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«La parábola del hijo pródigo, icono de todas las esperanzas», artículo publicado en "Tertium Millennium", Roma (VI-1999)

Traducción del original italiano del artículo «La parábola del hijo pródigo, icono de todas las esperanzas», publicado en “Tertium Millennium” (revista del Comité Central del Gran Jubileo del Año 2000).

Faltan pocos meses para la apertura de la Puerta Santa de la Basílica de San Pedro. Las celebraciones jubilares nos recuerdan algunas de las verdades fundamentales de nuestra fe. Juan Pablo II nos invita de modo particular a meditar y a poner en práctica una de las enseñanzas más comprometedoras del Padrenuestro: es preciso pedir perdón y, al mismo tiempo, perdonar con todo el corazón a quien nos ha causado algún mal.

Aprender a perdonar y pedir perdón: dos actos que se funden en la esperanza y en la alegría del cristiano, dos actos de los que fluyen estas mismas virtudes, formando un patrimonio al alcance de todos los hombres.

En el marco de la preparación inmediata al Gran Jubileo, 1999 es el año dedicado a Dios Padre. En la encíclica Dives in misericordia, centrada precisamente en la paternidad de Dios, Juan Pablo II nos ha ofrecido una sugestiva meditación sobre la parábola del hijo pródigo (Lc 15, 11ss). Esta página evangélica asume hoy una particular actualidad. La parábola del hijo pródigo confirma la grandeza de la dignidad de nuestra condición de hijos de Dios y, sobre todo, la grandeza del amor de Dios Padre por nosotros.

La parábola tiene un valor universal, pero para aquilatar su alcance e incorporar a la propia vida su mensaje es preciso partir de una idea clara: tanto el tono como el desenlace de la narración —el abrazo del padre, la fiesta— excluyen una lectura que subraye el sentimiento de culpa como clave interpretativa. La parábola del hijo pródigo es la parábola de la esperanza, no de la derrota. El comportamiento del padre imprime en nosotros la certeza de que el amor es siempre más fuerte que el mal, y que la misericordia no admite en Dios el resentimiento. La parábola del hijo pródigo es la parábola de la paz.

El cristiano en la historia será operador de paz sólo si logra asimilar a fondo las extraordinarias implicaciones de esta verdad: Dios es amor (cfr. 1 Jn 4, 8) y, por tanto, misericordia, compasión, perdón. Solamente así podrá dar testimonio de que el perdón es el remedio más razonable para el mal.

Al perdón está vinculada nuestra esperanza de poder cambiar y de poder vencer al mal en nosotros mismos y en el mundo. El perdón es ciertamente el primer punto de encuentro entre el amor a Dios y el amor al prójimo.

Los dos hijos

Nos resulta fácil reconocernos en la figura del hijo que vuelve a casa, porque si el Señor no nos tiene cogidos de su mano, somos capaces de cometer todos los errores del mundo. «La parábola —escribe el Papa— toca indirectamente toda clase de rupturas de la alianza de amor, toda pérdida de la gracia, todo pecado» (Enc. Dives in misericordia, 30-XI-1980, n. 5), incluso las pequeñas infidelidades en que incurrimos sólo por debilidad, aun deseando seguir de cerca a Jesús, y que «en la vida de los cristianos son tan frecuentes como el tictac de un reloj» (Beato Josemaría Escrivá). Sólo si nos dejamos vencer por la desesperación, estas faltas pequeñas o grandes podrán impedir que hagamos nuestra la decisión del hijo arrepentido: me levantaré e iré a mi padre (Lc 15, 18).

El hijo menor sabe pedir perdón. Por eso, y sólo por eso, renace a la vida, a la alegría de constatar que el padre no ha dejado de amarle. Una lección bien transparente para cada uno de nosotros.

La figura del hijo mayor que nos presenta la parábola tampoco nos resulta extraña. Su protesta, cuando el padre acoge al otro hermano, evidencia un falseamiento de la realidad, porque un derecho cuya defensa pasa por el rechazo de la misericordia es en realidad un abuso, un falso derecho. Aparentemente, él estaba libre de culpa, pero el relato evangélico implica que no basta cumplir fielmente los propios deberes para que el hombre quede ya justificado. La justicia por sí sola no basta: cuando se la separa del amor, la justicia se mezcla fatalmente con el rencor. En vez de sanar, exaspera. «La justicia puede conducir a la negación y al aniquilamiento de sí misma, si no se le permite a esa forma más profunda que es el amor plasmar la vida humana en sus diversas dimensiones» (Enc. Dives in misericordia, n. 12). El hijo mayor no es capaz de eliminar de su mente la comparación entre sus propios sacrificios y la desconsideración de su hermano. Su corazón se endurece. Es razonable imaginárselo como un hombre triste, porque la misericordia infunde —antes que nada, en quien ha aprendido a perdonar— una alegría profunda.

Es preciso que todos sepamos ofrecer gestos tangibles de perdón a quien de algún modo nos haya herido. «Que en este año jubilar nadie quiera excluirse del abrazo del Padre. Que nadie se comporte como el hermano mayor de la parábola evangélica que se niega a entrar en casa para hacer fiesta (cfr. Lc 25, 25-30). Que la alegría del perdón sea más grande y profunda que cualquier resentimiento» (Bula Incarnationis Mysterium, n. 11).

Muchas almas han testimoniado heroicamente en la tierra la caridad de Cristo. Pienso ahora en el Beato Josemaría Escrivá, Fundador del Opus Dei, de quien estuve muy cerca —lo considero un don inmenso de Dios— durante tantos años. Recuerdo unas palabras suyas que me abrieron un amplio horizonte de aspiraciones sobrenaturales y humanas: «La cosa más grande, más buena, más hermosa —porque es divina—, es perdonar (...). Pero de verdad, sin resentimiento. El perdón es cosa divina. Los hombres no sabríamos, si no nos enseñara Jesucristo».

El perdón de los pecados

La necesidad de pedir perdón y de perdonar se extiende a toda nuestra existencia cotidiana. Pero presupone que cada uno se replantee su vida de acuerdo con los dictados infranqueables de la conciencia moral. Las celebraciones jubilares vuelven a proponer a todos los cristianos una reflexión fundamental: la responsabilidad personal en el bien y en el mal. El Santo Padre amonesta: «El pecado, en sentido verdadero y propio, es siempre un acto de la persona, porque es un acto libre de la persona individual, y no precisamente de un grupo o una comunidad (...). No se puede ignorar esta verdad con el fin de descargar en realidades externas —las estructuras, los sistemas, los demás— el pecado de los individuos (...). En el fondo de toda situación de pecado hallamos siempre personas pecadoras» (Ex. ap. Reconciliatio et Pœnitentia, 2-XII-1984, n. 16).

En el mismo documento, un poco más adelante, se lee una consideración particularmente actual: «Esto es tan cierto que, si tal situación puede cambiar en sus aspectos estructurales e institucionales por la fuerza de la ley o —como, por desgracia, sucede muy a menudo—, por la ley de la fuerza, en realidad el cambio se demuestra incompleto, de poca duración y, en definitiva, vano e ineficaz, por no decir contraproducente, si no se convierten las personas directa o indirectamente responsables de tal situación (ibid.).

Las relaciones sociales no cambiarán mientras no mejoren las personas, mientras cada uno de nosotros no nos convirtamos. Todo hombre está necesitado de conversión, de «un cambio real de vida, una progresiva eliminación del mal interior» (Bula Incarnationis Mysterium, n. 9). La Iglesia afirma que la omnipotencia divina se manifiesta en grado supremo en el perdón de los pecados (oración colecta del domingo XXVI del tiempo ordinario; cfr. Santo Tomás de Aquino, S.Th. II-II, q. 30, a. 4).

Hay Padres de la Iglesia que no dudan en exaltar este atributo de Dios por encima del mismo prodigio de la Encarnación del Verbo: «¿Qué es más asombroso, que Dios se dé a la tierra o que nos dé el Cielo? ¿Que se una a nuestra carne o que nos introduzca en la comunión de su divinidad? (...) Sí, lo que causa más asombro estupor es ver la tierra convertida en cielo, el hombre transformado por la divinidad, el siervo con derecho a la herencia de su señor. Y, sin embargo, esto es precisamente lo que sucede» (San Pedro Crisólogo, Sermón 67). En el sacramento de la Penitencia, el cristiano experimenta en su propia vida la omnipotencia de la misericordia de Dios. Vuelve a recorrer de modo tangible la parábola del hijo pródigo como parábola de la alegría.

Reina de la paz

En trágico contraste con las aspiraciones suscitadas en nuestra alma por la palabra de Cristo, las imágenes del sufrimiento que asola a la población de los Balcanes no dejan de sacudir nuestra conciencia.

La Iglesia no se cansa de rezar por la paz, porque cree firmemente en la fuerza de la oración. Recurramos a la intercesión de la Virgen, Reina de la paz y Madre de misericordia, y pidamos al Señor que derrame copiosamente entre los hombres y entre los pueblos el bálsamo divino del perdón.

Los cristianos estamos llamados a hacer presente el rostro misericordioso de Dios Padre. El mundo tiene necesidad de vernos en la primera línea del compromiso por perdonar. Venzamos el falso recato, pidamos inmediatamente perdón cuando nos equivocamos y ofendemos a alguien; perdonemos enseguida las afrentas pequeñas o grandes, los daños morales o materiales que nos hagan los demás. Así haremos visible en la sociedad la figura del Padre celestial, Dios de esperanza y de alegría, de amor y de perdón.

Romana, n. 28, enero-junio 1999, p. 107-110.

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