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En la ordenación de presbíteros de la Prelatura. Basílica de San Eugenio, en Roma (7-VI-1998)

1. Queridos hermanos y hermanas, queridísimos ordenandos.

Ha transcurrido una semana desde que celebramos la solemnidad de Pentecostés. En unión con la Iglesia, revivimos entonces aquel grandioso acontecimiento sucedido hace dos mil años, cuando el Espíritu de Dios se derramó sobre toda carne[1], sobre hombres y mujeres provenientes de los más variados países, para congregarlos en la unidad del Cuerpo Místico de Cristo. Cumpliendo los deseos del Romano Pontífice, hemos tratado de disponernos muy bien para esa gran fiesta, en este año dedicado al Espíritu Santo, como preparación para el Gran Jubileo del 2000. De igual modo nos habremos comportado pensando en el día de hoy, solemnidad de la Santísima Trinidad.

Esta fiesta constituye como el culmen del año litúrgico, pues nos indica que la Iglesia vive del Misterio de la Trinidad y a ese Misterio tiende. Afirma Santo Tomás de Aquino que «el conocimiento de la Trinidad en la Unidad es el fruto y el fin de toda nuestra vida»[2]. Y así es. Procedemos de Dios Uno y Trino, principio de todas las cosas; y a Dios Uno y Trino nos dirigimos, como a nuestro último y definitivo fin. Es justo, pues, que le rindamos honor, gloria y acción de gracias, no sólo con palabras, sino con toda nuestra vida, como nos invita a hacer la liturgia: gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo. Al Dios que es, que era y que vendrá[3].

Esta solemnidad cobra hoy para nosotros brillos nuevos, porque durante la Santa Misa recibirán la ordenación sacerdotal doce diáconos de la Prelatura del Opus Dei. Como en Pentecostés, a ruegos de la Iglesia, el Padre y el Hijo enviarán sobre estos candidatos al que es Don de Dios Altísimo, fuente viva, fuego, caridad y espiritual unción[4]. El Espíritu Santo llenará sus almas e imprimirá en cada una el sello indeleble del carácter sacerdotal.

Todo es obra del Paráclito. «Al igual que en la Santa Misa el Espíritu Santo es el autor de la transubstanciación del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo —explica Juan Pablo II—, así en el Sacramento del Orden es el artífice de la consagración sacerdotal o episcopal»[5].

El Sacramento del Orden capacita a quien lo recibe para realizar in persona Christi los actos propios del ministerio pastoral. Entre Jesucristo y cada sacerdote se da un admirable intercambio, que es reflejo de aquel admirabile commercium de la Encarnación. Ellos entregan a Cristo su alma y su cuerpo, sus sentidos y potencias, su humanidad entera, para que el Señor se sirva de todo su ser como instrumento en la aplicación de la obra redentora. Y ellos reciben la capacidad de representarle como buenos Pastores de la Iglesia, actuando in nomine et persona Christi Capitis, en el nombre y con la autoridad de Cristo Cabeza de la Iglesia. Recemos por la santidad de todos los sacerdotes: tenemos esta dichosa obligación.

Hijos míos, en cuanto seáis sacerdotes, haréis presente a Cristo entre vuestros hermanos los hombres. Le prestaréis vuestra lengua, para renovar en la Santa Misa el sacrificio del Calvario; vuestras manos, para bendecir y perdonar en el sacramento de la Penitencia; vuestra inteligencia y vuestra voluntad, para exponer con claridad los divinos misterios e impulsar a las almas a identificarse en todo momento con la Voluntad del Señor.

Dad gracias al Dios Uno y Trino por el amor de predilección que os ha manifestado, llamándoos —como a los primeros Doce— amigos suyos[6], amigos por un título especial —el del sacramento que vais a recibir—, que os compromete plenamente, y para el que contáis con las oraciones de la Iglesia y con la ayuda divina.

2. En el curso de la ceremonia de la ordenación, mientras el Obispo impone en silencio las manos sobre cada uno de los candidatos, la liturgia prescribe el canto del Veni, Creator Spiritus. Con este himno pedimos que el Espíritu Santo actúe sobre estos hombres, llamados a colaborar en el ministerio pastoral de los Obispos[7]. ¡Qué lógico es que invoquemos en esos momentos al que es Don de Dios Altísimo y, por eso mismo, Dador de todas las gracias! Al pedirle que derrame sobre ellos su unción espiritual, que los convertirá en sacerdotes de Jesucristo para siempre, nuestra oración ha de alzarse vibrante al Cielo, suplicando —para ellos y para todos nosotros— el sacrum septenarium, los siete dones en los que se sintetiza la variadísima y sobrenatural acción del Paráclito en la Iglesia y en las almas.

Otórgales, Señor, el don de sabiduría, que nos obtiene un «conocimiento gustoso de Dios y de todo lo que a Dios se ordena y de Dios procede»[8]; haz que estos hijos tuyos y todos los sacerdotes valoremos cada acontecimiento de nuestra vida personal y de la historia de la humanidad a la luz del Evangelio, y sepamos mostrar a los demás fieles, con la predicación y con el ejemplo, «el misterioso y amoroso designio del Padre»[9].

Concédeles el don de entendimiento, con el que perfeccionas nuestro conocimiento de la Palabra revelada: ilumina a estos siervos tuyos y a todos los ministros de la Iglesia para que, con la luz de tu Espíritu, proclamen «con fuerza y convicción el gozoso anuncio de la salvación»[10].

Comunícales el don de ciencia, con el que somos capaces de «comprender y aceptar la relación (...) de las causas segundas con la causa primera»[11]; para que puedan enseñar a todas las almas «lo que son y lo que han de ser las cosas creadas, según los designios de la creación y la elevación al orden sobrenatural»[12].

Infúndeles el don de consejo, de modo que, con la gracia del discernimiento, sepan «orientar su propia conducta según la Providencia»[13] y aconsejar a las almas en su caminar hacia el Cielo.

A la hora de las dificultades, que necesariamente encontrarán en el ejercicio del ministerio, sosténlos, Señor, con el don de fortaleza: que sean siempre «firmes en la fe, constantes en la lucha y fielmente perseverantes en la Obra de Dios»[14], para el servicio de la Iglesia.

Llénales del don de piedad, que nos capacita para saborear en todas la circunstancias nuestra filiación divina en Cristo y nos hace sabernos hermanos de todos los hombres. Que estos hijos tuyos cultiven día tras día una intensa unión contigo y se identifiquen más y más con Cristo Sacerdote.

Haz, finalmente, que mediante el don de temor de Dios se imprima en ellos —como rogaba el Fundador del Opus Dei— «el espíritu de adoración y una profunda y sincera humildad»[15]: que sirvan gustosamente con su ministerio a todas las almas, y especialmente a los demás fieles de la Prelatura, sin decir jamás basta, antes bien, ofreciéndose con gozo en voluntario holocausto.

3. Antes de proseguir la celebración, deseo transmitir a los padres y hermanos de los ordenandos mi felicitación más cordial. A partir de ahora contáis, entre los de vuestra misma sangre, con un sacerdote; es decir, un representante de Jesucristo, un mediador entre los hombres y Dios. Estad seguros de que os tendrá cada día muy presentes en el altar, cuando ofrezca la Víctima divina a Dios Padre con la potencia del Espíritu Santo. Podréis confiar vuestras necesidades a su intercesión, mientras actúan en nombre de Jesucristo. Pero no olvidéis que también ellos necesitan constantemente de la oración vuestra, para cumplir dignamente la misión que se les ha confiado. Seguid ayudándoles como hasta ahora, y más que hasta ahora. Acogeos en vuestras peticiones a la protección celestial del Beato Josemaría y de su primer sucesor, Mons. Álvaro del Portillo.

Al mismo tiempo, y como prueba de agradecimiento a la Iglesia, que ha elegido a uno de los vuestros como ministro suyo, rezad —insisto— por los sacerdotes del mundo entero, comenzando por el Santo Padre, por el Cardenal Vicario de Roma y sus obispos auxiliares. Pedid a la Santísima Trinidad que envíe muchas y santas vocaciones sacerdotales, porque el mundo las necesita. ¡Es tan inmensa la mies que se presenta ante los ojos en los albores del nuevo milenio, y hacen falta muchos sacerdotes! Roguemos, pues, todos, al Señor de la mies que envíe obreros a su mies[16]. Lo hacemos uniéndonos a la oración del Santo Padre Juan Pablo II con ocasión de su jubileo sacerdotal: «Que nunca falten sacerdotes santos al servicio del Evangelio; que resuene en cada catedral y en cada rincón del mundo el himno “Veni Creator Spiritus”. ¡Ven, Espíritu Creador!; ven a suscitar nuevas generaciones de jóvenes, dispuestos a trabajar en la viña del Señor, para difundir el Reino de Dios hasta los confines de la tierra»[17].

Y para que nuestra plegaria sea más eficaz, la confiamos a la mediación de la Virgen, Madre de Dios y Madre nuestra, la Madre del Sumo y Eterno Sacerdote. Así sea.

[1] Cfr. Hech 2, 17.

[2] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Comentarios al libro IV de las Sentencias, dist. 2, q. 1 exordio.

[3] Aclamación antes del Evangelio.

[4] Himno Veni Creator.

[5] JUAN PABLO II, Don y Misterio (BAC, 1996), p. 59.

[6] Cfr. Jn 14, 15-16.

[7] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 7-XII-1965, n. 2.

[8] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, 30-V-1971.

[9] JUAN PABLO II, Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo, 25-III-1998, n. 5.

[10] JUAN PABLO II, cit.

[11] JUAN PABLO II, cit.

[12] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, 30-V-1971.

[13] JUAN PABLO II, cit.

[14] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, 30-V-1971.

[15] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, 30-V-1971.

[16] Mt 9, 38.

[17] JUAN PABLO II, Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo, 17-III-1996, n. 9.

Romana, n. 26, enero-junio 1998, p. 77-80.

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