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En la Misa con motivo de la administración de la Confirmación. Basílica de San Eugenio, en Roma (24-V-1998)

1. Habiéndose aparecido a los Apóstoles tras la Resurrección, Jesús les ordenó esperar juntos, en Jerusalén, el don del Espíritu Santo: Juan bautizó con agua; vosotros, en cambio, seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días[1]. Después, pocos instantes antes de separarse de los suyos para subir al Cielo, renovó la promesa: recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra[2].

Hoy, en la solemnidad de la Ascensión, os disponéis a recibir el Sacramento de la Confirmación. Y precisamente de esta fiesta litúrgica podemos tomar ocasión para entender mejor lo que la efusión del Espíritu Santo operará en vuestra alma. En efecto, existe un nexo muy estrecho entre la Ascensión y Pentecostés. Subiendo al Cielo, el Señor dejó a los Apóstoles el mundo por heredad: les confió la misma misión que el Padre le había asignado a Él. Desde aquel día aquella misión se hace misión de ellos, la meta y el sentido de sus vidas. Todo esto superaba infinitamente sus propias fuerzas. Pero el Espíritu Santo, al descender sobre los Doce en Pentecostés, les hizo capaces de asumir plenamente ese encargo. El Espíritu Santo convierte a cada cristiano en otro Cristo e injerta en la vida misma de Cristo su vida y su trabajo sobre la tierra.

Hoy, queridísimos, la efusión del Espíritu Santo imprimirá en vosotros el carácter de “soldados” de Cristo, de testigos suyos. Él os asocia a la misión del Salvador. En el Bautismo, Jesús os llamó a sí, a ser suyos; ahora, el Espíritu Santo os confirma en esta vocación. Y no sólo esto, sino que de alguna manera la refuerza, suscitando en el cristiano la conciencia de haber sido elegido como instrumento para la extensión del Reino de Dios. El Sacramento de la Confirmación supone un cambio de rumbo, señala una nueva etapa en el itinerario de vuestro crecimiento en la fe. Os conduce a los umbrales de la madurez cristiana. El niño vive para sí; el hombre, en cambio, sabe que está en la tierra para un fin que sobrepasa a su persona y se entrega al cumplimiento de esa misión. Madurez es descubrir un ideal por el que vale la pena dar la vida. Cristiano maduro es quien, guiado por el Espíritu Santo, se entrega a sí mismo a Cristo y se decide a seguirlo, como los Apóstoles, a cualquier parte a donde Él lo quiera enviar. Ama a Cristo hasta el punto de dejarse poseer por Él, decidirse a servirlo, trabajar por Él y con Él en la salvación del mundo.

2. ¿Cómo seguir a Cristo? ¿Qué disposiciones debe suscitar en nuestra alma la efusión del Espíritu Santo? En la segunda lectura de la Misa hemos escuchado: que el Señor ilumine los ojos de vuestro corazón, para que sepáis cuál es la esperanza de su llamada, cuáles las riquezas de gloria dejadas en su herencia a los santos, y cuál es la suprema grandeza de su poder en favor de nosotros, los que hemos creído, según la eficacia de su fuerza poderosa[3]. Aquí está la respuesta a nuestra pregunta. Estáis a punto de recibir un don inefable: Dios mismo, Dios Espíritu Santo, va a aumentar su presencia en vosotros. Comunicará a vuestra inteligencia una mayor firmeza en la fe; hará que vuestra voluntad pueda cultivar los proyectos de Dios, que vuestro corazón vibre amando lo que Dios ama. Con la Confirmación, el Espíritu Santo establece más intensamente su propia morada en el alma y se convierte en su “amable huésped”[4]. El compromiso cristiano aparece entonces ante nuestros ojos como una esperanza luminosa, una “riqueza de gloria”, según acaba de decirnos San Pablo. Vale le pena responder afirmativamente, con todas nuestras fuerzas, a los deseos de Dios sobre nosotros. Vale la pena ser generosos.

¡Vale la pena! ¡Cuántas veces he oído esta exclamación de labios del Beato Josemaría! La gracia de Dios es tan eficaz que, si vencemos el miedo, si nos decidimos a abrazar el propósito de llegar a ser santos, pase lo que pase y pese a nuestras limitaciones, lo lograremos. Pero es preciso dar este primer paso: querer. Deja que el mismo Espíritu Santo te pregunte, en el fondo de tu corazón: ¿quieres ser santo? ¿O vas a seguir defendiendo tu comodidad, a seguir inmerso en la mediocridad? ¿Prefieres de verdad la cobardía a la santa audacia de que los Apóstoles nos han dado ejemplo?

La fuerza del Espíritu Santo reside en el amor. Él es el Amor que une al Padre con el Hijo y al Hijo con el Padre. Es el mismo Amor de Dios, que establece en nosotros su morada y nos permite amar a Dios sin medida, sin cálculos, con todas las fuerzas. Pensadlo: desde hoy se podrá cumplir en cada uno de vosotros aquella aspiración del Beato Josemaría: «Tenemos que amar a Dios no sólo con nuestro corazón, sino con el “Suyo”»[5]. ¿Es posible imaginar un tesoro mayor, por el que valga la pena dar la vida? Volvamos, pues, a nuestra pregunta: ¿cómo seguir a Cristo? Con San Agustín, podemos responder: deprisa; sin titubeos, sin timideces, sin perplejidad. Hay que correr al encuentro de Dios, porque el amor no abriga dudas ni incertidumbre.

Hemos hablado de la Confirmación como paso hacia la madurez cristiana. Entre vosotros hay adolescentes, jóvenes y adultos. La santidad es plenitud de amor, y, por tanto, no tiene edad: todos pueden y deben amar siempre a Dios con todo el corazón. Si no llevásemos en nosotros al Espíritu Santo, sería razonable que pensásemos: “es mejor esperar..., probar..., entender bien antes de decir que sí”. Pero su venida a nosotros, ser invadidos por la fuerza del Amor de Dios, nos da la certeza de que esa “prudencia” constituye una tentación. ¡No esperéis a ser viejos para decidiros a luchar por ser santos!

En el Evangelio de la Misa hemos admirado la claridad con que Jesús habla a los Apóstoles, y, con ellos, a todos los cristianos. Sus palabras resultan muy explícitas: “vosotros sois mis testigos, tenéis que predicar la conversión y el perdón de los pecados a todas las gentes. Sí, vosotros. Os he elegido para esto... Ahora no sois capaces, pero los seréis dentro de poco tiempo, cuando recibáis el Espíritu Santo y seáis revestido de la fuerza de lo alto”[6]. Es la potencia del Amor que desciende sobre nosotros y nos hace acoger con alegría el ideal cristiano.

3. Jesús es perfecto Dios y perfecto Hombre[7]. Sólo alcanza la perfección quien a Él se parece. El Espíritu Santo plasma en nosotros la imagen de Cristo. Recordad: es la imagen de quien ha dado la vida por amor. El egoísmo es, por tanto, el enemigo más peligroso de la acción del Espíritu Santo en el cristiano. Hemos de temer la tendencia a encerrarnos en nosotros mismos, a ponernos en el centro del universo y hacer girar todo en torno a nosotros mismos, incluso a Dios, como si su función fuera la de satisfacer nuestras necesidades. Somos nosotros quienes debemos servir a Dios y a los hombres, nuestros hermanos; por otra parte, sólo así nos realizaremos a nosotros mismos.

Decíamos que la madurez consiste en lograr este espíritu de dedicación, esta decisión de darse a uno mismo por un ideal más grande que nuestro pequeño yo. Pero si queremos secundar la acción del Espíritu Santo, si deseamos crecer espiritualmente hasta asemejarnos de verdad a Jesús, es preciso cultivar una virtud que parece el extremo opuesto de la madurez, una virtud que parecería apropiada más bien para un niño y no para una persona madura: la docilidad, virtud que recapitula la actitud que hemos de adoptar ante el Espíritu Santo[8]. La docilidad es el arma que mejor combate el egoísmo, porque en ella la humildad (necesaria para dejarse guiar por otro) se encuentra con la generosidad y con la fidelidad. Os invito a no dejar la dirección espiritual, verdadero camino de docilidad y de libertad.

Con el Sacramento de la Confirmación recibimos la ayuda divina, la gracia necesaria para luchar contra el egoísmo, que es la raíz de todo pecado. En esta lucha, se forjan en nosotros las condiciones indispensables para alcanzar la verdadera libertad: la libertad de entregarse por amor de Dios. Es una meta que no se alcanza automáticamente, sino —repito— a través de la lucha asidua contra el egoísmo. La vida es una continua pelea entre el amor y el egoísmo. El Amor divino, el Espíritu Santo, presente y activo en el cristiano que ha recibido el Sacramento de la Confirmación, nos da la certeza de la victoria, que es la certeza de ser felices.

Para terminar, no podemos olvidar nunca que la vida cristiana de cada uno de nosotros se desarrolla en la Iglesia, en la comunión del Cuerpo Místico de Cristo, en solidaridad espiritual con todos los hermanos en la fe; en unión, sobre todo, con la Cabeza visible de la Iglesia universal y con los Obispos. Por eso hoy, en el día de vuestra Confirmación, en el comienzo de vuestra madurez como cristianos, adquiere un sentido particularmente profundo la plegaria —vuestra y nuestra— por el Santo Padre, Juan Pablo II, y por su Vicario para la diócesis de Roma, el Cardenal Camilo Ruini. Os confío de corazón a la Virgen, Causa de nuestra alegría, Fuente de nuestro gozo, y Madre de la Iglesia. Amén.

[1] Primera lectura (Act 1, 5).

[2] Ibid,. 8.

[3] Segunda lectura (Ef 1, 18-19).

[4] Secuencia Veni, Sancte Spiritus.

[5] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Surco, n. 809.

[6] Evangelio (cfr. Lc 24, 47-49)

[7] Cfr. Símbolo Atanasiano.

[8] Cfr. BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, n. 130.

Romana, n. 26, Enero-Junio 1998, p. 74-77.

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