Discurso a los participantes en un curso de formación organizado por la Penitenciaría Apostólica (17-III-1997)
1. El Señor nos concede, una vez más, la gracia y la alegría de un encuentro que es solemne y, al mismo tiempo, familiar. Saludo con afecto al señor cardenal William Wakefield Baum, a quien agradezco las cordiales palabras que me ha dirigido. Saludo asimismo a los prelados y a los oficiales de la Penitenciaria apostólica, órgano ordinario del ministerio de caridad encomendado, con la potestad de las Llaves, al Sucesor de Pedro, para dispensar con abundancia los dones de la divina misericordia.
Acojo de corazón a los reverendos padres penitenciarios de las basílicas patriarcales de la Urbe, y les doy las gracias por la generosidad, la constancia y la humildad con que se dedican al servicio del confesonario, mediante el cual hacen llegar a las almas el perdón de Dios y la abundancia de sus gracias.
En fin, doy mi bienvenida a los jóvenes sacerdotes y a los aspirantes ya próximos al sacerdocio, quienes, aprovechando la próvida disponibilidad de la Penitenciaria apostólica, han querido profundizar la temática moral y canónica sobre los comportamientos humanos que más necesitan la gracia sanante y deben, por tanto, ser objeto especial de la maternal solicitud de la Iglesia. Así, se preparan adecuadamente para su futuro ministerio, al que los animo, exhortándoles a alimentar una constante confianza en la ayuda del Señor.
2. Nuestro encuentro tiene lugar, con un preciso significado, en la proximidad de la Pascua. Esta circunstancia nos lleva a pensar naturalmente en el sacrificio de Jesús, del que únicamente deriva nuestra salvación y que, por tanto, confiere valor a los sacramentos. También conviene recordar que, entre los años de la preparación inmediata para el jubileo del nuevo milenio, 1997 se caracteriza como año del Hijo de Dios encarnado. Jesús, Hijo de Dios, vino al mundo «para dar testimonio de la verdad» (Jn 18, 37). Él es el Cordero de Dios, «que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 29).
Estas afirmaciones del evangelio de San Juan nos sirven de guía para continuar la reflexión sobre la verdad liberadora, que fue objeto del mensaje que envié el año pasado al Cardenal Penitenciario mayor, al concluirse el curso sobre el fuero interno. Ahora bien, la verdad liberadora, bajo diversos aspectos y en virtud de la gracia, es premisa y fruto del sacramento de la Reconciliación.
En efecto, sólo puede liberarse del mal quien tiene conciencia de él en cuanto mal. Lamentablemente, sobre algunos temas fundamentales del orden moral las actuales condiciones socio-culturales no favorecen una clara toma de conciencia, puesto que han sido abatidos límites y defensas que en un tiempo no muy lejano eran comunes. En consecuencia, muchos padecen una pérdida del sentido personal del pecado. Se ha llegado a teorizar la irrelevancia moral e incluso el valor positivo de comportamientos que objetivamente ofenden el orden esencial de las cosas establecido por Dios.
3. Esta tendencia se abre camino en todo el amplio campo del obrar libre del hombre. No es posible hacer aquí un análisis profundo de este fenómeno y de sus causas. Pero quiero aprovechar esta ocasión para recordar que el Consejo Pontificio para la Familia ha publicado hace pocos días un «Vademécum para los confesores», especialmente con vistas a la fructuosa recepción del sacramento de la Penitencia. Este documento quiere contribuir a aclarar «algunos temas de moral relativos a la vida conyugal».
Con el lenguaje propio de un texto práctico, recoge la doctrina inmutable de la Iglesia sobre el orden moral objetivo, tal como ha sido enseñada constantemente en los documentos anteriores acerca de esta materia. Por la finalidad pastoral que lo distingue, el «Vademécum» subraya la actitud de comprensión caritativa que hay que tener con quienes yerran porque les falta o tienen una insuficiente percepción de la norma moral o, si son conscientes de ella, caen por fragilidad humana y, no obstante, quieren levantarse movidos por la misericordia del Señor.
El texto merece ser acogido con confianza y disponibilidad interior. Ayuda a los confesores en su ardua misión de iluminar, corregir, si es necesario, y animar a los fieles casados o que se preparan para el matrimonio. De este modo, en el sacramento de la Penitencia se realiza una tarea que, lejos de reducirse a la reprobación de los comportamientos opuestos a la voluntad del Señor, Autor de la vida, se abre a un magisterio positivo y a un ministerio de promoción del amor auténtico, del que brota la vida.
4. La situación de desorientación moral, que afecta a buena parte de la sociedad, influye también en muchos creyentes, pero el poder salvífico del Hijo de Dios hecho hombre sale al encuentro de todos, a través del ministerio de la Iglesia. Por tanto, la dificultad de la situación no debe desanimar, sino más bien estimular todas las iniciativas de nuestra caridad pastoral.
En verdad el ministerio de la confesión no debe concebirse como un momento separado del conjunto de la vida cristiana, sino como un momento privilegiado en el que confluyen la catequesis, la oración de la Iglesia, el sentido de la penitencia y la aceptación confiada del Magisterio y de la potestad de las Llaves.
Por consiguiente, la formación de la conciencia de los fieles, para que se presenten con la plenitud de las disposiciones debidas para recibir el perdón de Dios mediante la absolución del sacerdote, no puede agotarse en las advertencias, en las explicaciones y en los avisos que el sacerdote suele y debe dar al penitente en el acto de la confesión. Más allá de este momento estrictamente sacramental, es necesario un seguimiento continuo que se realiza a través de las formas básicas e insustituibles de la actividad pastoral y de la pedagogía cristiana: el catecismo, adecuado a las diversas edades y a los diversos niveles culturales, la predicación, los encuentros de oración, las clases de cultura religiosa en las asociaciones católicas y en las escuelas y la presencia incisiva en los medios de comunicación social.
5. A través de esta continua formación religiosa y moral, será más fácil para los fieles captar las motivaciones profundas del magisterio moral, dándose cuenta de que cuando la Iglesia, en su enseñanza, defiende la vida condenando el homicidio, el suicidio, la eutanasia y el aborto; cuando tutela la santidad de la relación conyugal y de la procreación remitiéndolas al designio de Dios sobre el matrimonio, no impone una ley suya, sino que reafirma y esclarece la ley divina, tanto la natural como la revelada. Precisamente de aquí deriva su firmeza al denunciar las desviaciones del orden moral.
Para que acojan este criterio objetivo, hay que educar a los fieles en la aceptación del Magisterio de la Iglesia, incluso cuando no se expresa en sus formas solemnes: a este propósito, conviene recordar lo que el Concilio Vaticano I declaró y el Vaticano II reafirmó, es decir, que también el Magisterio ordinario y universal de la Iglesia, cuando propone una doctrina como divinamente revelada, es regla de fe divina y católica (cfr. Denzinger-Schönmetzer, n. 3011; Lumen gentium, 25).
A la luz de estos criterios, es evidente que los derechos de la conciencia no se pueden contraponer al vigor objetivo de la ley, interpretada por la Iglesia; en efecto aunque es verdad que el acto realizado con conciencia invenciblemente errónea no es culpable, es verdad también que sigue siendo objetivamente un desorden. Por tanto, cada uno tiene el deber de formar rectamente su propia conciencia.
6. Nuestra tarea pastoral exige el anuncio de la verdad sin componendas y sin rebajas. Sin embargo, San Pablo nos advierte que debemos vivir «según la verdad en la caridad» (Ef 4, 15). Dios es caridad infinita y no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (cfr. Ez 18, 23). Nosotros los sacerdotes, sus ministros, debemos oponer el anuncio consolador y, a la vez, exigente del perdón a la fuerza devastadora del pecado. Por esto Jesús murió y resucitó. Meditando durante este año consagrado a Cristo redentor, en las insondables riquezas de la Redención, obtendremos el don de experimentar vivamente, ante todo nosotros mismos, la misericordia divina que salva y así, a ejemplo de Cristo, podremos ser cada vez más maestros que iluminan y padres que acogen en nombre de Dios y por su autoridad. En efecto, estamos llamados a decir con San Pablo: «Somos embajadores de Cristo (...). En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!» (2 Cor 5, 20).
Como prenda de copiosas gracias para el fructuoso ejercicio de este ministerio de reconciliación, os imparto una especial bendición apostólica a vosotros, sacerdotes y candidatos al sacerdocio aquí presentes, que representáis ante mi corazón de Pastor universal a los sacerdotes y a los candidatos al sacerdocio de todo el mundo.
Romana, n. 24, enero-junio 1997, p. 25-28.