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En la bendición de una imagen de san Josemaría, Girona, España (1-VII-2012)

Queridísimos hermanas y hermanos.

Queridísimos amigos, que es lo mismo que hermanas y hermanos.

Doy gracias a Dios por poder estar aquí, con vosotros, pidiendo que convirtamos esta ceremonia en la que se bendecirá la estatua de san Josemaría, la escultura del gran escultor Etsuro Sotoo, también en una oración que se prolongue a lo largo de los días, a lo largo de los años.

San Josemaría fue un gran soñador, pero un soñador que se atenía a la realidad precisamente para que desde esos hechos cotidianos se produjesen muchos frutos apostólicos. Soñaba —pensadlo bien— estando a solas, sin ningún medio humano, pensaba en esta expansión de la Obra para servir a la Iglesia por el mundo entero. Nos ha tocado a los que hemos llegado más tarde, contemplar lo que la fe de san Josemaría veía con total realidad; una fe contagiosa, una fe segura, una fe llena de alegría, una fe que le llevaba también a cultivar la contrición para pedir perdón por lo que consideraba que eran faltas de correspondencia. Y así identificarse más con Dios. Con Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo.

Me han comentado que este escultor, que tiene manos espléndidas, ha querido poner a los pies de san Josemaría unas rosas, diciendo —o comentando— que esas rosas era lo que ocurría por las pisadas que san Josemaría iba dando por este mundo nuestro, que tenemos que recorrer también de la mano de Dios, de la mano de la Virgen y con la intercesión de san Josemaría.

Os puedo decir que sí: que era muy amigo de las rosas, para llevarlas al Señor en el sagrario. Podría contaros muchas escenas, muchos momentos de ese culto que daba al tabernáculo o también de ese culto de hiperdulía que daba a nuestra Madre Santa María, llevando o haciendo llevar al Señor en primer lugar una rosa, o llevarlas también a la Virgen. Y es cierto que decía que nosotros somos lo que somos: pobres mujeres, pobres hombres. Y por eso, estando en México, mientras hacía una novena pidiendo por la Iglesia, por el Papa, por el Opus Dei, por la Humanidad, le comentaron que las rosas que el indio Juan Diego desplegó cuando extendió en Tepeyac el manto delante del arzobispo Zumárraga, salieron grandes, preciosas y olorosas. Pero le comentaron que, en el lugar donde la Virgen se había aparecido a Juan Diego, solamente florecían rosas pequeñas. san Josemaría, que era un gran observador y que sacaba consecuencias —espirituales y humanas, porque no se puede separar lo sobrenatural de lo humano cuando se refiere a los hombres—, decía: “me da mucha alegría”. Y así tiene que ser nuestra vida: sacando de nuestro quehacer cotidiano, de nuestra lucha, esas rosas pequeñas que entregamos a la Virgen para que Ella —como rezamos en el Opus Dei todos los días— las presente al Señor en nuestro nombre. Y esas rosas que sean nuestra sonrisa, que sea nuestro trabajo bien acabado, que sea nuestro esfuerzo por saber servir a los demás, que sea también nuestro afán por querer cada día más a las personas con las que convivimos.

Aprendamos de quienes nos han precedido. Y concretamente me refiero ahora a san Josemaría, que podéis considerar con certeza que os ha acompañado y os acompaña desde el Cielo mientras estamos aquí; él desde el Cielo nos sigue con su mirada, nos sigue con su aliento y nos está diciendo: no desistáis de esa lucha cotidiana, porque vuestra lucha cotidiana se convertirá en siembra de amor y de paz que hay que llevar por todos los lugares del mundo.

¡Sí! Soñemos ahora con san Josemaría, sabiéndonos todos y cada uno instrumentos de Dios y pensemos concretamente qué intentos de apostolado —concreto— hacemos todos los días. No podemos ser los cristianos mujeres y hombres pasivos. Tenemos que ser activos. Y de la misma manera que este queridísimo escultor ha querido representar con delicadeza las grandes tareas que ha hecho san Josemaría... ¡Sí: es cierto! Cada una y cada uno de nosotros puede y debe sembrar muchas rosas con sus acciones, con su oración, con su amistad, con su vida en la propia familia o en el lugar donde se encuentre. Nos esperan en el mundo entero y esperan concretamente un testimonio de fe de parte de todas las mujeres y de todos los hombres que se saben hijos de Dios, y que concretamente por el bautismo hemos recibido la gracia para que caminemos llevando a Cristo en nuestras vidas y llevando a Cristo a la vida de todos los demás.

Sed mujeres y hombres optimistas. Llenaos de esa alegría propia de quien conoce y trata a Dios. Y pensad seriamente: Dios confía en mí, quiere apoyarse en mí, quiere servirse de mi vida para tantos frutos que se deben operar en toda la tierra. Decidle a san Josemaría, a ese gran sacerdote de fe, a ese sacerdote abnegado, a ese sacerdote lleno de alegría sobrenatural y humana, decidle que sepamos nosotros también —como nos ha repetido también tantas veces— abrir los caminos divinos de la tierra allí donde nos encontremos, porque lo que hagamos tiene esa trascendencia de la vida con Dios.

Y yo termino diciéndoos que qué mejor camino para llegarnos a Dios y para cumplir la voluntad de Dios que esa Madre nuestra. Me han dicho que, si puede ser —no sé cuando y ni siquiera sé si podrá ser— podré visitar a la Virgen de la Merced, donde nuestro Padre fue a confiarle todas las inquietudes. Pero era un confiar las inquietudes lleno de paz. A Ella y en Ella ponemos nuestras vidas, nuestras manos, para que Ella nos lleve por la ruta de la seguridad y de la correspondencia fiel a lo que Dios nos pida a cada una y a cada uno.

¡Que Dios os bendiga!

Romana, n. 55, Junio-Diciembre 2012, p. 298-300.

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