Un'intervista all'Avv. Santiago Escrivá, fratello del Fondatore dell'Opus Dei
Santiago Escrivá de Balaguer, unico fratello vivente del Beato Josemaría Escrivá, ha concesso un'intervista alla rivista spagnola "Palabra" (num. 326 del maggio 1992, pp. 11_15). Per il suo evidente interesse, ne riportiamo integralmente il testo.
Josemaría, para mí, más que un hermano, fue un padre
Era un santo "de carne y hueso", no un santo "de pasta flora"
Primavera de 1918. Logroño. Una idea va invadiendo con fuerza el ánimo del joven Josemaría Escrivá de Balaguer. Entiende que Dios le pide algo. No sabe qué. Para estar más disponible a esa llamada, decide hacerse sacerdote. Resuelve comunicárselo a su padre, Don José Escrivá Corzán, cabeza de una familia muy unida. Don José escucha en silencio a Josemaría. Se queda absolutamente sorprendido. Se vienen abajo todos los planes que soñaba para su único hijo varón. Y él, que no ha llorado nunca ante tantos sucesos dolorosos, siente cómo gruesas lágrimas se deslizan por sus mejillas. Con calma, recomienda a su hijo que lo medite muy bien antes de decidir: "Hijo mío, piénsalo bien. Los sacerdotes tienen que ser santos... Es muy duro no tener casa, no tener hogar, no tener un amor en la tierra. Piénsalo un poco más... Pero yo no me opondré".
Josemaría entiende bien que a su padre le apene ver el fin de la rama masculina de los Escrivá. Quizás aquel mismo día, Josemaría empezó a pedir al Cielo un nuevo hijo varón para sus padres. Los ve ya mayores y gastados por la vida. Humanamente, no parece probable que puedan cumplirse sus deseos. Pero él lo pide con gran fe. Por ello recibirá una alegría grande, al empezar el otoño de 1918, cuando su madre, Doña Dolores Albás y Blanc, les llama a él y a su hermana Carmen para decirles muy contenta: "¡Vais a tener otro hermano!". Josemaría está feliz. No duda en ningún momento de que el nuevo hermano será un varón. Cuando el 28 de febrero de 1919 nazca el pequeño Santiago, Josemaría verá en él no sólo al "continuador" del apellido, sino un cariñoso regalo de Dios y un especial refrendo de su personal decisión de ser sacerdote.
Hoy, Santiago Escrivá de Balaguer, abogado y padre de nueve hijos, rompe una norma que se impuso hace mucho tiempo: la de "no figurar", "no acaparar atención por ser el hermano del Fundador del Opus Dei", "no andar saliendo en los periódicos". Y lo hace ahora, "porque la beatificación de mi hermano Josemaría es una circunstancia excepcional... y he de dar muchas gracias a Dios, por haber vivido tan cerca de un santo".
Ha sido preciso vencer su natural resistencia, con un simpático forcejeo: "hablar de la familia es como abrir las puertas de la intimidad y sacarla al escaparate". Al fin, enhebramos esta conversación, con una sola condición: Santiago Escrivá de Balaguer no quiere entrar en polémicas "con quienes han dicho y escrito cosas que he visto publicadas y que son tan falsas que... ni merece la pena discutirlas".
Chasquea la lengua con expresión apenada y hace un gesto maquinal con la mano, como si quisiera zanjar la cuestión y pasar la página:
—Mire, conozco a algunas de esas personas maledicentes y sé que no les mueve el amor a la verdad: o tienen otros móviles bastardos, o intentan justificar sus propias trayectorias equivocadas. Pero yo quiero hacer lo que me aconsejaría mi hermano, también en esta ocasión, como lo hizo en vida, en parecidas circunstancias de calumnia y difamación contra su persona: "Perdonar, callar; rezar y sonreír ".
UN INTERROGATORIO EXHAUSTIVO Y AGOTADOR
—Pero hay mucha gente de la calle, que no ha conocido al Fundador del Opus Dei, y no tienen otra noticia que las medias verdades y las medias mentiras difundidas por unos y por otros...
—¡Hombre... eso no! ¡Con todo lo que hay publicado, y de buena tinta, sobre mi hermano y sobre la Obra, hay para pasarse media vida leyendo! Están sus escritos de espiritualidad; están no sé cuantísimos libros y folletos que tratan sobre el Opus Dei; están las siete u ocho biografías; están las "hojas informativas"; están las filmaciones de varias tertulias y encuentros que mantuvo en diversos países con gentes de todo tipo; están las cartas testimoniales de numerosas personalidades del mundo eclesiástico y civil... Para quien quiere ir a beber a la fuente, a la verdadera fuente, hay material abundantísimo y de primera mano. Lo que no tiene sentido es querer informarse donde, de ordinario, se critica a la Iglesia, se tergiversa lo que dice el Papa y se ataca mendazmente a la Obra.
Y usted, siendo el hermano del Fundador del Opus Dei y testigo de excepción de su vida santa, ¿no pensó que debía salir al paso de ciertas afirmaciones insidiosas?
—No, porque creo que las mentiras se destruyen y se desvanecen por sí solas. Y en este caso concreto, quien debe juzgar la santidad de un cristiano no son los periódicos, sino la Iglesia. No tuve ningún inconveniente en prestar declaración ante los tribunales que instruyeron la Causa, ¡y eso que el interrogatorio fue exhaustivo y agotador! Era razonable que, como testigo de muchos tramos de su vida, yo narrase lo que había visto. Era un serio deber de justicia, y lo hice muy gustoso... y muy consciente de su enorme transcendencia.
—Dice usted, que el interrogatorio fue "exhaustivo y agotador"...
—Sí, fue un "examen" largo, denso y profundo. Hecho a conciencia. Los católicos —que, en definitiva, es a quienes les importa que un cristiano sea elevado a los altares pueden estar bien tranquilos, porque la Iglesia, después de haber estudiado a fondo la vida de mi hermano, ha declarado que "constan las pruebas" de que vivió heroicamente todas las virtudes. Y el Papa, con su autoridad personal, ha ratificado esa decisión. Para una persona con fe, esto da una seguridad enorme.
AMBIENTE FAMILIAR
—Don Santiago, usted ha podido aportar a la instrucción de la Causa los recuerdos y las vivencias de esa dimensión más entrañable de un santo: su ambiente familiar...
—Cierto que sí; pero no olvide que en la Obra, ahora como en sus inicios, todo tiene ese calor y ese ambiente familiar. Mi hermano quiso que ese clima de familia estuviese en todos los Centros del Opus Dei. Es más, él definía a la Obra como "familia y milicia". En el fondo, no fue otra la razón de que Josemaría pidiese a mi madre y a mi hermana Carmen que le ayudaran, material y personalmente, a convertir las primeras residencias de estudiantes en verdaderos hogares de familia. Más le diré: entre los años 1932 y 1934, mi hermano vivió con nosotros, su "familia de sangre", en el piso de la calle Martínez Campos, 4, de Madrid. Esa vivienda, montada con buen gusto en todos los detalles, en contraste con la escasez de medios económicos, puede decirse que fue el primer Centro de la Obra, porque allí acudían los chicos a los que mi hermano trataba y atendía espiritualmente, y se sentían auténticamente como en su propia casa. El biógrafo alemán Peter Berglar ha escrito, y con mucha razón, que "puede decirse que la familia del Fundador —sus padres y hermanos— cimentó la «estructura» de la Obra". Sí, visto a lo humano, el "fundamento" de lo familiar en el Opus Dei fue mi familia. Tiene, pues, mucho sentido que los restos de mis padres reposen en la cripta de la casa "Diego de León" en Madrid como un símbolo de que en los cimientos de la Obra estuvo siempre la familia del Fundador. Y también como un cariñoso reconocimiento a su entrega, el cuerpo de mi hermana Carmen reposa en la sottocripta de Villa Tevere, la casa central de la Obra en Roma.
—Precisamente por eso, me gustaría que hablásemos del hogar de los Escrivá y Albás, donde se crió y se formó su hermano Josemaría, porque él solía decir que a los padres se les debe el noventa por ciento de la vocación... y es de suponer que su propio caso no sería una excepción.
—Eso es una gran verdad. Como dice el refrán "de tal cepa, tales vinos". Mis padres supieron crear en su hogar un ambiente profundamente cristiano. Hubieron de afrontar un fuerte revés económico que les obligó a trasladarse de Barbastro a Logroño y a cambiar de vida, con estrecheces y conociendo de cerca la austeridad, la escasez y la falta de muchas comodidades y servicios que habían tenido antes. Pero todo eso lo llevaron con serenidad, con dignidad, con elegancia y... con alegría. Yo nunca vi a mis padres malhumorados, ni cariacontecidos, ni quejumbrosos. El nuestro fue, como después diría y repetiría mi hermano Josemaría, "un hogar luminoso y alegre".
A mi padre le recuerdo poco, porque falleció cuando yo tenía cinco años. Había sufrido mucho en su vida, pero nunca le vi enfadado ni triste, sino con sentido del humor. Era un hombre emprendedor, trabajador y muy honrado; lleno de bondad, de paciencia y de rectitud; alegre, elegante, sincero, generoso... Mi hermano solía decir de él que "era muy limosnero". Tanto él como mi madre vivían una recia piedad, sin "beaterías", pero apoyada en sólidas devociones cristianas: a la Eucaristía, al Señor Crucificado, a la Santísima Virgen... En mi casa se bendecía la mesa, se rezaba el rosario, se vivía el tiempo de Cuaresma, se cantaban villancicos ante el "belén"... y de nuestros padres aprendimos, mis hermanos y yo, las primeras oraciones, y los primeros criterios que nos ayudarían para siempre a discernir el bien y el mal.
Mi madre era muy mujer de su casa, muy femenina, muy cariñosa con nosotros. Trabajaba poniendo amor y primor hasta en las cosas más pequeñas. Cuidaba los detalles. Se esmeraba. La idea que tengo de ella es la de una mujer que tenía una gran delicadeza de alma y una gran reciedumbre para no consentirse caprichos. Ella vivía volcada en los demás. Mi madre y mi hermana Carmen fueron, porque así se lo pidió Josemaría, las primeras manos de mujer que cuidaron lo que podríamos llamar la "administración" o "el gobierno doméstico" de los Centros de la Obra, hasta que llegaron las primeras vocaciones femeninas. Y aun entonces, Carmen continuó ayudándoles, enseñándoles y echándoles una mano... De hecho, hay algo muy singular que nació de un modo espontáneo, sin que lo forzase nadie: los chicos y las chicas de la Obra, a mi madre le llamaban "la Abuela"; y a mi hermana, "Tía Carmen". ¡Y eso no fue una imposición, eso salió así, de modo natural, porque se sentían "familia"!
También debo decir que con un tacto muy fino, con una sabia prudencia y con buenas dosis de desprendimiento personal, por parte de ellas dos y por parte de mi hermano, hubo siempre una separación exquisita entre lo que era la Obra y lo que era la familia del Fundador. No se trataba de un equilibrio rebuscado, sino de algo que fluía armoniosamente porque, sin duda ninguna, allí estaba la gracia de Dios. Josemaría tenía muy claro que él debía orientar su vida entera a servir a la Iglesia y a sacar adelante la Obra, porque eso era lo que Dios le pedía y, por tanto, nada podía ser obstáculo a su vocación.
Un ejemplo: mi madre estaba enferma con neumonía. Y aunque los médicos no preveían un desenlace rápido de la enfermedad, a Josemaría le costó ¡ya lo creo que le costó! dejarla en la cama, para irse a Lérida a predicar unos Ejercicios a sacerdotes diocesanos. Pero era su deber. Tenía que hacerlo. Mi madre falleció, estando él ausente. Don Alvaro del Portillo le telefoneó para darle la noticia. Él regresó inmediatamente, con el corazón roto. Dos días más tarde, dirigiendo una meditación a los chicos de la Obra, les diría: "Aunque se procure que mis hijos estén junto a sus padres cuando mueran, no siempre será posible por necesidades de apostolado. Y has querido, Señor, que en esto yo vaya también delante". ¡Así era él y así era su entrega!
EN LA INTIMIDAD
—Aunque usted entonces no había nacido, sí oiría contar en su casa aquel viaje de sus padres a Torreciudad, para agradecer la Virgen la curación de Josemaría...
—Sí, se lo oí contar a mis padres varias veces. Mi hermano tuvo una enfermedad infecciosa grave, y los médicos le habían desahuciado. Mi madre recurrió a la Virgen de Torreciudad. El niño se curó, de la noche a la mañana. En agradecimiento, mis padres peregrinaron a Torreciudad. En aquellos años de principios de siglo, esto debió ser en 1904, por aquellos malos caminos y montando en la cabalgadura de una mula, la romería tuvo que ser muy incómoda. Mi madre llevaba a Josemaría en sus brazos. Siempre he pensado que quisieron imponerse aquel viaje como un sacrificio, como algo costoso. Lo fácil habría sido ir a la Virgen del Pueyo, cercana a Barbastro. Pero era muy grande el favor que había hecho la Virgen, y ellos correspondieron con ese arranque generoso.
—Su hermano le llevaba a usted diecisiete años. Con tal diferencia de edad, ¿qué trato había entre ustedes dos?
—Me quería muchísimo... Fue para mí mucho más que un hermano: hizo las veces de un auténtico padre. ¡Tengo tantos y tan estupendos recuerdos! No sabría escoger uno... A medida que uno se hace viejo, van quedando más nítidas las evocaciones de los tiempos de la infancia y de la adolescencia: me sacaba de paseo cuando tenía algún rato libre, me echaba una mano con los deberes del colegio, se preocupaba de buscarme lecturas que me divirtiesen... Josemaría tenía una serie de novelas de Salgari y de Julio Verne. Yo las había ido leyendo a escondidas, porque sabía dónde las guardaba. Cuando llegó el día de mi Primera Comunión —que me la dio él— me regaló la colección completa. Tenía siempre muchos detalles de cariño conmigo. Con Josemaría me lo pasaba en grande, porque tenía chispa, era muy divertido y sabía sacarle gracia a todo.
—¿Cómo era Josemaría Escrivá, en la intimidad?
—Mi hermano no tenía dos vidas distintas, una de puertas afuera y otra de puertas adentro. No. Es algo en lo que poca gente se ha fijado; pero él, teniendo tanta y tan rica vida interior, jamás tuvo vida privada. Era un hombre que estaba a disposición de los demás las veinticuatro horas del día, y durante todos los días de su vida.
UNA PERSONALIDAD RECIA
—Pero usted, Don Santiago, por ser de su familia, tendría de él una visión más cercana, más humana, más natural... Usted le tuteaba y le conocía en esa dimensión doméstica y nada mitificada "de andar por casa". Dígame, ¿cómo era el carácter de Josemaría?
—Mi hermano tenía una personalidad muy recia y muy cuajada: un carácter fuerte, enérgico e impetuoso, y al mismo tiempo era muy alegre, muy cariñoso, muy simpático. Difundía a su alrededor una alegría contagiosa. A la gente que le trataba podía atraerle su fe, su sincerísima vivencia de la fe, su mensaje espiritual... también su personalidad de una pieza y algo muy difícil de explicar con palabras... no sé... él transmitía su cercanía con Dios... se notaba a su lado que era un hombre muy metido en Dios... Pero yo no desdeñaría, en absoluto, ese trazo tan atractivo de su carácter que era la simpatía y la vitalidad. Era un santo "de carne y hueso". No un santo "de pasta flora". Tenía un gran temperamento, y una pujante vitalidad. Lo formidable es que sabía conjugarlo con una ecuanimidad y una serenidad de ánimo que daban paz, mucha paz. Él fue, al pie de la letra, "un sembrador de paz y de alegría". Era un hombre muy exigente consigo mismo y muy entregado a los demás. Tenía, para cualquiera, conocido o desconocido, un corazón recio y grande lleno de ternura. No teniendo nada, porque siempre quiso vivir una pobreza real, era magnánimo. Y podía serlo porque poseía un alma grande.
—Y, teniendo ese carácter fuerte y enérgico, ¿no le vio usted estallar alguna vez, cuando le habían calumniado?
—Jamás le vi reaccionar con ira, ni perder el dominio y el control de sus nervios. Jamás. Ya le digo que era muy sereno de ánimo. Pero aún se dominaba más, si cabe, cuando le atacaban: soy testigo de cómo, ante afirmaciones injuriosas, manifiestamente falsas, reaccionaba con una mansedumbre pasmosa, sorprendente. Perdonaba al instante. Él dijo en algunas ocasiones que no había tenido que aprender a perdonar, porque era hombre que sabía querer. Incluso, me atrevería yo a decir que quería más, o con más hondura y con predilección, a quienes más le atacaban o más se ensañaban con él y con la Obra. Las calumnias y las difamaciones le apenaban, es natural, porque tenía corazón. Pero en el fondo le importaban muy poco: sólo le dolía lo que ahí hubiera de ofensa a Dios. Así lo decía y así era de verdad. Esto, de tejas para abajo, no se entiende. Ese rasgo, tan singular y tan constante de su conducta, era una clara manifestación de su vida de unión con Dios.
"FUEGO HE VENIDO A TRAER..."
—¿Qué significó, para la familia Escrivá y Albás, que su hermano fuese el Fundador del Opus Dei?
—Me parece importante aclarar que Josemaría jamás impuso, cara a la familia, su dimensión de Fundador. Ahora bien, significó mucho para nosotros, porque él dedicó todas sus energías, todos sus talentos, todos sus bríos y todo su tiempo a cumplir la voluntad de Dios. Él consagró su vida entera a hacer la Obra, sin permitirse paréntesis ni vacaciones para ninguna otra cosa, para ningún otro proyecto. Nosotros, su familia más cercana, pusimos lo que estaba de nuestra parte para ayudarle. Bueno, más bien mi madre y mi hermana, porque yo era un chaval. Ellas, al conocer lo que el Señor le pedía a mi hermano, se dedicaron con gran temple cristiano, y con una generosidad sin topes, a secundar a Josemaría para que cumpliese la misión que había recibido de Dios.
Solía decir Josemaría que "Dios daba una en el clavo y ciento en la herradura", queriendo expresar que, para moldearle a él, Dios le golpeaba donde más le dolía, que era su familia. Pensaba que las dificultades económicas que atravesamos, por la ruina del negocio de mi padre, las había permitido Dios para hacerle conocer la escasez de medios, la incertidumbre del futuro, el desplome de una situación social floreciente, las amistades que se vuelven huidizas... Todo eso lo veía él, en clave positiva, como una escuela de virtudes, como un taller de aprendizaje para la forja del carácter.
—¿Les explicó el Opus Dei, desde el primer momento?
—No inmediatamente. Dejó pasar algún tiempo. Nosotros veíamos la desbordante actividad que desarrollaba Josemaría en Madrid: llevaba la dirección espiritual de muchos universitarios, obreros, empleados...; dedicaba gran parte de su tiempo a confesar y atender espiritualmente a los enfermos de diversos hospitales de Madrid, y a muchos otros que visitaba en sus casas, en los barrios más extremos; impartía catequesis de niños y adultos... Pero no sabíamos qué le impulsaba a sacar adelante toda aquella labor. Había algo claro, eso sí: que mi hermano no era sacerdote para "hacer carrera eclesiástica". Un buen día, por el año 1932, nos explicó la Obra. Entonces, mi madre ató cabos, y le dijo: "ya entiendo, ya entiendo lo que hacías...". La respuesta de mi madre y de mi hermana fue, desde ese momento, de plena colaboración. Pusieron a su disposición todo lo que les pidió, que era lo poco que en casa teníamos. Incluso, dedicaron su vida a ayudar a Josemaría.
Yo era muy joven, un muchacho, y no me enteraba de casi nada. Recuerdo que, cuando Josemaría se creía solo en casa, repetía con frecuencia una frase del evangelio: "fuego he venido a traer a la tierra, ¡y qué quiero sino que arda!". Él la decía en latín, la repetía una y otra vez, y hasta la canturreaba. Tanto se lo oí, que me la aprendí de memoria, sin saber qué quería decir:"Ignem veni mittere in terram, et quid volo nisi ut accendatur!" Ya digo: yo era un niño y hacía de "mono de imitación". Hasta que un día me preguntó: "¿qué estás cantando?" Y le contesté: "¡pues lo mismo que tú repites todo el día!". En otra ocasión, jugando yo por la casa, encontré un instrumento de penitencia en la habitación de Josemaría. Lo cogí con extrañeza y acudí a preguntar a mi madre: "mamá, fíjate lo que he pescado a Josemaría..." Mi madre inmediatamente me dijo: "déjalo donde estaba". Y yo, sin poder vencer mi curiosidad: "¿pero qué es?". "Un cilicio", me contestó mi madre. Me impresionó el hallazgo, pero no supe calibrar ni valorar lo que mi madre ya conocía bien: las mortificaciones, a veces tremendas, a que se sometía mi hermano.
—¿Cuándo se dio cuenta usted de lo que Josemaría tenía entre manos?
—Aún tuvieron que pasar unos años. Yo no me percaté, de verdad, hasta que durante la guerra civil leí unos cuadernos de hule en los que Josemaría venía tomando sus apuntes espirituales durante años y años. No sé si debí o no debí leerlos, porque eran notas íntimas de su vida interior. Aquellos textos manuscritos me hicieron descubrir la hondura de su alma, las calidades y la intensidad de su vida de oración y de sacrificio, su profundísima humildad, la grandeza de la obra que tenía entre manos, y por dónde le llevaba Dios, a veces con gracias extraordinarias. Entonces fue cuando entendí muchas cosas, de una vida heroica, de una vida santa, que no acababa de comprender.
EL MAROUESADO DE PERALTA
—Un tema recurrente en los medios de comunicación suele ser el del famoso Marquesado de Peralta. Al parecer, su hermano rehabilitó ese título para usted. ¿Por qué lo hizo?
—Pues lo hizo porque quería mucho a su familia. No le animó ningún móvil de vanidad, sino de piedad filial y de justicia. Él pensó, en primer lugar, en nuestros padres que tanto le ayudaron a sacar adelante la Obra que Dios le pedía, a costa de muchos sacrificios. También pensó en mí y en mis hijos: cuando yo formé una familia y mis hijos fueron creciendo, Josemaría consideró que no podía privar a los nietos de sus padres de algo que, en derecho, les pertenecía. Y es que, como Josemaría era el mayor, a él le correspondía solicitar la rehabilitación del título.
Además, era muy propio de Josemaría actuar de ese modo: estaba persuadido de que sus derechos y sus deberes, como cristiano y como sacerdote, no eran incompatibles con los de ciudadano. Tenía un claro concepto de la ciudadanía, y en ningún momento se consideró un ciudadano de segunda categoría, por el hecho de ser sacerdote.
—¿Y su hermano Josemaría no se dio cuenta de que ese hecho iba a suscitar muchas críticas y a provocar muchas suspicacias? ¿No calculó que se exponía a no ser bien entendido?
—¡Ya lo creo que se dio cuenta! No lo hizo a la ligera. Lo pensó detenidamente, durante algún tiempo, en su oración personal. Pidió consejo, no sólo a personas de su entorno y de su confianza, sino también a prelados de la Santa Sede. Y todos le contestaron afirmativamente: le dijeron, sin excepción, que no sólo podía sino que debía ejercitar ese derecho, porque tenía que dar ejemplo a sus hijos de lo que venía predicando desde 1928: que la santidad está en cumplir con perfección los derechos y los deberes de estado de cada uno. Solicitó la rehabilitación del Marquesado, por una cuestión de justicia, de cariño fraterno y por una cuestión de secularidad.
Pero en la vida de mi hermano, este episodio es sólo una anécdota: no tiene ninguna importancia. Fue una manifestación de caridad y de justicia con los suyos, y fue también un acto de humildad heroica, porque se expuso a críticas muy severas, muy agrias y muy injustas. Le hubiese sido mucho más fácil no pedirlo. Pero como él nunca buscó su gloria, no le importó que algunos aprovechasen la ocasión, para escandalizarse hipócritamente. Es más, ni siquiera se defendió públicamente.
—¿Y cuándo le traspasó el título?
—En cuanto pasó un tiempo prudente. En este asunto obró siempre solidariamente conmigo, que a fin de cuentas iba a ser el beneficiario. A él todo esto le era indiferente: ¡si ni siquiera lo usó una sola vez!
MAS OUE UN HERMANO, UN PADRE
—Da la impresión de que su hermano Josemaría, al rehabilitar ese título nobiliario que a él no le interesaba para nada, lo que en realidad deseaba era saldar una deuda familiar. ¿Acaso, porque hacer el Opus Dei le supuso desentenderse de su familia?
—¡Ni hablar! Mi hermano jamás se desentendió de nosotros: ni de mis padres, ni de mi hermana Carmen, ni de mí... ni de mi mujer ni de mis hijos, a quienes siguió con inmenso interés y desvelo, supliendo en ocasiones la distancia geográfica con innumerables atenciones y detalles de cariño verdadero.
Tan cierto es, como ya he dicho, que nosotros adaptamos nuestra vida a las vicisitudes y necesidades de la Obra, yendo durante bastantes años de la ceca a la meca, como que mi hermano se preocupó y se ocupó de nosotros, siempre, con una generosidad enorme y con sacrificios muy grandes, a base de multiplicar su trabajo y sacar tiempo de donde no lo tenía, dando clases particulares para proveer nuestra manutencion, buscándonos casa, ayudándome a mí a sacar adelante mis estudios y a abrirme camino en la vida...
Yo era un niño de cinco años, cuando falleció mi padre; pero recuerdo perfectamente —porque fue una impresión muy fuerte, de las que no se olvidan— cómo Josemaría le prometió a mi madre, delante del cadáver de mi padre, que tomaba sobre sus hombros la responsabilidad de atendernos y cuidarnos. Y así lo vivió siempre. Yo sé lo que es ser padre, porque Dios me ha bendecido con nueve hijos, y puedo decir cabalmente que Josemaría, para mí, más que un hermano fue un padre... Entre él y yo no hubo nunca ninguna deuda que saldar. Yo sólo tengo motivos para estar, lo que me quede de vida, dándole gracias.
—Y muchas gracias a usted.
Romana, n. 14, Gennaio-Giugno 1992, p. 140-146.