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Palabras de apertura del V Simposio Internacional de Teología de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz, en Roma (15-III-1999)

S.E.R. Mons. Javier Echevarría presidió, como Gran Canciller, la inauguarción del V Simposio Internacional de Teología organizado por la Pontificia Universidad de la Santa Cruz, cuyo tema era “Los obispos y su ministerio”. Pronunció el siguiente discurso.

Eminencia,

Excelencias Reverendísimas,

Profesores y estudiosos de las ciencias sagradas que participáis en este Simposio,

Señoras y Señores,

La Iglesia, peregrina en la tierra, incesantemente en camino hacia su realización definitiva en la gloria del cielo, parece haber acelerado su paso, con el impulso del Espíritu Santo, al aproximarse al tránsito del segundo al tercer milenio de la Era Cristiana. La preparación de este acontecimiento, tan cargado de simbolismo y esperanzas, que nos interpela a todos en la Iglesia, comprende muchos aspectos de la vida de cada fiel y de todo el pueblo de Dios; y no es ciertamente el último el de la comprensión creciente de aquello que la Iglesia es y cree a través de la contemplación, del estudio de los creyentes y del anuncio de la verdad por parte del Magisterio[1].

En esta actividad de enriquecimiento de la comprensión de la doctrina y de la vida eclesial confluyen muchas iniciativas. Entre ellas, un puesto de indudable relevancia lo ocupan la investigación y los estudios desarrollados en las instituciones académicas, en Roma y en tantos otros lugares, a través de congresos, jornadas de estudio, etc. En este vasto movimiento se incluyen los Simposios Internacionales organizados por la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz, llegados ya a su quinta edición.

El tema de este año, que está animando la reflexión de toda la Iglesia, tendrá su momento más intenso en la próxima Asamblea General ordinaria del Sínodo de los Obispos. En este contexto eclesial, las intervenciones y el intercambio de pareceres que os ocuparán en las dos jornadas del Simposio podrán también ser una contribución a esa reflexión.

Con palabras del Beato Josemaría, recordamos en primer lugar que «la Iglesia se enraíza en el misterio fundamental de nuestra fe católica: el de Dios uno en esencia y trino en persona»[2]. Por tanto, una teología de elevadas miras sobre el episcopado tendrá que intentar colocarlo en la luz que irradia el misterio trinitario. Una indicación sugestiva nos llega del siguiente párrafo de un discurso del Santo Padre Juan Pablo II: «El Obispo es imagen del Padre, hace presente a Cristo como Buen Pastor, recibe la plenitud del Espíritu Santo de la cual brotan enseñanzas e iniciativas ministeriales para que pueda edificar, a imagen de la Trinidad y a través de la Palabra y de los sacramentos, esa Iglesia, lugar de donación de Dios a los fieles que le han sido confiados»[3]. Si hay que ver a la Iglesia, según la conocida expresión de San Cipriano reproducida por el Concilio Vaticano II, como «un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo»[4], también al Obispo hay que verlo en la misma luz trinitaria.

1. «El Obispo es imagen del Padre». Esta bella afirmación del Papa es un eco de San Ignacio de Antioquía[5]. No es una afirmación aislada del santo mártir; repitió el mismo concepto en otros lugares de sus cartas[6] y llegó a decir que Dios Padre de Jesucristo es «el obispo de todos»[7]. El obispo es pues el icono del Padre, como la proyección de su paternidad en la tierra. Con respecto a él se verifica aquello que leemos en la Carta a los cristianos de Éfeso: por esta causa doblo mis rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en los cielos y en la tierra[8].

Por esto, el «oficio paternal», como se define en el Concilio Vaticano II[9] la misión episcopal, no puede tener otro sentido que el de hacer presente la figura del Padre. De hecho, el obispo —y cito de nuevo la Constitución Lumen gentium— es «enviado por el Padre de familia a gobernar su familia»[10].

Cada obispo puede y debe sacar de ahí no pocas consecuencias prácticas para su vida; sin embargo, más que desarrollar un razonamiento de carácter parenético, será quizá más oportuno reflexionar sobre otros aspectos de esta relación de la figura del Obispo con Dios Padre.

Los Evangelios presentan, con admirable concordancia, la vida de Jesús completamente dedicada a cumplir la voluntad del Padre y a darlo a conocer, como Padre, a los hombres. El encuentro con Cristo en la Iglesia, particularmente a través de la fiel escucha de la palabra de Dios y de la participación en los sacramentos, es el camino de acceso al Padre. La naturaleza sacramental de la Iglesia hace posible y garantiza el encuentro con Cristo, de manera particularmente eficaz bajo los signos sacramentales. Pero el Padre, en su sapiente y amoroso designio de salvación, ha querido hacer de algún modo visible su paternidad en la Iglesia a través del ministerio apostólico, principalmente en el episcopado, plenitud del sacramento del orden.

El hecho de que la Iglesia sea familia —somos familiares de Dios[11], dice el Apóstol—, con un Padre común, se refleja en su organización visible, en la que aparece una función paterna. Todo obispo —y aún más el Papa, que está a la cabeza del Colegio episcopal— constituye una llamada permanente, visible, a la paternidad divina con respecto a la Iglesia; de un Padre al que ésta se dirige incesantemente en Cristo y por el Espíritu Santo, en un coloquio de alabanza y acción de gracias, de petición y expiación.

2. La cita de Juan Pablo II que nos ha brindado el hilo para estas reflexiones, añade que el Obispo «hace presente a Cristo como buen Pastor». A este respecto, conviene volver a la carta de San Ignacio de Antioquía, en la que exhorta a nuestros hermanos y hermanas de la primera hora de la Iglesia a permanecer sometidos «al obispo como a Jesucristo»[12]. De hecho, como escribe en otro pasaje, «Jesucristo, nuestro inseparable vivir, es la voluntad del Padre, así como también los obispos, establecidos por los confines de la tierra, están en la voluntad de Jesucristo»[13].

Ciertamente los obispos, en unión con los presbíteros, hacen presente a Cristo, de modo eminente, en la Sagrada Eucaristía. Pero la presencia de Cristo se extiende, en modos diversos, a todo el ministerio episcopal. Así, el Concilio Vaticano II, para explicar la sacramentalidad del episcopado, parte de la presencia operante de Cristo a través de los obispos: Jesucristo «a través de su servicio eximio, predica la palabra de Dios a todas las gentes y administra continuamente los sacramentos de la fe a los creyentes, y por medio de su oficio paternal (cfr. 1 Cor 4, 15), va congregando nuevos miembros a su Cuerpo con regeneración sobrenatural; finalmente, por medio de su sabiduría y prudencia dirige y ordena al pueblo del Nuevo Testamento en su peregrinar hacia la eterna felicidad»[14].

La realidad profunda de la Iglesia, que puede ser percibida sólo con la mirada de la fe, trasciende inconmensurablemente las categorías de la sociedad humana. La Iglesia es el cuerpo de Cristo, y Él es su cabeza, que difunde su vida entre los fieles, sus miembros, que tienen que estar conformados a Él. Cristo guía la Iglesia con una presencia eficaz desde dentro, no como si actuara a través de mandatarios unidos a él sólo intencionalmente desde lejos. Los modos de esta presencia son múltiples y de variada intensidad. A través de los obispos, Cristo realiza continuamente en la Iglesia su función de buen Pastor. Habla de esta función con acentos particularmente conmovedores, porque manan de la fuente inagotable de su Amor, manifestado sobre todo en el don sacrificial de su vida: el buen pastor da su vida por las ovejas (...). Yo soy el buen pastor, conozco a las mías y las mías me conocen a mí. Como el Padre me conoce, también yo conozco al Padre, y doy mi vida por las ovejas. Tengo también otras ovejas que no son de este aprisco. A ésas es preciso que yo también las guíe, y oirán mi voz; y habrá un solo rebaño, un solo pastor[15].

Cristo ha querido que haya pastores en la Iglesia para que su presencia siempre eficaz sea visible también a través de las personas humanas. De este modo, los fieles experimentan cuán verdaderas son las palabras de la primera Carta de San Pedro: erais como ovejas descarriadas, pero ahora habéis vuelto al pastor y guardián (“episcopum”, dice la Neovulgata, siguiendo fielmente el texto griego) de vuestras almas[16]. En el obispo encuentran a Cristo. De hecho, «los obispos, de modo visible y eminente, hacen las veces del mismo Cristo, Maestro, Pastor y Pontífice, y actúan en lugar suyo»[17].

3. Las palabras del Papa que guían nuestra reflexión, después de afirmar que el Obispo hace presente a Cristo buen Pastor, añaden: «Recibe la plenitud del Espíritu Santo de la que surgen las enseñanzas y las iniciativas ministeriales». Es este don del Espíritu el que se manifiesta en el momento central de la oración de ordenación del obispo, en la epíclesis: «Infunde ahora sobre este elegido la potencia que viene de ti, oh Padre, tu Espíritu que gobierna y guía (Spiritum principalem): tú lo has dado a tu amado Hijo Jesucristo y Él lo ha transmitido a los santos Apóstoles»[18].

En el discurso de San Pablo a los ancianos de la Iglesia venidos a Éfeso, les dice: cuidad de vosotros y de todo el rebaño, en medio del cual el Espíritu Santo os ha puesto como obispos para apacentar la Iglesia de Dios, la que se adquirió con su propia sangre[19]. En esta labor pastoral, la dirección y la eficacia de la acción derivan del Espíritu Santo, con la condición, obviamente, de que el Obispo esté en sintonía con Él y secunde docilmente su acción, porque, como enseña el Papa en el mencionado discurso: «Para esto recibe el Obispo la plenitud del espíritu Santo en la ordenación episcopal, para ser colaborador de esta misión eclesial que es propia del Espíritu Santo»[20]. Aquí, lo que vale es la lógica de la fe, como eficazmente ha expresado el Beato Josemaría Escrivá: «Lo más importante en la Iglesia no es ver cómo respondemos los hombres, sino ver lo que hace Dios»[21].

La efusión del Espíritu es un don particular a la persona del Obispo, como da a entender San Pablo cuando escribe a Timoteo: te animo a que reavives la gracia de Dios que está en ti por la imposición de mis manos. Pues Dios no nos ha dado espíritu de temor, sino de fortaleza, de caridad y de templanza[22]. Estos dones son dados por el Paráclito, siendo él mismo el Don principal concedido con la imposición de las manos. Por eso, poco más adelante, el Apóstol añade: guarda el buen depósito con la ayuda del Espíritu Santo que habita en nosotros[23].

4. Todo esto, como dice el Papa en el párrafo citado, «para que [el obispo] pueda edificar, a imagen de la Trinidad y a través de la Palabra y los sacramentos, esta Iglesia, lugar del don de Dios a los fieles que le han sido confiados». A cada Obispo le son realmente confiados todos los fieles de la Iglesia, en cuanto que él, a través de la ordenación ha sido incorporado al Colegio episcopal y carga sobre si la sollicitudo omnium Ecclessiarum, inseparable de la concreta misión eclesial asignada, sea la capitalidad de una Iglesia particular, sea otro oficio pastoral de naturaleza propiamente episcopal[24].

La imagen de la Trinidad se refiere tanto a la acción del Obispo que edifica, como a la Iglesia que es edificada. Tiene que ver con la acción del Obispo, que sirve a la acción divina, cuya fuente es Dios Padre que actúa a través de su Hijo encarnado, a quien ha dado todo poder en el cielo y en la tierra[25], y que con el Hijo dona su Espíritu para reunir a sus elegidos en la comunión de vida trinitaria. El Obispo es, pues, instrumento e icono de la Trinidad, que incesantemente reúne en torno a sí a su pueblo, que es la Iglesia[26]. La imagen de las tres Personas divinas, en la unicidad de su operación, aparece, de un modo misterioso, como proyectada visiblemente en el Obispo y en su labor ministerial.

La imagen de la Trinidad se refiere también a la Iglesia que tiene en Dios su fuente, su modelo y su fin. Esto quiere decir que la Iglesia se edifica sobre la comunión que nace, como participación de la comunión de las tres divinas Personas, para extenderse después a la comunión entre los fieles[27]. Como proclama San Juan en su primera carta, la comunión de la Iglesia trasciende la dimensión horizontal de la concordancia entre los hombres: lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos también a vosotros para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo[28].

¿De que modo aparece la paternidad divina edificada en la Iglesia por la acción episcopal? En primer lugar, porque «pertenece a los obispos incorporar, por medio del sacramento del Orden, nuevos elegidos al Cuerpo episcopal»[29]. De este modo no faltan nunca en la Iglesia las imágenes de Dios Padre, que son los obispos. Éstos, además, con la ordenación sacerdotal, hacen a los presbíteros partícipes de la paternidad divina, en su grado de colaboradores del orden episcopal. En efecto, el Concilio Vaticano II, aunque exhorta a éstos últimos a reconocer en el obispo a su padre y a obedecerle con respeto[30], sin embargo también afirma que «por razón del sacramento del orden desempeñan en el Pueblo y por el Pueblo de Dios un oficio excelentísimo y necesario de padres y de maestros»[31]. Gracias al ministerio de los obispos, no falta así en la estructura jerárquica de la Iglesia la dimensión paterna, imagen de la paternidad divina. Además, toda paternidad humana y cristiana en la Iglesia, comenzando por la de los esposos cristianos, está sostenida por el ministerio episcopal que edifica a la Iglesia.

Del mismo modo, la Iglesia es edificada por el ministerio episcopal a imagen de Cristo, su Cabeza y Redentor, de varios modos, pero sobre todo porque «es necesario que todos los miembros se hagan conformes a Él, hasta el extremo de que Cristo quede formado en ellos»[32]. En esta tarea, no hay duda que la docilidad de todo fiel a la acción de la gracia del Espíritu Santo es insustituíble; pero es también cierto que nadie puede prescindir del ministerio de la Palabra de la Iglesia y de los sacramentos. Los obispos «por medio del ministerio de la Palabra comunican la virtud de Dios a los creyentes para la salvación (cfr. Rm 1, 16), y por medio de los sacramentos, cuya administración legítima y fructuosa regulan ellos con su autoridad, santifican a los fieles»[33].

Finalmente, podemos preguntarnos: ¿de qué modo la Iglesia es edificada por el ministerio del Obispo a imagen de la Trinidad para todo aquello que se refiere al Espíritu Santo? Para dar una respuesta, viene nuevamente en nuestra ayuda la Constitución Lumen gentium: «Y para que nos renováramos incesantemente en Él (cfr. Ef 4, 23), nos concedió participar de su Espíritu, quien, siendo uno solo en la Cabeza y en los miembros, de tal modo vivifica todo el cuerpo, lo une y lo mueve, que su oficio pudo ser comparado por los Santos Padres con la función que ejerce el principio de vida o el alma en el cuerpo humano»[34]. La Iglesia se edifica a imagen del Espíritu Santo porque, animada por el Espíritu, vive para «anunciar el reino de Cristo y de Dios e instaurarlo en todos los pueblos»[35]. Para tal fin, el Espíritu se sirve de los obispos: para conservar siempre íntegro y vivo el Evangelio, para santificar a los fieles por medio de los sacramentos, y sobre todo por medio de la Eucaristía, para mantener firme la unidad y estimular la caridad. Él actúa con soberana libertad y «distribuye sus variados dones para el bien de la Iglesia, según su riqueza y a la diversidad de ministerios»[36]; pero sigue la Lumen gentium: «Entre estos dones resalta la gracia de los Apóstoles, a cuya autoridad el mismo Espíritu subordina incluso los carismáticos»[37].

En esta perspectiva trinitaria, la figura del obispo en la Iglesia aparece rica de contenido, que le llega del misterio en el que está radicado. Estoy seguro de que en estas jornadas sabréis reflexionar sobre los diveros aspectos de este contenido, contribuyendo así a una comprensión siempre mayor del ministerio episcopal y, en consecuencia, a la edificación de la Iglesia, comunión con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. En ese sentido, ofrezco a todos los participantes en este Simposio mis mejores deseos de un buen trabajo.

[1] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Const. dogm. Dei Verbum, 18-XI-1965, 8.

[2] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Homilía El fin sobrenatural de la Iglesia, 28-V-1972, en “Amar a la Iglesia”, Palabra, Madrid 1986, p. 39.

[3] JUAN PABLO II, Discurso a los obispos de Colombia, 2-VII-1986, n. 2 (AAS 79 [1987] 66).

[4] SAN CIPRIANO, De oratione Dominica, 23: PL 4, 553, cit. en CONCILIO VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 21-XI-1964, 4/2.

[5] Cfr. Carta a los Tralianos III, 1 (Juan José Ayan Calvo [ed.] “Ignacio de Antioquía, Policarpo de Esmirna, Carta de la Iglesia de Esmirna”, colección “Fuentes Patrísticas”, Editorial Ciudad Nueva, Madrid, 1991, p. 141).

[6] Cfr. Carta a los Magnesios III, 1-2; Carta a los Esmirniotas VIII, 1 (cit., pp. 129-131, 177).

[7] Carta a los Magnesios, III, 1 (cit., p. 131).

[8] Ef 3, 14-15.

[9] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 21/1.

[10] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 27/3.

[11] Ef 2, 19.

[12] SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Carta a los Tralianos, II, 1 (cit., p. 139).

[13] Carta a los Efesios, III, 2 (cit., p. 107).

[14] CONCILIO VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 21/1.

[15] Jn 10, 11.14-16.

[16] 1 Pe 2, 25.

[17] CONCILIO VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 21/2.

[18] Pontificale Romanum, De Ordinatione Episcopi, Presbyterorum et Diaconorum.

[19] Hch 20, 28.

[20] JUAN PABLO II, Discurso a los obispos de Colombia, 2-VII-1986, n. 4 (AAS 79 [1987] 67).

[21] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, n. 131.

[22] 2 Tim 1, 6-7.

[23] 2 Tim 14

[24] Cfr. JUAN PABLO II, Mot. pr. Apostolos suos, 21-V-1998, n. 12. «Hay muchos Obispos que, aun ejerciendo funciones propiamente episcopales, no presiden una Iglesia particular» (Ibidem., nota 55).

[25] Cfr. Mt 28, 18.

[26] Cfr. Missale Romanum, Prex eucharistica III: «Populum tibi congregare non desinis».

[27] Cfr. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta Communionis notio, 28-V-1992, nn. 3-6.

[28] 1 Jn 1, 3.

[29] CONCILIO VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 21/2.

[30] CONCILIO VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 28/2

[31] CONCILIO VATICANO II, Decr. Prebyterorum Ordinis, 9/1; cfr. Const. dogm. Lumen gentium, 28/4.

[32] CONCILO VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 7/5.

[33] CONCILO VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 26/3 cfr. 25/1.

[34] CONCILO VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 7/7.

[35] CONCILO VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 5/2.

[36] CONCILO VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 7/3.

[37] CONCILO VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 7/3.

Romana, n. 28, Enero-Junio 1999, p. 94-99.

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