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En el Santuario de Covadonga, España (13-VII-2018)

Acabamos de escuchar en la primera lectura: «Paloma mía, en los huecos de la peña, en la concavidad abrupta; déjame ver tu figura, déjame oír tu voz» (Ct 2,14). Estas palabras reflejan bien el deseo de los cristianos cuando acudimos en peregrinación a visitar a María. Venimos a su Casa buscando su figura, para escuchar su voz, porque es nuestra Madre. Ella responde a nuestra súplica como el amado del Cantar de los Cantares: «levántate, ven a mí» (Ct 2,13); soy tu Madre, junto a mi estarás bien, yo te consolaré, y mi presencia te llenará de paz.

Agradezco mucho al Sr. Arzobispo su invitación a venir a Covadonga, y al Sr. Abad su acogida, con ocasión del Año Jubilar Mariano, que me permite arrodillarme hoy —como hizo repetidas veces san Josemaría— ante la Santina, como la llamáis cariñosamente en esta tierra.

Desde hace siglos la cueva de Nuestra Señora está rodeada por el amor de los asturianos y de tantas personas de todo el mundo que vienen hasta aquí para encontrarse con su Madre. Miles de peregrinos se han acercado en estos meses jubilares a rezar delante de la «Madre y Reina de nuestra montaña», como dice el Himno a la Virgen de Covadonga. La Santísima Virgen es omnipotencia suplicante: ella no deja de interceder por sus hijos. Agradezcamos al Señor los frutos de este Año jubilar: muchas personas han podido venir hasta aquí buscando perdón y protección, y han vuelto a sus casas con un corazón renovado. ¡Cuántas veces nosotros mismos hemos experimentado que «a Jesús se va y se vuelve por María» (san Josemaría, Camino, n. 495), como le gustaba repetir a san Josemaría!

María, como hemos proclamado en el Evangelio de la Misa, después de la visita del ángel, sale de Nazaret hacia la montaña de Judá. Quiere ayudar a su prima Isabel, que está en los últimos meses de embarazo. No piensa en sí misma, aunque esté también esperando un Hijo, el Hijo de Dios. La descripción que hace san Lucas del encuentro entre las dos primas nos sitúa en un escenario de bendición y de alegría. Incluso Juan Bautista salta de contento en el seno materno al sentir la cercanía del Salvador. Es la dicha de tener y llevar a Cristo con nosotros. Es la alegría que disfrutan las personas generosas que viven pendientes de las necesidades de los demás. Es el gozo que se desborda en los corazones que cobijan un «amor hermoso» (Aleluya de la Misa).

María acude con prisa al auxilio de su prima, sin retrasos ni dudas, sin lentitud. Este movimiento de su corazón deja patente -como afirma el Papa Francisco- que ella «es la mujer del “sí”, un sí de entrega a Dios y, en el mismo momento, un sí de entrega a sus hermanos. Es el sí que la puso en movimiento para dar lo mejor de ella yendo en camino al encuentro con los demás» (Homilía del Papa Francisco en la Basílica de Guadalupe, 13-II-2016).

El Magnificat es la respuesta de María al saludo de Isabel. Es un canto de alegría y alabanza tejido con palabras de la Escritura, en el que su corazón se desborda en agradecimiento y sorpresa frente a tanto don del Cielo. Ella es plenamente feliz con su vocación y quiere repartir felicidad en sus hijos. Por eso, la llamamos Causa de nuestra alegría. En el encuentro con Ella recuperamos la confianza, si la hubiéramos perdido; a su lado se fortalece nuestra esperanza y se enciende el amor. Cuando la Virgen está presente en nuestros días cambia el clima interior, el ambiente familiar o del lugar de trabajo: las cosas se miran de otra manera.

Isabel le dice con entusiasmo: «dichosa tú que has creído» (Lc 1,45). María es la creyente por excelencia. Ella es la primera en la larga cadena de los que creen en Jesucristo. Podemos y debemos aprender de su fe. Una fe que nos permite ver «la grandeza del Señor» (Lc 1,46); que nos proporciona certezas y un horizonte de esperanza que llena la vida de alegría en Dios, a pesar de las dificultades. Una fe que nos empuja a salir al encuentro de los demás.

La Virgen de Covadonga lleva en su brazo izquierdo al Niño. Ella siempre pone delante de nuestros ojos a Jesús, lo pone en alto y quiere llevarnos hasta Él. Lo hizo con los apóstoles, lo hace también con nosotros. Hemos venido siguiendo la huella dejada por tantos peregrinos que a lo largo de los siglos han llegado a buscar consuelo en la Santa Cueva. A Covadonga acudieron san Juan Pablo II y san Juan XXIII. ¿Y cómo no recordar que san Pedro Poveda, ante la Santina, dio origen al ideal de la Institución Teresiana? Naturalmente, especial alegría me da recordar las visitas de san Josemaría, del beato Álvaro del Portillo y de Mons. Javier Echevarría.

Precisamente, la última vez que don Javier estuvo en Asturias, con ocasión del Año Jubilar de la Cruz de los Ángeles y de la Cruz de la Victoria, en el año 2008, cuando visitó la Santa Cueva improvisó unas palabras, que hoy nos pueden ayudar para rezar por los frutos del próximo Sínodo sobre la fe y el discernimiento vocacional de los jóvenes, para que sientan la alegría de dedicar su vida a Dios y a los demás: «la razón más grande de nuestra vida -decía- es encontrar a Jesucristo, seguirle muy de cerca, tratarle y darle a conocer (...). Si queremos encontrar un atajo que nos lleve con toda seguridad a este único camino, que es Nuestro Señor Jesucristo (...), recurramos a Santa María» (Palabras de Mons. Javier Echevarría, visita pastoral a Asturias, 5-VII-2008, en www.opusdei.org).

Gracias, Madre, porque siempre vienes aprisa en nuestra ayuda; porque nos enseñas a hacer grande a Dios en nuestras almas, con una fe generosa. Gracias porque contigo viene siempre el Espíritu Santo, con sus dones y frutos. Gracias porque junto a ti aprendemos en qué consiste la alegría profunda, de sentirse amado, hijo querido. Gracias porque Dios hace por ti cosas grandes. Enséñanos a vivir con alegría el Evangelio, dando testimonio auténtico con nuestra vida cristiana.

Así sea.

Romana, n. 67, julio-diciembre 2018, p. 261-263.

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