Homilía en la clausura del 46º Congreso Eucarístico Internacional celebrado en Wroclaw (Polonia) (1-VI-1997)
«Statio orbis»
1. El 46º Congreso eucarístico internacional está llegando a su momento culminante: la «Statio orbis» En torno a este altar se reúne hoy espiritualmente la Iglesia de todos los continentes del globo terrestre. Desea hacer una vez más, delante del mundo entero, la solemne profesión de fe en la Eucaristía y cantar el himno de acción de gracias por este inefable don del amor divino. En verdad, «habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). La Eucaristía es fuente y culmen de la vida de la Iglesia (cfr. Sacrosanctum Concilium, 10). La Iglesia vive de la Eucaristía, en ella encuentra las energías espirituales para cumplir su misión. La Eucaristía le da el vigor para crecer y mantenerse unida. La Eucaristía es el corazón de la Iglesia.
Este congreso se inserta, de modo orgánico, en el marco del gran jubileo del año 2000. En el programa de preparación espiritual para el jubileo, este año está dedicado a una particular contemplación de la persona de Jesucristo: «Jesucristo, único salvador del mundo ayer, hoy y siempre» (cfr. Hb 13, 8). ¿Podía faltar, acaso, en este año esta profesión de fe eucarística de toda la Iglesia?
En el itinerario de los congresos eucarísticos, que pasa por todos los continentes, ha llegado el turno de Wroclaw de Polonia, de la Europa centro-oriental. Los cambios producidos aquí han dado inicio a una nueva época en la historia del mundo contemporáneo. De este modo la Iglesia quiere dar gracias a Cristo por el don de la libertad reconquistada por todas estas naciones, que han sufrido tanto en los años de la opresión totalitaria. El congreso se está llevando a cabo en Wroclaw, ciudad rica en historia y en tradiciones de vida cristiana. La archidiócesis de Wroclaw se está preparando para celebrar su milenio. Wroclaw es una ciudad situada casi en la encrucijada de tres países que, por su historia, están muy profundamente unidos entre sí. En cierto sentido, es una ciudad de encuentro, la ciudad que une. Aquí se hallan, de alguna manera, las tradiciones espirituales de Oriente y de Occidente. Todo esto confiere una elocuencia particular a este congreso eucarístico y, especialmente, a esta Statio orbis.
Abrazo con la mirada y con el corazón a toda nuestra gran comunidad eucarística, cuya índole es auténticamente internacional, mundial. A través de sus representantes, hoy está presente en Wroclaw la Iglesia universal. Dirijo un saludo particular a todos los cardenales, arzobispos y obispos aquí presentes, comenzando por mi legado al congreso, el señor cardenal Angelo Sodano, mi Secretario de Estado. Saludo al Episcopado polaco, presidido por el señor cardenal primado. Saludo al señor cardenal Henryk Gulbinowicz, pastor de la Iglesia de Wroclaw, que ha asumido con tanta magnanimidad la tarea de acoger un acontecimiento tan grande como este congreso. Esta magnanimidad se manifiesta muy claramente ahora, cuando le toca celebrar la Statio orbis bajo la lluvia.
La alegría de esta celebración resulta aún más grande por la participación de otros de nuestros hermanos cristianos. Les agradezco que hayan venido a unirse a nuestra alabanza y a nuestra súplica. Agradezco a las Iglesias ortodoxas que hayan decidido enviar sus representantes y, entre ellos, doy las gracias en especial al querido metropolita Damaskinos, que representa aquí a mi amado hermano el patriarca ecuménico Bartolomé I. Su presencia es testimonio de nuestra fe y afirma nuestra esperanza de que llegue el día en que, con plena fidelidad a la voluntad de nuestro único Señor, podremos comulgar juntos del mismo cáliz. Expreso también mi gratitud al metropolita Teófano, que representa al querido patriarca de Moscú Alexis II.
Doy la bienvenida y saludo a los presbíteros, a las familias religiosas masculinas y femeninas. Os saludo a todos, queridos peregrinos, que habéis venido tal vez de lugares muy distantes. Os saludo a vosotros, queridos compatriotas de toda Polonia. Saludo también a todos los que, en este momento, se unen a nosotros espiritualmente mediante la radio o la televisión en todo el mundo. En verdad, se trata de una auténtica Statio orbis. Ante esta asamblea eucarística de dimensiones mundiales, que en este instante rodea el altar, es difícil resistir a una emoción profunda.
«¡Misterio de la fe!»
2. Para escrutar a fondo el misterio de la Eucaristía, es preciso volver siempre de nuevo al cenáculo, en el que, la tarde del Jueves Santo, tuvo lugar la última cena. En la liturgia de hoy, San Pablo habla precisamente de la institución de la Eucaristía. Al parecer se trata del texto más antiguo relativo a la Eucaristía, incluso anterior al relato de los evangelistas. En la carta a los Corintios San Pablo escribe: «El Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó pan y después de dar gracias, lo partió y dijo: "Éste es mi cuerpo que se da por vosotros; haced esto en recuerdo mío". Asimismo también el cáliz después de cenar, diciendo: "Éste cáliz es la nueva alianza en mi sangre. Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en conmemoración mía". Pues cada vez que coméis este pan y bebéis de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga» (1 Cor 11, 23-26). Anunciamos tu muerte. Proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!
Estas palabras contienen la esencia del misterio eucarístico. En ellas encontramos lo que a diario testimoniamos y participamos al celebrar y recibir la Eucaristía. En el cenáculo, Jesús realiza la consagración. En virtud de sus palabras, el pan, conservando la forma exterior de pan, se transforma en su Cuerpo, y el vino, manteniendo la forma exterior de vino, se transforma en su Sangre. ¡Éste es el gran misterio de la fe!
Al celebrar este misterio, no sólo renovamos lo que Cristo hizo en el cenáculo, sino que, además, entramos en el misterio de su muerte. «Anunciamos tu muerte», una muerte redentora. «Proclamamos tu resurrección». Somos partícipes del Triduo sacro y de la noche de Pascua. Somos participes del misterio salvífico de Cristo y esperamos su venida en la gloria. Con la institución de la Eucaristía, hemos entrado en el último tiempo, en el tiempo de la espera de la segunda y definitiva venida de Cristo, cuando se llevará a cabo el juicio en el mundo, y al mismo tiempo llegará a plenitud la obra de la redención. La Eucaristía no sólo habla de esto; en ella todo esto se celebra, se cumple. En verdad, la Eucaristía es el gran sacramento de la Iglesia. La Iglesia celebra la Eucaristía y, a la vez, la Eucaristía hace a la Iglesia.
«Yo soy el pan vivo» (Jn 6, 51)
3. El mensaje del evangelio de san Juan completa el cuadro litúrgico de este gran misterio eucarístico que estamos celebrando hoy, en el culmen del Congreso eucarístico internacional, en Wroclaw. Las palabras del evangelio de San Juan son el gran anuncio de la Eucaristía, después de la milagrosa multiplicación del pan, cerca de Cafarnaúm. Anticipando de alguna manera el tiempo, mucho antes de que fuera instituida la Eucaristía, Cristo reveló lo que era. Dijo: «Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que Yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo» (Jn 6, 51). Y cuando esas palabras provocaron la protesta de muchos de los que lo escuchaban, Jesús dijo: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y Yo lo resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y Yo en él» (Jn 6, 53-56).
Son palabras que atañen a la esencia misma de la Eucaristía. Cristo vino al mundo para comunicar al hombre la vida divina. No sólo anunció la buena nueva, sino que, además, instituyó la Eucaristía, que debe hacer presente hasta el final de los tiempos su misterio redentor. Y, como medio de expresión, escogió los elementos de la naturaleza: el pan y el vino, la comida y la bebida que el hombre debe tomar para mantenerse en vida. La Eucaristía es precisamente esta comida y esta bebida. Este alimento contiene en si todo el poder de la Redención realizada por Cristo. Para vivir, el hombre necesita la comida y la bebida. Para alcanzar la vida eterna, el hombre necesita la Eucaristía. Ésta es la comida y la bebida que transforma la vida del hombre y le abre el horizonte de la vida eterna. Al comulgar el Cuerpo y la Sangre de Cristo, el hombre lleva en sí mismo, ya aquí en la tierra, la semilla de la vida eterna pues la Eucaristía es el sacramento de la vida en Dios. Cristo dice: «Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y Yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí» (Jn 6, 57).
«Los ojos de todos te están aguardando; tú les das la comida a su tiempo» (Sal 145, 15)
4. En la primera lectura de la liturgia de hoy, Moisés nos habla de Dios que da de comer a su pueblo durante el camino por el desierto hacia la tierra prometida: «Acuérdate de todo el camino que el Señor, tu Dios, te ha hecho andar durante estos cuarenta años en el desierto para humillarte, probarte y conocer lo que habla en tu corazón (...). Te alimentó en el desierto con el maná que no habían conocido tus padres, a fin de humillarte y ponerte a prueba para después hacerte feliz» (Dt 8, 2.16). La imagen de un pueblo que peregrina por el desierto, como la presentan esas palabras, nos habla también a nosotros, que nos estamos acercando al final del segundo milenio del nacimiento de Cristo. En esa imagen se ven reflejados todos los pueblos y las naciones de toda la tierra, y especialmente los que sufren hambre.
Durante esta Statio orbis es necesario repasar toda la «geografía del hambre», que abarca muchas zonas de la tierra. En este momento millones de hermanos y hermanas nuestros sufren hambre y muchos de ellos mueren a causa de ella, especialmente niños. En la época de un desarrollo jamás alcanzado, de la técnica y la tecnología más avanzadas, el drama del hambre es un gran desafío y una gran acusación. La tierra es capaz de alimentar a todos. ¿Por qué, entonces, hoy, al final del siglo XX, miles de hombres mueren de hambre? Es necesario hacer aquí un serio examen de conciencia, a escala mundial: un examen de conciencia sobre la justicia social, sobre la elemental solidaridad interhumana.
Conviene recordar aquí la verdad fundamental según la cual la tierra pertenece a Dios, y todas las riquezas que contiene Dios las ha puesto en manos del hombre, para que las use de modo justo, para que contribuyan al bien de todos. Ese es el destino de los bienes creados. En favor de ese destino se pronuncia también la ley de la naturaleza. Durante este congreso eucarístico no puede faltar una invocación solidaria para pedir pan en nombre de todos los que sufren hambre. La dirigimos ante todo a Dios, que es Padre de todos: «Danos hoy nuestro pan de cada día». Pero también la dirigimos a los hombres de la política y de la economía, sobre los que pesa la responsabilidad de una justa distribución de los bienes a escala mundial y nacional. Es necesario, finalmente, acabar con el azote del hambre. Que la solidaridad prevalezca sobre la desenfrenada búsqueda del lucro y sobre las aplicaciones de las leyes del mercado que no tienen en cuenta derechos humanos inviolables.
Sobre cada uno de nosotros pesa una pequeña parte de responsabilidad por esta injusticia. A cada uno de nosotros, de algún modo, nos afecta de cerca el hambre y la miseria de nuestros hermanos. Sepamos compartir el pan con los que no tienen o tienen menos que nosotros. Sepamos abrir nuestro corazón a las necesidades de nuestros hermanos y hermanas que sufren a causa de la miseria y la indigencia. A veces les da vergüenza admitirlo, y ocultan su angustia. Hacia ellos es preciso tender, con discreción, una mano fraternal. Ésta es también la lección que nos da la Eucaristía, pan de vida. La había resumido de modo muy elocuente el santo hermano Alberto, poverello de Cracovia, que entregó su vida al servicio de los más necesitados. A menudo decía: «es necesario ser buenos como el pan, que para todos está en la mesa, del que cada uno puede tomar un pedazo y alimentarse, si tiene hambre».
«Para ser libres, nos libertó Cristo» (Gal 5, 1)
5. El tema de este 46º Congreso eucarístico internacional de Wroclaw es la libertad. La libertad tiene un sabor particular especialmente aquí, en esta parte de Europa que, durante muchos años, sufrió la dolorosa prueba de ser privada de ella por el totalitarismo nazi y comunista. Ya la palabra misma «libertad» provoca un latido más fuerte del corazón. Y lo hace, ciertamente, porque durante los decenios pasados era preciso pagar por ella un precio muy elevado. Son profundas las heridas que dejó esa época en los espíritus. Pasará aún mucho tiempo antes de que puedan cicatrizar.
El congreso nos invita a mirar la libertad del hombre en la perspectiva de la Eucaristía. En el himno del congreso cantamos: «Nos has dejado el don de la Eucaristía para reordenar la libertad interior». Es una afirmación esencial. Se habla aquí del «orden de la libertad». Sí, la verdadera libertad exige orden. Pero ¿de qué orden se trata aquí? Se trata, ante todo, del orden moral, del orden de la esfera de los valores, del orden de la verdad y del bien. Cuando se produce un vacío en el campo de los valores y en la esfera moral reina el caos y la confusión, la libertad muere, el hombre, en vez de ser libre, se convierte en esclavo, esclavo de los instintos, de las pasiones y de los pseudovalores.
Es verdad que el orden de la libertad se ha de construir con esfuerzo. La verdadera libertad cuesta siempre. Cada uno de nosotros debe realizar continuamente este esfuerzo. Y aquí nace la pregunta sucesiva: ¿puede el hombre construir el orden de la libertad por sí solo, sin Cristo, o incluso contra Cristo? Sé trata de una pregunta extraordinariamente dramática, pero muy actual en un contexto social dominado por concepciones de la democracia inspiradas en la ideología liberal. En efecto, se pretende persuadir al hombre y a sociedades enteras de que Dios es un obstáculo en el camino hacia la plena libertad, de que la Iglesia es enemiga de la libertad no comprende la libertad, y tiene miedo de ella. En este punto reina una increíble confusión de ideas.
La Iglesia no deja de anunciar en el mundo el evangelio de la libertad. Ésta es su misión. «Para ser libres nos libertó Cristo» (Gal 5, 1). Por eso, un cristiano no tiene miedo de la libertad, no huye ante ella. La asume de modo creativo y responsable, como tarea de su vida. En efecto, la libertad no es sólo un don de Dios; también se nos ha dado como una tarea. Es nuestra vocación: «porque, hermanos, habéis sido llamados a la libertad» (Gal 5, 13), nos recuerda el Apóstol.
La afirmación según la cual la Iglesia es enemiga de la libertad es particularmente absurda aquí, en este país, en esta tierra, en este pueblo, donde la Iglesia ha demostrado tantas voces que es un verdadero paladín de la libertad, tanto en el siglo pasado como en éste, y en los últimos cincuenta años. La Iglesia es el paladín de la libertad, porque cree que para ser libres Cristo nos ha libertado.
«Nos ha dejado el don de la Eucaristía para reordenar la libertad interior». ¿En qué consiste este orden de la libertad, según el modelo de la Eucaristía? En la Eucaristía Cristo se halla presente como quien hace el don de si mismo al hombre, como quien sirve al hombre: «habiendo amado a los suyos (...) los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). La verdadera libertad se mide con la disposición a servir y a entregarse a si mismo. Sólo la libertad así entendida es realmente creativa, edifica nuestra humanidad y construye vínculos interhumanos. Construye y no divide. ¡Cuánta necesidad tienen el mundo, Europa y Polonia de esta libertad que une!
Cristo Eucaristía seguirá siendo siempre un modelo inalcanzable de la actitud de «pro-existencia», que quiere decir de la actitud de quien vive para el otro. Él era todo para su Padre celestial y, en el Padre, para cada hombre. El Concilio Vaticano II explica que el hombre se encuentra a sí mismo y, por tanto, encuentra el pleno sentido de su libertad, precisamente «en la entrega sincera de sí mismo» (Gaudium et spes, 24). Hoy, durante esta Statio orbis, la Iglesia nos invita a entrar en esta escuela eucarística de libertad, para que contemplando la Eucaristía con los ojos de la fe nos convirtamos en constructores de un nuevo orden evangélico de la libertad, en nuestro interior y en las sociedades en que nos toque vivir y trabajar.
«¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el hijo del hombre para que de él te cuides?» (Sal 8, 5)
6. Al contemplar la Eucaristía nos invade el asombro de la fe, no sólo con respecto al misterio de Dios y de su infinito amor, sino también con respecto al misterio del hombre. Ante la Eucaristía vienen espontáneamente a nuestros labios las palabras del Salmista: «¿Qué es el hombre, para que de él te cuides tanto?». ¡Qué gran valor tiene el hombre a los ojos de Dios, si Dios mismo lo alimenta con su Cuerpo! ¡Qué gran espacio encierra en sí el corazón del hombre, si sólo puede ser colmado por Dios! «Nos hiciste, Señor, para ti —confesamos con San Agustín— y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (Confessiones I, 1. 1).
Statio orbis del 46º Congreso eucarístico internacional... Toda la Iglesia te rinde hoy homenaje y gloria particular a ti, Cristo, Redentor del hombre, oculto en la Eucaristía. Confiesa públicamente su fe en ti, que te convertiste para nosotros en Pan de vida. Y te da gracias porque eres el «Dios con nosotros», porque eres el Emmanuel.
Tuyo el poder y la gloria...
A ti, para siempre, el honor y la gloria, nuestro Señor eterno. A ti, junto con tu pueblo, ofrecemos nuestra adoración y nuestros cantos, nosotros, tus siervos. Te damos gracias por tu generosidad al hacernos este gran regalo de tu omnipotencia. Te entregaste a nosotros, indignos, aquí presentes, en este Sacramento. Amén.
Romana, n. 24, enero-junio 1997, p. 28-34.