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Entrevista concedida a “Desde la Austral”, Argentina (primavera-verano 2012)

“Leer y vivir el Concilio es amar a la Iglesia entera”. Publicado en la revista de la Universidad Austral “Desde la Austral”, Año 1, nº. 3, primavera-verano 2012, pp. 22-24

EL CONCILIO

Cumplidos 50 años del inicio del Concilio Vaticano II, ¿podría comentar la importancia que tuvo y tiene para la Iglesia actual?

El Concilio Vaticano II fue la manifestación más solemne del magisterio de la Iglesia en el último siglo, en continuidad con toda la enseñanza anterior. Evidentemente, sus documentos contienen una gran riqueza y, como han señalado Juan Pablo II y Benedicto XVI, nos corresponde el desafío de ponerlos en práctica, con plena fidelidad, para que Jesucristo y su Evangelio lleguen a los corazones y a las cabezas de millones de personas. Leer y vivir el Concilio es amar a la Iglesia, a la Humanidad entera.

¿Cuál fue el mensaje central que el Concilio quiso darles al hombre y la mujer de hoy?

Hacer una síntesis no resulta fácil; de todos modos, podría resumirse en que Dios se nos acerca y sale a nuestro encuentro: nos ama, le interesamos y cuenta con nosotros; con su gracia, podemos responderle y hacer un gran bien a los demás; y, concretamente, el Concilio recordó que la santidad —la respuesta plena al amor de Dios— no es una meta para algunos privilegiados, sino que está al alcance de todos, y que todos estamos llamados a llegar a esa unión con Dios en Cristo, a través de nuestra vida ordinaria: familia, trabajo, relaciones sociales. El trabajo del Concilio fue muy arduo. Participaron más de 2.500 padres conciliares.

¿Cómo se pudo llegar a una verdadera unidad y prácticamente unanimidad en los textos aprobados, cuando en las discusiones de trabajo las posiciones sobre diversos aspectos se insinuaban no sólo distintas, sino divergentes?

La Iglesia está formada por hombres y mujeres, y es lógico que, a veces, pueda haber diferencias de enfoques o de puntos de vista. Sin embargo, sería equivocado olvidar que es también divina: Jesucristo prometió que la asistencia del Espíritu Santo la acompañaría siempre. Por eso, como explica Benedicto XVI, es una clave imprescindible ponerse a la escucha: no seguir las propias ideas, sino intentar descubrir la voluntad del Señor y dejar que sea Él quien nos guíe. Detrás de los documentos del Concilio Vaticano II está el trabajo esforzado de muchas personas, pero, sobre todo, se descubre la doctrina de Jesucristo y la acción del Espíritu Santo.

¿Por qué hubo diversas interpretaciones respecto de algunas disposiciones del Concilio? ¿Por qué los Papas Juan Pablo II y Benedicto XVI han manifestado una fuerte decisión de que se aplicaran sus conclusiones?

Es conocido que el Concilio ha sido mal o parcialmente interpretado en algunos ambientes. Las causas fueron variadas y coincidió también con la difusión del secularismo y del materialismo hedonista, que han ocasionado daños graves. Pienso, por ejemplo, en la pérdida de sentido cristiano que afecta a muchas familias, en el descenso de la práctica religiosa, y también en la crisis de algunos miembros del clero y de la vida consagrada. Sin embargo, como he dicho, los textos del Concilio contienen una gran riqueza, en parte, muchas de sus enseñanzas ya se han puesto en práctica en la Iglesia y se ven los frutos: el uso frecuente de la Sagrada Escritura, la plena responsabilidad de los laicos, como miembros del pueblo de Dios… Pero el Concilio no es un hecho histórico del pasado, es más bien un proyecto que se va desplegando y asimilando poco a poco, con mayor o menor acierto; a la vez, cabe recordar que la Iglesia peregrina a través de los tiempos y, por tanto, con fe optimista se ha de avanzar siempre. La nueva evangelización, que han convocado el Beato Juan Pablo II y Benedicto XVI nos recuerda la necesidad de difundir uno de los mensajes clave del Concilio, como le decía antes: la llamada universal a la santidad, mensaje central también en las enseñanzas de San Josemaría.

El Concilio Vaticano II se ha visto como el gran intento de “diálogo de la Iglesia con el mundo”. Cincuenta años más tarde, el Papa vuelve a insistir en este punto. Un padre o una madre de familia, un profesional, un estudiante, un profesor… ¿cómo pueden llevar a cabo ese diálogo con quienes no conocen o han dejado de lado la fe?

La Iglesia es esencialmente misionera y el cristiano está llamado a ser siempre testimonio de Jesucristo. San Josemaría explicaba que no se puede separar la vida cristiana del apostolado, del mismo modo que no se puede disociar en Cristo su ser de Dios-Hombre y su misión de Redentor. Pienso que el primer desafío de todo fiel —madre o padre de familia, hijo, trabajador, intelectual, sacerdote, obispo, religioso o laico— es formarse bien y profundizar en las razones de su fe. El Santo Padre nos ha recomendado — en este Año de la fe— conocer bien el Catecismo de la Iglesia Católica; de este modo, podremos dialogar con los demás, para invitarles a compartir el tesoro que hemos recibido, con respeto y sinceridad: esa es la base de todo acercamiento. Y un punto básico es que los católicos nos ejercitemos en el mandatum novum: saber amar a todos, para servir, para ayudar y, cuando es necesario, para corregir con caridad.

¿Qué importancia tuvo, en lo referente a la doctrina sobre los fieles corrientes recogida por el Concilio, el mensaje que san Josemaría Escrivá —la llamada universal a la santidad— venía proponiendo desde 1928?

Las enseñanzas de san Josemaría aportaron luz sobre la profundidad de la vocación a la santidad, que todos los fieles laicos reciben con el bautismo, para el servicio de la Iglesia y de todo el mundo: de las familias, de los ambientes profesionales, de los más necesitados. Así lo puso de manifiesto el Beato Juan Pablo II, cuando se refirió a san Josemaría como “apóstol de los laicos para los tiempos nuevos” y en los documentos oficiales de su causa de canonización se le llama “precursor del Concilio Vaticano II”. Muchos padres conciliares afirmaron que había sido San Josemaría un precursor del mensaje de esta asamblea de la Iglesia.

¿Podría exponer la labor que nuestro primer Rector Honorario, el venerable Mons. Álvaro del Portillo, tuvo en las sesiones de trabajo del Concilio?

Tendría que alargarme mucho y quiero precisar que de este punto se ocupará la misma historia. Su aporte ha sido remarcado por muchos de los protagonistas: como se sabe, intervino directamente, desde la fase antepreparatoria hasta el final del Concilio. Puedo testimoniar un dato significativo: el aprecio que se le tenía en la Curia romana, incluso por parte de quienes no pensaban como él. Era un hombre de paz, de unidad, de caridad. Su sello personal era la sonrisa serena con contenido fraterno: cualquiera que trabaja en equipo valora qué importantes son las personas que sonríen y unen. En el caso de Don Álvaro esto se sumaba a su inteligencia y a su capacidad de trabajo.

EL AÑO DE LA FE

¿Puede aconsejarnos el modo de vivir y aprovechar con fruto en la comunidad universitaria el reciente “Año de la fe” instituido por el Papa Benedicto XVI?

El Año de la fe es una gran ocasión para profundizar, personalmente también, el mensaje de Jesucristo y la propia renovación personal para comunicar ese mensaje: es una oportunidad de valorar más la fe, procurar hacerla vida como cristianos coherentes, y ayudar a que las mujeres y los hombres de nuestro tiempo la vean como una respuesta a sus interrogantes profundos, y se sientan protegidos, ayudados, animados. Para esto, es fundamental el estudio, la formación y también la amistad personal, que conduce al apostolado.

La fe ha de estar presente en la vida universitaria y en la investigación científica: Benedicto XVI insiste en la necesidad de “ensanchar la razón”, porque no hay contraposición entre ciencia y fe: sería equivocado —reductivo y empobrecedor— obrar como si, en la práctica, en la ciencia o en la vida pública, económica, o en el trabajo universitario hubiera que prescindir de la dimensión trascendente del ser humano.

Por otra parte, una comunidad universitaria tiene que estar centrada en la educación y formación de los alumnos, y abierta a los grandes desafíos intelectuales, al mismo tiempo que busca con prioridad el servicio a la sociedad en problemas acuciantes: la protección de la vida humana, en todos los estados de desarrollo; la ayuda a la estabilidad de la familia, fundada en el matrimonio entre hombre y mujer; la lucha contra la pobreza y la marginalidad; la promoción de una nueva cultura, una nueva legislación, una nueva moda, más coherentes con la dignidad de la mujer y del hombre, como hijos de Dios. ¿De dónde saldrán propuestas concretas cristianas para lograr una sociedad justa y solidaria, sino de quienes se inspiran en el Evangelio y se apoyan en el trabajo generoso y bien acabado? La sociedad necesita personas bien preparadas, desde el punto de vista humano, profesional y espiritual: tenemos un camino abierto para continuar recorriendo el Año de la fe, y después también.

Benedicto XVI convocó a un Año de la fe en un momento en que la fragilidad de algunos miembros de la Iglesia se hace patente y el mundo parece circular por derroteros ajenos a ella. ¿Por qué piensa que, a pesar de todo, es tiempo de creer? ¿Por qué seguir creyendo en la Iglesia?

Como le decía antes, la Iglesia está formada por hombres y mujeres: sabemos que existe el pecado y que Dios nos llama constantemente a la conversión del corazón. Como vemos que hace el Papa, no cabe ignorar los problemas, ni dejar de preocuparse por las personas que han padecido injusticias. Sin embargo, ahora se ve con claridad que el mundo tiene una gran necesidad de Dios y de su gracia, que nos llega a través de los sacramentos, en la Iglesia. Los jóvenes parecen descubrirlo con facilidad y llama la atención —por ejemplo, en las Jornadas mundiales de la Juventud— cómo vibran con la Eucaristía, con la persona del Papa y con la Iglesia. La Iglesia es joven y estamos realmente en tiempos de esperanza. La Iglesia busca la unidad, promueve la paz y la solidaridad, pone su prioridad en la evangelización, atiende a los más pobres y es un faro de luz, frente al odio y a la violencia en tantas partes del mundo. En este contexto, los cristianos debemos reflejar el rostro amable de Cristo. La Iglesia, nuestra Madre, es santa, y lo será siempre, aunque la conducta de algunos hijos pueda no concordar con esa santidad.

San Josemaría decía que tenía una fe muy grande, “tan gorda que se puede cortar”, explicaba de modo gráfico. Usted ha vivido con este santo, ¿en qué se distinguía esa fe?

En su trato confiado con Jesucristo, que “empapaba” toda su jornada. En su devoción filial a la Santísima Virgen. Y también en la humildad y en la magnanimidad: se consideraba poca cosa y era consciente de que todo lo que hiciera valía si Dios lo hacía prosperar y, a la vez, se animaba a grandes empresas por ayudar a este mundo nuestro. Son muy grandes y numerosas las iniciativas sociales, educativas, religiosas que han surgido por influjo de sus palabras. La Universidad Austral es un ejemplo concreto de ese afán desbordante de san Josemaría por servir a Dios y a la sociedad entera. Supo y quiso siempre contar con Dios y, simultáneamente, ocultarse y desaparecer personalmente, para que sólo el Señor brillase.

¿Podría hacernos comprender la necesidad que tienen la mujer y el hombre actual de consolidar su fe para transitar con felicidad por este mundo que, muchas veces, no incluye a Dios en su proyecto vital?

La felicidad verdadera, que todos anhelamos, sólo llegará a su plenitud en la vida eterna, pero se conquista y comienza ya en la Tierra cuando vivimos en amistad con Dios. San Agustín lo explicó magistralmente: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”. Le diré también que sólo puede sentirse necesitado de Jesucristo quien se siente necesitado de salvación. ¿Habrá alguien hoy que crea que no tiene necesidad de sanar nada en su corazón, en su vida, en su pasado, en su presente? Los cristianos debemos ser ese rostro comprensivo de Cristo para los demás. Si nuestros amigos y amigas, y todas las personas, encuentran en nosotros un rostro fraterno, podremos comunicarles el gran mensaje de la Iglesia: “No tengan miedo de abrir las puertas a Cristo” (Juan Pablo II) y “Anímense a arriesgar por Cristo” (Benedicto XVI). El camino de la felicidad es siempre un camino de generosidad. Como recuerda el Concilio Vaticano II, la persona “no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás” (Gaudium et spes, n. 24).

Por último, queríamos preguntarle algo entono más personal: ¿hay alguna posibilidad de que nos visite durante el transcurso de este Año de la fe?

A mí me encantaría visitar la Universidad y charlar con cada una y cada uno, para compartir alegrías y penas, desafíos y proyectos. Abandono este deseo en las manos del Señor.

Romana, n. 55, junio-diciembre 2012, p. 307-311.

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