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Omelia nella Santa Messa celebrata il 15 agosto 1989 nel Santuario di Nuestra Señora de los Angeles de Torreciudad, in occasione della solennità dell'Assunzione della Madonna.

Celebramos hoy una solemnidad litúrgica de especial relieve: la Asunción de Nuestra Señora en cuerpo y alma al Cielo. Las oraciones de la Misa son un canto ininterrumpido de alegría. "Alegrémonos todos en el Señor —se nos invita en el Introito—, celebrando la fiesta de la Virgen María, de cuya Asunción se alegran los ángeles y alaban al Hijo de Dios"[1]. Y en el Aleluya se reitera: "María ha sido asunta al Cielo: alégrese el ejército de los ángeles"[2].

Es fiesta grande en la tierra y en el Cielo. Siguiendo la Tradición viva de la Iglesia, en la que nuestro queridísimo Padre estuvo siempre firmemente anclado, nos imaginamos la escena: "se ha dormido la Madre de Dios. —Están alrededor de su lecho los doce Apóstoles. —Matías sustituyó a Judas (...). Pero Jesús quiere tener a su Madre, en cuerpo y alma, en la Gloria. —Y la Corte celestial despliega todo su aparato, para agasajar a la Señora. —Tú y yo —niños, al fin— tomamos la cola del espléndido manto azul de la Virgen, y así podemos contemplar aquella maravilla.

La Trinidad Beatísima recibe y colma de honores a la Hija, Madre y Esposa de Dios... —Y es tanta la majestad de la Señora, que hace preguntar a los Angeles: ¿Quién es ésta?"[3].

Es lógico, hijas e hijos míos, que el Señor actuase de esta manera. Desde época antiquísima —desde el principio de la Cristiandad—, los fieles tuvieron el convencimiento de que Santa María no había experimentado la corrupción del sepulcro, sino que había sido llevada en cuerpo y alma a la morada celestial. Si la Virgen estuvo exenta de pecado original desde el primer instante de su Concepción y fue morada de la Trinidad Beatísima[4], y si la muerte es la pena del pecado[5], resultaba muy conveniente que su cuerpo no sufriera la corrupción, como tampoco la había experimentado su Hijo. Además, desde que el Verbo se hizo carne en sus entrañas purísimas[6], María estuvo constantemente unida a Cristo, sin separarse jamás de El: lo llevó en su seno nueve meses, lo alimentó y cuidó cuando era Niño, trabajó a su lado durante treinta años, lo siguió en sus desplazamientos por Palestina en la vida pública y recogió su último aliento en el Gólgota, participando de modo único en el Sacrificio de la Cruz.

Como ha sabido expresar un Padre de la Iglesia, "convenía que Aquella que en el parto había conservado íntegra su virginidad, conservase sin ninguna corrupción su cuerpo después de la muerte. Convenía que Aquella que había llevado en su seno al Creador hecho niño, habitara en la morada divina. Convenía que la Esposa de Dios entrara en la casa celestial. Convenía que Aquella que había visto a su Hijo en la Cruz, recibiendo así en su corazón el dolor de que había estado libre en el parto, lo contemplara sentado a la derecha del Padre. Convenía que la Madre de Dios poseyera lo que corresponde a su Hijo, y que fuera honrada como Madre y Esclava de Dios por todas las criaturas"[7].

Sí, hoy es un día especialmente adecuado para dar gracias a Dios por sus maravillas: porque, como proclama el Prefacio de la Misa, "no quisiste, Señor, que conociera la corrupción del sepulcro quien había engendrado en la carne de un modo inefable al Autor de la vida, Jesucristo Nuestro Señor"[8]. Como Jesús, después de morir, resucitó y ascendió con su cuerpo al Cielo, la Iglesia ha creído siempre —y fue declarado dogma de fe en su momento— que la Virgen Santísima, una vez terminado el curso de su vida terrena, fue llevada en cuerpo y alma al Cielo[9].

"¿Quién es ésta que se alza como la aurora, hermosa como la luna, espléndida como el sol?"[10]. El corazón de los hijos responde inmediatamente que esa criatura hermosísima —más que Ella, sólo Dios— es la Madre de Dios y Madre nuestra, es la Virgen humilde de Nazaret, en quien se ha realizado plenamente el designio divino de salvación, pues sólo Ella es "imagen y principio de la futura consumación de la Iglesia, signo de esperanza segura y consuelo para el pueblo que peregrina en la tierra"[11].

¡Qué alegría, qué contento nos llena el alma, al considerar que nuestra Madre recibe ese premio de parte de la Trinidad Beatísima! En la primera lectura de la Misa, San Juan describe una gran señal en el cielo: "una Mujer vestida de sol, la luna debajo de sus pies y en su cabeza una corona de doce estrellas"[12]. La Reina del Cielo —Reina de los serafines y querubines, de las dominaciones y potestades, de todos los ángeles y bienaventurados— es Reina también de los hombres. De tu corazón y del mío, del corazón de cada uno de nosotros Ella tiene que ser Reina. Mereció ser exaltada de esta manera por ser la Madre de Dios y porque fue de una virtud extraordinaria, excelsa, muy superior a la de todos los ángeles y santos juntos, durante toda su vida. Y como los buenos hijos han de parecerse a su madre, así nosotros —que queremos ser hijos buenos— tenemos que asemejarnos a nuestra Madre Santa María. Ella, como enseña el Concilio Vaticano II, "resplandece como modelo de virtudes para toda la comunidad de los elegidos"[13].

La Iglesia, en María, ha alcanzado ya la perfección: es sine macula, sine ruga[14], sin mancha ni arruga; nosotros, en cambio, estamos llenos de defectos, inclinados al pecado, contra el que hemos de luchar constantemente, para conservar nuestro cuerpo y nuestra alma limpios delante de Dios. Esta pelea es ley de la vida humana: militia est vita hominis super terram[15], es milicia la vida del hombre sobre la tierra. Y en el Apocalipsis, inmediatamente después de la grandiosa visión de la Mujer, se nos cuenta cómo la Serpiente —el demonio—, al ver que nada puede contra aquella Criatura excelsa, se marcha "a hacer la guerra contra el resto de su descendencia, contra los que guardan los preceptos de Dios y tienen el testimonio de Jesús"[16].

Hay que pelear, hijos míos, si no queremos ser derrotados por el enemigo de Dios y de nuestras almas. Contamos con toda la ayuda de la gracia y con la intercesión poderosísima de la Madre de Dios. No podemos temer. Lo que hay que hacer es acudir al Señor y poner los medios que la Iglesia nos ofrece: la oración, la mortificación, la recepción frecuente de los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía. Vamos a decir a Jesús que deseamos ser fieles. Y a la Santísima Virgen: Madre mía, yo quiero ser fiel a tu Hijo, y para eso cuento con que Tú intercederás por mí. El Señor no puede dejar de oírte.

¿Os acordáis del milagro de las bodas de Caná? Santa María se da cuenta de que el vino está a punto de acabarse. Aquello sería una vergüenza para los novios, e intercede para evitar que pasen un mal rato. "No tienen vino"[17], dice a su Hijo. Jesús le da una respuesta aparentemente fría, para que nosotros aprendamos a tener fe y a confiar siempre en la intercesión de la Virgen, que es Omnipotencia Suplicante. Dijo el Señor a su Madre: "Mujer, ¿qué nos va a ti y a mí? Todavía no ha llegado mi hora"[18]. Pero sí había llegado la hora de realizar el primer milagro, porque se lo pedía la mejor de las madres, a quien un Hijo tan bueno —el mejor de los hijos— no podía negar nada. La Virgen lo sabía y, por eso, inmediatamente dice a los servidores: "haced lo que El os diga"[19].

Había allí seis tinajas de piedra, de gran capacidad. Jesús dijo a los criados: "llenad de agua las tinajas. Y las llenaron hasta arriba. Entonces les dijo: sacad ahora y llevad al maestresala. Así lo hicieron"[20]. Los criados sabían que se exponían a un castigo: en vez de llevar vino a la mesa, llevaban agua; pero obedecieron. ¿Por qué obedecieron? Porque María les había dicho que lo hicieran. Tuvieron confianza en las palabras de la Virgen, y "así, en Caná de Galilea, hizo Jesús el primero de sus milagros, con el que manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en El"[21].

Hijas e hijos míos, María Santísima, nuestra Madre, que se encuentra en cuerpo y alma en el Cielo, y es Reina de nuestros corazones, nos dice también a nosotros: haced lo que El os diga. ¿Y qué nos pide el Señor? Que seamos santos. Haec est voluntas Dei, sanctificatio vestra[22], la Voluntad de Dios es nuestra santificación: que luchemos para ser buenos hijos suyos, que procuremos mantener el alma limpia, por la Confesión sacramental frecuente y por la recepción de la Eucaristía. De esta manera, también llegará para nosotros el momento de subir al Cielo. No del mismo modo que la Santísima Virgen, porque nuestros cuerpos conocerán la corrupción del sepulcro debida al pecado. Sin embargo, si morimos en la gracia de Dios, nuestras almas irán al Cielo, quizá pasando antes por el Purgatorio para adquirir el traje nupcial que es indispensable para entrar en el banquete de la vida eterna[23], la limpieza necesaria para ser dignos de ver a Dios sicuti est[24], tal como El es. Después, en el momento de la resurrección universal de los muertos, también nuestros cuerpos resucitarán y se unirán a nuestras almas, glorificados, para recibir el premio eterno. Nos lo recuerda hoy la Iglesia en la segunda lectura, con palabras de San Pablo: "así como en Adán todos mueren, así también en Cristo todos serán vivificados. Pero cada uno en su propio orden: como primicia, Cristo; luego, en su parusía, los que son de Cristo. Después será el fin, cuando entregue el Reino a Dios Padre, cuando haya aniquilado todo principado, toda potestad y poder. Pues es necesario que El reine, hasta que ponga a todos los enemigos bajo sus pies"[25].

Hijos míos, vale la pena luchar, decir al Señor que sí; vale la pena —en este ambiente pagano en el que vivimos, y en el que por vocación divina tenemos que santificarnos y santificar a los demás—, vale la pena rechazar con decisión todo lo que nos pueda apartar de Dios, y responder afirmativamente a todo lo que nos acerque a El. El Señor nos ayudará, porque no pide imposibles. Si nos manda que seamos santos, a pesar de nuestras innegables miserias y de las dificultades del ambiente, es porque nos concede su gracia. Por lo tanto, possumus![26], ¡podemos! Podemos ser santos, a pesar de nuestras miserias y pecados, porque Dios es bueno y todopoderoso, y porque tenemos por Madre a la misma Madre de Dios, a la que Jesús no puede decir que no.

Vamos, pues, a llenarnos de esperanza, de confianza: a pesar de nuestras pequeñeces, ¡podemos ser santos!, si luchamos un día y otro día, si purificamos nuestras almas en el Sacramento de la Penitencia, si recibimos con frecuencia el Pan vivo que ha bajado del Cielo[27], el Cuerpo, y la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, realmente presente en la Sagrada Eucaristía.

Y cuando llegue el momento de rendir nuestra alma a Dios, no tendremos miedo a la muerte. La muerte será para nosotros un cambio de casa. Vendrá cuando Dios quiera, pero será una liberación, el principio de la Vida con mayúscula. Vita mutatur, non tollitur[28]. ¡Cómo paladeaba nuestro Padre estas palabras de la liturgia de la Iglesia! La vida se cambia, no nos la arrebatan. Empezaremos a vivir de un modo nuevo, muy unidos a la Santísima Virgen, para adorar eternamente a la Trinidad Beatísima, Padre, Hijo y Espíritu Santo, que es el premio que nos está reservado. Que Dios os bendiga siempre.

[1] Ant. ad Intr.

[2] Allel.

[3] J. Escrivá, Santo Rosario, IV misterio glorioso.

[4] Cfr. Pío IX, Bula Ineffabilis Deus, 8-XII-1854.

[5] Cfr. Rm 6, 23.

[6] Cfr. Jn 1, 14; Lc 1, 26-38.

[7] San Juan Damasceno, Homilia II in Dormitionem B. V. Mariae, 14.

[8] Prefacio de la Asunción.

[9] Cfr. Pío XII, Const. apost. Munificentissimus Deus, 1-XI-1950.

[10] Cant 6, 10.

[11] Prefacio de la Asunción.

[12] L. I (Apoc 12, 1).

[13] Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 65.

[14] Cfr. Ef 5, 27.

[15] Job 7, 1.

[16] Apoc 12, 17.

[17] Jn 2, 3.

[18] Ibid., 4.

[19] Ibid., 5.

[20] Ibid., 7-9.

[21] Ibid., 11.

[22] 1 Tes 4, 3.

[23] Cfr. Mt 22, 12.

[24] 1 Jn 3, 2.

[25] L. II (1 Cor 15, 22-26).

[26] Mc 10, 39.

[27] Cfr. Jn 6, 41.

[28] Prefacio I de difuntos.

Romana, n. 9, Luglio-Dicembre 1989, p. 240-243.

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