PONTIFICIO CONSEJO PARA LA FAMILIA Vademecum para los confesores, sobre algunos temas de moral conyugal
Presentación
Cristo continúa, por medio de su Iglesia, la misión que Él ha recibido del Padre. Él envía a los doce a anunciar el Reino y a llamar a la penitencia y a la conversión, a la metanoia (cfr. Mc 6, 12). Jesús resucitado les transmite su mismo poder de reconciliación: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonareis los pecados, les serán perdonados» (Jn 20, 22-23). Por medio de la efusión del Espíritu por Él realizada, la Iglesia prosigue la predicación del Evangelio, invitando a la conversión y administrando el sacramento de la remisión de los pecados, mediante el cual el pecador arrepentido obtiene la reconciliación con Dios y con la Iglesia y ve abrirse frente a sí mismo la vía de la salvación.
El presente Vademecum tiene su origen en la particular sensibilidad pastoral del Santo Padre, el cual ha confiado al Pontificio Consejo para la Familia la tarea de preparar este subsidio para ayuda de los Confesores. Con la experiencia madurada ya sea como sacerdote que como Obispo, él ha podido constatar la importancia de orientaciones seguras y claras a las cuales los ministros del sacramento de la reconciliación puedan hacer referencia en el diálogo con las almas. La abundante doctrina del Magisterio de la Iglesia sobre los temas del matrimonio y de la familia, en modo especial a partir del Concilio Vaticano II, ha hecho oportuna una buena síntesis referida a algunos temas de moral relativos a la vida conyugal.
Si bien, a nivel doctrinal, la Iglesia cuenta con una firme conciencia de las exigencias que atañen al sacramento de la Penitencia, no se puede negar que se haya ido creando un cierto vacío en el traducir estas enseñanzas a la praxis pastoral. El dato doctrinal es, entonces, el fundamento que sostiene este Vademecum, y no es tarea nuestra repetirlo, aunque se acuda a él en diversas ocasiones. Conocemos bien toda la riqueza que han ofrecido a la comunidad cristiana la encíclica Humanæ vitæ, iluminada luego por la encíclica Veritatis splendor, y las Exhortaciones apostólicas Familiaris consortio y Reconciliatio et pænitentia. Sabemos también cómo el Catecismo de la Iglesia Católica haya provisto un eficaz y sintético resumen de la doctrina sobre estos argumentos.
«Suscitar en el corazón del hombre la conversión y la penitencia y ofrecerle el don de la reconciliación es la misión connatural de la Iglesia (...), una misión que no se agota en algunas afirmaciones teóricas y en la propuesta de un ideal ético no acompañada por energías operativas, sino que tiende a expresarse en precisas funciones ministeriales en orden a una práctica concreta de la penitencia y de la reconciliación» (Exhort. apost. Reconciliatio et pænitentia, n. 23).
Nos complace poner en las manos de los sacerdotes este documento, que ha sido preparado por venerado encargo del Santo Padre y con la competente colaboración de profesores de teología y de algunos pastores.
Agradecemos a todos aquellos que han brindado su contribución, mediante la cual han hecho posible la realización del documento. Nuestra gratitud adquiere dimensiones muy especiales en relación a la Congregación para la Doctrina de la Fe y a la Penitenciaría Apostólica.
Introducción
1. Finalidad del documento
La familia, que el Concilio Ecuménico Vaticano II ha definido como el santuario doméstico de la Iglesia, y como «célula primera y vital de la sociedad»[1], constituye un objeto privilegiado de la atención pastoral de la Iglesia. «En un momento histórico en que la familia es objeto de muchas fuerzas que tratan de destruirla o deformarla, la Iglesia, consciente de que el bien de la sociedad y de sí misma está profundamente vinculado al bien de la familia, siente de manera más viva y acuciante su misión de proclamar a todos el designio de Dios sobre el matrimonio y la familia»[2].
En estos últimos años, la Iglesia, a través de la palabra del Santo Padre y mediante una vasta movilización espiritual de pastores y laicos, ha multiplicado sus esfuerzos para ayudar a todo el pueblo creyente a considerar con gratitud y plenitud de fe los dones que Dios dispensa al hombre y a la mujer unidos en el sacramento del matrimonio, para que ellos puedan llevar a término un auténtico camino de santidad y ofrecer un verdadero testimonio evangélico en las situaciones concretas en las cuales viven.
En el camino hacia la santidad conyugal y familiar los sacramentos de la Eucaristía y de la Penitencia cumplen un papel fundamental. El primero fortifica la unión con Cristo, fuente de gracia y de vida, y el segundo reconstruye, en caso que haya sido destruida, o hace crecer y perfecciona la comunión conyugal y familiar[3], amenazada y desgarrada por el pecado.
Para ayudar a los cónyuges a conocer el camino de su santidad y a cumplir su misión, es fundamental la formación de sus conciencias y el cumplimiento de la voluntad de Dios en el ámbito específico de la vida matrimonial, o sea en su vida de comunión conyugal y de servicio a la vida. La luz del Evangelio y la gracia del sacramento representan el binomio indispensable para la elevación y la plenitud del amor conyugal que tiene su fuente en Dios Creador. En efecto, «el Señor se ha dignado sanar, perfeccionar y elevar este amor con un don especial de la gracia y de la caridad»[4].
En orden a la acogida de estas exigencias del amor auténtico y del plan de Dios en la vida cotidiana de los cónyuges, el momento en el cual ellos solicitan y reciben el sacramento de la Reconciliación representa un acontecimiento salvífico de máxima importancia, una ocasión de luminosa profundización de fe y una ayuda precisa para realizar el plan de Dios en la propia vida.
«Es el sacramento de la Penitencia o Reconciliación el que allana el camino a cada uno, incluso cuando se siente bajo el peso de grandes culpas. En este sacramento cada hombre puede experimentar de manera singular la misericordia, es decir, el amor que es más fuerte que el pecado»[5].
Puesto que la administración del sacramento de la Reconciliación está confiada al ministerio de los sacerdotes, el presente documento se dirige específicamente a los confesores y tiene como finalidad ofrecer algunas disposiciones prácticas para la confesión y absolución de los fieles en materia de castidad conyugal. Más concretamente, con este vademecum para el uso de los confesores se quiere ofrecer un punto de referencia a los penitentes casados para que puedan obtener un mayor provecho de la práctica del sacramento de la Reconciliación y vivir su vocación a la paternidad o maternidad responsable en armonía con la ley divina, enseñada por la Iglesia con autoridad. Servirá también para ayudar a quienes se preparan al matrimonio.
El problema de la procreación responsable representa un punto particularmente delicado en la enseñanza de la moral católica en ámbito conyugal, pero aún más en el ámbito de la administración del sacramento de la Reconciliación, en el cual la doctrina es confrontada con las situaciones concretas y con el camino espiritual de cada fiel. Resulta, en efecto, necesario recordar los puntos claves que permitan afrontar de modo pastoralmente adecuado las nuevas modalidades de la anticoncepción y el agravarse del fenómeno[6]. Con el presente documento no se pretende repetir toda la enseñanza de la encíclica Humanæ vitæ, de la Exhortación apostólica Familiaris consortio o de otras intervenciones del Magisterio ordinario del Sumo Pontífice, sino solamente ofrecer algunas sugerencias y orientaciones para el bien espiritual de los fieles que se acercan al sacramento de la Reconciliación y para superar eventuales divergencias e incertidumbres en la praxis de los confesores.
2. La castidad conyugal en la doctrina de la Iglesia
La tradición cristiana siempre ha defendido, contra numerosas herejías surgidas ya al inicio de la Iglesia, la bondad de la unión conyugal y de la familia. Querido por Dios en la misma creación, devuelto por Cristo a su primitivo origen y elevado a la dignidad de sacramento, el matrimonio es una comunión íntima de amor y de vida entre los esposos, intrínsecamente ordenada al bien de los hijos que Dios quiera confiarles. El vínculo natural tanto para el bien de los cónyuges y de los hijos como para el bien de la misma sociedad no depende del arbitrio humano[7].
La virtud de la castidad conyugal «entraña la integridad de la persona y la integralidad del don»[8] y en ella la sexualidad «se hace personal y verdaderamente humana cuando está integrada en la relación de persona a persona, en el don mutuo total y temporalmente ilimitado del hombre y de la mujer»[9]. Esta virtud, en cuanto se refiere a las relaciones íntimas de los esposos, requiere que se mantenga «íntegro el sentido de la donación mutua y de la procreación humana en el contexto del amor verdadero»[10]. Por eso, entre los principios morales fundamentales de la vida conyugal, es necesario recordar «la inseparable conexión que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreador».[11]
En este siglo los Sumos Pontífices han emanado diversos documentos recordando las principales verdades morales sobre la castidad conyugal. Entre estos merecen una mención especial la encíclica Casti connubii (1930) de Pío XI[12], numerosos discursos de Pío XII[13], la encíclica Humanæ vitæ (1968) de Pablo VI[14], la Exhortación apostólica Familiaris consortio[15] (1981), la Carta a las familias Gratissimam sane[16] (1994) y la Litt. encíclica Evangelium vitæ (1995) de Juan Pablo II. Junto a estos se deben tener presente la Constitución pastoral Gaudium et spes[17] (1965) y el Catecismo de la Iglesia Católica (1992)[18].
Además son importantes, en conformidad con estas enseñanzas, algunos documentos de Conferencias Episcopales, así como de pastores y teólogos que han desarrollado y profundizado la materia. Es oportuno recordar también el ejemplo ofrecido por numerosos cónyuges, cuyo empeño por vivir cristianamente el amor humano constituye una contribución eficacísima para la nueva evangelización de las familias.
3. Los bienes del matrimonio y la entrega de sí mismo
Mediante el sacramento del Matrimonio, los esposos reciben de Cristo Redentor el don de la gracia que confirma y eleva su comunión de amor fiel y fecundo. La santidad a la que son llamados es sobre todo gracia donada.
Las personas llamadas a vivir en el matrimonio, realizan su vocación al amor[19] en la plena donación de sí mismos, que expresa adecuadamente el lenguaje del cuerpo[20]. De la donación recíproca de los esposos procede, como fruto propio, el don de la vida a los hijos, que son signo y coronación del amor matrimonial[21].
La anticoncepción, oponiéndose directamente a la transmisión de la vida, traiciona y falsifica el amor oblativo propio de la unión matrimonial: «altera el valor de donación total»[22] y contradice el plan de amor de Dios participado a los esposos.
Vademecum para el uso de los confesores
El presente vademecum está compuesto por un conjunto de enunciados, que los confesores habrán de tener presente en la administración del sacramento de la Reconciliación, a fin de poder ayudar mejor a los cónyuges a vivir cristianamente la propia vocación a la paternidad o maternidad, en sus circunstancias personales y sociales.
1. La santidad matrimonial
1. Todos los cristianos deben ser oportunamente instruidos de su vocación a la santidad. En efecto, la invitación al seguimiento de Cristo está dirigida a todos, y cada fiel debe tender a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad en su propio estado[23].
2. La caridad es el alma de la santidad. Por su íntima naturaleza la caridad — don que el Espíritu infunde en el corazón — asume y eleva el amor humano y lo hace capaz de la perfecta donación de sí mismo. La caridad hace más aceptable la renuncia, más liviano el combate espiritual, más generosa la entrega personal[24].
3. No es posible para el hombre con sus propias fuerzas realizar la perfecta entrega de sí mismo. Pero se vuelve capaz de ello en virtud de la gracia del Espíritu Santo. En efecto, es Cristo quien revela la verdad originaria del matrimonio y, liberando al hombre de la dureza del corazón, lo habilita para realizarla íntegramente[25].
4. En el camino hacia la santidad, el cristiano experimenta tanto la debilidad humana como la benevolencia y la misericordia del Señor. Por eso el punto de apoyo en el ejercicio de las virtudes cristianas — también de la castidad conyugal — se encuentra en la fe que nos hace conscientes de la misericordia de Dios y en el arrepentimiento que acoge humildemente el perdón divino[26].
5. Los esposos actúan la plena donación de sí mismos en la vida matrimonial y en la unión conyugal, que, para los cristianos, es vivificada por la gracia del sacramento. La específica unión de los esposos y la transmisión de la vida son obligaciones propias de su santidad matrimonial[27].
2. La enseñanza de la Iglesia sobre la procreación responsable
1. Los esposos han de ser confirmados en el inestimable valor y excelencia de la vida humana, y deben ser ayudados para que se comprometan a hacer de la propia familia un santuario de la vida[28]: «en la paternidad y maternidad humanas Dios mismo está presente de un modo diverso a como lo está en cualquier otra generación "sobre la tierra"»[29].
2. Consideren los padres y madres de familia su misión como un honor y una responsabilidad, en cuanto son cooperadores del Señor en la llamada a la existencia de una nueva persona humana, hecha a imagen y semejanza de Dios, redimida y destinada, en Cristo, a una Vida de eterna felicidad[30]. «Precisamente en esta función suya como colaboradores de Dios que transmiten su imagen a la nueva criatura, está la grandeza de los esposos dispuestos "a cooperar con el amor del Creador y Salvador, que por medio de ellos aumenta y enriquece su propia familia cada día más"»[31].
3. De aquí deriva, para los cristianos, la alegría y la estima de la paternidad y de la maternidad. Esta paternidad o maternidad, es llamada "responsable" en los recientes documentos de la Iglesia, para subrayar la actitud consciente y generosa de los esposos en su misión de transmitir la vida, que tiene en sí un valor de eternidad, y para evocar una vez más su papel de educadores. Compete ciertamente a los esposos — que por otra parte no dejarán de solicitar los consejos oportunos — deliberar, en modo ponderado y con espíritu de fe, acerca de la dimensión de su familia y decidir el modo concreto de realizarla, respetando los criterios morales de la vida conyugal[32].
4. La Iglesia siempre ha enseñado la intrínseca malicia de la anticoncepción, es decir, de todo acto conyugal hecho intencionalmente infecundo. Esta enseñanza debe ser considerada como doctrina definitiva e irreformable. La anticoncepción se opone gravemente a la castidad matrimonial, es contraria al bien de la transmisión de la vida (aspecto procreativo del matrimonio), y a la donación recíproca de los cónyuges (aspecto unitivo del matrimonio), lesiona el verdadero amor y niega el papel soberano de Dios en la transmisión de la vida humana[33].
5. Una malicia moral específica y aún más grave se encuentra en el uso de medios que tienen un efecto abortivo, impidiendo la anidación del embrión apenas fecundado o también causando su expulsión en una fase precoz del embarazo[34].
6. En cambio, es profundamente diferente de toda práctica anticonceptiva, tanto desde el punto de vista antropológico como moral, porque ahonda sus raíces en una concepción distinta de la persona y de la sexualidad, el comportamiento de los cónyuges que, siempre fundamentalmente abiertos al don de la vida, viven su intimidad sólo en los períodos infecundos, debido a serios motivos de paternidad y maternidad responsable[35].
El testimonio de los matrimonios que desde hace tiempo viven en armonía con el designio del Creador y lícitamente utilizan, cuando hay razón proporcionalmente seria, los métodos justamente llamados "naturales", confirma que los esposos pueden vivir íntegramente, de común acuerdo y con plena entrega las exigencias de la castidad y de la vida conyugal.
3. Orientaciones pastorales de los confesores
1. Por lo que atañe a la actitud que debe adoptar con los penitentes en materia de procreación responsable, el confesor deberá tener en cuenta cuatro aspectos:
a) el ejemplo del Señor, que «es capaz de inclinarse hacia todo hijo pródigo, toda miseria humana y singularmente hacia toda miseria moral o pecado»[36];
b) la prudente cautela en las preguntas relativas a estos pecados;
c) la ayuda y el estímulo que debe ofrecer al penitente para que se arrepienta y se acuse íntegramente de los pecados graves;
d) los consejos que, de modo gradual, animen a todos a recorrer el camino de la santidad.
2. El ministro de la Reconciliación tenga siempre presente que el sacramento ha sido instituido para hombres y mujeres que son pecadores. Acoja, por tanto, a los penitentes que se acercan al confesionario presuponiendo, salvo que exista prueba en contrario, la buena voluntad — que nace de un corazón arrepentido y humillado (Sal 50, 19), aunque en grados distintos — de reconciliarse con el Dios misericordioso[37].
3. Cuando se acerque al sacramento un penitente ocasional, que se confiesa después de un largo tiempo y muestra una situación general grave, es necesario, antes de hacer preguntas directas y concretas sobre el tema de la procreación responsable y en general sobre la castidad, orientarlo para que comprenda estas obligaciones en una visión de fe. Por esto mismo, si la acusación de los pecados ha sido demasiado sucinta o mecánica, se le deberá ayudar a replantear su vida frente a Dios y, con preguntas generales sobre las diversas virtudes y obligaciones, de acuerdo con las condiciones personales del interesado[38], recordarle positivamente la invitación a la santidad del amor y la importancia de sus deberes en el ámbito de la procreación y educación de los hijos.
4. Cuando es el penitente quien formula preguntas o solicita —aunque sólo sea de modo implícito— aclaraciones sobre puntos concretos, el confesor deberá responder adecuadamente, pero siempre con prudencia y discreción[39], sin aprobar opiniones erróneas.
5. El confesor tiene la obligación de advertir a los penitentes sobre las transgresiones de la ley de Dios graves en sí mismas, y procurar que deseen la absolución y el perdón del Señor con el propósito de replantear y corregir su conducta. De todos modos la reincidencia en los pecados de anticoncepción no es en sí misma motivo para negar la absolución; en cambio, ésta no se puede impartir si faltan el suficiente arrepentimiento o el propósito de evitar el pecado[40].
6. El penitente que habitualmente se confiesa con el mismo sacerdote busca a menudo algo más que la sola absolución. Es necesario que el confesor sepa realizar una tarea de orientación, que ciertamente será más fácil donde exista una relación de verdadera y propia dirección espiritual — aunque no se utilice tal expresión — para ayudarle a mejorar en todas las virtudes cristianas y, consecuentemente, en la santificación de la vida matrimonial[41].
7. El sacramento de la Reconciliación requiere, por parte del penitente, el dolor sincero, la acusación formalmente íntegra de los pecados mortales y el propósito, con la ayuda de Dios, de no pecar en adelante. Normalmente no es necesario que el confesor indague sobre los pecados cometidos a causa de una ignorancia invencible de su malicia, o de un error de juicio no culpable. Aunque esos pecados no sean imputables, sin embargo no dejan de ser un mal y un desorden. Esto vale también para la malicia objetiva de la anticoncepción, que introduce en la vida conyugal de los esposos un hábito desordenado. Por consiguiente es necesario esforzarse, del modo más oportuno, por liberar la conciencia moral de aquellos errores[42] que están en contradicción con la naturaleza de la donación total de la vida conyugal.
Aun teniendo presente que la formación de las conciencias se realiza sobre todo en la catequesis general y específica de los esposos, siempre es necesario ayudar a los cónyuges, incluso en el momento del sacramento de la Reconciliación, a examinarse sobre sus obligaciones específicas de vida conyugal. Si el confesor considerase necesario interrogar al penitente, debe hacerlo con discreción y respeto.
8. Ciertamente, continúa siendo válido el principio, también referido a la castidad conyugal, según el cual es preferible dejar a los penitentes en buena fe si se encuentran en el error debido a una ignorancia subjetivamente invencible, cuando se prevea que el penitente, aun después de haberlo orientado a vivir en el ámbito de la vida de fe, no modificaría la propia conducta, y con ello pasaría a pecar formalmente; sin embargo, aun en esos casos, el confesor debe animar estos penitentes a acoger en la propia vida el plan de Dios, también en las exigencias conyugales, por medio de la oración, la llamada y la exhortación a la formación de la conciencia y la enseñanza de la Iglesia.
9. La «ley de la gradualidad» pastoral, que no se puede confundir con «la gradualidad de la ley», que pretende disminuir sus exigencias, implica una decisiva ruptura con el pecado y un camino progresivo hacia la total unión con la voluntad de Dios y con sus amables exigencias[43].
10. Resulta, por tanto, inaceptable el intento —que en realidad es un pretexto— de hacer de la propia debilidad el criterio de la verdad moral. Ya desde el primer anuncio que recibe de la palabra de Jesús, el cristiano se da cuenta que hay una «desproporción» entre la ley moral, natural y evangélica, y la capacidad del hombre. Pero también comprende que reconocer la propia debilidad es el camino necesario y seguro para abrir las puertas de la misericordia de Dios[44].
11. A quien, después de haber pecado gravemente contra la castidad conyugal, se arrepiente y, no obstante las recaídas, manifiesta su voluntad de luchar para abstenerse de nuevos pecados, no se le ha de negar la absolución sacramental. El confesor deberá evitar toda manifestación de desconfianza en la gracia de Dios, o en las disposiciones del penitente, exigiendo garantías absolutas, que humanamente son imposibles, de una futura conducta irreprensible[45], y esto según la doctrina aprobada y la praxis seguida por los santos doctores y confesores acerca de los penitentes habituales.
12. Cuando en el penitente existe la disponibilidad de acoger la enseñanza moral, especialmente en el caso de quien habitualmente frecuenta el sacramento y demuestra interés en la ayuda espiritual, es conveniente infundirle confianza en la Providencia y apoyarlo para que se examine honestamente en la presencia de Dios. A tal fin convendrá verificar la solidez de los motivos que se tienen para limitar la paternidad o maternidad, y la licitud de los métodos escogidos para distanciar o evitar una nueva concepción.
13. Presentan una dificultad especial los casos de cooperación al pecado del cónyuge que voluntariamente hace infecundo el acto unitivo. En primer lugar, es necesario distinguir la cooperación propiamente dicha de la violencia o de la injusta imposición por parte de uno de los cónyuges, a la cual el otro no se puede oponer[46]. Tal cooperación puede ser lícita cuando se dan conjuntamente estas tres condiciones:
1) la acción del cónyuge cooperante no debe ser en sí misma ilícita;[47]
2) deben existir motivos proporcionalmente graves para cooperar al pecado del cónyuge;
3) se debe procurar ayudar al cónyuge (pacientemente, con la oración, con la caridad, con el diálogo: no necesariamente en aquel momento, ni en cada ocasión) a desistir de tal conducta.
14. Además, se deberá evaluar cuidadosamente la cooperación al mal cuando se recurre al uso de medios que pueden tener efectos abortivos[48].
15. Los esposos cristianos son testigos del amor de Dios en el mundo. Deben, por tanto, estar convencidos, con la ayuda de la fe e incluso contra la ya experimentada debilidad humana, de que es posible con la gracia divina seguir la voluntad del Señor en la vida conyugal. Resulta indispensable el frecuente y perseverante recurso a la oración, a la Eucaristía y a la Reconciliación, para lograr el dominio de sí mismo[49].
16. A los sacerdotes se les pide que, en la catequesis y en la orientación de los esposos al matrimonio, tengan uniformidad de criterios tanto en lo que se enseña como en el ámbito del sacramento de la Reconciliación, en completa fidelidad al magisterio de la Iglesia sobre la malicia del acto anticonceptivo. Los Obispos vigilen con particular cuidado cuanto se refiere al tema: no raramente los fieles se escandalizan por esta falta de unidad tanto en la catequesis como en el sacramento de la Reconciliación.[50]
17. Esta pastoral de la confesión será más eficaz si va unida a una incesante y capilar catequesis sobre la vocación cristiana al amor conyugal y sobre sus dimensiones de alegría y de exigencia, de gracia y de responsabilidad personal[51], y si se instituyen consultorios y centros a los cuales el confesor pueda enviar fácilmente al penitente para que conozca adecuadamente los métodos naturales.
18. Para que sean aplicables en concreto las directivas morales relativas a la procreación responsable es necesario que la valiosa obra de los confesores sea completada por la catequesis[52]. En este esfuerzo está comprendida a pleno título una esmerada iluminación sobre la gravedad del pecado referido al aborto.
19. En lo que atañe a la absolución del pecado de aborto subsiste siempre la obligación de tener en cuenta las normas canónicas. Si el arrepentimiento es sincero y resulta difícil remitir el caso a la autoridad competente, a quien le está reservada levantar la censura, todo confesor puede hacerlo a tenor del can. 1357, sugiriendo la adecuada penitencia e indicando la necesidad de recurrir ante quien goza de tal facultad, ofreciéndose eventualmente para tramitarla[53].
Conclusión
La Iglesia considera como uno de sus principales deberes, especialmente en el momento actual, proclamar e introducir en la vida el misterio de la misericordia, revelado de modo excelso en la persona de Jesucristo[54].
El lugar por excelencia de tal proclamación y realización de la misericordia, es la celebración del sacramento de la Reconciliación.
Precisamente, este primer año del trienio de preparación al tercer milenio, dedicado a Jesucristo, único Salvador del mundo, ayer, hoy y siempre (cfr. Hebr 13, 8), puede ofrecer una gran oportunidad para la tarea de actualización pastoral y de profundización catequística en las diócesis y concretamente en los santuarios, donde acuden muchos peregrinos y se administra el sacramento del perdón con la presencia abundante de confesores.
Los sacerdotes estén completamente disponibles a este ministerio del cual depende la felicidad eterna de los esposos, y también, en buena parte, la serenidad y el gozo de la vida presente: ¡sean para ellos auténticos testigos vivientes de la misericordia del Padre!
Ciudad del Vaticano, 12 de febrero de 1997.
Alfonso Card. López Trujillo
Presidente del Pontificio Consejo para la Familia
+ Francisco Gil Hellín
Secretario
[1] Concilio Vaticano II, decr. Apostolicam actuositatem, n. 11.
[2] Juan Pablo II, Exhort. apost. Familiaris consortio, 22-XI-1981, n. 3.
[3] Cfr. ibid., n. 58.
[4] Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 49.
[5] Juan Pablo II, Litt. enc. Dives in misericordia, 30-XI-1980, n. 31.
[6] Ha de tenerse en cuenta el efecto abortivo de los nuevos fármacos. Cfr. Juan Pablo II, Litt. enc. Evangelium vitæ, 25-III-1995, n. 13.
[7] Cfr. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 48.
[8] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2337.
[9] Ibid.
[10] Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 51.
[11] Pablo VI, Litt. enc. Humanæ vitæ, 25-VII-1968, n. 12.
[12] Pío XI, Litt. enc. Casti connubii, 31-XII-1930.
[13] Pío XII, Discurso al Congreso de la Unión católica italiana de obstetras, 2-X-1951; Discurso al Frente de la familia y a las Asociaciones de familias numerosas, 27-XI-1951.
[14] Pablo VI, Litt. enc. Humanæ vitæ, 25-VII-1968.
[15] Juan Pablo II, Exhort. apost. Familiaris consortio, 22-XI-1981.
[16] Juan Pablo II, Cartas a las familias Gratissimam sane, 2-II-1994.
[17] Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes,
[18] Catecismo de la Iglesia Católica.
[19] Cfr. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 24.
[20] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. apost. Familiaris consortio, 22-XI-1981, n. 32.
[21] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2378; cfr. Juan Pablo II, Cartas a las familias Gratissimam sane, 2-II-1994, n. 11.
[22] Juan Pablo II, Exhort. apost. Familiaris consortio, 22-XI-1981, n. 32.
[23] «Una misma es la santidad que cultivan en cualquier clase de vida y de profesión los que son guiados por el espíritu de Dios y, obedeciendo a la voz del Padre, adorando a Dios y al Padre en espíritu y verdad, siguen a Cristo pobre, humilde y cargado con la cruz, para merecer la participación de su gloria. Según esto, cada uno según los propios dones y las gracias recibidas, debe caminar sin vacilación por el camino de la fe viva, que excita la esperanza y obra por la caridad» (Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 41).
[24] «La caridad es el alma de la santidad a la que todos están llamados» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 826). «El amor hace que el hombre se realice mediante la entrega sincera de sí mismo. Amar significa dar y recibir lo que no se puede comprar ni vender, sino sólo regalar libre y recíprocamente» (Juan Pablo II, Carta a las familias Gratissimam sane, 2-II-1994, n. 11).
[25] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. apost. Familiaris consortio, 22-XI-1981, n. 13. «La observancia de la ley de Dios, en determinadas situaciones, puede ser difícil, muy difícil: sin embargo jamás es imposible. Ésta es una enseñanza constante de la tradición de la Iglesia» (Juan Pablo II, Litt. enc. Veritatis splendor, 6-VIII-1993, n. 102) «Sería un gravísimo error concluir (...) que la norma enseñada por la Iglesia sea de suyo solamente un "ideal", que deba adaptarse, proporcionarse, graduarse — como dicen — a las posibilidades del hombre "contrapesando los distintos bienes en cuestión". Pero ¿cuáles son las "posibilidades concretas del hombre"? ¿Y de qué hombre se está hablando? ¿Del hombre dominado por la concupiscencia o del hombre redimido por Cristo? Porque se trata de esto: de la realidad de la Redención de Cristo. ¡Cristo nos ha redimido! Esto significa que nos ha dado la posibilidad de realizar la verdad entera de nuestro ser. Ha liberado nuestra libertad del dominio de la concupiscencia. Si el hombre redimido sigue pecando, no se debe a la imperfección del acto redentor de Cristo, sino a la voluntad del hombre de sustraerse de la gracia que deriva de aquel acto. El mandamiento de Dios es, ciertamente, proporcionado a las capacidades del hombre: pero a las capacidades del hombre a quien se ha dado el Espíritu Santo; del hombre que, si ha caído en el pecado, siempre puede obtener el perdón y gozar de la presencia del Espíritu» (Juan Pablo II, Discurso a los participantes a un curso sobre la procreación responsable, 1-III-1984).
[26] «Reconocer el propio pecado, es más — yendo aún más a fondo en la consideración de la propia personalidad — reconocerse pecador, capaz de pecado e inclinado al pecado, es el principio indispensable para volver a Dios (...). Reconciliarse con Dios presupone e incluye desasirse con lucidez y determinación del pecado en el que se ha caído. Presupone e incluye, por consiguiente, hacer penitencia en el sentido más completo del término: arrepentirse, mostrar arrepentimiento, hacer propia la actitud concreta de arrepentido, que es la de quien se pone en el camino del retorno al Padre (...). En la condición concreta del hombre pecador, donde no puede existir conversión sin el reconocimiento del propio pecado, el ministerio de reconciliación de la Iglesia interviene en cada caso con una finalidad claramente penitencial, esto es la de conducir al hombre al "conocimiento de sí mismo"» (Juan Pablo II, Exhort. apost. post-sinodal Reconciliatio et pænitentia, 2-XII-1984, n. 13). «Cuando nos damos cuenta de que el amor que Dios tiene por nosotros no se detiene ante nuestro pecado, no se echa atrás ante nuestras ofensas, sino que se hace más solícito y generoso; cuando somos conscientes de que este amor ha llegado incluso a causar la pasión y la muerte del Verbo hecho carne, que ha aceptado redimirnos pagando con su Sangre, entonces prorrumpimos en un acto de reconocimiento: "Sí, el Señor es rico en misericordia", y decimos asimismo: "Él es misericordia"» (ibid., n. 22).
[27] «La vocación universal a la santidad está dirigida también a los cónyuges y padres cristianos. Para ellos está especificada por el sacramento celebrado y traducida concretamente en las realidades propias de la existencia conyugal y familiar. De ahí nacen la gracia y la exigencia de una auténtica y profunda espiritualidad conyugal y familiar, que ha de inspirarse en los motivos de la creación, de la alianza, de la cruz, de la resurrección y del signo sacramental» (Juan Pablo II, Exhort. apost. Familiaris consortio, 22-XI-1981, n. 56). «El auténtico amor conyugal es asumido en el amor divino y se rige y se enriquece por la fuerza redentora de Cristo y la acción salvífica de la Iglesia, para conducir eficazmente a los esposos a Dios y ayudarlos y fortalecerlos en la sublime tarea de padre y madre. Por ello, los cónyuges cristianos son fortalecidos y como consagrados para los deberes y dignidad de su estado para este sacramento especial, en virtud del cual, cumpliendo su deber conyugal y familiar, imbuidos del espíritu de Cristo, con el que toda su vida está impregnada por la fe, la esperanza y la caridad, se acercan cada vez más a su propia perfección y a su santificación mutua y, por tanto, a la glorificación de Dios en común» (Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 48).
[28] «La Iglesia cree firmemente que la vida humana, aunque débil y enferma, es siempre un don espléndido del Dios de la bondad. Contra el pesimismo y el egoísmo que ofuscan al mundo, la Iglesia está en favor de la vida, y en cada vida humana sabe descubrir el esplendor de aquel "Sí", de aquel "Amén" que es Cristo mismo. Al "no" que invade y aflige al mundo, contrapone este "Sí" viviente, defendiendo de este modo al hombre y al mundo de cuantos acechan y desprecian la vida» (Juan Pablo II, Exhort. apost. Familiaris consortio, 22-XI-1981, n. 30). «Hay que volver a considerar la familia como el santuario de la vida. En efecto, es sagrada: es el ámbito donde la vida, don de Dios, puede ser acogida y protegida de manera adecuada contra los múltiples ataques a que está expuesta, y puede desarrollarse según las exigencias de un auténtico crecimiento humano. Contra la llamada cultura de la muerte, la familia constituye la sede de la cultura de la vida» (Juan Pablo II, Litt. enc. Centesimus annus, 1-V-1991, n. 39).
[29] Juan Pablo II, Cartas a las familias Gratissimam sane, 2-II-1994, n. 9.
[30] «El mismo Dios, que dijo "no es bueno que el hombre esté solo" (Gn 2, 18) y que "hizo desde el principio al hombre, varón y mujer" (Mt 19, 4), queriendo comunicarles cierta participación especial en su propia obra creadora, bendijo al varón y a la mujer diciendo: "Creced y multiplicaos" (Gn 1, 28). De ahí que el cultivo verdadero del amor conyugal y todo el sistema de vida familiar que de él procede, sin posponer los otros fines del matrimonio, tienden a que los esposos estén dispuestos con fortaleza de ánimo a cooperar con el amor del Creador y Salvador, que por medio de ellos aumenta y enriquece su propia familia cada día más» (Concilio Vaticano II, Const. apost. Gaudium et spes, n. 50). «La familia cristiana es una comunión de personas, reflejo e imagen de la comunión del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo. Su actividad procreadora y educativa es reflejo de la obra creadora de Dios» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2205). «Cooperar con Dios llamando a la vida a los nuevos seres humanos significa contribuir a la transmisión de aquella imagen y semejanza divina de la que es portador todo "nacido de mujer"» (Juan Pablo II, Cartas a las familias Gratissimam sane, 2-II-1994, n. 8).
[31] Juan Pablo II, Litt. enc. Evangelium vitæ, 25-V-1995, n. 43; cfr. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 50.
[32] «Los cónyuges saben que son cooperadores del amor de Dios Creador y en cierta manera sus intérpretes. Por ello, cumplirán su tarea con responsabilidad humana y cristiana, y con dócil reverencia hacia Dios, de común acuerdo y con un esfuerzo común, se formarán un recto juicio, atendiendo no sólo a su propio bien, sino también al bien de los hijos, ya nacidos o futuros, discerniendo las condiciones de los tiempos y del estado de vida, tanto materiales como espirituales, y, finalmente, teniendo en cuenta el bien de la comunidad familiar, de la sociedad temporal y de la propia Iglesia. En último término, son los mismos esposos los que deben formar este juicio ante Dios. En su modo de obrar, los esposos cristianos deben ser conscientes de que ellos no pueden proceder según su arbitrio, sino que deben regirse siempre por la conciencia que ha de ajustarse a la misma ley divina, dóciles al Magisterio de la Iglesia, que interpreta auténticamente esta ley a la luz del Evangelio. Esta ley divina muestra la significación plena del amor conyugal, lo protege y lo impulsa a su perfección verdaderamente humana» (Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 50). «Cuando se trata de conciliar el amor conyugal con la transmisión responsable de la vida, la conducta moral no depende sólo de la sincera intención y la apreciación de los motivos, sino que debe determinarse a partir de criterios objetivos, tomados de la naturaleza de la persona y de sus actos; criterios que conserven íntegro el sentido de la entrega mutua y de la procreación humana en el contexto del amor verdadero; esto es imposible si no se cultiva con sinceridad la virtud de la castidad conyugal. En la regulación de la procreación no les está permitido a los hijos de la Iglesia, apoyados en estos principios, seguir caminos que son reprobados por el Magisterio, al explicar la ley divina» (Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 51). «En relación con las condiciones físicas, económicas, psicológicas y sociales, la paternidad responsable se pone en práctica ya sea con la deliberación ponderada y generosa de tener una familia numerosa ya sea con la decisión, tomada por graves motivos y en el respeto de la ley moral, de evitar un nuevo nacimiento durante algún tiempo o por tiempo indefinido. La paternidad responsable comporta sobre todo una vinculación más profunda con el orden moral objetivo, establecido por Dios, cuyo fiel intérprete es la recta conciencia. El ejercicio responsable de la paternidad exige, por tanto, que los cónyuges reconozcan plenamente sus propios deberes para con Dios, para consigo mismo, para con la familia y la sociedad, en una justa jerarquía de valores. En la misión de transmitir la vida, los esposos no quedan por tanto libres para proceder arbitrariamente, como si ellos pudiesen determinar de manera completamente autónoma los caminos lícitos a seguir, sino que deben conformar su conducta a la intención creadora de Dios, manifestada en la misma naturaleza del matrimonio y de sus actos y constantemente enseñada por la Iglesia» (Pablo VI, Litt. enc. Humanæ vitæ, 25-VII-1968, n. 10).
[33] La encíclica Humanæ vitæ declara ilícita «toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación». Y agrega: «Tampoco se pueden invocar como razones válidas, para justificar los actos conyugales intencionalmente infecundos, el mal menor o el hecho de que tales actos constituirían un todo con los actos fecundos anteriores o que seguirán después, y que por tanto compartirían la única e idéntica bondad moral. En verdad, si es lícito alguna vez tolerar un mal menor a fin de evitar un mal mayor o de promover un bien más grande, no es lícito, ni aun por razones gravísimas, hacer el mal para conseguir el bien, es decir hacer objeto de un acto positivo de voluntad lo que es intrínsecamente desordenado y por lo mismo indigno de la persona humana, aunque con ello se quisiese salvaguardar o promover el bien individual, familiar o social. Es por tanto un error pensar que un acto conyugal, hecho voluntariamente infecundo, y por esto intrínsecamente deshonesto, pueda ser cohonestado por el conjunto de una vida conyugal fecunda» (Pablo VI, Litt. enc. Humanæ vitæ, 25-VII-1968, n. 14). «Cuando los esposos, mediante el recurso a la anticoncepción, separan estos dos significados que Dios Creador ha inscrito en el ser del hombre y de la mujer y en el dinamismo de su comunión sexual, se comportan como "árbitros" del designio divino y "manipulan" y envilecen la sexualidad humana, y, con ella, la propia persona del cónyuge, alterando su valor de donación "total". Así, al lenguaje natural que expresa la recíproca donación total de los esposos, la anticoncepción impone un lenguaje objetivamente contradictorio, es decir, el de no darse al otro completamente; se produce no sólo el rechazo positivo de la apertura a la vida, sino también una falsificación de la verdad interior del amor conyugal, llamado a entregarse en plenitud personal» (Juan Pablo II, Exhort. apost. Familiaris consortio, 22-XI-1981, n. 32).
[34] «El ser humano debe ser respetado y tratado como persona desde el instante de su concepción y, por eso, a partir de ese mismo momento se le deben reconocer los derechos de la persona, principalmente el derecho inviolable de todo ser humano inocente a la vida» (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre el respeto de la vida humana naciente y la dignidad de la procreación Donum vitæ, 22-II-1987, n. 1). «La estrecha conexión que, como mentalidad, existe entre la práctica de la anticoncepción y la del aborto se manifiesta cada vez más y lo demuestra de modo alarmante también la preparación de productos químicos, dispositivos intrauterinos y "vacunas" que, distribuidos con la misma facilidad que los anticonceptivos, actúan en realidad como abortivos en las primerísimas fases del desarrollo de la vida del nuevo ser humano» (Juan Pablo II, Litt. enc. Evangelium vitæ, 25-III-1995, n. 13).
[35] «Por consiguiente si para espaciar los nacimientos existen serios motivos, derivados de las condiciones físicas o psicológicas de los cónyuges, o de circunstancias exteriores, la Iglesia enseña que entonces es lícito tener en cuenta los ritmos naturales inmanentes a las funciones generadoras para usar del matrimonio sólo en los períodos infecundos y así regular la natalidad sin ofender los principios morales que acabamos de recordar. La Iglesia es coherente consigo misma cuando juzga lícito el recurso a los períodos infecundos, mientras condena siempre como ilícito el uso de medios directamente contrarios a la fecundación, aunque se haga por razones aparentemente honestas y serias. En realidad, entre ambos casos existe una diferencia esencial: en el primero los cónyuges se sirven legítimamente de una disposición natural; en el segundo impiden el desarrollo de los procesos naturales. Es verdad que tanto en uno como en otro caso, los cónyuges están de acuerdo en la voluntad positiva de evitar la prole por razones plausibles, buscando la seguridad de que no se seguirá; pero es igualmente verdad que solamente en el primer caso renuncian conscientemente al uso del matrimonio en los períodos fecundos cuando por justos motivos la procreación no es deseable, y hacen uso después en los períodos agenésicos para manifestarse el afecto y para salvaguardar la mutua fidelidad. Obrando así dan prueba de amor verdadero e integralmente honesto» (Pablo VI, Litt.enc. Humanæ vitæ, 25-VII-1968, n. 16). «Cuando los esposos, mediante el recurso a períodos de infecundidad, respetan la conexión inseparable de los significados unitivo y procreador de la sexualidad humana, se comportan como "ministros" del designio de Dios y "se sirven" de la sexualidad según el dinamismo de la entrega "total", sin manipulaciones ni alteraciones» (Juan Pablo II, Exhort. apost. Familiaris consortio, 22-XI-1981, n. 32). «La labor de educación para la vida requiere la formación de los esposos para la procreación responsable. Ésta exige, en su verdadero significado, que los esposos sean dóciles a la llamada del Señor y actúen como fieles intérpretes de su designio: esto se realiza abriendo generosamente la familia a nuevas vidas y, en todo caso, permaneciendo en actitud de apertura y servicio a la vida incluso cuando, por motivos serios y respetando la ley moral, los esposos optan por evitar temporalmente o por tiempo indeterminado un nuevo nacimiento. La ley moral les obliga de todos modos a encauzar las tendencias del instinto y de las pasiones y a respetar las leyes biológicas inscritas en sus personas. Precisamente este respeto legitima, al servicio de la responsabilidad en la procreación, el recurso a los métodos naturales de regulación de la fertilidad» (Juan Pablo II, Litt. enc. Evangelium vitæ, 25-III-1995, n. 97).
[36] Juan Pablo II, Litt. enc. Dives in misericordia, 30-XI-1980, n. 6.
[37] «Como en el altar donde celebra la Eucaristía y como en cada uno de los Sacramentos, el sacerdote, ministro de la Penitencia, actúa in persona Christi. Cristo, a quien él hace presente, y por su medio realiza el misterio de la remisión de los pecados, es el que aparece como hermano del hombre, pontífice misericordioso, fiel y compasivo, pastor decidido a buscar la oveja perdida, médico que cura y conforta, maestro único que enseña la verdad e indica los caminos de Dios, juez de los vivos y de los muertos, que juzga según la verdad y no según las apariencias» (Juan Pablo II, Exhort. apost. post-sinodal Reconciliatio et pænitentia, 2-XII-1984, n. 29). «Cuando celebra el sacramento de la Penitencia, el sacerdote ejerce el ministerio del Buen Pastor que busca la oveja perdida, el del Buen Samaritano que cura las heridas, del Padre que espera al Hijo pródigo y lo acoge a su vuelta, del justo Juez que no hace acepción de personas y cuyo juicio es a la vez justo y misericordioso. En una palabra, el sacerdote es el signo y el instrumento del amor misericordioso con el pecador» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1465).
[38] Cfr. Congregación del Santo Oficio, Normæ quædam de agendi ratione confessariorum circa sextum Decalogi præceptum, 16-V-1943.
[39] «Al interrogar, el sacerdote debe comportarse con prudencia y discreción, atendiendo a la condición y edad del penitente; y ha de abstenerse de preguntar sobre el nombre del cómplice» (Código de Derecho Canónico, c. 979). «La pedagogía concreta de la Iglesia debe estar siempre unida y nunca separada de su doctrina. Repito, por tanto, con la misma persuasión de mi Predecesor: "No menoscabar en nada la saludable doctrina de Cristo es una forma de caridad eminente hacia las almas"» (Juan Pablo II, Exhort. apost. Familiaris consortio, 22-XI-1981, n. 33).
[40] Cfr. Denzinger-Schönmetzer, Enchiridion Symbolorum, 3187.
[41] «La confesión de los pecados hecha al sacerdote constituye una parte esencial del sacramento de la penitencia: "En la confesión, los penitentes deben enumerar todos los pecados mortales de que tienen conciencia tras haberse examinado seriamente, incluso si estos pecados son muy secretos y si han sido cometidos solamente contra los dos últimos mandamientos del Decálogo, pues, a veces, estos pecados hieren más gravemente el alma y son más peligrosos que los que han sido cometidos a la vista de todos"» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1456).
[42] «Si, por el contrario, la ignorancia es invencible, o el juicio erróneo sin responsabilidad del sujeto moral, el mal cometido por la persona no puede serle imputado. Pero no deja de ser un mal, una privación, un desorden. Por tanto, es preciso trabajar por corregir la conciencia moral de sus errores» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1793). «El mal cometido a causa de una ignorancia invencible, o de un error de juicio no culpable, puede no ser imputable a la persona que lo hace; pero tampoco en este caso aquél deja de ser un mal, un desorden con relación a la verdad sobre el bien» (Juan Pablo II, Litt. enc. Veritatis splendor, 8-VIII-1993, n. 63).
[43] «También los esposos, en el ámbito de su vida moral, están llamados a un incesante camino, sostenidos por el deseo sincero y activo de conocer cada vez mejor los valores que la ley divina tutela y promueve y por la voluntad recta y generosa de encarnarlos en sus opciones concretas. Ellos, sin embargo, no pueden mirar la ley como un mero ideal que se puede alcanzar en el futuro, sino que deben considerarla como un mandato de Cristo Señor a superar con valentía las dificultades. "Por ello, la llamada ley de gradualidad o camino gradual no puede identificarse con la gradualidad de la ley, como si hubiera varios grados o formas de precepto en la ley divina para diversos hombres y situaciones. Todos los esposos, según el plan de Dios, están llamados a la santidad en el matrimonio, y esta excelsa vocación se realiza en la medida en que la persona humana se encuentra en condiciones de responder al mandamiento divino con ánimo sereno, confiando en la gracia divina y en la propia voluntad". En la misma línea, la pedagogía de la Iglesia comporta que los esposos reconozcan, ante todo, claramente la doctrina de la Humanæ vitæ como normativa para el ejercicio de su sexualidad y se comprometan sinceramente a poner las condiciones necesarias para observar tal norma» (Juan Pablo II, Exhort. apost. Familiaris consortio, 22-XI-1981, n. 34).
[44] «En este contexto se abre el justo espacio a la misericordia de Dios para el pecado del hombre que se convierte, y a la comprensión por la debilidad humana. Esta comprensión jamás significa comprometer y falsificar la medida del bien y del mal para adaptarla a las circunstancias. Mientras es humano que el hombre, habiendo pecado, reconozca su debilidad y pida misericordia por las propias culpas, en cambio es inaceptable la actitud de quien hace de su propia debilidad el criterio de la verdad sobre el bien, de manera que se puede sentir justificado por sí mismo, incluso sin necesidad de recurrir a Dios y a su misericordia. Semejante actitud corrompe la moralidad de la sociedad entera, porque enseña a dudar de la objetividad de la ley moral en general y a rechazar las prohibiciones morales absolutas sobre determinados actos humanos, y termina por confundir todos los juicios de valor» (Juan Pablo II, Litt. enc. Veritatis splendor, 8-VIII-1993, n. 104).
[45] «No debe negarse ni retrasarse la absolución si el confesor no duda de la buena disposición del penitente y éste pide ser absuelto» (Código de Derecho Canónico, can. 980).
[46] «Sabe muy bien la Santa Iglesia que no raras veces uno de los cónyuges, más que cometer el pecado, lo soporta, al permitir, por causa muy grave, el trastorno del recto orden que aquél rechaza, y que carece, por lo tanto, de culpa, siempre que tenga en cuenta la ley de la caridad y no se descuide en disuadir y apartar del pecado al otro cónyuge» (Pío XI, Litt. enc. Casti connubii, AAS 22 [1930] 561).
[47] Cfr. Denzinger-Schönmetzer, Enchiridion Symbolorum, 2795, 3634.
[48] «Desde el punto de vista moral, nunca es lícito cooperar formalmente en el mal. Esta cooperación se produce cuando la acción realizada, o por su misma naturaleza o por la configuración que asume en un contexto concreto, se califica como colaboración directa en un acto contra la vida humana inocente o como participación en la intención inmoral del agente principal» (Juan Pablo II, Litt. enc. Evangelium vitæ, 25-III-1995, n. 74).
[49] «Esta disciplina, propia de la pureza de los esposos, lejos de perjudicar el amor conyugal, le confiere un valor humano más sublime. Exige un esfuerzo continuo, pero, en virtud de su influjo beneficioso, los cónyuges desarrollan íntegramente su personalidad, enriqueciéndose de valores espirituales: aportando a la vida familiar frutos de serenidad y de paz y facilitando la solución de otros problemas; favoreciendo la atención hacia el otro cónyuge; ayudando a superar el egoísmo, enemigo del verdadero amor, y enraizando más su sentido de responsabilidad. Los padres adquieren así la capacidad de un influjo más profundo y eficaz para educar a los hijos; los niños y los jóvenes crecen en la justa estima de los valores humanos y en el desarrollo sereno y armónico de sus facultades espirituales y sensibles» (Pablo VI, Litt. enc. Humanæ vitæ, 25-VII-1968, n. 21).
[50] Para los sacerdotes «la primera incumbencia — en especial la de aquellos que enseñan la teología moral es exponer sin ambigüedades la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio. Sed los primeros en dar ejemplo de obsequio leal, interna y externamente, al Magisterio de la Iglesia, en el ejercicio de vuestro ministerio. Tal obsequio, bien lo sabéis, es obligatorio no sólo por las razones aducidas, sino sobre todo por razón de la luz del Espíritu Santo, de la cual están particularmente asistidos los Pastores de la Iglesia para ilustrar la verdad.»Conocéis también la suma importancia que tiene para la paz de las conciencias y para la unidad del pueblo cristiano, que en el campo de la moral y del dogma se atengan todos al Magisterio de la Iglesia y hablen del mismo modo. Por esto renovamos con todo Nuestro ánimo el angustioso llamamiento del Apóstol Pablo: "Os ruego, hermanos, por el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, que todos habléis igualmente, y no haya entre vosotros cismas, antes seáis concordes en el mismo pensar y en el mismo sentir".»No menoscabar en nada la saludable doctrina de Cristo es una forma de caridad eminente hacia las almas. Pero esto debe ir acompañado siempre de la paciencia y de la bondad de que el mismo Señor dio ejemplo en su trato con los hombres. Venido no para juzgar sino para salvar, Él fue ciertamente intransigente con el mal, pero misericordioso con las personas» (Pablo VI, Litt. enc. Humanæ vitæ, 25-VII-1968, nn. 28-29).
[51] «Ante el problema de una honesta regulación de la natalidad, la comunidad eclesial, en el tiempo presente, debe preocuparse por suscitar convicciones y ofrecer ayudas concretas a quienes desean vivir la paternidad y la maternidad de modo verdaderamente responsable.»En este campo, mientras la Iglesia se alegra de los resultados alcanzados por las investigaciones científicas para un conocimiento más preciso de los ritmos de fertilidad femenina y alienta a una más decisiva y amplia extensión de tales estudios, no puede menos de apelar, con renovado vigor, a la responsabilidad de cuantos — médicos, expertos, consejeros matrimoniales, educadores, matrimonios — pueden ayudar efectivamente a los esposos a vivir su amor respetando la estructura y finalidades del acto conyugal, que lo expresa. Esto significa un compromiso más amplio, decisivo y sistemático en hacer conocer, estimar y aplicar los métodos naturales de regulación de la fertilidad.»Un testimonio precioso puede y debe ser dado por aquellos esposos que, mediante el compromiso común de la continencia periódica, han llegado a una responsabilidad personal más madura ante el amor y la vida. Como escribía Pablo VI, "a ellos ha confiado el Señor la misión de hacer visible ante los hombres la santidad y la suavidad de la ley que une el amor mutuo de los esposos con su cooperación al amor de Dios, autor de la vida humana"» (Juan Pablo II, Exhort. apost. Familiaris consortio, 22-XI-1981, n. 35).
[52] «Desde el siglo primero, la Iglesia ha afirmado la malicia moral de todo aborto provocado. Esta enseñanza no ha cambiado; permanece invariable. El aborto directo, es decir, querido como un fin o como un medio, es gravemente contrario a la ley moral» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2271; cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración sobre el aborto procurado, 18-XI-1974). «La gravedad moral del aborto procurado se manifiesta en toda su verdad si se reconoce que se trata de un homicidio y, en particular, si se consideran las circunstancias específicas que lo cualifican. Quien se elimina es un ser humano que comienza a vivir, es decir, lo más inocente en absoluto que se pueda imaginar» (Juan Pablo II, Litt. enc. Evangelium vitæ, 25-III-1995, n. 58).
[53] Téngase presente que «ipso iure» la facultad de levantar la censura de esta materia en el fuero interno pertenece, como para todas las censuras no reservadas a la Santa Sede y no declaradas, a todo Obispo, aunque solamente sea titular, y al Penitenciario diocesano o colegiado (can. 508), así como a los capellanes de hospitales, cárceles e internados (can. 566 § 2). Para la censura relativa al aborto gozan de la facultad de levantarla, por privilegio, los confesores que pertenecen a Ordenes mendicantes o a algunas Congregaciones religiosas modernas.
[54] Cfr. Juan Pablo II, Litt. enc. Dives in misericordia, 30-XI-1980, n. 14.
Romana, n. 24, enero-junio 1997, p. 41-55.