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Roma (30-III-2009)

En la Misa en sufragio por Mons. Álvaro del Portillo, Basílica de San Eugenio

Queridos hermanos y hermanas:

1. Con esta celebración de la Eucaristía, recordamos hoy el decimoquinto aniversario del fallecimiento del Siervo de Dios Mons. Álvaro del Portillo, Obispo, Prelado del Opus Dei, acontecido el 23 de marzo 1994. Recordamos, por tanto, a Don Álvaro en los últimos días de la Cuaresma, cuando ya está cerca la Semana Santa.

La oración colecta de la Misa muestra el fruto que esperamos obtener de esta celebración. Pedimos a Dios Padre que, con el don de su amor, nos llene de toda bendición; y suplicamos: «transformarnos en criaturas nuevas, para estar preparados a la Pascua gloriosa de tu Reino»[1]. El texto latino es aún más expresivo; nos invita a pedir la gracia de pasar de la vejez del pecado a la novedad de la vida en Cristo: in novitatem a vetustate transire. En esta trasformación se encierra el sentido más hondo, no sólo de las fiestas pascuales, sino de toda la vida cristiana.

¿Qué es, en efecto, la verdadera muerte —la muerte del alma—, sino ser separados de Dios por el pecado? De esta muerte espiritual, mucho más grave que la muerte corporal, nos hablan los textos de la Sagrada Escritura. En la primera lectura, Dios, por boca del profeta Ezequiel, se dirige al pueblo elegido —esto es, también a nosotros— para decirnos: he aquí que Yo abro vuestras tumbas, os resucito de vuestros sepulcros, pueblo mío, y vuelvo a conduciros al país de Israel[2]. No se refiere a la vida temporal, sino a la Vida eterna que es Él mismo. Por esto promete a los que le escucharán: haré entrar en vosotros mi espíritu y volveréis a vivir (...). Sabréis que Yo soy el Señor. Lo dije y lo haré[3].

2. Con estas palabras el Señor infunde confianza en nuestros corazones. Los males que podemos experimentar a lo largo de la vida presente, incluyendo la muerte, no tienen la última palabra. La última palabra es la que pronuncia el amor de Dios nuestro Padre, que se ha manifestado con plenitud en Cristo, su Hijo Unigénito, encarnado, muerto y resucitado para librarnos de nuestros pecados y darnos la vida eterna.

Lo ha recordado varias veces el Papa Benedicto XVI, de modo especial en este año dedicado a San Pablo. En presencia de la Cruz —que hoy, como en los tiempos del Apóstol, es considerada por muchos escándalo y locura[4]—, el Papa nos repite que «la Cruz revela “el poder de Dios” (cfr. 1 Cor 1, 24), que es distinto del poder humano; revela, en efecto, la profundidad de su amor: “Lo que es necedad de Dios es más sabio que los hombres, y lo que es debilidad de Dios, es más fuerte que los hombres” (Ibid. 25). «Vemos que a lo largo de la historia ha vencido la Cruz y no la sabiduría que se opone a la Cruz. El Crucifijo es sabiduría, porque manifiesta verdaderamente quién es Dios, es decir, poder de amor que llega hasta la entrega en la Cruz para salvar a los hombres. Dios se sirve de modos e instrumentos que a primera vista parecen sólo debilidad. El Crucifijo desvela, por una parte, la debilidad del hombre y, por otra parte, la verdadera potencia de Dios, eso es, un amor absolutamente gratuito: precisamente este amor totalmente gratuito es la verdadera sabiduría»[5].

Estas consideraciones resultan muy oportunas al considerar la figura de Don Álvaro, que amó con fidelidad perseverante la Voluntad del Señor, también cuando llevaba consigo sufrimientos y contrariedades. Sí, los padecimientos de la vida presente son instrumentos de los que la Sabiduría divina se sirve para purificar nuestras almas, así como un escultor saca, de la piedra informe, la obra maestra que luego podemos admirar.

A propósito de esto, me viene a la memoria una frase de San Josemaría, en cuya escuela Don Álvaro aprendió a amar la Cruz. El Fundador del Opus Dei escribía: «Esta ha sido la gran revolución cristiana: convertir el dolor en sufrimiento fecundo; hacer, de un mal, un bien. Hemos despojado al diablo de esa arma...; y, con ella, conquistamos la eternidad»[6]. Con la condición, sin embargo, —podemos añadir, explicitando las palabras de San Josemaría—, de que sepamos unir nuestros sufrimientos, ¡sin exagerarlos!, a la Cruz de Cristo, ofreciéndolos con paciencia y amor como reparación por nuestros pecados y por los pecados de la humanidad entera.

3. Aunque tuviera que andar por un valle oscuro, no temería mal alguno, porque Tú estás conmigo[7]. Las palabras del Salmo, que hemos escuchado y meditado muchas veces, nos llenan de un optimismo seguro. Jesús nos guía y nos protege. ¿Cómo podríamos dudar nunca de su amor, si Él es el Buen Pastor, que dio su vida por sus ovejas, por cada uno de nosotros?[8].

A propósito del relato de la resurrección de Lázaro, quisiera subrayar un aspecto que despertaba, tanto en San Josemaría como en Don Álvaro, sentimientos de gran ternura y de firme seguridad: el llanto de Cristo — perfecto Dios y perfecto hombre — por el amigo muerto. Tan evidente es el cariño del Señor, que hasta las personas que se hallaban presentes, partícipes del dolor de las hermanas, exclaman: ¡ved cómo le amaba![9].

El Fundador del Opus Dei se apoyaba en este texto del Evangelio para poner de relieve qué grande es el amor de Jesús con nosotros. En Camino escribe: «Jesús es tu amigo. —El Amigo. —Con corazón de carne, como el tuyo. —Con ojos, de mirar amabilísimo, que lloraron por Lázaro... Y tanto como a Lázaro, te quiere a ti»[10].

El llanto de Cristo es para nosotros una escuela en que aprendemos muchas cosas. En primer lugar, nos enseña a ser hombres y mujeres capaces de conmoverse; a tener compasión de los demás, a poner remedio a sus sufrimientos, si está en nuestras posibilidades, o al menos a tratar de darles consuelo. Una palabra sincera de ánimo, de comprensión, de solidaridad, constituye siempre una manifestación auténtica de la caridad cristiana.

Nos enseña, además, que, frente a la muerte de nuestros seres queridos, es natural mostrar nuestros sentimientos, pero sin exagerarlos. El cristiano sabe que con la muerte corporal vita mutatur, non tollitur, la vida se transforma, no se pierde, como decimos en el prefacio de la Misa por los difuntos[11]. Siempre hay un lugar para la alegría cristiana: el nuestro ha de ser un dolor sereno, templado por la fe en la vida eterna.

4. Lo hemos escuchado también en la narración del Evangelio. Marta va al encuentro del Señor. En un primer momento se queja con el Maestro por la muerte de su hermano: ¡Señor, si Tú hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto! Pero añade enseguida: sin embargo, sé también ahora que cualquier cosa que pidas a Dios, Él te la concederá[12]. Se vislumbra, luego un crecimiento progresivo de la fe de Marta, cuando el Señor le dirige la pregunta decisiva: Yo soy la Resurrección y la Vida; quien cree en mí, aunque muera, vivirá; todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees tú en esto? En aquel momento, del corazón y del alma de Marta brota un magnífico acto de fe: Le contestó: Sí, Señor, yo creo que Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios que ha de venir al mundo[13].

Pidamos también nosotros a Jesús que nos conceda una fe parecida. Con esta fe, unida a la esperanza y al amor, estaremos en condiciones de realizar maravillas dentro de nuestra familia, en el lugar de trabajo, con nuestros amigos, y atraeremos a muchas personas al conocimiento y al amor de Nuestro Señor. Entre las diversas obras de misericordia, quisiera mencionar una que Don Álvaro amaba de modo especial: llevar a otras personas al sacramento de la Penitencia. Será la manera mejor de ayudarlas a prepararse bien para la fiesta de Pascua.

El pasaje evangélico se concluye con la resurrección de Lázaro. Quisiera comentar a este respeto otro pensamiento de San Josemaría, que podemos aplicar a nuestra vida personal y comunicar también a otros, si en alguna ocasión no sabemos comportarnos como buenos hijos de Dios. Nos decía: «»Nunca te desesperes. Muerto y corrompido estaba Lázaro: jam foetet, quatriduanus est enim —hiede, porque hace cuatro días que está enterrado, dice Marta a Jesús. —Si oyes la inspiración de Dios y la sigues —Lazare, veni foras! —¡Lázaro, sal afuera!—, volverás a la Vida»[14].

Pidamos a la Virgen Santísima, Madre nuestra, que nos obtenga la gracia de llegar a la Pascua bien preparados, llenos de contrición por nuestros pecados y de esperanza por la gran victoria conseguida por Cristo. Será también un modo muy bonito de recordar a Mons. Álvaro del Portillo en este aniversario. Y, como es lógico, oremos en particular por el Romano Pontífice y por sus colaboradores en el gobierno de la Iglesia. Que el Papa se sienta sostenido por nuestra oración y nuestro amor filial. Así sea.

[1] Oración Colecta del lunes de la V semana de Cuaresma.

[2] Primera lectura (Ez 37, 12).

[3] Ibid 14.

[4] Cfr. 1 Cor 1, 20-25.

[5] BENEDICTO XVI, Discurso en la audiencia general, 29-X-2008.

[6] SAN JOSEMARÍA, Surco, n. 887.

[7] Salmo responsorial (Sal 22 [23] 4).

[8] Cfr. Jn 10, 11.

[9] Evangelio (Jn 11, 35).

[10] SAN JOSEMARÍA, Camino, n. 422.

[11] Cfr. Misal Romano, Prefacio I de difuntos.

[12] Evangelio (Jn 11, 21-22).

[13] Ibid., 25-27.

[14] SAN JOSEMARÍA, Camino, n. 719.

Romana, n. 48, enero-junio 2009, p. 72-75.

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