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En la solemne celebración eucarística en la fiesta litúrgica del Beato Josemaría. Basílica de San Eugenio, en Roma (26-VI-1998)

Os daré pastores conforme a mi corazón, que os guiarán con ciencia y doctrina[1]. Esta promesa anunciada por el profeta, que la Iglesia aplica a sus santos Pastores, se ha realizado plenamente en el Beato Josemaría Escrivá, cuya fiesta litúrgica celebramos hoy. El Fundador del Opus Dei ha sido y sigue siendo un don divino para la humanidad, un auténtico Pastor a la medida del Corazón de Dios, que dedicó su vida a proclamar con alegría e incansablemente la llamada universal a la santidad y al apostolado, abriendo de este modo a las almas las sendas de la sabiduría cristiana.

1. Querría detenerme en algunos aspectos concretos de la vida del Beato Josemaría, en los que se manifiesta que fue verdaderamente un Pastor según el Corazón de Cristo. Durante este año, nos estamos preparando para el gran Jubileo del 2000 intensificando el recurso al Espíritu Santo. Sin embargo, a pesar de nuestros buenos deseos, quizá no nos resulta fácil encontrar modos prácticos de tratar con mayor intimidad al Paráclito. Habremos procurado invocarlo con más frecuencia, quizá recurriendo a alguna de las muchas oraciones que la liturgia de la Iglesia o la piedad de los santos nos ofrecen; habremos implorado con más fe su gracia, habremos procurado ser especialmente dóciles a sus mociones.

Se requiere un sincero empeño en estas direcciones por parte de cada cristiano, como se puede observar también en la trayectoria espiritual del Beato Josemaría. Si repasamos sus escritos, encontraremos muchas referencias a este esfuerzo necesario para hacer más profundo y operativo el trato con el Espíritu Santo.

El 8 de noviembre de 1932, resumía así el contenido de una conversación que había mantenido con su director espiritual: «Me ha dicho: “tenga amistad con el Espíritu Santo. No hable: óigale” (...).

»Haciendo oración, una oración mansa y luminosa, consideré que la vida de infancia, al hacerme sentir que soy hijo de Dios, me dio amor al Padre; que, antes, fui por María hacia Jesús, a quien adoro como amigo, como hermano, como amante suyo que soy... Hasta ahora, sabía que el Espíritu Santo habitaba en mi alma para santificarla... pero no cogí esa verdad de su presencia (...). Siento el Amor dentro de mí: y quiero tratarle, ser su amigo, su confidente..., facilitarle el trabajo de pulir, de arrancar, de encender... No sabré hacerlo. Sin embargo: Él me dará fuerzas, Él lo hará todo, si yo quiero... ¡que sí quiero! Divino Huésped, Maestro, Luz, Guía, Amor: que sepa el pobre borrico agasajarte, y escuchar tus lecciones, y encenderse, y seguirte, y amarte».

Y concluía así aquella oración: «Propósito: frecuentar, a ser posible sin interrupción, la amistad y trato amoroso y dócil del Espíritu Santo: Veni, Sancte Spiritus!...»[2]

La oración que leeré ahora es de dos años más tarde, del mes de abril de 1934, y me parece que resume bien las disposiciones interiores del Beato Josemaría ante el Paráclito: «Ven, ¡oh Santo Espíritu!: ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos; fortalece mi corazón contra las insidias del enemigo; inflama mi voluntad... He oído tu voz, y no quiero endurecerme y resistir, diciendo: después..., mañana. Nunc cœpi! ¡Ahora!»[3].

¡Cuánto podríamos aprender si meditásemos pausadamente estas palabras! ¡Cuántas lecciones de confianza filial en Dios para nosotros, que tantas veces nos resistimos a seguir las mociones del Paráclito por miedo a complicarnos la vida! El Beato Josemaría cultivaba una actitud de rendición total y confiada ante la Voluntad divina, sin temores, que también nosotros deberíamos hacer nuestra, como nos sugiere la parte final de ese texto: «¡Oh, Espíritu de verdad y de sabiduría, Espíritu de entendimiento y de consejo, Espíritu de gozo y de paz!: quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras...»[4].

2. Siguiendo el ejemplo de esta identificación con la acción del Paráclito en el alma, podemos considerar tres características propias del Espíritu Santo: su acción santificadora, el carácter silencioso de su actividad, y su empeño por promover la unidad.

El Paráclito es el Santificador por excelencia: a Él se le apropia, como propiedad máximamente conveniente a su condición de Amor subsistente en el seno de la Trinidad, la divinización de las almas por medio de la gracia.

Por otra parte, la Tercera Persona de la Santísima Trinidad actúa en nuestro interior de modo discreto, es decir, normalmente sin señales ni efectos extraordinarios o rumorosos: es el dulce Huésped del alma, al que hay que descubrir y tratar en el silencio activo de la oración.

El Espíritu Santo, en fin, es quien congrega en unidad a la Iglesia. Lo que realizó en Pentecostés, significado por el milagro de las lenguas[5], sigue caracterizando su acción en el curso de la historia. Él es fuerza divina que une, pero no uniforma: no anula la diversidad de culturas, de dones, de carismas, sino que hace posible que cada uno escuche en su propia lengua, según su propia fisonomía espiritual y cultural, las grandezas divinas de la Revelación.

Estas características de la acción del Paráclito se hallan muy presentes en la vida y en el mensaje espiritual del Beato Josemaría. No tuvo otro empeño que ser instrumento de Dios para la santificación de las almas. Desde muy joven, incluso antes de fundar el Opus Dei, comprendió con luz viva que a él —como a todos los cristianos— iban dirigidas esas palabras de Cristo, que acabamos de escuchar en el Evangelio: desde ahora serán hombres los que has de pescar[6]. Su afán por secundar la actividad del Paráclito se manifestaba con viveza en las normales conversaciones diarias y en los escritos. En 1939, en carta al que luego sería Mons. Álvaro del Portillo, su primer sucesor al frente del Opus Dei, le decía entre otras cosas: «¡Si vieras qué ganas más grandes tengo de ser santo y de haceros santos!»[7].

Hermanas y hermanos míos: si de verdad deseamos tener intimidad con el Espíritu Santo, en primer lugar hemos de empeñarnos por parecernos a Jesucristo, imitando en lo posible sus deseos de santidad para los hombres: ésta es la Voluntad de Dios, vuestra santidad[8], dice el Apóstol. Y podemos preguntarnos: ¿es ésta también nuestra mayor aspiración? ¿Somos real-mente apóstoles de Cristo? ¿Queremos de verdad ser santos y contribuir a la santificación de todos los hombres y mujeres, comenzando por quienes están más cerca de nosotros: parientes, amigos, colegas de trabajo?

La figura del Beato Josemaría nos recuerda que tener intimidad con el Paráclito no es una aspiración genérica, sino el fruto de una tensión serena y llena de consecuencias concretas: conciencia viva de la responsabilidad del buen ejemplo; oración generosa por los demás; búsqueda asidua de nuevas ocasiones para hablar de Dios e invitar a nuestros amigos a acercarse a los sacramentos; fortaleza para corregir —en nosotros mismos y en el prójimo— lo que pueda obstaculizar el camino del Cielo; y tantas otras consecuencias que cada uno considerará en sus ratos de conversación personal con el Señor.

El Beato Josemaría, a impulsos de la gracia divina, vibraba de celo apostólico y, justamente por esto, actuaba sin ponerse nunca en primer plano, respetando delicadísimamente la libertad de los demás. También en esto imitaba al Paráclito, al que definía como el Gran Desconocido: en parte, porque le tratamos poco; pero también porque su modo de actuar es muy discreto. El Amor no busca llamar la atención, se entrega en silencio. En este sentido, el lema en el que el Beato Josemaría inspiró su conducta refleja perfectamente la enseñanza del Espíritu Santo: «ocultarme y desaparecer es lo mío, que sólo Jesús se luzca», le gustaba repetir. No era una máxima teórica. Basta pensar en las decenas de años que transcurrió en Roma, lejos de las luces de los reflectores, ocupado en un trabajo poco llamativo pero de una fecundidad inmensa: con su lucha por ser heroico en las cosas pequeñas de cada día, estimulaba la expansión apostólica del Opus Dei por el mundo entero, en servicio de la Iglesia.

Es una invitación a meditar sobre la rectitud de intención en nuestro trabajo y en nuestro apostolado: una invitación a preferir pasar ocultos en lugar de llamar la atención, a no buscar aplausos, a no pretender que se nos reconozcan nuestros méritos.

3. Decíamos que el Espíritu Santo es quien plasma y edifica a la Iglesia en la unidad. Una unidad que no sólo respeta la variedad, sino que la fomenta. Ante los ojos de todos está presente la multiplicidad de carismas que enriquecen a la Iglesia, la pluralidad de vías que conducen al Cielo. Pero, al mismo tiempo, hay un solo rebaño y un solo pastor. Es la armonía propia de las obras divinas.

El Beato Josemaría amaba apasionadamente la unidad y la legítima variedad con que el Señor ha adornado a la Iglesia. Los que han tenido el privilegio y la responsabilidad de tratarlo en esta tierra, pueden testimoniar que siempre edificó en la unidad, mientras promovía la especificidad de los modos de ser de cada uno, las características de cada personalidad, de cada lengua, de cada raza, de cada nación, y el patrimonio de cada espiritualidad.

Amaba tanto la libertad que, refiriéndose al Opus Dei, afirmaba: en la Obra, «la diversidad, en todas las cosas temporales y en las teológicas opinables, es clara manifestación de buen espíritu»[9]. Al mismo tiempo, amaba la unidad: en primer lugar, la unión con Dios y con la Iglesia, a través de la comunión con el Romano Pontífice y los Obispos. Rezaba y trabajaba para que se llegase a la plena unión de los cristianos, pero ambicionaba también con todas sus fuerzas un mayor solidaridad entre los hombres en el ambiente de trabajo, en la vida familiar y social, en las relaciones de los diversos pueblos entre sí.

Cada cristiano ha de ser instrumento de unidad. Cada uno de nosotros lo será si acoge dócilmente en su alma al Santificador. Lo que desune, a todos los niveles, es el amor propio, el pecado; une, en cambio, el amor de Dios, la caridad. Une el Espíritu Santo.

Quizá el fruto que el Señor espera hoy de nosotros sea éste: eliminar las barreras, las divisiones que cada uno de nosotros pueda haber creado. Y no sólo esto: edificar la unidad, facilitar la comprensión recíproca en la familia, en el trabajo, en el círculo de nuestros amigos, entre las personas con quienes nos encontramos. Lo podemos conseguir, con la gracia del Espíritu Santo.

Invocamos a la Virgen Santísima, prototipo singularísimo de estos aspectos de la vida según el Espíritu, que acabamos de recordar. María colabora con Cristo, con profunda humildad, en la infusión de la gracia en las almas. Desde el Cielo, lo mismo que cuando se hallaba en la tierra, sigue uniendo las almas a su divino Hijo. A Ella, Esposa del Espíritu Santo, le pedimos —por intercesión del Beato Josemaría— que nos ayude a hacer más íntimo y hondo nuestro trato con el Santificador de la Iglesia y de las almas. Así sea.

[1] Antífona de entrada de la Misa del Común de Pastores (Jr 3, 15).

[2] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, 8-XI-1932, en Apuntes íntimos, n. 864.

[3] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, abril de 1934, en AGP RHF, AVF-0065.

[4] Ibid.

[5] Cfr. Hech 2, 9-11.

[6] Evangelio (Lc 5, 10).

[7] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Carta, 23-III-1939.

[8] 1 Ts 4, 3.

[9] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Carta 2-II-1945, n. 18.

Romana, n. 26, enero-junio 1998, p. 80-84.

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