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En la ordenación sacerdotal de diáconos de la Prelatura, basílica de San Eugenio, Roma (23-IV-2016)

Queridísimos ordenandos. Queridos hermanos y hermanas:

1. En el tiempo pascual, la liturgia nos recuerda a menudo palabras de la Última Cena de Jesús con los apóstoles, en la que el Señor instituyó la Eucaristía y el sacramento del Orden. Precisamente de san Juan provienen las palabras del Evangelio de hoy: «Un mandamiento nuevo os doy: que os améis unos a otros (...). En esto conocerán todos que sois mis discípulos» (Jn 13, 34-35). La caridad es la esencia de la santidad cristiana. Este mandamiento va dirigido a todos, y el Papa Francisco nos lo recuerda con frecuencia, especialmente en este año jubilar, invitándonos a practicar las obras de misericordia.

A vosotros, queridísimo hijos, se dirigen de modo particular estas palabras del Maestro, ya que estabais idealmente presentes aquella tarde en el Cenáculo de Jerusalén, en la persona de los discípulos. San Josemaría, nuestro amadísimo Padre, nos lo enseñó repetidamente: seréis sacerdotes para servir a todas las almas y, desde luego, a vuestros hermanos y a vuestras hermanas, con un servicio constante que encuentra su ejemplo supremo en Cristo, el Buen Pastor que cuida de su rebaño, lo alimenta y lo defiende, incluso a coste de la vida.

Todos nosotros, en cuanto bautizados, hemos de seguir su ejemplo; para nosotros, sacerdotes, no es sólo un deber de fidelidad a Jesús, sino que también es una condición esencial para el fruto de nuestro ministerio. Nos lo recuerda la primera lectura: cuando Pablo y Bernabé regresan de su primer viaje apostólico, confirmando a los discípulos de las ciudades evangelizadas, afirman convencidos: «Es preciso que entremos en el Reino de Dios a través de muchas tribulaciones» (Hch

14, 22).

Recuerdo la fuerza con la que san Juan Pablo II comentó este pasaje en la Misa de beatificación del fundador del Opus Dei: «Si la vía hacia el reino de Dios pasa por muchas tribulaciones, entonces, al final del camino se encontrará también la participación en la gloria: la gloria que Cristo nos ha revelado en su resurrección»[1]. Abrazar la Cruz significa vivir el mandamiento nuevo, porque «nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos» (Jn

15, 13). Lo recordaba el Santo Padre días atrás, dirigiéndose a los nuevos sacerdotes que estaba a punto de ordenar: «Sin cruz no encontraréis nunca al verdadero Jesús; y una Cruz sin Jesús no tiene sentido»[2].

2. Queridos ordenandos. Mediante la imposición de las manos del Obispo y la plegaria de ordenación, os convertiréis en sacerdotes de la Nueva Alianza. In persona Christi Capitis, es decir, actuando en la persona de Cristo, Cabeza de la Iglesia, podréis obrar con su autoridad en la administración de los sacramentos, anunciando la Palabra de Dios en su nombre y sirviendo a todas las almas como hizo Nuestro Señor. Tenéis en san Josemaría un modelo de vuestro servicio sacerdotal. Meditad las siguientes palabras que escribía en 1973, con ocasión de un acontecimiento semejante al de hoy: «Por el Sacramento del Orden, el sacerdote se capacita efectivamente para prestar a Nuestro Señor la voz, las manos, todo su ser; es Jesucristo quien, en la Santa Misa, con las palabras de la Consagración, cambia la sustancia del pan y del vino en su Cuerpo, su Alma, su Sangre y su Divinidad»[3].

Es Jesús quien perdonará por medio de vosotros los pecados de los fieles que se acercarán, bien preparados, al sacramento de la Penitencia. Es Jesús quien hablará por medio de vuestras palabras, sobre todo en la celebración eucarística, cuando expliquéis a los fieles las enseñanzas de la Escritura, como hizo el mismo Cristo con los discípulos de Emaús. Es Jesús quien, en vosotros y con vosotros, servirá a todos, cristianos y no cristianos, cuando os pedirán una palabra de consuelo, una luz que ilumine las tinieblas en las que a menudo se ven envueltos. Con palabras del Evangelio, os repito: «En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros» (Jn 13, 35).

3. Antes de terminar, quiero agradecer a vuestros padres, a vuestras familias, a vuestros amigos, el papel que han desempeñado para que floreciera vuestra vocación cristiana en el Opus Dei, y luego la vocación sacerdotal, sobre todo con la oración y el buen ejemplo.

El sacerdocio requiere una configuración más intensa con Cristo, cada día. «Rogad, por tanto, al Señor de la mies que envíe obreros a su mies» (Mt 9, 38). En la reciente exhortación apostólica sobre la familia, el Papa recuerda que «la familia es la primera escuela de los valores humanos, en la que se aprende el buen uso de la libertad»; y añade que «la educación de los hijos debe estar marcada por un camino de transmisión de la fe»[4].

Hoy es el aniversario de la primera Comunión de san Josemaría, en 1912, y de su Confirmación, algunos años antes. ¡Con qué amor, con cuánta gratitud, recordaba cada año estos acontecimientos tan gozosos! A través de su intercesión, roguemos a Dios para que estos hermanos nuestros «sean siempre sacerdotes fieles, piadosos, doctos, entregados, ¡alegres!». Los encomendamos especialmente «a Santa María, que extrema su solicitud de Madre con los que se empeñan para toda la vida en servir de cerca a su Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, Sacerdote Eterno»[5].

Os invito, como es lógico, a rezar por el Papa Francisco, por el vicario del Papa en la diócesis de Roma, el cardenal Vallini, por todos los obispos y presbíteros del mundo; y acompañemos a todos los seminaristas para que sean fieles a su llamada. Así sea.

[1] San Juan Pablo II, Homilía en la beatificación del fundador del Opus Dei, 17-V-1992.

[2] Francisco, Homilía en la ordenación presbiteral, 17-IV-2016.

[3] San Josemaría, Amar a la Iglesia, n. 39.

[4] Francisco, Exhort. apost. Amoris laetitia (19-III-2016), nn. 274 y 287.

[5] San Josemaría, Amar a la Iglesia, n. 50.

Romana, n. 62, enero-junio 2016, p. 96-98.

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