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Lettera ai membri della Prelatura che hanno ricevuto l'ordinazione sacerdotale nel Santuario di Nuestra Señora de los Angeles de Torreciudad (Spagna).

10 de agosto de 1989

Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a esos hijos que van a recibir la ordenación sacerdotal!

Hoy se me escapa de modo más intenso el alma a Torreciudad, donde el Señor os ha dado una cita que sellará vuestra alma para siempre. ¡Para siempre!, hijos míos, quedaréis configurados, de una manera nueva, con Cristo Cabeza de la Iglesia, Sumo y Eterno Sacerdote. Ante este gran misterio que es el Sacramento del Orden, que os conferirán dentro de pocos instantes, suplicad al Espíritu Santo que os conceda las mismas santas disposiciones de Nuestro Señor Jesucristo al dignarse bajar a este mundo nuestro para obrar la Redención: ecce venio... ut faciam, Deus, voluntatem tuam (Hebr 10, 7): vino a cumplir cabalmente la Voluntad del Padre. Así, nosotros —sus ministros— hemos de asumir como actitud fundamental de nuestra alma el afán de llevar a cabo en todo, y santamente, la Voluntad divina. Dios os llama a participar, por el camino del ministerio sacerdotal, en la misma suerte de su Hijo: vuestra existencia, pues, se ha de consumir en secundar sin tasa alguna el designio inefable de la Redención, injertados en comunión de vida con Cristo.

Meditadlo siempre, hijos míos; el eje de vuestra llamada sacerdotal radica en un caminar, fiel y constantemente, sin soluciones de continuidad, bien centrados en Cristo, con una entrega dichosísima a la tarea de participar en la gran epopeya de la Redención. Vuestra actitud ante los hombres ha de ser, por tanto, la misma de Nuestro Señor y Maestro Jesucristo, que afirmó: "Yo estoy en medio de vosotros como quien sirve" (Luc 22, 27). Así ha de conducirse el sacerdote entre todos sus hermanos: como un servidor, que no actúa para imponer su querer, su personalidad, sino para darse a los demás como el Hijo de Dios nos ha enseñado. ¡Qué grandeza la de este servicio! Y qué dolor si el ministro, en lugar de servir, pretendiera ser servido. Hijos míos, insisto, poned los ojos en Cristo; miradlo atentamente hasta calar en el latido de su Corazón y manifestadle con determinación: Señor, yo quiero unirme íntimamente a Ti, para ejecutar con absoluta y leal dedicación la Voluntad de Dios Padre, entregando también mi ser entero por la salvación de las almas todas.

Da gracias, hijo mío, por haber sido injertado con esta incorporación de la sagrada orden, que vas a recibir, al Eterno Sacerdocio de Cristo, para distribuir entre la humanidad las gracias que dan vida al alma. Mediante tu específico ministerio sacerdotal estás invitado a dedicarte a atender, sin regateos, a cada uno de tus hermanos, para que se forme en cada alma esta figura nueva, propia de la vocación cristiana: la de imitadores de Cristo.

Como sacerdote, todo tu ser —medítalo con frecuencia, también a la hora del cansancio— está ya consagrado para obrar impersonando a Cristo. Piensa, pues, cuánto has de amar tu ministerio sacramental. Recuerda, en los más diversos momentos, de qué manera nuestro queridísimo Fundador nos ha hecho amar la administración del santo Sacramento de la Penitencia, por el que Cristo —desde ahora, también a través de ti, hijo mío— reconcilia con el Padre a la criatura humana que se ha desviado del recto sendero por el pecado.

Considera frecuentísimamente la grandeza del Santo Sacrificio del Altar, por el que Nuestro Jesús —así le llamaba amorosamente nuestro Padre— se hace presente sacramentalmente en tus manos, y cuya celebración te confía la Iglesia como el tesoro más precioso de tu nueva misión: ¡ahonda en este gran privilegio: la Trinidad Santísima te escoge para que renueves el Divino Sacrificio del Calvario, con el que Dios nos liberó de la condición de esclavitud del demonio!

Hijos míos, alzad la mirada a los cinco Continentes. Una inmensa muchedumbre ansía —quizá sin saberlo— recibir las gracias que Cristo nos alcanzó desde el Madero Santo. Me parecen como dirigidas especialmente a vosotros aquellas palabras del Maestro a sus apóstoles ante la turba desfallecida: date illis vos manducare (Mt 14, 16): ¡dadles vosotros de comer! A vosotros, hijos, os toca ahora poner por obra este mandato evangélico; desea el Señor que, con su Palabra y con el nuevo Pan de Vida que es su Cuerpo, alimentéis a la gran multitud —hambrienta de Dios, repito— que puebla esta tierra nuestra. Vibrad, por tanto, ante el vasto panorama apostólico, que ahora con el sacerdocio se confirma de otra manera en vuestra alma: ¡cuántas criaturas a las que confortar con las gracias sacramentales!; ¡cuántas familias a las que regenerar con la caridad de Cristo!; ¡cuántos corazones en los que suscitar el anhelo de acercarse con intimidad a Nuestro Señor! No podemos dormirnos los sacerdotes, ante la urgencia de recibir la luz de Cristo que nos muestra el mundo. Dejadme, es un deber gustosísimo y una obligación mía como Prelado vuestro, empujaros a que ahondéis en la vida de nuestro santo Fundador: con qué acentos de amable exigencia nos predicaba a todos sus hijos e hijas el imperioso deber de adquirir esa alma sacerdotal que impulsa a vibrar en ardiente amor por el prójimo, sea quien sea. Imitadle, hijos míos, rogándole con devoción que sepáis consumir vuestros años, al hilo de su ejemplo, con la más total abnegación; recordad que, como nos enseñó permanentemente, para los sacerdotes y para todos los fieles del Opus Dei, el único y mejor orgullo es el de colocarnos a disposición de quienes nos rodean; es poner con generosidad nuestro corazón en el suelo para que los demás pisen blando.

Para realizar este programa, os dejo en las manos de nuestra Madre, precisamente ahí, en este Santuario construido sobre el fundamento sólido del amor ilimitado a Santa María que nuestro Padre cultivó en su alma día a día. Amadla vosotros así, acudid a su protección, amparaos en su refugio, es decir: sed buenos hijos de nuestro Fundador, imitándole en este trato con Ella, la criatura más excelsa de la tierra, que resumió su vida con una palabra que es todo un tesoro: fiat! Y así recorreréis esta nueva etapa bien seguros, porque —como Ella— os ocuparéis única y exclusivamente de las cosas de Dios.

Al encomendar hoy al Señor vuestro camino sacerdotal, rezo también de todo corazón por vuestros padres y hermanos que, con el ejemplo y con el cariño lleno de abnegación que os han dedicado, han hecho posible este encuentro vuestro con Cristo. Llevadlos —como nos repitió nuestro santo Fundador— diariamente en vuestros corazones, con un agradecimiento que se manifieste en una continua oración por ellos: así les querréis siempre más y mejor.

Aprovecho esta ocasión, hijos míos, para pediros también vuestro afecto y vuestras oraciones por el Excelentísimo y Reverendísimo Señor Arzobispo de Burgos, mi queridísimo amigo Mons. Teodoro Cardenal, al que debéis sentiros muy ligados a partir de ahora, pues será el ministro de Dios y de su Iglesia para que lleguen a vuestras almas las gracias insondables que, con el sacerdocio, se os transmitirán desde el Cielo.

No quiero despedirme de vosotros sin rogaros que aprovechéis este día tan grande para pedir al Señor, por la intercesión de la Santísima Virgen, que bendiga y protega al Santo Padre Juan Pablo II, a cuyo Magisterio habéis de uniros constante y estrechamente, como hijos y servidores fieles de la Iglesia. Rezad también, con alegría y con gran respeto, por la Jerarquía de la Iglesia y por todos vuestros hermanos sacerdotes.

Os invito finalmente —permitidme que insista— a que alcéis vuestras almas en acción de gracias a la Trinidad Beatísima por la heroica fidelidad de nuestro queridísimo Fundador a la Divina Voluntad, para hacer así el Opus Dei. Como bien sabéis, todos en la Obra somos hijos de su oración y de su mortificación. Por eso, contemplad a toda hora su ejemplo, si de veras deseáis ser sacerdotes santos, según el corazón de Cristo. No me olvidéis, hijos, que os ordenáis para servir a la Iglesia Santa, según el camino y el espíritu de la Prelatura, que os llevará a trabajar con ahínco siempre mayor para ayudar a vuestras hermanas y a vuestros hermanos, y a todas las almas que el Señor coloque en vuestro caminar diario. Y, por último, os suplico que no olvidéis en vuestras oraciones a este Padre vuestro que tanto os quiere y que os bendice con toda el alma, también en nombre de nuestro Padre

vostro Padre

Alvaro

Romana, n. 9, Luglio-Dicembre 1989, p. 252-254.

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