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Mensaje del 20 de septiembre

Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!

Hace pocos días, en la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, recordé una vez más las palabras que nuestro Padre [san Josemaría] nos dirigió el 14 de septiembre de 1969, al terminar la bendición con el Lignum Crucis. En aquella ocasión, fue enumerando motivos por los que hemos de amar la Cruz. Ya al final, como una razón más, nos dijo que será siempre nuestra compañera de camino. La encontramos personalmente, en circunstancias y modos diversos.

Por eso, es muy bueno reavivar, siempre de una manera nueva, la fe en la eficacia de nuestra unión a la Cruz de Jesús. Podemos traer a nuestra mente aquellas palabras de san Pablo: «Completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24).

Sabemos que, en realidad, nada falta a la inmensa eficacia del sacrificio de Cristo. Pero Dios mismo, en su Providencia que no acabamos de entender del todo, quiere que participemos en la aplicación de su eficacia. Esto es posible porque nos ha hecho partícipes de la filiación de Jesús al Padre, por la fuerza del Espíritu Santo: «Y si somos hijos, también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo; con tal de que padezcamos con él, para ser también con él glorificados» (Rom 8,17).

Con frecuencia nos ayudan los signos externos. En ese sentido, como el Papa Francisco ha comentado en alguna ocasión, las imágenes de la Cruz que tenemos cerca –—en nuestro lugar de trabajo, en nuestra casa, etc.— son una invitación a unirnos al Señor.

Acompañar a la Santísima Virgen, junto a la Cruz, nos ayudará a que nuestro corazón sepa «leer en ese libro que es Cristo crucificado: para llenarnos de paz, de alegría y de deseos de santidad» (San Josemaría, Meditación, 15 de septiembre de 1970).

Roma, 20 de septiembre de 2021

Romana, n. 73, Julio-Diciembre 2021, p. 206-207.

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