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Mensaje del 10 de agosto

Queridísimos, ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!

¡Cuántas veces hemos meditado sobre «la necesidad de orar siempre y no desfallecer» (Lc 18,1)!

Cuando los apóstoles pidieron a Jesús que les enseñase a rezar, el Señor les contestó: «cuando oréis, decid: Padre nuestro...» (Lc 11,2). El mismo Jesús comienza su oración dirigiéndose al Padre: en alabanza y acción de gracias (cfr. Mt 11,25-26; Jn 11,41); en la última Cena (cfr. Jn 17,5); en Getsemaní (cfr. Lc 22,42); en la Cruz (cfr. Lc 23,34.46). San Josemaría deseaba para todos «la auténtica oración de los hijos de Dios» (Amigos de Dios, n. 243). En unión con Jesucristo —por Él y en Él— llegamos a Dios Padre (cfr. Jn 14,6), con sencillez, sinceridad y confianza en su amor omnipotente.

Emprender cada día una vida de oración es dejarnos acompañar, en los buenos y en los malos momentos, por quien mejor nos comprende y nos ama. El diálogo con Jesucristo nos abre nuevas perspectivas, nuevas maneras de ver las cosas, siempre más esperanzadoras. «Ya veis —nos escribió nuestro Padre— que ése sólo es el medio con el que hacemos todo: la oración» (Carta 19-III-1967, n. 149).

Pido al Espíritu Santo que renueve constantemente —ahora de manera especial— nuestra manera de rezar. La iniciativa es suya: «el Dios vivo y verdadero llama incansablemente a cada persona al encuentro misterioso de la oración» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2567).

Seguid acompañándome en el viaje por Estados Unidos y Canadá; su eficacia espiritual depende también de la oración de cada una y de cada uno.

Vancouver, 10 de agosto de 2019

Romana, n. 69, Julio-Diciembre 2019, p. 269.

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