envelope-oenvelopebookscartsearchmenu

Mons. George Gänswein ordena 27 sacerdotes de la Prelatura (22-V-2021)

Mons. Georg Gänswein, prefecto de la Casa Pontificia y secretario de Benedicto XVI, ordenó el 22 de mayo a 27 sacerdotes de la prelatura del Opus Dei en la basílica de San Eugenio de Roma. El prelado del Opus Dei, Mons. Fernando Ocáriz, participó en la ceremonia e impuso las manos a los nuevos sacerdotes después del obispo consagrante.

Debido a las medidas para contener la pandemia, se consintió la participación a algunos familiares de los nuevos sacerdotes y a un reducido número de fieles. La ordenación fue retransmitida en directo a través de la página web del Opus Dei.

En su homilía, el arzobispo Georg Gänswein exhortó a los nuevos sacerdotes a «permanecer en Cristo». «El progreso en la fe, en la esperanza y en el amor se da solo cuando permanecemos en Cristo y somos fieles a su palabra. Quien recibe la consagración sacerdotal, en cambio, ha decidido permanecer en el Señor». «Nadie se hace sacerdote a sí mismo. El sacerdote está vinculado al mandato de conducir a los hombres a Jesucristo, animarlos a vivir en Él y en su Palabra», les dijo.

Para Mons. Gänswein, «la expresión más hermosa para describir la tarea de un sacerdote es 'el hombre que bendice'. Puede bendecir desde el Señor. Y esta tarea comporta poner la propia vida bajo el misterio de la Cruz, con valentía y humildad».

El sacerdote «no es simplemente el representante de una institución que desarrolla algunas funciones» —añadió— sino que «hace algo que ningún hombre puede llevar a cabo por sí mismo, lo hace en nombre de Cristo». En este sentido «ser sacerdote no es una función sino un sacramento. Dios se sirve de un pobre hombre para estar con todos los hombres y operar a favor de ellos».

«Da pena cuando un sacerdote o un obispo no anuncia el Evangelio con fuerza e integralmente, sino que dispensa sus propias opiniones o ideas», dijo.

El obispo consagrante finalizó la homilía confiando a los 27 nuevos sacerdotes a la Madre del Señor: «Permaneced toda la vida junto a la Madre: bajo su manto estaréis protegidos porque os encontraréis a la sombra de Cristo, en la luz de la Resurrección. Estando junto a la Madre de Dios, estáis en el lugar adecuado».

Al concluir la ceremonia, Mons. Fernando Ocáriz agradeció la presencia del arzobispo Georg Gänswein, «que nos lleva inmediatamente a la del Santo Padre Francisco, al que deseamos apoyar con nuestra oración». Y se dirigió a las familias de los nuevos sacerdotes: «A todos os digo gracias, gracias por haber colaborado con Dios para hacer germinar en vuestros hijos la vocación al sacerdocio». «Nuestro agradecimiento —añadió— se dirige de un modo especial a san Josemaría, de quien estos nuevos sacerdotes son hijos, para que os guíe desde el Cielo en la misión de servir a todas las almas».

Los nuevos sacerdotes

Los 27 nuevos sacerdotes proceden de Inglaterra, Alemania, Rumanía, Eslovaquia, España, Lituania, Japón, Costa de Marfil, Kenia, Nigeria, México, Brasil, Perú y Canadá. Estos son sus nombres: Francisco Javier Alfaro, Mariano Almela, Pablo Álvarez, Juan Manuel Arbulú, Francisco Javier Barrera Bernal, Alexsandro Bona, Branislav Borovský, Gaspar Ignacio Brahm, Kevin de Souza, Borja Díaz de Bustamante, Juan Diego Esquivias, Rafael Gil-Nogués, André Guerreiro, Alejandro Gutiérrez de Cabiedes, Casimir Kouassi N'gouan, Fernando López-Rivera, Josemaría Mayora, José Ignacio Mir, Jaime Moya, Juan Prieto, Héctor Razo, Vytautas Jonas Saladis, Fadi Sarraf, Fumiaki Shinozaki, Marc Teixidor, Álvaro Tintoré y Obilor Bruno Ugwulali.

Entre los nuevos sacerdotes se encuentra Fadi Sarraf, de 49 años. Nacido en Damasco (Siria), llegó a Canadá a los 17 años para estudiar ingeniería en la Universidad McGill. Conoció el Opus Dei en 1989, cuando un compañero de clase le invitó a visitar Riverview Study Centre, una residencia de estudiantes cercana al campus universitario. Sarraf dice que, además de la actitud de servicio, otra característica del sacerdote es la apertura: «El sacerdote está ahí para ayudar a todos», explicó. «Es el ejemplo que da Jesucristo en el Evangelio. Por eso, el mensaje del sacerdote, el mensaje cristiano, no es sólo para unos pocos sino para todos. El sacerdote debe acoger a todo el mundo y procurar que cualquier persona con la que entre en contacto pueda descubrir el amor de Dios y desee corresponder a ese amor».

Otro de los nuevos sacerdotes es Mariano Almela, que proviene de Vallecas, en Madrid. En Vallecas —recuerda Mariano— fue donde el beato Álvaro del Portillo recibió un golpe en la cabeza cuando iba a dar catequesis a niños de la zona en los años 30 del pasado siglo: «Gracias a Dios las cosas han cambiado y mucha gente de Vallecas hoy está rezando por mí. Me doy cuenta que necesito mucho esas oraciones, porque ser sacerdote es ponerse a disposición de todos para caminar juntos hacia Dios, que es quien nos da la felicidad». Durante sus años en Italia, ha compaginado sus estudios de teología en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz, con la formación de gente joven en Nápoles.

Entre los que recibieron la ordenación sacerdotal había varios africanos, como el marfileño Casimir Kouassi, quien estudió Contabilidad y Economía, y trabajó en una empresa de consultoría en su país. Ahora está concluyendo sus estudios en Ciencias Sagradas con una tesis sobre Liturgia. Se refirió a la juventud de su continente: «Me llena de ilusión pensar que, como sacerdote, con la gracia de Dios, daré esperanza y alegría a mucha gente de África y de mi país».

Otro de los ordenandos fue el nigeriano Obilor Ugwulali cuyo nombre significa calma el corazón. Su abuelo murió al mismo tiempo que él nacía, así que sus padres le dijeron que él había venido al mundo para calmar sus corazones. Originario de Afikpo, Obilor estudió Contabilidad en la sede en Enugu de la Universidad de Nigeria. Trabajó unos años antes de ir a Pamplona (España) para cursar los estudios de teología en la Universidad de Navarra. Actualmente está haciendo un trabajo de doctorado sobre La contribución de Ratzinger/Benedicto XVI a la especificidad de la moral cristiana en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz. Quiere vivir según su nombre: calmando los corazones de las personas que encontrará en su nuevo ministerio.

José I. Mir es de Palma de Mallorca (España). Fue el veterano de la promoción, con 57 años. Después de estudiar Filosofía y Teología en la Universidad de Navarra, trabajó 20 años como director de dos colegios de Pamplona y San Sebastián. Hace diez años se trasladó a Rumanía para impulsar el incipiente trabajo apostólico de la prelatura del Opus Dei en ese país. Allí trabajó como comercial en diversas empresas y coordinó la construcción de una residencia de estudiantes en Bucarest. «El sacerdocio —explicó— no es un reconocimiento de nada, sino más bien una oportunidad inigualable de poder dedicar toda tu vida a servir a Dios y a los demás».

El mexicano Josemaría Mayora pidió oraciones «para que todos los sacerdotes sepamos ser mediadores entre Dios y los hombres». Nació en la Ciudad de México, y desde pequeño vivió en Guadalajara (México). Antes de trasladarse a Roma para estudiar teología en la Universidad Pontificia de la Santa Cruz cursó Ingeniería Industrial en la Universidad Panamericana. Durante 10 años trabajó como profesor y directivo en el Liceo Del Valle.

Vytautas Saladis, de Lituania, tiene 30 años y estudió Derecho en la Universidad de Vilnius. Trabajó unos años en un despacho de abogados. Ahora está finalizando la licenciatura en Derecho Canónico en Roma. Es el primer sacerdote del Opus Dei de Lituania, donde la Prelatura comenzó el trabajo apostólico estable en el año 1994.

Pablo Álvarez, nació en Gran Canaria (España). Cuenta que el 23 de mayo, al día siguiente de la ordenación sacerdotal, celebraría su cumpleaños con el mayor regalo posible: «¡Poder celebrar la Misa!». Le ilusiona contribuir a la felicidad de la gente a través de los sacramentos, la predicación de la Palabra y el acompañamiento espiritual. Considera un don haber vivido un tiempo en el Líbano: «Mis años en el Medio Oriente, trabajando con refugiados de la guerra siria, me abrieron los ojos a un mundo herido que sólo puede curarse cuando ponemos a Dios en el centro. Ahora me siento como quien está a punto de saltar del avión en paracaídas. Dios nos tiene preparada una aventura maravillosa llena de trabajo por las almas. Nos apoyamos en la oración de todos para ser los sacerdotes santos que Dios desea de nosotros».

Texto completo de la homilía de Mons. Georg Gänswein

Eminencia, Reverendísimo y queridísimo prelado don Fernando, Excelencias, Reverendos hermanos en el ministerio sacerdotal y diaconal, queridos padres y familiares, queridas hermanas y hermanos y, sobre todo, queridos ordenandos:

Cada época, también la nuestra, tiene su lenguaje. Cada época tiene su sensibilidad lingüística. Y cada época tiene también sus palabras preferidas. Hoy, en los primeros puestos de la clasificación de las palabras preferidas, figura una palabra: progresivo o, aún más de moda, progresista. Aparece en todas partes el contemporáneo progresista, el político progresista, la mujer progresista, el cristiano progresista, el párroco, el obispo progresista. Ser progresistas está de moda, se considera “in”.

¿Qué esperan los fieles de un joven que dentro de poco deberá y podrá acompañarles como sacerdote? ¿Un vice párroco progresista? ¿Un trabajador progresista en la viña del Señor? ¿Quién se puede permitir no ser progresista? ¡Se le trataría inmediatamente como arrinconado, y punto!

Pero de los textos de la liturgia de hoy, que acabamos de escuchar —y esperemos que también comprender—, los Hechos de los Apóstoles (Hch 10,35-43), la Carta del Apóstol Pablo a los Corintios (2Co 5,14-20) y el Evangelio de Juan (Jn 10,11-16) salen a nuestro encuentro palabras absolutamente distintas, que van en otra dirección. Solo tres palabras: testigos, embajadores de Cristo, Buen Pastor. Son tres expresiones que es posible sintetizar con otro término, con otra palabra: permanecer.

Hoy, permanecer, es una palabra poco valorada, no amada en absoluto. Suena a insistir en las propias posiciones, a inmovilismo. Suscita la sospecha de la debilidad, del miedo, de la terquedad y de la obstinación. No pocos dicen: «Me mantengo en mis trece» o «Seguiré anticuado» y pierden el tren, se quedan atrás, no van al paso de los tiempos. Y hay otros que lamentan no haber permanecido: una vez se pusieron en camino o se dejaron arrastrar de mala gana, y ahora ven que las cosas se les escapan de las manos. Empiezan a tener miedo de su propia valentía: ¡Ay, si tan solo hubiésemos permanecido! ¡Si hubiéramos permanecido en el país de Egipto cuando estábamos sentados junto a la olla de carne! (cfr. Ex 16,3), decían también los israelitas después de haber experimentado el desierto: ¡Ojalá fuera como entonces! Es una actitud peligrosa. No se puede rebobinar la cinta del tiempo, no se puede detener. El que permanece quieto no necesariamente está seguro, puede incluso estar débil.

Pero hay otro modo de permanecer: ir adelante y, sin embargo, permanecer. Permanecer, pero no sentados o bloqueados, sino fieles a una decisión tomada. Permanezco fiel a la palabra dada. Esto es todo lo contrario de terquedad: es firmeza, es fidelidad. Estoy en aquello que un día prometí, hasta en condiciones difíciles, incluso contracorriente. Y hay situaciones en las que —lo sabemos todos— es fácilmente verse tentado a decir: «Basta, me voy, lo tiro todo por la borda». Situaciones en las que es tan importante decir: yo permanezco.

Pero solo permanecer no basta. La cuestión es: ¿dónde se pretende permanecer? ¿Junto a quién permanecer? Permaneced en mí, sin peros, dice Cristo (cfr. Jn 15,9). Apartarse de él no significa progreso —progresismo—, sino declive, caída, caída libre. Solo si permanecemos en Cristo y en su palabra puede haber progreso en la fe, en la esperanza y en el amor. Quien recibe la consagración sacerdotal, queridos diáconos, ha decidido permanecer junto a él, junto al Señor. Su vida se sostiene o se quiebra con el Señor. El sacerdote si no se apoya en un permanecer en Cristo, se quiebra.

En la comunión con Cristo, el sacerdote está seguro: el sacramento del orden le da esa certeza. Lo que constituye vuestro futuro y vuestro servicio sacerdotal —queridos diáconos— no es el producto de vuestros conocimientos, de vuestras capacidades. A través del sacramento sois consagrados a Cristo. A través del vínculo con él recibís lo que no podríais procuraros solos. En vuestro ministerio podréis transmitir algo que no proviene de vosotros mismos. Por eso nadie puede hacerse sacerdote a sí mismo. El sacerdote está vinculado al mandato de llevar a los hombres a Jesucristo y animarles a permanecer en Él y en su palabra.

El sacerdocio —repito— se sostiene permaneciendo con el Señor, con la fe en el Señor. Otras profesiones no están vinculadas a la fe, pueden subsistir prescindiendo de ella. El sacerdocio no. Por eso, ser sacerdote es posible fiándose de la explícita promesa de Dios, por el que esa fe se sostiene, por el Espíritu Santo, al que dentro de poco invocaremos para los candidatos a la ordenación, con elVeni Creator Spíritus. La ordenación sacerdotal es sello sacramental con ese Espíritu, es signo de la iniciativa de Dios que precede toda decisión humana y trasciende toda humana debilidad. El sello lleva la imagen de Cristo impresa con el fuego del Espíritu y, por tanto, ninguna mano de hombre puede borrar, es imborrable. El sacramento del Orden imprime en el alma un caracter indelebilis, un marco espiritual indeleble, de una vez para siempre (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 1582).

Queridos diáconos, una de las preguntas que, dentro de poco, se os hará es: «¿Estás dispuesto a estar cada vez más estrechamente unido a Cristo, consagrándote a Dios, para la salvación de los hombres?» (cfr. Ritual de ordenación, n. 124). Este es el punto, esta es la cuestión: se pide fidelidad, se pide valentía, se pide firmeza, se pide fe. Espero que cada uno de vosotros pueda decir, quiera decir: mantengo mi palabra, permanezco fiel.

Queridas hermanas y hermanos, desde siempre la Iglesia da la bendición con la señal de la Cruz, porque, desde Cristo, la Cruz se ha convertido en el signo distintivo del amor, la característica exclusiva del ser cristiano. Por medio de la señal de la Cruz, la Iglesia nos dice dónde está la fuente de toda bendición, de toda transformación y de toda fecundidad. Y así podemos decir que la expresión más hermosa para describir la tarea del sacerdote es que debe ser «un hombre que bendice». Y es capaz, puede serlo y debe serlo, a partir del Señor. Pero esa tarea comporta poner la propia vida bajo el misterio de la Cruz. Y para eso son necesarias valentía y humildad. Valentía y humildad que no derivan de la confianza en las propias capacidades ni en los propios talentos, sino de la fidelidad a la palabra dada y de la fe, ya que el sacerdote tiene que dar algo que trasciende todo lo que es humano, que encierra en sí lo divino.

El sacerdote, de hecho, no es simplemente un funcionario de una institución, como requiere la sociedad para que se realicen determinadas funciones. No, él hace algo que ningún hombre puede realizar por sí mismo. En el nombre de Jesucristo, pronuncia las palabras de remisión de nuestros pecados, y así modifica, a partir de Dios, nuestras condiciones de vida. Y sobre las ofrendas del pan y del vino, pronuncia las palabras de la transubstanciación, haciéndolo presente a él mismo, al Resucitado, su Carne, su Sangre, abriendo así los hombres a Dios y llevándolos a él. El sacerdocio no es simplemente una función, sino un sacramento. Dios se sirve de un hombre para trabajar entre los hombres. Es la audacia de Dios que, a pesar de conocer nuestras debilidades, se encomienda a hombres y se fía de hombres para actuar y para estar entre ellos. Esa audacia divina es la verdadera riqueza encerrada en el sacerdocio católico.

Para nosotros, queridos hermanos y hermanas, todo esto significa que en el sacerdote no debemos ver en primer lugar una personalidad excepcional, que quizá ni siquiera lo sea. Ciertamente debemos honrar las buenas cualidades que un sacerdote tiene, pero debemos cuidarnos de no apreciar en el sacerdote sólo al hombre. Es eso, pero es mucho más. Mejor aún, debemos reconocer que el sacerdote nos da algo que no es deducible de las posibilidades de este mundo.

Queridos ordenandos, si sois conscientes de estas cosas, a ellas enfocaréis vuestro futuro servicio en la viña del Señor. Si estáis persuadidos de poder dirigir la ruta de la vida de los hombres porque anunciáis el Verbo de Dios que se hizo carne, Jesucristo, entonces cuando tengáis éxito no os lo adjudicaréis a vosotros mismos. Entonces padeceréis una sana relativización, un sano redimensionamiento, vuestra persona retrocederá ante vuestro servicio, ante vuestra tarea.

Cuando los sacerdotes y los mismos obispos ya no tienen el valor de anunciar el Evangelio con fuerza e íntegramente, sino que dispensan opiniones e ideas propias, es una desgracia. ¿No tenemos ya bastante con lo ocurrido recientemente? Y quien quiere incluso inventar una nueva iglesia, abusa —abusa, repito— de su autoridad espiritual. Dicho en términos un poco más humorísticos y ligeramente provocativos, queridos diáconos, podríais contar cosas peores de las que hacéis si hablaseis solo en vuestro nombre. Podéis, debéis, anunciar a los hombres la Buena Nueva con la que vosotros mismos os confrontaréis mientras viváis, porque es un ideal que no habéis inventado vosotros. Os deseo el valor necesario para asumir de todo corazón este desafío. Y os deseo la humildad necesaria para reconocer que sois portadores de la Buena Nueva, y que vosotros no sois la Buena Nueva. Os deseo el valor y, a la vez, la humildad de decir y de hacer lo que se debe decir y hacer en el nombre de Jesucristo, importune et opportune (2Tm 4,2). Si vivís y actuáis según esta conciencia, entonces no seréis ni cobardes ni presuntuosos, sino agradecidos desde lo más hondo del corazón. En el fondo del alma podréis experimentar que en todo lo que hacéis estáis sostenidos y guiados por Aquel que os ha llamado a su servicio, Jesucristo, el Hijo Resucitado del Dios vivo.

Queridos diáconos, en esta hora de vuestra ordenación sacerdotal os encomendamos todos a María, a la Madre de Señor. La Iglesia os encomienda a ella, así como Cristo le encomendó a todos los futuros discípulos en el discípulo que Él amaba. Junto a la Madre de Dios estáis en el puesto correcto. Pero no olvidéis que él también encomendó la Madre a Juan. Él confía la Iglesia a nosotros sacerdotes, y solo con gran humildad e incondicional confianza en su gracia podemos tener el valor de realizar este servicio por los hombres, y también de vivirlo como servicio de la alegría. Permaneced toda vuestra vida junto a la Madre: bajo su manto se está seguro porque estáis a la sombra de Cristo, de la Luz, de la Resurrección. Amén.

Romana, n. 72, Enero-Junio 2021, p. 79-85.

Enviar a un amigo