse de tal modo que renueve el mensaje del Señor en la tierra. No nos faltan errores, miserias, pecados. Pero Dios está con los hombres, y hemos de disponernos para que se sirva de nosotros y se haga continuo su tránsito entre las criaturas.

»Vamos, pues a pedir al Señor que nos conceda ser almas de Eucaristía, que nuestro trato personal con Él se exprese en alegría, en serenidad, en afán de justicia. Y facilitaremos a los demás la tarea de reconocer a Cristo, contribuiremos a ponerlo en la cumbre de todas las actividades humanas. Se cumplirá entonces la promesa de Jesús: “Yo, cuando sea exaltado sobre la tierra, todo lo atraeré hacia mí” (Jn 12,32)»[61].

En la Eucaristía encontramos el principio que impulsa la evangelización del mundo, el fundamento de la eficacia del apostolado que realizan los discípulos de Cristo[62]. Injertados en la corriente de vida y amor del Dios Uno y Trino, tratan de cumplir, en el Hijo y por el Espíritu Santo, la voluntad del Padre, que quiere que todos los hombres se salven (cfr. 1Tim 2,4).

La Eucaristía al unirnos a Cristo, al único Pan del que participan todos los cristianos (cfr. 1Cor 10,17), nos une entre nosotros y con Él, edificando la Iglesia como un solo Cuerpo (cfr. 1Cor 12,27). Por esto, participando en la celebración eucarística «nos sentimos una sola cosa en Cristo con todos los cristianos»[63]. La Eucaristía nos hace estar más unidos con toda la familia de Dios que es la Iglesia (cfr. Ef 2,19).

La Eucaristía, en cuanto contiene al Verbo encarnado, al crucificado que ha resucitado y está glorioso a la diestra del Padre, posee una eficacia salvífica que transciende el tiempo y penetra en la realidad escatológica. «La felicidad eterna, para el cristiano que se conforta con el definitivo maná de la Eucaristía, comienza ya ahora. Lo viejo ha pasado: dejemos aparte todo lo caduco; sea todo nuevo en nosotros: los corazones, las palabras y las obras (Himno Sacris solemnis)... Esta es la Buena Nueva, porque, de alguna manera y de un modo indescriptible, nos anticipa la eternidad»[64].

«Jesús, en la Eucaristía, es prenda segura de su presencia en nuestras almas; de su poder, que sostiene el mundo; de sus promesas de salvación, que ayudarán a que la familia humana, cuando llegue el fin de los tiempos, habite perfectamente en la casa del Cielo, en torno a Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo: Trinidad Beatísima, Dios Único»[65]. En la Eucaristía está presente in nuce, de un modo sólo incoado, la realización del plan salvífico universal de Dios: con Cristo resucitado se hace también presente la nueva creación, “los nuevos cielos y la nueva tierra”, la nueva humanidad (cfr. Ap 21,1-7; 2Pt 3,13; Rm 8,19-22). En efecto, en la transfiguración gloriosa de Jesucristo ya se ha inaugurado la renovación escatológica del mundo: en el Señor resucitado, el eschaton —Aquél que representa las realidades últimas— ya está presente el octavo día, la eternidad que prorrumpe en el presente, haciéndonos pregustar cuanto encontraremos en la vida eterna[66].

En este sentido podemos decir que cada celebración eucarística es Pascua, tránsito de la Iglesia y de la entera creación hacia su fin. En cada Eucaristía «Jesús con gesto de sacerdote eterno, atrae hacia sí todas las cosas, para colocarlas, divino afflante Spiritu, con el soplo del Espíritu Santo, en la presencia de Dios Padre»[67].

[1] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Carta 2-II-1945, n. 11. En adelante, todas las citas en que no se mencione al autor son del Beato Josemaría Escrivá.

[2] Carta 11-III-1940, n. 11.

[3] Forja, n. 69.

[4] ÁLVARO DEL PORTILLO, Sacerdotes para una nueva evangelización, en AA.VV. La formación de los sacerdotes en las circunstancias actuales, (XI Simposio Internacional de Teología de la Universidad de Navarra), Pamplona 1990, p. 995.

[5] Cfr. F. OCÁRIZ, La filiación divina, realidad central en la vida y en la enseñanza de Mons. Escrivá de Balaguer, en AA.VV., Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer y el Opus Dei, 2ª ed., Pamplona 1985, pp. 175-214; C. FABRO, La tempra di un Padre della Chiesa, en C. FABRO-S. GAROFALO-M.A. RASCHINI, Santi nel mondo. Studi sugli scritti del beato Josemaría Escrivá, Milano 1992, pp. 106-110.

[6] Es Cristo que pasa, nn. 84-85.

[7] Ibid., n. 87.

[8] Ibid.

[9] Ibid., n. 86.

[10] CONCILIO VATICANO II, Const. Sacrosanctum Concilium, 4-XII-1963, n. 47.

[11] Cfr. PABLO VI, Solemnis professio fidei, 30-VI-1968, n. 24.

[12] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1362.

[13] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1085.

[14] Cfr. S. TOMÁS DE AQUINO, S.Th., III, q. 17, a. 2, c.

[15] Se trata de un acto meta-histórico; no puede medirse sólo con los parámetros espacio-temporales del momento presente, como nuestros actos humanos, sino según la eternidad comparticipada del Hombre-Dios; cfr. T. FILTHAUT, Kontroverse über di Mysterienlehre, Warendorf 1947, p. 17.

[16] Cfr. R. GARRIGOU-LAGRANGE, An Christus non solum virtualiter sed etiam actualiter offerat Missas quae quotidie celebrantur, en «Angelicum» 19 (1942) 105-118.

[17] La Eucaristía hace presente una realidad preexistente: la Persona de Cristo, y en Él, el acto sacrificial de nuestra redención. El signo sólo le ofrece un nuevo modo de presencia, sacramental, permitiendo, como veremos a continuación, la participación de la Iglesia en el Sacrificio del Señor.

[18] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1364.

[19] CONCILIO VATICANO II, Cons. Sacrosanctum Concilium, n. 7.

[20] Cfr. Plegaria Eucarística de la Tradición Apostólica de s. Hipólito; Anáfora de Addai y Mari; Anáfora de s. Marcos, en A. HÄNGGI-I. PAHL, Prex Eucharistica. Textus a variis liturgiis antiquioribus selecti, Fribourg 1968, pp. 80-81; pp. 375-380; pp. 101-115, espec. pp. 112-114.

[21] Cfr. Misal Romano, Plegaria Eucarística I (Unde et memores y Supra quæ); Plegaria Eucarística III (Memores igitur, Respice, quæsumus e Ipse nos tibi), expresiones semejantes se encuentran en las Plegarias II y IV.

[22] Sobre la participación de los fieles en la oferta del Sacrificio eucarístico cfr. PÍO XII, Litt. Enc. Mediator Dei: AAS 39 (1947) 555-556; 559-560; CONCILIO VATICANO II, Cons. Sacrosanctum Concilium, n. 48; Cons. dogm. Lumen gentium, 21-XI-1964, nn. 10-11; PABLO VI, Litt. Enc. Mysterium fidei: AAS 57 (1965) 761; Ibid., Solemnis professio fidei, n. 24; JUAN PABLO II, Carta Dominicæ Cenae, 24-II-1980, n. 9.

[23] O. CASEL, Die Kirche als Braut Christi nach Schrift, Väterlehre und Liturgie, en Id., Mysterium der Ekklesia. Von der Gemeinschaft aller Erlösten in Christus Jesus (Aus Schriften und Vorträgen), Mainz 1961, pp. 59-87.

[24] Ibid., Glauben, Gnosis und Mysterium, en «Jahrbuch für Liturgiewisenschaft» 15 (1941) 299.

[25] M. LEPIN, L’idée du sacrifice de la Messe d’après les théologiens depuis l’origine jusqu’à nos jours, 2ª ed., Paris 1926, p. 755.

[26] Cfr. J.A. JUNGMANN, Oblatio und Sacrificium in der Geschichte der Eucharistieverständnisses, en «Zeitschrift für katholische Theologie» 92 (1970) 343.

[27] J. BETZ, L’Eucaristia come mistero centrale, en AA.VV., Mysterium salutis, VIII, Brescia 1982, p. 341.

[28] Cfr. S. CIPRIANO, Ep. 63, 13: CSEL 3, 71.

[29] S. AGUSTÍN, De civ. Dei, 10,6: CCL 47, 279.

[30] Cfr. S. GREGORIO MAGNO, Dialog., 4, 61,1: SChr 265, 202.

[31] Misal Romano, Plegaria Eucarística III: Respice, quaesumus e Ipse nos tibi.

[32] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1368.

[33] Conversaciones, n. 113.

[34] Es Cristo que pasa, n. 86.

[35] Es Cristo que pasa, n. 88.

[36] Es Cristo que pasa, n. 87.

[37] Es Cristo que pasa, n. 86.

[38] Acerca del deseo de la Iglesia de que todos los fieles participen conscientemente, devotamente y activamente en el Sacrificio eucarístico, ofreciéndose a sí mismos juntamente con Cristo y ofreciendo la hostia inmaculada, no sólo por manos del sacerdote, sino juntamente con él, cfr. CONCILIO VATICANO II, Cons. Sacrosanctum concilium, n. 48; Cons. dogm. Lumen gentium, n. 11; Decr. Presbyterorum Ordinis, 7-XII-1965, nn. 2 y 5; PÍO XII, Litt. Enc. Mediator Dei: AAS 39 (1947) 555-556; PABLO VI, Enc. Mysterium fidei: AAS 57 (1965) 761; SCR, Instr. Eucharisticum Mysterium, 25-V-1967, nn. 3b y 3e; JUAN PABLO II, Carta Dominicae Cenæ, n. 9.

[39] Es Cristo que pasa, n. 94.

[40] CONCILIO VATICANO II, Cons. dog. Lumen gentium, n. 34.

[41] CONCILIO VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 13.

[42] Homilía, Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973, en Amor a la Iglesia, Madrid 1986, p. 71.

[43] ÁLVARO DEL PORTILLO, Entrevista sobre el fundador del Opus Dei, realizada por Cesare Cavalleri, Madrid 1993, pp. 137-138.

[44] CONCILIO VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 14. Sobre la relación de este texto con la predicación del Beato Josemaría Escrivá cfr. ÁLVARO DEL PORTILLO, Sacerdotes para una nueva evangelización, cit., p. 995.

[45] Camino, n. 533.

[46] Es Cristo que pasa, n. 154.

[47] Forja, n. 826. El tema de la Misa que se prolonga durante toda la jornada, se ha formulado de diversos modos a lo largo de la historia. Sobre este punto se puede apreciar una clara sintonía entre las enseñanzas del Beato Josemaría y la doctrina expuesta en la escuela francesa de espiritualidad; por ejemplo, F. Mugnier, siguiendo autores como J. Bossuet, P. de Bérulle y Ch. de Condren, se expresaba del siguiente modo: «Faire ainsi de ma journée comme une messe en action, continuant, s’il se peut, la sainte messe quotidiennement entendue et pratiquée, ce devrait être la vie normale de tout chrétien» ( F. MUGNIER, Roi, Prophéte, Prêtre avec le Christ, Paris 1937, p. 215).

[48] Carta 2-II-1945, n. 11.

[49] ÁLVARO DEL PORTILLO, Entrevista sobre el fundador del Opus Dei, cit., p. 136.

[50] Homilía, Sacerdote para la eternidad, cit. p. 78.

[51] Homilía, Sacerdote para la eternidad, cit. p. 81.

[52] Homilía, Sacerdote para la eternidad, cit. p. 77-78.

[53] ÁLVARO DEL PORTILLO, Sacerdotes para una nueva evangelización, cit., p. 996.

[54] Cfr. J.M. CASCIARO, Vale la pena. Tres años cerca del Fundador del Opus Dei: 1932-1942, 2ª ed., Madrid 1998, pp. 113-114. Veanse también los testimonios que aparecen en los Artículos del Postulador, nn. 379-384.

[55] Cfr. Es Cristo que pasa, nn. 85-91.

[56] Ibid., n. 88. Años antes el Beato Josemaría escribió: «No os acostumbréis nunca a celebrar o a asistir al Santo Sacrificio: hacedlo, por el contrario, con tanta devoción como si se tratase de la única Misa de vuestra vida; sabiendo que allí está presente Cristo, Dios y Hombre, Cabeza y Cuerpo, y por tanto, junto con Nuestro Señor, toda su Iglesia» (Carta 28-III-1955, n. 5).

[57] ÁLVARO DEL PORTILLO, Sacerdotes para una nueva evangelización, cit., pp. 996-997.

[58] Es Cristo que pasa, n. 83.

[59] Ibid., n. 155. Está claro que si los efectos salvíficos de la Eucaristía no se alcanzan de una vez en su plenitud «no es por defecto de la potencia de Cristo, sino por defecto de la devoción del hombre» (S. TOMÁS DE AQUINO, S.Th., III, q. 79, a. 5, ad 3). Sobre la aplicación de la virtud salvífica del Sacrificio Eucarístico y de la comunión conviene recordar que dicha aplicación no se realiza de modo mecánico (infaliblemente y extrínsecamente) sino según las disposiciones morales de los hombres, es decir, según su libre correspondencia a la gracia que les ofrece el Señor, según su fe, esperanza, caridad, contrición, humildad, etc. con que acuden al encuentro personal con Cristo. La unión con Dios en Cristo se realiza por vía de libertad y de amor; es posible en virtud del amor que Él nos tiene, pero exige de nosotros que correspondamos libremente a su amor (cfr. 1Jn 4, 16.19-21).

[60] Es Cristo que pasa, n. 156.

[61] Es Cristo que pasa, n. 156.

[62] El Concilio Vaticano II afirma explícitamente que la Eucaristía es «fuente y culmen de toda la evangelización»: Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 5; cfr. Decr. Ad gentes, 7-XII-1965, n. 36.

[63] Es Cristo que pasa, n. 88.

[64] Es Cristo que pasa, n. 152.

[65] Es Cristo que pasa, n. 153.

[66] Cfr. S. BASILIO MAGNO, De Spiritu Sancto, 27, 66: SChr 17bis, 237.

[67] Es Cristo que pasa, n. 94.

Romana, n. 28, Enero-Junio 1999, p. 148-165.

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