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En la Misa solemne de la memoria litúrgica del beato Álvaro del Portillo, basílica de San Eugenio, Roma (12-V-2016)

Queridos hermanos y hermanas:

1. «Euge serve bone et fidelis!» (Mt 25, 23). Hoy podemos oír el eco de estas palabras de Jesús, dirigidas de una manera especial al beato Alvaro en su dies natalis: ven siervo fiel, entra en la casa del Cielo. Es lógico que nos llenemos de alegría y de agradecimiento a la Santa Trinidad por la celebración de la memoria litúrgica del beato Álvaro del Portillo. Muchos de nosotros lo conocimos personalmente o hemos leído tantas cosas de su vida. Todos reconocemos en él la figura del Buen Pastor que nos presentan las lecturas de la Misa.

«Así habla el Señor: ¡Aquí estoy yo! Yo mismo voy a buscar mi rebaño y me ocuparé de él». (Ez 34, 11). Jesús es el único Buen Pastor en la Iglesia, pero quiere que sus ministros sagrados lo representen de manera visible, en especial los obispos —en comunión con el Romano Pontífice y entre ellos mismos— pero también los padres, los buenos amigos y los colegas. Este cuidado de los unos por los otros es uno de los rasgos característicos de la Iglesia Católica. En virtud de esta ayuda del Paráclito, podemos decir con el salmo responsorial: «El Señor es mi pastor, nada me falta» (Sal 23, 1).

Durante toda su vida, primero como profesional y después como sacerdote y obispo, el beato Álvaro ha seguido fielmente los pasos de Jesús, que vino entre nosotros para servir y ayudar a todos. Don Álvaro trató de guiar a las almas hacia la vida eterna, mostrando el camino hacia la santidad, también con su lucha espiritual y humana por caminar con el Maestro. No se dirigía sólo a los fieles de la Prelatura, sino a muchas otras personas que le pedían consejo, una palabra de aliento para su vida personal o para las comunidades a las que pertenecían.

2. Don Álvaro vivió la parábola, al pie de la letra, con sus hijos e hijas del Opus Dei —preciosa herencia recibida de san Josemaría—, ocupándose con alegría y dedicación de la grey que le había sido confiada.

Recordemos su figura, tan atractiva. Sabía salir al encuentro de los demás, uno a uno, confortándoles con su interés, con su simpatía, con su servicio desinteresado, y así fortalecía a todos, acompañándolos por el camino justo (cfr. Sal 23, 3). Su pasión por la unidad, por darse a todos, lo llevaba a vivir en plena comunión con el Papa y con los otros obispos, a animar a todos hacia la unidad fraternal y, por supuesto, a velar sin descanso por la unidad de esta pequeña porción de la Iglesia que es el Opus Dei.

En la carta del Papa Francisco con motivo de la beatificación de Don Álvaro hay una referencia a esta preocupación. Escribe el Santo Padre: «Especialmente destacado era su amor a la Iglesia, esposa de Cristo, a la que sirvió con un corazón despojado de interés mundano, lejos de la discordia, acogedor con todos y buscando siempre lo positivo en los demás, lo que une, lo que construye. Nunca una queja o crítica, ni siquiera en momentos especialmente difíciles, sino que, como había aprendido de san Josemaría, respondía siempre con la oración, el perdón, la comprensión, la caridad sincera»[1].

3. Otra característica estupenda del beato Álvaro era la de caminar en primera línea, dando ejemplo de un hombre fiel a Dios. Tenía grabadas en el corazón estas palabras de san Josemaría: «Yo he procurado ir delante siempre. Ir por delante —daros ejemplo— es más difícil, pero es más eficaz»[2].

También actuó con fortaleza, especialmente cuando tuvo que defender de ciertos peligros a su rebaño o a cualquier otra persona. «No podemos ser como perros mudos», decía haciéndose eco de una expresión del profeta Isaías. Cuando se encuentra una dificultad que requiere fortaleza para ser superada, limitarse a ser condescendiente es, sin duda, más cómodo, pero se corre el riesgo de causar daños graves a los demás. Esta es la manera de comportase del mercenario, según explica el mismo Señor. En cambio, «el buen pastor da su vida por las ovejas» (Jn 10, 11).

La responsabilidad por las almas exige que, a veces, quienes las tienen confiadas tengan que usar todos los recursos disponibles. Con palabras de san Josemaría, que se tenga que recurrir a «la honda, que hiere y ahuyenta al lobo enemigo, el cayado y el perro —que acerca la oveja al rebaño—, y el silbo amoroso»[3]. De esta manera, todos saben que se busca sólo su bien y su felicidad. Son conscientes de que, siguiendo fielmente las indicaciones de quienes les ayudan y entienden se hacen propias las últimas palabras del Salmo responsorial, que acabamos de proclamar: «Tu bondad y tu gracia me acompañan a lo largo de mi vida: y habitaré en la Casa del Señor, por muy largo tiempo» (Sal 23, 6).

4. Podemos, quizá, sacar un propósito de la fiesta de hoy: el de actuar como hombres y mujeres que saben aconsejar a las personas, que se interesan sinceramente por los demás. San Josemaría decía que todos, no sólo los sacerdotes, debemos ser, al mismo tiempo, oveja y pastor; es decir, ayudar y dejarnos ayudas por los demás. ¿Cómo? Con la oración, con el ejemplo, con un consejo que suscite en nuestros conocidos el deseo de caminar a buen paso hacia Jesús. Especialmente en este año, dedicado a la misericordia, podemos invitarles a acercarse con mayor frecuencia los sacramentos de la Confesión y de la Eucaristía.

Confiamos nuestras intenciones a Santa María, en este mes dedicado a ella de un modo particular. Recurrimos también a la intercesión del beato en el día de su memoria litúrgica, él nos ayudará. ¡Sea alabado Jesucristo!

[1] Francisco, Carta al prelado del Opus Dei con motivo de la beatificación de Álvaro del Portillo (26-VI-2014).

[2] San Josemaría, Notas de una reunión familiar sin fecha, en AGP, Biblioteca, P01, V-1966, pág. 14.

[3] San Josemaría, Apuntes de una meditación (4-III-1960), en AGP, Biblioteca, P18, n. 141.

Romana, n. 62, Enero-Junio 2016, p. 98-100.

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