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Con motivo del 25º aniversario de la Universidad Campus Bio-Médico, Roma (3-X-2018)

Cruzar el umbral de esta universidad es para mí un motivo de emoción sincera. Mis recuerdos se remontan a los últimos días que Mons. Javier Echevarría pasó con nosotros en la tierra, en el Policlínico Universitario. Rodeado del afecto de todos vosotros y de los cuidados del personal médico y de enfermería, le acompañamos juntos en su camino a la Casa del Cielo.

Hay además un motivo de gran alegría: ver materializado en estos edificios un proyecto que, hace sólo unas décadas, era sólo un sueño. Aquellos que trabajan a diario en una estructura tan grande y articulada podrían a veces no comprender, con una sola mirada, el itinerario de estos 30 años. Pero aquellos que, como yo, os siguen cotidianamente con afecto, aunque no estemos presentes físicamente, se sorprenden de la distancia recorrida en tan poco tiempo, ya que el beato Álvaro del Portillo, sólo en 1988, alentó el proyecto de esta obra, que ahora vemos con nuestros propios ojos. Una obra, no lo olvidemos, fruto de la dedicación, del estudio, del trabajo —pero también de la fe— de miles de hombres y mujeres que trabajan en la Universidad, en el Policlínico y en otras iniciativas —culturales, educativas y asistenciales— que han surgido en torno a estos edificios. El Campus Bio-Médico, aunque todavía joven, cuenta hoy con una personalidad propia reconocida internacionalmente, que lo integra plenamente en la gran tradición universitaria, una tradición que hunde sus raíces en la historia.

Y precisamente considerando la historia, vale la pena recordar que la universidad juega un papel importante en el futuro de la sociedad. Aunque ha conocido diferentes épocas desde la Edad Media hasta nuestros días, su misión es ahora más necesaria que nunca. Siempre necesitaremos un lugar donde el conocimiento se cultive de manera profunda, por amor a la verdad, y se transmita de manera desinteresada. Necesitamos un lugar donde el estudio de los problemas y la búsqueda de soluciones se confíen a la competencia y a la profesionalidad, no a la lógica partidista, a los intereses personales, a la superficialidad o a la moda. Creemos que la universidad es un lugar donde la cultura se convierte en un servicio al hombre y no en un pretexto para la autoafirmación o el ejercicio del poder. Un lugar, en esencia, donde palabras como «verdad» y «bien común» van juntas y continúan interpelándonos seriamente, donde el progreso científico y el progreso humano pueden crecer sin disociaciones perniciosas.

No se trata de una misión anticuada; animan a vivirla con entusiasmo, sobre todo, las miradas de los estudiantes con los que nos cruzamos, con los que vosotros, profesores, os cruzáis en las aulas y laboratorios del Campus Bio-Médico. En quienes les forman y buscan los alumnos no sólo la preparación y la competencia, sino también el ejemplo de unos maestros de vida cuyas virtudes puedan imitar y en los que realmente puedan confiar. La misión de la institución universitaria, desde sus inicios, se ha sustentado históricamente en la inspiración cristiana que ha determinado su nacimiento y posterior desarrollo en la civilización occidental. Esta inspiración, implícitamente presente en los fundamentos de toda universidad, puede y debe salir a la luz también aquí, porque es la savia del organismo, tanto en su dimensión didáctica y de investigación, como en el trabajo de quienes ofrecen atención y asistencia en las estructuras sanitarias del Campus.

La inspiración cristiana no califica formal o extrínsecamente el trabajo que aquí se desarrolla, sino que representa el corazón palpitante que la hace posible, día a día, en las relaciones personales y en las motivaciones más íntimas del estudio y la investigación. Tal inspiración no pone en peligro el pluralismo de la enseñanza, la autonomía de la investigación o la profesionalidad de los protocolos requeridos por la mejor atención médica, porque el «principio de la Encarnación», que guía toda verdadera obra cristiana, uniendo lo humano con lo divino, requiere precisamente estos dinamismos, según las leyes de cada ciencia. Una universidad de inspiración cristiana debe ser, ante todo, una buena universidad, so pena de perder su credibilidad. La inspiración cristiana del Campus Bio-Médico se manifiesta a través de la asistencia espiritual generosamente puesta a disposición de todos, profesores y estudiantes, y especialmente de los pacientes atendidos en las estructuras sanitarias. Pero también debe manifestarse a nivel intelectual, como fruto de una elaboración cultural exigida por el nivel universitario en el que se expresa esta inspiración; debe mostrarse dispuesta a ofrecer síntesis intelectuales maduras entre la fe y la razón, a proporcionar contenidos adecuados para iluminar el sentido último de las diversas disciplinas que aquí se cultivan, a orientar hacia la verdad y el bien la práctica médica que aquí se desarrolla.

La ética, la antropología e incluso la teología pueden y deben estar presentes en el trabajo universitario, apoyándolo y explicitando todo su potencial de conocimiento y servicio. La meta es, por tanto —como he recordado recientemente en un encuentro con profesores de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz—, «descubrir y compartir con todos ese conocimiento de la ley moral que está al alcance de la razón humana y que, por tanto, puede ser comprendido y asumido por todos los hombres, incluso por los que no tienen la fe cristiana. Se trata de argumentar todas las cuestiones con la fuerza de la verdad, capaz de vencer las pretensiones de la presunta verdad de la fuerza. De este modo, el espíritu cristiano puede sanar las estructuras y condiciones de vida terrenas y configurar la sociedad según los planes divinos de redención» (Trabajo y santidad, p. 49, EDUSC, 2018).

El Campus se encuentra también en la encrucijada de algunos de los grandes desafíos que el Santo Padre recordó el año pasado al Pontificio Consejo para la Cultura (FRANCISCO, Discurso, 18-XI-2017), como la medicina y la genética actuales, «que nos permiten mirar dentro de la estructura más íntima del ser humano e incluso intervenir para modificarla», la neurociencia y las máquinas autónomas, realidades todas ellas apasionantes que, sin embargo, «no bastan para dar todas las respuestas. Hoy somos cada vez más conscientes de que es necesario recurrir a los tesoros de la sabiduría conservados en las tradiciones religiosas, la sabiduría popular y las artes, que tocan profundamente el misterio de la existencia humana, sin olvidar, e incluso redescubrir, los contenidos de la filosofía y de la teología» (ibíd.). Todo esto lo encontramos en el espíritu del Opus Dei, que ha inspirado y sigue inspirando esta magnífica realidad: santificar el trabajo, santificarse en el trabajo, santificar a los demás con el trabajo, como explicaba san Josemaría (cfr. Es Cristo que pasa, n. 122). Descubrir sus dimensiones éticas y de servicio, pensar y actuar a partir de la fe. Descubrir el quid divinum en nuestro trabajo cotidiano (cfr. Conversaciones, n. 114), tomar conciencia del amor de Dios por nosotros en las circunstancias más pequeñas, e incluso en las contrariedades.

San Juan, resumiendo la experiencia de los Apóstoles en su relación con Cristo, escribió: «Hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene» (1 Jn 4,16). Buscar el quid divinum llevará a encontrarlo también en los demás, como criaturas que Dios ama; y a verlo, escondido también en las mismas dificultades. Si esto falta, si en definitiva falta el amor, el desarrollo material del mundo de poco nos servirá (cfr. 1 Co 13, 1-13). Para lograr, con la gracia de Dios que no faltará nunca, estos ambiciosos objetivos, la prelatura ofrece, como en otras realidades apostólicas similares, un servicio que facilita el encuentro con Jesús y con las enseñanzas de la Iglesia a las personas y a las iniciativas científicas y culturales que tantas personas ponen en marcha. No se trata de una relación de dependencia, de control o de pertenencia confesional, sino de una oportunidad que se da a todos para elevar su formación cristiana en y a través de su actividad profesional.

Me gustaría, con todo mi corazón, fomentar la renovación de la motivación de todos los que trabajan en la universidad y en los centros sanitarios del Campus. Sé muy bien que todos vosotros debéis afrontar muchas dificultades cada día, precisamente porque trabajáis en frentes delicados e importantes. A menudo estaréis llamados a abrir caminos que aún no existen, para que otros puedan seguirlos. La tentación de dejarse abrumar por los problemas no resueltos, por la falta de recursos o por la complejidad de las relaciones en una estructura tan articulada como esta, puede hacerse sentir y debilitar el entusiasmo en el trabajo diario. Todos necesitamos esperanza y optimismo, pero el optimismo no debe fundarse en lo abstracto, como una exhortación estéril y retórica. Os animo a basarlo más bien en los frutos pequeños y concretos que reconocéis en vuestro trabajo diario: la satisfacción que sentiréis al final de una clase universitaria que os abre nuevos horizontes o, como docentes, cuando notéis que los conocimientos transmitidos han sido bien entendidos; el trabajo de un colega que mejora gracias a vuestro compromiso y a vuestro ejemplo; la gratitud de un enfermo por la atención recibida; el aprecio por el orden y el buen gusto de los que cuidan de las estructuras materiales y de los servicios, y que tanto facilitan vuestro trabajo. La esperanza y el optimismo deben basarse, en última instancia, en el hecho de que esta universidad y sus actividades están motivadas por un profundo sentido de servicio. Sólo esto puede justificar el esfuerzo y los sacrificios de cada uno de nosotros: un sentido de servicio que para tantos de nosotros se ilumina y fortalece por la luz de la fe y de la caridad cristiana.

Concluyo con el deseo de que la ciencia y el servicio, la competencia y la generosidad, la fe y la geometría, siempre puedan ir bien unidos. Como en toda obra de inspiración cristiana, la dimensión profesional y un clima familiar no se oponen, sino que deben crecer al mismo tiempo. Como nos recuerda el himno a la caridad de San Pablo, el amor puede y debe guiar todo lo que hacemos; y, como nos recordaba san Josemaría, es el amor el que hace grandes las cosas pequeñas. Gracias por vuestro trabajo. Os aseguro mi oración diaria por todos vosotros y por vuestras familias, y me encomiendo a la vuestra.

Romana, n. 67, Julio-Diciembre 2018, p. 275-278.

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