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Con motivo de la presentación de la versión italiana de la primera semblanza biografica de Mons. Álvaro del Portillo, tuvo lugar un acto académico en el Pontificio Ateneo de la Santa Cruz. Mons. Javier Echevarría pronunció el siguiente discurso. Roma (15-

Hemos querido dedicar esta jornada al recuerdo de Mons. Álvaro del Portillo; a recordarle en el sentido más pleno de la palabra. Pretendemos honrar la memoria del Fundador y primer Gran Canciller del Pontificio Ateneo de la Santa Cruz, pero sobre todo alimentar en nosotros los vínculos de gratitud y de afecto por los que nos sentimos ligados al Pastor que nos amó con amor paternal y que se desveló con tanta solicitud por esta institución universitaria y por los que la componen.

Non est vir fortis...

Mientras se construía la sede de la Curia prelaticia del Opus Dei, el Beato Josemaría hizo colocar en un cortile interno una estatua que representa a un magistrado de la antigua Roma, vestido con la toga. Es una escultura de corte clásico, que respira compostura, serenidad, seguridad. La impresión es paradójica, porque esa estatua carece de cabeza y de manos. Sobre el pedestal, una inscripción latina subraya esa paradoja: Non est vir fortis pro Deo laborans cui non crescit animus in ipsa rerum difficultate, etiam si aliquando corpus dilanietur. La compuso el Beato Josemaría, en una noche de oración y de trabajo, en los primeros años 50, inspirándose en un texto de San Bernardo. Deseaba expresar una idea nacida de su misma experiencia: que las dificultades —tanto las que proceden de nuestra debilidad personal, como las que de algún modo puedan crear obstáculos al trabajo apostólico— no son nunca insuperables, si se actúa con la ayuda de la virtud de la fortaleza, informada por la caridad.

Pensando en Mons. del Portillo, me ha venido el recuerdo de esa inscripción, que ilustra bien una característica que muchos admiraban en él: su serenidad frente a las contradicciones, la fortaleza de que dio prueba para cumplir la Voluntad divina, su magnanimidad —¡corazón grande!— a la hora de acometer cualquier empresa que redundara en gloria de Dios y en servicio a la Iglesia. Verdaderamente, esa inscripción diseña un retrato que corresponde bien a la personalidad del primer Prelado del Opus Dei: El hombre fuerte, que trabaja por Dios, acrecienta su ánimo en las dificultades, aunque alguna vez el cuerpo quede destrozado.

La fortaleza es virtud indispensable en la vida de los cristianos. Todos hemos de ser fuertes, si queremos ser buenos hijos de Dios. Santo Tomás de Aquino, con su peculiar precisión, enseña que esta virtud tiene como actos propios aggredi pericula y sustinere mala: afrontar los peligros y soportar las adversidades por una causa justa[1]. Sin embargo, no hay que pensar sólo en el heroísmo de quien sacrifica su vida por la fe, como el mártir; o en la valentía de quien expone su vida por la patria, o por ayudar a sus semejantes en peligro. Esta virtud se manifiesta también de muchos otros modos, que la mayor parte de las veces pasan inadvertidos. Con el Beato Josemaría podemos afirmar que «es fuerte el que persevera en el cumplimiento de lo que entiende que debe hacer, según su conciencia; el que no mide el valor de una tarea exclusivamente por los beneficios que recibe, sino por el servicio que presta a los demás. El fuerte, a veces, sufre, pero resiste; llora quizá, pero se bebe sus lágrimas. Cuando la contradicción arrecia, no se dobla»[2].

En una de las primeras audiencias de su pontificado, prosiguiendo la catequesis que había comenzado su predecesor, Juan Pablo II ilustró la fortaleza con los ejemplos actualísimos de la madre de familia numerosa, capaz de resistir a las presiones de quienes la inducen a suprimir la nueva vida que se ha formado en su seno; o del profesional que renuncia a una carrera brillante, cuando el precio que ha de pagar es el poner entre paréntesis sus principios éticos y religiosos. Y ésta es la conclusión de aquel discurso del Papa: «Muchas, muchísimas, son las manifestaciones de fortaleza, a menudo heroica, de las que no se escribe en los periódicos, o de las que se habla poco. Sólo las conoce la conciencia humana... ¡y Dios lo sabe!»[3].

Mons. del Portillo se cuenta indudablemente en el número de quienes vivieron heroicamente la fortaleza. Bastaba estar cerca de él, para darse cuenta inmediatamente de la reciedumbre humana y sobrenatural con que sabía afrontar el dolor —físico o moral—, y la reciedumbre con que cumplía el deber diario. Su habitual sonrisa, la bondad con que acogía a todos los que se le acercaban, la misma mansedumbre de su voz, escondían la realidad de un carácter sólido y bien definido desde joven, que la acción de la gracia y el largo trato con el Beato Josemaría fueron perfilando y enriqueciendo a lo largo de los años.

El Fundador del Opus Dei descubrió muy pronto esas cualidades de don Álvaro; se le pusieron de manifiesto, de modo particular, durante la guerra civil española. No es casualidad si ya en algunas cartas de 1939 lo denominaba saxum, roca, aludiendo a su especial firmeza de carácter y —al menos, implícitamente— a la esperanza de poder apoyarse algún día en él, para el desarrollo del Opus Dei. Algunas de las personas que lo conocieron por aquellos años, han puesto de relieve su valentía ante los peligros; su generosidad para ayudar a quien se encontraba en alguna necesidad, aun a costa de notables sacrificios; la madurez de una personalidad que parecía esculpida en el mármol de un carácter incapaz de admitir flexiones o de ceder a compromisos.

De todo esto se recogen algunos ejemplos en esta primera obra biográfica sobre Mons. del Portillo, que hoy ve la luz en italiano. Especialmente desde que el Señor le llamó al Opus Dei —cuando contaba poco más de veintiún años—, don Álvaro ha ofrecido un ejemplo muy completo de cómo ejercitar la fortaleza cristiana en la vida diaria, en el cumplimiento de los deberes más normales, en las circunstancias más comunes de la jornada.

Esta fortaleza humana y sobrenatural le permitió servir con grandísima eficacia a la Iglesia y de ayudar al Fundador del Opus Dei —como ningún otro— en la misión que el Señor le había confiado. Yo he tenido la inmensa gracia de pasar muchos años junto a estos dos auténticos gigantes del firmamento eclesial de nuestro tiempo y soy testigo ocular de innumerables episodios con los que pueden documentarse estas afirmaciones.

La brevedad de esta intervención no nos permite encuadrar adecuadamente el ejercicio de la fortaleza en Mons. Álvaro del Portillo. Me limitaré, pues, a trazar algunos rasgos de su personalidad relacionados con esta virtud.

Grandeza de ánimo

Fue un hombre magnánimo, al que se pueden aplicar con exactitud las palabras sobre esta virtud que leemos en una de las homilías del Beato Josemaría: «Magnanimidad: ánimo grande, alma amplia en la que caben muchos»[4].

En su ánimo albergaba un gran deseo de servir, que se articulaba en proyectos ambiciosos. Trataba de ponerlos en práctica consciente del sacrificio personal que comportaban, pero sin importarle ese sacrificio. Era magnánimo a la hora de concebir y llevar a la práctica sus propios proyectos, y también a la hora de acoger y secundar los proyectos de otros. No se amedrentaba ante ningún esfuerzo, cuando estaba en juego el bien de la Iglesia, el servicio al Romano Pontífice, la salvación de las almas. Porque la magnanimidad —como prosigue el texto del Fundador del Opus Dei apenas citado— «es la fuerza que nos dispone a salir de nosotros mismos, para prepararnos a emprender obras valiosas, en beneficio de todos. No anida la estrechez en el magnánimo; no media la cicatería, ni el cálculo egoísta, ni la trapisonda interesada. El magnánimo dedica sin reservas sus fuerzas a lo que vale la pena; por eso capaz de entregarse él mismo. No se conforma con dar: se da. Y logra entender entonces la mayor muestra de magnanimidad: darse a Dios»[5].

Así descrita, la magnanimidad se nos presenta como una virtud indispensable en el cristiano, fruto de una vida teologal madura y de la armoniosa conjunción de la gracia de Dios y del esfuerzo humano. Así sucedía en don Álvaro. Su natural reciedumbre se había desarrollado en el clima de una familia numerosa y se había potenciado por una sólida educación cristiana. Luego, el contacto con el ejemplo del Fundador del Opus Dei y su correspondencia a los impulsos del Espíritu Santo plasmaron esa consistencia, esa seguridad, esa amplitud de puntos de mira, ese pulso firme que hicieron de él un Pastor capaz de infundir siempre seguridad.

Escuchemos de nuevo al Doctor Angélico: «La magnanimidad hace que el hombre se dignifique en cosas grandes, conforme a los dones recibidos de Dios. Así, si posee una gran valentía de ánimo, la magnanimidad hace que tienda a las obras perfectas de esa virtud. Y lo mismo debemos decir del uso de cualquier otro bien»[6]. Este texto nos confirma en una verdad perteneciente al núcleo de la doctrina cristiana sobre las virtudes: que convergen siempre en unidad. Comprendemos entonces por qué en don Álvaro la fortaleza se entrelazaba armónicamente con la serenidad y la comprensión; cómo la magnanimidad se armonizaba con el cuidado extremado de las cosas pequeñas; cómo era capaz de exigirnos metas muy elevadas en la vida espiritual, pero con requerimientos pacientes y llenos de ánimo en todo momento.

Esa madura vida teologal se alimentaba del ejercicio constante de la fe: Mons. del Portillo llevaba a cabo acciones verdaderamente heroicas, pero con facilidad. Así, al menos, lo parecía: no daba la impresión de tener que esforzarse, aunque le veíamos emplearse con todas sus energías y aplicar todos los medios —sobrenaturales y humanos— a su alcance.

Un ejemplo significativo lo aporta don José María Hernández Garnica, uno de los primeros fieles del Opus Dei, que pidió la admisión en la Obra en 1935, casi al mismo tiempo que don Álvaro, y juntos recibieron la ordenación sacerdotal en 1944. Un día —corrían los años 40, y don Álvaro era Secretario General del Opus Dei— don José María le preguntó si no se sentía cohibido en algunas conversaciones con personalidades eclesiásticas de relieve. No raramente, en efecto, por encargo del Beato Josemaría, tenía que aclarar algún aspecto del espíritu del Opus Dei, que el interlocutor no entendía exactamente. Sabía que era preciso hacerlo con cariño, con el debido respeto, pero también con fortaleza. El encargo no era fácil, atendidas las diferencias de edad, de autoridad, etc. Pues bien, a aquella pregunta, don Álvaro respondió con toda sencillez: «Me acuerdo de la pesca milagrosa y de lo que dijo San Pedro: In nomine tuo, laxabo rete. Pienso en lo que me ha dicho el Padre y me acuerdo de esa escena evangélica». A la muerte de don Álvaro, don José María había desaparecido desde hacía más de veinte años; cuando escribió el testimonio a que me refiero, Mons. del Portillo era aún relativamente joven. Y, sin embargo, don José María no dudó en afirmar: «Esta fortaleza es pura consecuencia de su espíritu sobrenatural».

En lo grande y en lo pequeño

En su agudo estudio de la magnanimidad, Santo Tomás observa que «se llama sobre todo magnánimo al que tiene el ánimo orientado hacia un acto grande. Y un acto puede ser grande de dos modos: relativa y absolutamente. Puede decirse relativamente grande incluso el acto que consiste en el uso de una cosa pequeña o mediana; por ejemplo, si se hace de ella un óptimo uso. Absolutamente grande es el acto que consiste en el uso óptimo de una cosa grande»[7].

Mons. del Portillo fue magnánimo en los dos sentidos. Si le hubiéramos preguntado a este propósito, habríamos descubierto en su respuesta el eco de las palabras con que, en 1991, invitaba a los fieles de la Prelatura a «comprender con profundidad que de la santidad personal —de la tuya, de la mía— dependen muchas cosas grandes»[8]. Había adquirido esta convicción gracias a las enseñanzas del Beato Josemaría: no hay cosas grandes ni pequeñas en sí mismas, trabajos importantes o actividades de poco relieve, porque todo se hace grande si se realiza con amor y por amor. «Uno de los rasgos capitales del espíritu de nuestro Padre —escribía su sucesor en 1975, pocos días después de la desaparición del Fundador del Opus Dei— era precisamente ese maravilloso engarce, en un corazón tan grande, en un alma que voló tan alto, con el amor a lo pequeño: a lo que se advierte solamente por las pupilas que ha dilatado el amor»[9]. Don Álvaro había estudiado durante muchos años en la escuela de la vida y de las enseñanzas del Beato Josemaría Escrivá; allí había aprendido que «las almas grandes tienen muy en cuenta las cosas pequeñas»[10].

Precisamente porque le movían la fe y el amor, don Álvaro se prodigaba sin cicatería en todo aquello que se refería al servicio de la Iglesia y al bien de las almas. En sus decisiones como Prelado del Opus Dei, su criterio fundamental era el empeño por subrayar las directrices pastorales del Papa, tanto si se referían a la Iglesia en su conjunto como si iban dirigidas a un sector o porción del Pueblo de Dios. Recuerdo, por ejemplo, el interés que manifestó para que las reuniones del Santo Padre con los universitarios romanos encontraran en los estudiantes una respuesta lo más amplia posible: ¡con qué insistencia estimulaba a los fieles de la Prelatura residentes en la Ciudad Eterna, para que pusieran esta intención entre los objetivos de su apostolado personal! La misma solicitud mostró con ocasión de los viajes pastorales del Sumo Pontífice a los más diversos países: rezaba y hacía rezar por los frutos pastorales; impulsaba a los fieles de la Prelatura, a los Cooperadores y amigos del Opus Dei en cada país para que actuaran como fermento entre parientes y conocidos, a fin de asegurar al Vicario de Cristo una acogida atenta y afectuosa.

Con idéntica prontitud acogía los deseos del Santo Padre referentes a la evangelización de áreas geográficas especialmente difíciles. La historia de los comienzos del trabajo apostólico de los fieles de la Prelatura del Opus Dei en las naciones escandinavas o bálticas, en India o Kazajstán, por poner sólo algunos ejemplos, se podría describir como ejemplo de esta magnanimidad. En efecto, Mons. del Portillo sintió la urgencia de dar comienzo a las actividades apostólicas de la Prelatura en esos países, entre otros, como respuesta a los deseos del Romano Pontífice y de los Obispos locales.

En este sentido, me parece justo dar un relieve particular a la colaboración de don Álvaro, como Prelado del Opus Dei, en la tarea de la nueva evangelización de países de antigua pero mortecina tradición cristiana, acogiendo los repetidos llamamientos hechos por el Santo Padre. En 1985 escribió una Carta pastoral sobre este tema. Tras comunicar a los fieles de la Prelatura que el Papa deseaba que «en nuestra labor apostólica, nos ocupemos especialmente de los países de la vieja Europa»[11], pidió también a los que residían en otros Continentes que colaborasen en ese esfuerzo: «Como el espíritu de la Obra nos lleva a sentir en todo con la Iglesia, hemos de hacer muy nuestros estos desvelos y preocupaciones del Papa (...). Hijas e hijos míos, ha llegado una nueva hora para demostrar con hechos que somos hijos leales de la Iglesia, sacando todo el rendimiento, usque ad summum! (Jn 2, 7), a los talentos que individualmente hemos recibido»[12]. Tras indicar los medios sobrenaturales que habían de emplear, concluía: «Sed optimistas, con un optimismo sobrenatural que hunde sus raíces en la fe, que se alimenta de la esperanza y a quien pone alas el amor. Hemos de impregnar de espíritu cristiano todos los ambientes de la sociedad»[13].

Pocos meses después, reunió en Roma a sus Vicarios de las naciones más directamente interesadas en el programa de la nueva evangelización, para valorar juntos las diversas experiencias y trazar un plan pastoral de largo alcance.

En 1987, al escribir una Carta pastoral con ocasión del Año Mariano de la Iglesia universal, enumeraba algunas de las intenciones santamente ambiciosas que albergaba en su corazón: «Al desgranar las cuentas de vuestro rosario, suplicad a la Reina del Mundo que derrame con más abundancia las gracias de su Hijo. Encomendadle de modo especial la santidad de la familia, tan lacerada por la plaga del divorcio, el crimen gravísimo del aborto y la difusión de una mentalidad hedonista; la limpieza de costumbres en todos los ambientes, y especialmente en los hogares cristianos; la conversión de Rusia y la libertad religiosa en tantos otros países de los cinco Continentes; la unión de católicos y ortodoxos en la única Iglesia de Cristo bajo el supremo régimen del Romano Pontífice; el acercamiento a la verdadera fe de los demás hermanos separados; la conversión de los no cristianos»[14]. En estas palabras, la audacia de las metas que perseguía corre pareja con la absoluta confianza con que se las proponía a sí mismo y a todos. Algunas de estas intenciones ya han comenzado a cumplirse. A nosotros nos compete seguir rezando y trabajando, para que un día no lejano se conviertan todas en gozosa realidad.

Al servicio de todos

En esta sucinta exposición de la fortaleza de don Álvaro no podemos dejar de citar, aunque sea de modo sumario, algunos de los proyectos apostólicos que impulsó en los más diversos rincones de la tierra.

En primer lugar, quisiera recordar el decidido impulso que dio —especialmente en los países en vías de desarrollo— a las iniciativas civiles llevadas a cabo por fieles y Cooperadores de la Prelatura en el ámbito de la educación a todos los niveles. Universidades, escuelas de formación profesional, centros para la promoción de la mujer, escuelas de primera y segunda enseñanza, estructuras y programas en favor de las poblaciones rurales, instituciones sanitarias para los necesitados, y un largo etcétera que comprendía las más variadas iniciativas, tuvieron en don Álvaro el promotor más entusiasta y decidido. Son incontables las personas que se han beneficiado de estas labores, sobre todo en Asia, África y América Latina. Hombres y mujeres, jóvenes y adultos, han podido adquirir los elementos básicos de una vida auténticamente cristiana y, al mismo tiempo, beneficiarse de una formación profesional específica que les ha permitido mejorar el nivel económico de sus familias y trabajar responsablemente por el bien común y el progreso de la patria.

Algunas de estas iniciativas surgieron como fruto inmediato de los viajes pastorales del Prelado del Opus Dei. Recuerdo cómo le impresionó la pobreza de algunos barrios periféricos de Manila y de Cebú. Ahora, impulsados por sus palabras de ánimo, fieles y Cooperadores de la Prelatura han dado vida en esas dos ciudades a estructuras de asistencia sanitaria y de formación profesional. Se podrían citar otros ejemplos análogos, en relación con sus viajes a México, Colombia, República del Congo o Costa de Marfil.

Uno de los aspectos más característicos de su celo pastoral era la solicitud por la formación de sacerdotes de todas las diócesis. Para eso, potenció las Facultades eclesiásticas de la Universidad de Navarra, y puso en marcha este Pontificio Ateneo de la Santa Cruz. Quiso que se crearan, en Pamplona y en Roma, los Seminarios internacionales “Bidasoa” y “Sedes Sapientiæ”, destinados a la formación de seminaristas. Allí han sido acompañados en la preparación para el sacerdocio centenares de candidatos, procedentes de decenas de diócesis.

Pero volvamos al punto de partida. Mons. Álvaro del Portillo fue un hombre que encarnó profundamente, sin zonas de sombra, la fe y la esperanza en la vida cotidiana. Ésta es la única y verdadera explicación de la fecundidad de su ministerio de Pastor. La fortaleza y la magnanimidad que en él descubrimos, eran el fruto de su apasionado amor a Cristo y a la Iglesia. Como explica San Agustín, el amor que mueve a los cristianos «no es el amor de un objeto cualquiera, sino el amor de Dios; es decir, del Sumo Bien, Suma Sabiduría y Suma Paz»[15]. Y como las virtudes cardinales no son más que aspectos diversos y convergentes del único amor a Dios, el Santo Obispo de Hipona concluye afirmando que, cuando amamos al Sumo Bien con todo el corazón, «se preserva el amor de la corrupción y de la impureza, que es lo propio de la templanza; le hace invencible frente a todas las adversidades, que es lo propio de la fortaleza; le lleva a renunciar a todo otro vasallaje, que es lo propio de la justicia; y, finalmente, le hace estar siempre en guardia para discernir las cosas y no dejarse engañar por la mentira y el dolo, que es lo propio de la prudencia»[16].

Pienso que esta descripción se ajusta perfectamente a la vida y obra del Fundador y primer Gran Canciller de este Ateneo. Demos gracias a Dios, de quien proceden todos los bienes, porque Pastores ejemplares, como don Álvaro del Portillo, iluminan con su ejemplo nuestro camino y nos ayudan a recorrerlo hasta llegar al Cielo.

[1] Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. II-II, q. 123, a. 2.

[2] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, n. 77.

[3] JUAN PABLO II, Alocución, 15-XI-1978.

[4] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, n. 80.

[5] Ibid.

[6] SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. II-II, q, 129, a. 3 ad 4.

[7] SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. II-II, q. 129, a. 1.

[8] MONS. ÁLVARO DEL PORTILLO, Carta 1-III-1991.

[9] MONS. ÁLVARO DEL PORTILLO, Carta 29-VI-1975, n. 14

[10] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, n. 818.

[11] MONS. ÁLVARO DEL PORTILLO, Carta 25-XII-1985, n. 2.

[12] Ibid. n. 3.

[13] Ibid. n. 10.

[14] MONS. ÁLVARO DEL PORTILLO, Carta 31-V-1987, n. 26.

[15] SAN AGUSTÍN, De moribus Ecclesiæ et de moribus manichæorum 1, 15.

[16] Ibid. 1, 25.

Romana, n. 25, Julio-Diciembre 1997, p. 297-304.

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