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Roma (21-II-2009)

En la ordenación diaconal de dos fieles de la Prelatura, Parroquia de San Josemaría

Queridos hermanos y hermanas.

Queridísimos hijos que estáis para ser ordenados diáconos.

1. Tenemos bien vivas en la mente las palabras del Salmo responsorial: ¡Qué amables son tus moradas, Señor! (Sal 84, 2). También sabemos que la presencia de Dios no está ligada a un lugar determinado; nos hallamos en los tiempos que Jesús predijo a la samaritana: Pero llega la hora, y es ésta, en la que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad. Porque así son los adoradores que el Padre busca (Jn 4, 23). Al mismo tiempo, no podemos olvidar que la Humanidad Santísima de Jesús es el verdadero templo en que habita la plenitud de la divinidad (cfr. Jn 2, 21; Col 2, 9). Después de la Ascensión del Señor a los Cielos, podemos encontrar a Dios en la Santa Iglesia —Cuerpo místico de Cristo— y sobre todo en el Santo Sacramento de la Eucaristía, en que se contienen verdaderamente, realmente, la humanidad y la divinidad de Jesucristo. Además, mediante la gracia santificante, nosotros mismos nos convertimos en templos de Dios, en morada de la Santísima Trinidad. Con estas consideraciones deseo reafirmar que estamos en condiciones de hacer nuestras las palabras del Salmo, puesto que podemos permanecer siempre en la presencia del Señor y servirle.

Me gusta recordar a este propósito unas palabras de San Josemaría, con las que se dirigía a todos los cristianos: «En los momentos más dispares de la vida, en todas las situaciones, hemos de comportarnos como servidores de Dios, sabiendo que el Señor está con nosotros, que somos hijos suyos. Hay que ser conscientes de esa raíz divina, que está injertada en nuestra vida, y actuar en consecuencia»[1].

En la segunda lectura de esta Sagrada Eucaristía, el Apóstol Pablo nos ofrece una síntesis de las virtudes que debemos poner en práctica para actuar como verdaderos discípulos del Señor. Desde la prisión romana exhortaba a los efesios, y nos exhorta a todos nosotros, a un comportamiento digno de la vocación que hemos recibido: con toda humildad y mansedumbre, con longanimidad, sobrellevándoos unos a otros con caridad, continuamente dispuestos a conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz (Ef 4, 1-4). Son palabras que deberíamos meditar con frecuencia; como una guía práctica para la cotidiana conducta cristiana y objeto habitual de nuestro examen de conciencia. De este modo el Señor entrará con más profundidad en nuestros corazones. Como afirma el Fundador del Opus Dei, «si dejamos que Cristo reine en nuestra alma, no nos convertiremos en dominadores, seremos servidores de todos los hombres»[2].

2. Los ministros sagrados son especialmente llamados a tareas de servicio en la Iglesia; mediante el Sacramento del Orden, en los diversos grados, son hechos partícipes de la misión misma de Cristo, y deben servir a los hombres a imitación del Divino Maestro, que —como hemos escuchado en el Evangelio— no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en redención de muchos (Mt 20, 28).

Estamos participando en la ceremonia de ordenación diaconal de dos fieles de la Prelatura del Opus Dei. Durante muchos años, esforzándose por responder a la llamada divina a la santidad en la vida cotidiana, han servido con alegría a las personas que Dios ha puesto a su lado: parientes, amigos, colegas... El apostolado no es por tanto para ellos algo nuevo; sin embargo, a partir de hoy, lo ejercitarán de un nuevo modo: como ministros de Cristo y administradores de los misterios de Dios (1 Cor 4, 1).

A vosotros, hijos míos, la Iglesia os confía la tarea de ayudar al Obispo y a su presbiterio en su ministerio específico; en la predicación de la Palabra de Dios, en la celebración de la Eucaristía y la administración de los demás sacramentos, en el servicio de la caridad.

Querría considerar brevemente un aspecto del ministerio diaconal: el servicio litúrgico. Poned todo vuestro empeño en tratar bien al Señor en la Eucaristía. En los próximos meses, de preparación para la ordenación presbiteral, junto a la predicación de la palabra de Dios ésta será vuestra principal tarea. Tendréis ocasión de distribuir la Comunión, de exponer el Santísimo Sacramento a la adoración de los fieles y de impartirles la bendición eucarística; quizás deberéis llevar el Viático a algún enfermo grave... En cada una de estas circunstancias, pensad en la bondad de Jesús, que se pone en vuestras manos con total confianza. Meditad frecuentemente las enseñanzas de San Josemaría, que fue un sacerdote profundamente enamorado de la Eucaristía.

Me viene a la cabeza la emoción con que, al poco de recibir la ordenación diaconal, tocó por primera vez la Hostia Santa, con manos temblorosas. Este temblor era un signo exterior del amor y del respeto por Nuestro Señor, que deseaba expresar en cada uno de sus gestos. «¡Señor, que no me acostumbre nunca a tratarte!», fue la oración que brotó en ese momento de su corazón. Pidamos hoy también nosotros, para todos los diáconos, para todos los sacerdotes, para todos los fieles, la gracia de que no nos hagamos insensibles a las realidades santas, divinas, que el Señor nos ha confiado, de modo especial, al Sacramento eucarístico.

3. En estos días de invierno la nieve ha caído abundantemente en muchos lugares del hemisferio septentrional, cubriendo carreteras y senderos de montaña. Algo parecido puede suceder en la vida espiritual del cristiano. Así se expresaba San Josemaría al respecto: «Hay primaveras y veranos, pero también llegan los inviernos, días sin sol, y noches huérfanas de luna. No podemos permitir que el trato con Jesucristo dependa de nuestro estado de humor, de los cambios de nuestro carácter. Esas posturas delatan egoísmo, comodidad, y desde luego no se compaginan con el amor»[3].

¿Qué hacer cuando circunstancias como éstas se hagan presentes en nuestra vida? El Fundador del Opus Dei hablaba con frecuencia de aquellos largos palos, generalmente pintados de rojo, que se ven en la montaña en los márgenes de carreteras y senderos, y señalan el camino cuando está todo cubierto de nieve. Aplicaba esta experiencia a la vida interior y aconsejaba: «Por eso, en los momentos de nevada y de ventisca, unas prácticas piadosas sólidas —nada sentimentales—, bien arraigadas y ajustadas a las circunstancias propias de cada uno, serán como esos palos pintados de rojo, que continúan marcándonos el rumbo, hasta que el Señor decida que brille de nuevo el sol, se derritan los hielos, y el corazón vuelva a vibrar, encendido con un fuego que en realidad no estuvo apagado nunca: fue sólo rescoldo oculto por la ceniza de una temporada de prueba, o de menos empeño, o de escaso sacrificio»[4].

El tiempo de Cuaresma, ya a las puertas, nos invita a robustecer nuestro compromiso cristiano. En su reciente mensaje para la Cuaresma, el Santo Padre Benedicto XVI, recuerda la necesidad de una oración asidua, de una mortificación generosa, de obras de caridad constantes, como requisitos necesarios para recibir la abundante gracia que la Pascua trae consigo. Este año considera de modo particular el ayuno, que libera tantas energías espirituales del alma, frecuentemente aherrojadas a causa de una solicitud a veces exagerada al cuidado del cuerpo.

En primer lugar, el Sumo Pontífice, pone en guardia frente a una consideración reductiva del ayuno. «En nuestros días —explica—, parece que la práctica del ayuno ha perdido un poco su valor espiritual y ha adquirido más bien, en una cultura marcada por la búsqueda del bienestar material, el valor de una medida terapéutica para el cuidado del propio cuerpo. Está claro que ayunar es bueno para el bienestar físico, pero para los creyentes es, en primer lugar, una terapia para curar todo lo que les impide conformarse a la voluntad de Dios»[5].

Más adelante, recordando el ayuno de Cristo en el desierto, antes del inicio de su vida pública, el Papa resume las principales características de esta práctica cuaresmal: «mortificar nuestro egoísmo y abrir el corazón al amor de Dios y del prójimo»; «dar unidad a la persona, cuerpo y alma, ayudándola a evitar el pecado y a acrecer la intimidad con el Señor»; «tomar conciencia de la situación en la que viven muchos de nuestros hermanos». Por tanto, concluye: «Ayunar por voluntad propia nos ayuda a cultivar el estilo del Buen Samaritano, que se inclina y socorre al hermano que sufre»[6].

Antes de finalizar, os recuerdo el deber que tenemos todos de rezar por el Papa y por sus colaboradores en el gobierno de la Iglesia. Tratemos de confortarle con nuestra oración y con nuestra mortificación, que intentaremos hacer más intensas durante la Cuaresma. Recemos también por los obispos, por el Card. Vallini, Vicario de Su Santidad, por los sacerdotes y por los diáconos del mundo entero; por las vocaciones sacerdotales y religiosas; por la santidad de todo el pueblo cristiano. Dejamos estas intenciones en las manos de la Virgen, Madre de la Iglesia, que conoce bien las necesidades de sus hijos. Así sea.

[1] SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n. 60

[2] SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n. 182

[3] SAN JOSEMARÍA, Amigos de Dios, n. 151.

[4] Ibid.

[5] BENEDICTO XVI, Mensaje para la Cuaresma 2009, 11-XII-2008.

[6] Cfr. Ibid.

Romana, n. 48, enero-junio 2009, p. 66-69.

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