Inauguración del Simposio de la Facultad de Comunicación Social Institucional de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz, en Roma (27-IV-1999)
S.E.R. Mons. Javier Echevarría pronunció este discurso en la inauguración del Simposio de la Facultad de Comunicación Social Institucional, en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz.
Queridos profesores y alumnos de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz,
Señoras y Señores.
1. Deseo, en primer lugar, dirigir una cordial bienvenida a todos los participantes en el simposio sobre “Comunicación y lugares de la fe”, y especialmente a los ponentes, que con su disponibilidad y competencia han hecho posible un evento tan significativo como el desarrollo a nivel universitario de una reflexión en torno a un tema tan importante para la vida espiritual de los cristianos.
¿Qué representan para el mundo de hoy estos lugares de la fe? En todas las realidades humanas —también en las más comunes— podemos descubrir signos del amor de Dios por los hombres, pues el Verbo, especialmente al haber asumido la naturaleza humana, ha vivido en estrecha relación con esas realidades. Los lugares santificados con su presencia corporal se han convertido en “Tierra Santa”, del mismo modo que son “santos” muchos otros lugares en los que se manifiesta la misericordia de Dios, a menudo mediante la intercesión de la Bienaventurada Virgen María. Belén, Nazaret, Jerusalén —«lugares de gran valor simbólico», como los ha definido Juan Pablo II[1]—, así como Loreto, Guadalupe, Jasna Góra, Lourdes, Fátima..., por citar sólo algunos ejemplos, son nombres entrañables para los creyentes, porque son signos de la cercanía de Dios al hombre. Atraen asimismo a los fieles esos otros lugares en los que la santidad de Dios se ha manifestado a través de la correspondencia heroica de sus santos, atestiguada por el juicio de la Iglesia.
En la historia de los “lugares de la fe” vemos entrelazarse admirablemente la condescendencia de Dios y la docilidad de la criatura, atenta a escuchar la voz divina y con el ánimo tenso para poner por obra la Voluntad de Dios. Como enseña el Santo Padre, refiriéndose específicamente a los santuarios marianos, «el Pueblo de Dios, bajo la guía de sus Pastores, está llamado a discernir en este hecho la acción del Espíritu Santo, que ha impulsado la fe cristiana por el camino del descubrimiento del rostro de María. Es Él quien obra maravillas en los lugares de piedad mariana. Es Él quien, estimulando el conocimiento y el amor a María, conduce a los fieles a la escuela de la Virgen del Magnificat, para aprender a leer los signos de Dios en la historia y adquirir la sabiduría que convierte a todo hombre y a toda mujer en constructores de una nueva humanidad»[2].
A partir de esta originaria manifestación de Dios se ha desarrollado una verdadera y propia pedagogía de la fe, confiada no sólo a la elocuencia de la arquitectura y del arte o a la sugestiva belleza, sino también, y sobre todo, a la liturgia y a la espiritualidad, a la catequesis y a las innumerables obras de caridad que en esos lugares encuentran acogida.
En este “segundo momento” podemos encuadrar el tema que os ocupará en los próximos dos días, centrado en torno a la figura del “comunicador” al servicio del evento de la fe y del mensaje que ha sido invitado a transmitir, normalmente a través de los medios de comunicación. Aunque no corresponde a mí desarrollar una reflexión orgánica sobre este importante tema, deseo referir algo de mi experiencia personal, en particular a la luz de las diversas ocasiones en que he tenido el privilegio de acompañar al Fundador del Opus Dei, el Beato Josemaría Escrivá, y a su primer sucesor, S.E. Mons. Álvaro del Portillo, a muchos lugares de culto y de oración.
Para no extenderme demasiado, articularé algunas breves reflexiones en torno a tres núcleos dispuestos en orden cronológico: santuarios marianos, otros lugares de la fe y Tierra Santa.
2. Por gracia de Dios, he estado cerca del Fundador del Opus Dei durante sus viajes de oración a lugares marianos diseminados por los diferentes países de Europa y América que visitó hasta el momento de su piadoso tránsito al cielo, el 26 de junio de 1975. El Beato Josemaría se dirigía a esos lugares con corazón católico, en busca de un encuentro personal con el Señor Jesús y con su Madre Santa María. Iba como peregrino penitente, deseoso de agradecer tantos beneficios como había recibido y de acoger el misterio de gracia y de misericordia de la manifestación de Dios en esos lugares. Quiero subrayar que no realizaba esas peregrinaciones a Lourdes, Loreto o Guadalupe, por ejemplo, movido solamente por su piedad personal. Sus frecuentes visitas a la Virgen tenían una dimensión profundamente eclesial, porque en esos sitios sentía palpitar con fuerza el corazón de la catolicidad y se descubría a sí mismo como un hijo de la Iglesia que reza a su Madre, María Santísima, por las necesidades de sus hermanos de todos los tiempos. Cuando los lugares de peregrinación eran lejanos, sus viajes asumían también una amplia connotación pastoral, porque le permitían encontrarse con muchísimas personas en contacto con la labor apostólica del Opus Dei. No puedo recordar sin emoción la despedida de la Virgen de Guadalupe, en 1970, cuando el Fundador del Opus Dei se reunió en aquel santuario mariano con miles de personas que querían acompañarlo en su oración.
Asimismo, recuerdo bien cómo bebía con devoto respeto el agua de Lourdes y cómo solía recogerse en la santa Casa de Loreto, siempre conmovido por el pensamiento de que entre aquellos muros construidos por manos humanas había tenido lugar el prodigio de la Encarnación. Recuerdo también que en el nuevo santuario de Torreciudad, nacido de su fe, de su gratitud a la Madre de Dios y de su gran corazón sacerdotal, quiso que hubiera un lugar expresamente dedicado a la reconciliación, con muchos confesonarios, para subrayar de este modo que los prodigios que esperaba de la Virgen eran, sobre todo, de carácter espiritual. Era consciente de que los milagros más importantes serían los que se obraran en el interior de las conciencias, reconciliadas con Dios mediante el sacramento de la Penitencia, aunque no excluía, evidentemente, la posibilidad de intervenciones extraordinarias de la Providencia divina. Como escribe el Santo Padre en la Bula de convocación del Jubileo, nos encontramos frente al «recio lenguaje que la pedagogía divina de la salvación usa para impulsar al hombre a la conversión y la penitencia»[3].
En estos viajes, particularmente frecuentes en los últimos años de su vida, el Beato Josemaría nunca fue con la actitud del “turista”. Respondían siempre a una exigencia apostólica y pastoral. Le interesaba la historia, que conocía a fondo, y amaba las bellezas naturales y artísticas, pero el celo y el espíritu de servicio le movían a poner siempre en primer plano las necesidades de la Iglesia y de las almas, por las que se gastaba sin reservas.
Con este espíritu fue el Beato Josemaría a la catedral de Santiago de Compostela para venerar las reliquias del Apóstol; a Ars, para recurrir a la intercesión del Santo Cura; a Bari, para pedir ayuda a San Nicolás en la obtención de los medios humanos necesarios para los instrumentos apostólicos; a Turín, para rezar ante la Síndone...
El Fundador del Opus Dei, por desgracia, no pudo cumplir su gran deseo de acudir a los lugares en que se desarrolló la existencia terrena del Redentor. Esta aspiración suya fue realizada, en cambio, por su sucesor, Mons. Álvaro del Portillo, precisamente una semana antes de su fallecimiento. Del 17 al 22 de marzo de 1994 visitamos juntos la Tierra Santa. Fueron días de intensa oración por las necesidades de la Iglesia y por la persona y las intenciones del Santo Padre. En cada uno de los lugares que visitamos, siguiendo la costumbre de los antiguos peregrinos, leíamos los correspondientes textos del Evangelio, tantas veces meditados por don Álvaro en su oración personal.
Al cumplir esos actos de devoción cristiana procurábamos —como nos había enseñado nuestro amadísimo Fundador— “entrar” en los relatos evangélicos como si fuéramos personajes vivos de cada una de las escenas. Para aprender de Jesús, explicaba el Beato Josemaría, «hay que tratar de conocer su vida: leer el Santo Evangelio, meditar aquellas escenas que el Nuevo Testamento nos relata, con el fin de penetrar en el sentido divino del andar terreno de Jesús. Porque hemos de reproducir, en la nuestra, la vida de Cristo, conociendo a Cristo: a fuerza de leer la Sagrada Escritura y de meditarla, a fuerza de hacer oración»[4].
3. Hay, por tanto, un hilo conductor que une todos estos lugares. «Al referirme a los orígenes de mi vocación sacerdotal —escribe Juan Pablo II en el libro Don y Misterio—, no puedo olvidar la trayectoria mariana [...]. En el período en el que iba tomando fuerza mi vocación sacerdotal [...], mi manera de entender el culto a la Madre de Dios experimentó un cierto cambio. Estaba ya convencido de que María nos lleva a Cristo, pero en aquel período empecé a entender que también Cristo nos lleva a su Madre»[5].
El hombre contemporáneo busca —a veces, quizá de modo inconsciente— un contacto directo con Dios. Busca testigos creíbles, más que ideólogos “convincentes”. Por eso los lugares de la fe, ampliando su radio de acción en sucesivos círculos concéntricos cada vez más extensos, pueden ser lugares de crecimiento en oración y en vida sacramental, lugares de reconciliación con Dios y de robustecimiento de los vínculos de humana fraternidad, lugares de catequesis y de profundización en la doctrina cristiana.
Evidentemente, los responsables de la comunicación no están llamados, en función de su encargo, a desempeñar tareas específicas en estos ámbitos; pero deben asumirlas consciente y responsablemente como marco irrenunciable de su actividad cotidiana.
¿Qué se espera de ellos? En primer lugar, profesionalidad. Es preciso “saber pensar” y “saber hacer”, para que el modo de abordar la relación con los medios de comunicación sea fruto de una preparación específica y sistemática y no del entusiasmo, que corre el peligro de apagarse con la misma rapidez con que se ha encendido. El mundo de la comunicación constituye hoy en día un horizonte científico y práctico de contornos definidos, que no puede ser ignorado. Una cierta dosis de entusiasmo personal, puesta al servicio del mensaje de fe del que hay que ser portador, indudablemente no hace daño. Pero a la vez son necesarias también las virtudes y las cualidades humanas propias de la vida cotidiana, sin que esto signifique ir a la caza del éxito o de la afirmación personal. La confianza y el respeto se conquistan con el trabajo bien hecho, con la seriedad y la competencia con que se lleva a cabo la propia misión; por ejemplo, cuando uno no se limita a informar sobre lo que la Iglesia hace, sino también sobre por qué lo hace. También la lealtad y la sintonía con la Autoridad eclesiástica, que tiene la responsabilidad canónica y pastoral de estos lugares, junto con el respeto a los subordinados y colaboradores, confiere calidad humana al propio trabajo y lo hace digno de ser ofrecido a Dios.
En segundo lugar es necesaria la credibilidad, fruto de las propias cualidades morales y profesionales y del espíritu de servicio que lleva a buscar el bien de los interlocutores, ya se trate de los enviados especiales para un determinado acontecimiento o de la masa aparentemente anónima de peregrinos que llenan una localidad. Esto requiere muchas veces saber distinguir entre lo que es sólo urgente y lo que es verdaderamente importante, para programar el trabajo en función de esto último, con prudencia, orden y perseverancia.
Por último —aunque es lo más importante—, yo diría que hace falta también una personal vida de fe que dé al propio trabajo el sello de la autenticidad y de la coherencia. Hablar de Dios a los demás —en los diversos contextos y con todas las posibilidades de matices que se dan en el interior de la Iglesia— no es una tarea que pueda basarse en una técnica o en habilidades solamente humanas. Comunicar una experiencia de fe comporta, de algún modo, saberse instrumento del Espíritu Santo y ser, en consecuencia, dócil a sus inspiraciones. Es preciso prestar atención a su Voz y a sus sugerencias, con una vida de piedad sincera y auténtica, y dejar en las manos del Señor los frutos de nuestro trabajo, con la alegría de quien se sabe hijo de Dios.
Con la esperanza de que las sesiones de este simposio puedan arrojar nuevas luces en esta dirección, en bien de un trabajo más eficaz en la comunicación de la fe, deseo a todos una provechosa permanencia en la Universidad Pontificia de la Santa Cruz.
[1] JUAN PABLO II, Carta apost. Tertio Millennio Adveniente, 10-XI-1994, n. 53.
[2] JUAN PABLO II, Alocución en la audiencia general, 15-XI-1995.
[3] JUAN PABLO II, Bula Incarnationis mysterium, 29-XI-1998, n. 2.
[4] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, n. 14.
[5] JUAN PABLO II, Don y Misterio, 1996, pp. 42-43.
Romana, n. 28, enero-junio 1999, p. 100-104.