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Amistad y comunión

La amistad que Jesucristo ofrece a todos los hombres y mujeres es un acto de confianza incondicional de Dios en nosotros, que no termina nunca. A distancia de veinte siglos, en nuestra existencia diaria, Cristo nos cuenta todo lo que sabe sobre el Padre para continuar atrayéndonos a su amistad. Sin embargo, esta iniciativa divina no obra aisladamente, ya que «a esta amistad correspondemos uniendo nuestra voluntad a la suya», como afirma Mons. Fernando Ocáriz en la carta pastoral incluida en este ejemplar de Romana.

Los verdaderos amigos viven en comunión: en el fondo de su alma quieren las mismas cosas, se desean la felicidad el uno al otro, a veces ni siquiera necesitan utilizar palabras para comprenderse mutuamente; se ha dicho incluso que reírse de las mismas cosas es una de las mayores manifestaciones de compartir intimidad. Esta comunión, en el caso de Dios, más que un agotador esfuerzo en tratar de cumplir ciertos requisitos —algo que no sucede entre amigos— se trata igualmente de estar el uno con el otro, de acompañarse mutuamente.

Un buen ejemplo puede ser precisamente el de san Juan, el cuarto evangelista: dejó que Jesús se acercara y le lavara los pies, se recostó confiadamente en su pecho durante la Cena y, finalmente —tal vez sin comprender todo lo que sucedía—, no se despegó de su mejor amigo para acompañarlo al pie de la cruz. El discípulo amado se dejó transformar por Jesucristo y, de esa manera, Dios fue quitando poco a poco el polvo de su corazón.

Jesús, en esa última cena, nos muestra que el secreto de la amistad está en permanecer con Él: «Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí» (Jn 15,4). Es Jesús quien quiere amar en nosotros. Sin Él no podemos ser amigos hasta el fin.

Romana, n. 69, Julio-Diciembre 2019, p. 189.

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