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En la ordenación diaconal de alumnos del Colegio Eclesiástico Internacional Bidasoa. Parroquia de San Francisco Javier , en Pamplona (1-II-1998)

1. Agradezco al Señor la alegría que me concede al conferir hoy el sacramento del Orden, en el grado del diaconado, a estos catorce seminaristas que provienen de diversas diócesis del mundo, y que pronto concluirán sus estudios institucionales en la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra. ¡Que Dios os haga sacerdotes santos!

En la primera lectura, el Apóstol San Pedro nos ha recordado: Dios resucitó a este Jesús, y todos nosotros somos testigos. Ahora, exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo que estaba prometido, y lo ha derramado. Esto es lo que estáis viendo y oyendo[1]. Como repite el Romano Pontífice, hoy como ayer, el Paráclito es el agente principal de la nueva evangelización. Aquél que construye el reino de Dios en el curso de la historia y prepara su plena manifestación en Jesucristo[2].

La Tercera Persona de la Santísima Trinidad, que edifica continuamente la Iglesia, descenderá sobre estos hermanos nuestros que van a ser ordenados diáconos. De ahora en adelante, serán de una manera particular instrumentos del Espíritu Santo, expresión de su fuerza siempre vivificadora de las almas.

Con el rito de la ordenación, el Don del Paráclito se acrecentará en vosotros. Os invito a uniros de modo muy particular en ese momento a cada uno de vuestros Obispos, que me han confiado la gozosa tarea de administraros este sacramento. Me siento especialmente cercano a cada uno de ellos en estos instantes. Pedid a Dios que ese crecimiento de la presencia del Paráclito en vuestras vidas continúe sin cesar, y rogad que todos los sacerdotes del mundo busquemos diariamente la santidad.

Queridos ordenandos, con el diaconado la Iglesia os confía su tesoro más grande: el Cuerpo de Cristo, para que lo distribuyáis como ministros sagrados. La Santísima Eucaristía es verdaderamente el mayor tesoro que Jesucristo nos ha otorgado; pues, como recuerda el Concilio Vaticano II, «contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan vivo por su carne, que da la vida a los hombres, vivificada y vivificante por el Espíritu Santo»[3]. El Sagrario debe ser el constante punto de referencia que oriente vuestro corazón, el centro de vuestros pensamientos, de vuestros deseos, de toda vuestra vida. Hemos de procurar no dejarle a solas.

Como escribía el Santo Padre a los Obispos de la Iglesia y a todos los sacerdotes, la Eucaristía constituye «la principal y central razón de ser del sacramento del sacerdocio, nacido efectivamente en el momento de la institución de la Eucaristía (...). Somos, en cierto sentido, “por ella” y “para ella”. Somos, de este modo particular, “de ella”»[4]. Que el Señor aumente en vosotros, futuros presbíteros, el amor hacia el Santísimo Sacramento y el delicado respeto de la Liturgia.

La Eucaristía es sacramento de unidad y vínculo de caridad. Esta realidad nos recuerda que estamos llamados a ser «sembradores de paz y de alegría», como decía el Fundador del Opus Dei, pues la conducta propia de los discípulos de Cristo es unir, pacificar, amar. En cambio las divisiones, las envidias, las rivalidades, el odio provienen siempre del pecado, que rompe la amistad con Dios y la fraternidad con los demás.

2. Fomentad en vuestro corazón el anhelo de servir, mientras ejercitáis el diaconado en espera de recibir la ordenación sacerdotal. De manera gráfica, el Beato Josemaría solía comentarnos que debemos poner el «corazón en el suelo para que los demás pisen blando»[5]. Escuchemos algunas consideraciones del Catecismo de la Iglesia Católica: «Los diáconos participan de una manera especial en la misión y la gracia de Cristo. El sacramento del Orden los marca con un sello (carácter) que nadie puede hacer desaparecer y que los configura con Cristo que se hizo “diácono”, es decir, el servidor de todos»[6]. No lo olvidéis nunca: es necesario entregarse a los demás sin reservas, empujados por el amor de Cristo: para ayudar, para reconciliar, para sembrar la paz.

Esa paz es consecuencia de la gracia divina; es fruto de la presencia del Espíritu Santo que conforma con Cristo las almas que se esfuerzan por ser humildes. Como afirma San Pablo, Cristo es nuestra paz[7]: por eso, sólo si nos identificamos con Él, secundando dócilmente la acción del Paráclito, podremos tener y dar la paz. Así lo expresa el Señor: Bienaventurados los pacíficos porque serán llamados hijos de Dios[8]. Convenzámonos de que la santidad personal, la lucha diaria por vivir unidos a Cristo, es el secreto para disipar las tinieblas del pecado, para que el Señor reine en cada uno de nosotros y en el mundo entero, con su Reino de santidad y de gracia, de justicia, de amor y de paz.

Con palabras de mi querido predecesor como Obispo Prelado del Opus Dei, Monseñor Álvaro del Portillo, a quien correspondió el gozo de promover el Seminario Internacional Bidasoa que os acoge, quiero recordaros que «la Iglesia y el mundo tienen necesidad de sacerdotes santos, es decir, de sacerdotes que, conocedores de su propia limitación y miseria, se esfuerzan decididamente por recorrer los caminos de la santidad, de la perfección de la caridad, de la identificación con Jesucristo, en correspondencia fiel a la gracia divina»[9]. Santidad e identificación con Cristo son una misma realidad. Cada uno ha de llegar a ser «otro Cristo, el mismo Cristo»[10], que asume nuestra carne mortal para servir, para redimir a la humanidad entera.

La santidad exige doctrina y adquirir la doctrina requiere esfuerzo. Queridos hermanos, no abandonéis el estudio de las Ciencias Sagradas, y hacedlo con la humildad necesaria para entender que la formación no termina nunca. De este modo, habiendo asimilado la Doctrina y viviéndola, con la ayuda de la gracia de Dios, seréis capaces de iluminar las conciencias de los hombres. Y, mientras perfeccionáis vuestra preparación intelectual, procurad que sea cada vez más profunda vuestra piedad.

«Corresponde a los diáconos, entre otras cosas, asistir al obispo y a los presbíteros en la celebración de los divinos misterios sobre todo de la Eucaristía y en la distribución de la misma, asistir a la celebración del matrimonio y bendecirlo, proclamar el evangelio y predicar, presidir las exequias y entregarse a los diversos servicios de la caridad»[11]. De todos estos cometidos que el Catecismo de la Iglesia propone, quisiera detenerme un momento en el exigente, y al mismo tiempo apasionante, ministerio de la palabra.

Es siempre actual lo que escribía el Apóstol San Pablo a los Tesalonicenses refiriéndose a su esfuerzo por extender el conocimiento de Cristo: Confiados en nuestro Dios, tuvimos la valentía de predicaros el Evangelio de Dios, entre frecuentes luchas[12]. No podemos atemorizarnos ante las dificultades que se presenten para llevar a Cristo a las almas de los que nos ro-dean. Enseñar la doctrina cristiana con seguridad debe constituir para vosotros una pasión, algo que se desea con la vehemencia santa y serena, que produce en nuestras almas la acción del Paráclito. Acudid a Él, para que os ilumine, en cada ocasión en que debáis cumplir este nuevo encargo que os confía la Iglesia; para que vuestra predicación esté siempre informada por una fe sólida, una segura esperanza y una ardiente caridad pastoral.

3. Poco antes de administraros el diaconado, os exhorto a elevar vuestra mente en adoración a la Trinidad Beatísima y en agradecimiento a la Santísima Virgen, Nuestra Madre. Una gratitud honda que también debe dirigirse hacia vuestros padres, a vuestras familias y a todos aquellos que os han ayudado de un modo u otro a recorrer este camino. Algunos de ellos están aquí entre nosotros; los demás, aunque separados por muchos kilómetros, se encuentran muy presentes en nuestro corazón y en nuestras oraciones. Algunos nos contemplan desde el cielo. Para todos, mi felicitación más sincera y mi gratitud.

Deseo invitaros igualmente a hacer extensivo este agradecimiento a la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra, que ha cumplido ya treinta años de existencia. A lo largo de este tiempo, el Señor nos ha concedido servir desde aquí a las Iglesias locales, procurando formar a un elevado número de candidatos al sacerdocio de muchas diócesis de todo el mundo. La Prelatura del Opus Dei presta gustosamente este servicio a la Iglesia universal tanto desde estas Facultades eclesiásticas como desde el Seminario Internacional Bidasoa, que pueden desempeñar su misión gracias a la colaboración que ofrecen tantas personas con su trabajo científico, su dedicación de tiempo y su apoyo económico. Me atrevo a pediros el regalo de vuestra oración por mí y por la labor que, con la ayuda del Todopoderoso, la Prelatura del Opus Dei lleva a cabo. Y naturalmente os invito a que recemos por el Santo Padre, muy unidos a su persona e intenciones, por todos los Obispos, por el Arzobispo de Pamplona, y por todos nuestro hermanos los sacerdotes.

Dentro de pocos minutos, pronunciaré sobre vosotros la oración consagratoria, invocando al Espíritu Santo para que sepáis llevar a cabo con fidelidad el ministerio diaconal, sostenidos por la gracia divina. ¡Sed fieles! ¡Dad con generosidad vuestra vida para servir a Dios, a la Iglesia y a todas las almas!

A la Santísima Virgen, Madre de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote, confiamos nuestros propósitos de mayor trato con el Espíritu Santo, de identificación con Jesucristo; para que todos —cada uno en su situación dentro de la Iglesia y del mundo— seamos fieles servidores de Dios, de la Santa Iglesia y de todos los hombres; para que el Señor reine sin reservas en nuestra alma y la haga arder con aquel celo que consumía al Beato Josemaría: regnare Christum volumus!, queremos que Cristo reine en todos los ambientes del mundo, sobre la humanidad entera. Así sea.

[1] Act. 2, 32-33

[2] Cfr. JUAN PABLO II, Litt. apost. Tertio millennio adveniente, 10-XI-1994, n. 45.

[3] CONCILIO VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 7-XII-1965, n. 5.

[4] JUAN PABLO II, Litt. apost. Dominicæ cenæ, 24-II-1980, n. 2.

[5] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Via Crucis, IX estación, n. 1.

[6] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1570.

[7] Cfr. Ef 2,14.

[8] Mt 5, 9.

[9] MONS. ÁLVARO DEL PORTILLO, Sacerdotes para una nueva evangelización, en “La formación de los sacerdotes en las circunstancias actuales. Actas del XI Simposio Internacional de Teología de la Universidad de Navarra”, Pamplona, 1990, p. 987.

[10] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, n. 11.

[11] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1570.

[12] 1 Tes 2, 2.

Romana, n. 26, enero-junio 1998, p. 67-70.

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