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Pamplona (España) 23-III-2009

En la Misa en sufragio por Mons. Álvaro del Portillo, Polideportivo de la Universidad de Navarra

Queridísimos hermanos y hermanas, queridísimos hijos e hijas.

Estoy sumamente agradecido al Señor por haber permitido que yo pudiera celebrar esta santa Eucaristía con motivo del 15º aniversario del piadoso tránsito de mi queridísimo predecesor el Obispo Álvaro del Portillo. Conservo perfectamente grabado en mi recuerdo el último diálogo terreno de don Álvaro con la Trinidad. Se cumplía un versículo de un Salmo que tantas veces recitó y saboreó. Las palabras son: Ego autem in te speravi, Domine; dixi: Deus meus es tu, in manibus tuis sortes meae. Con la paz y la serenidad que le caracterizaba entregó su alma al Señor, poniendo su vida entera en las manos de Dios, lleno de gozo porque había llegado ese momento de recibir el abrazo eterno prometido a los que le siguen.

Don Álvaro quiso mucho a esta tierra de Navarra, quiso mucho a las gentes de esta tierra, y quiso, como es lógico y de modo especial, a la Universidad de Navarra. Sabemos que, por la comunión de los santos, las buenas amistades, los amores limpios, no se borran ni se pierden cuando alguien se marcha al Cielo. Ese cariño y ese seguimiento, sobrenatural y humano que tuvo don Álvaro con esta tierra y con esta Universidad sigue vigente. Desde el Cielo nos espolea para que vivamos con mayor eficacia nuestra vida de cristianos, y nos encomienda con fuerza a la Trinidad que ha sido testigo de su oración humilde y al mismo tiempo poderosa, porque vivía bien metido en las manos del Señor. Es lógico que acudamos a su intercesión para que nos haga buenas hijas y buenos hijos de Dios.

Estamos en esta semana IV de Cuaresma, que se denomina con la primera palabra de la liturgia del domingo: laetare. No es una pausa en este tiempo de conversión. Es un recordatorio de que debemos vivir con alegría esa mudanza, ese encontramos con Dios porque le vayamos dando más y más nuestra conducta de cristianos. Quiere la Iglesia que nos preparemos para el Triduo Pascual, para los misterios imponentes de la pasión, de la muerte y de la resurrección de nuestro Señor, que nos abre el camino, como hemos escuchado en la segunda lectura, para que nos sepamos y nos comportemos como verdaderos hijos de Dios.

Conocemos que esos misterios los ha querido el Señor para todos los cristianos, pero debemos personalizar. Ha querido la pasión, la muerte y la resurrección de Cristo para cada uno de nosotros, para que nos sintamos y nos desenvolvamos constantemente en el ámbito del amor de Dios.

La liturgia de este martes de la IV semana de Cuaresma, y también los textos de la liturgia que estamos celebrando, son un marco espléndido para cuidar esos tres puntos fundamentales que nos preparan para encontrarnos con Cristo en la Cruz.

Concretamente la Iglesia nos pide que cuidemos la oración, el ayuno y la limosna. En otras palabras, el desprendimiento del propio yo para dejar que Cristo reine soberano en nuestra vida, en nuestras almas. Nos lo ha pedido también el Papa. Aprovecho esta ocasión para pediros que salga de esta Eucaristía santa un clamor al cielo lleno de vigor por la persona, por las intenciones, por el magisterio del Papa, que está gastándose tan gustosamente por toda la humanidad. Acompañémosle como buenos hijos. No seríamos buenos hijos de la Iglesia si no estuviésemos personal e íntimamente unidos al sucesor de Pedro, al vicario de Cristo. Que de verdad le podamos dar, como quería San Josemaría, la alegría de nuestro afecto y el apoyo de nuestra oración y de nuestra expiación.

Os decía que hemos leído textos maravillosos en esta Eucaristía, y también en la Eucaristía de esta mañana. Esta mañana hemos escuchado cómo el profeta Isaías no puede detener su gozo comentando que el Salvador nos va a preparar nuevos cielos y nueva tierra. ¡Qué cercanía quiere tener el Señor con nosotros! Luego, el Evangelio nos contaba que Cristo sigue al centurión para curar al siervo que está enfermo. ¡Cómo nos sigue Cristo, hijos míos, cómo nos sigue! Está constantemente protegiéndonos con su sombra, ayudándonos con su gracia, empujándonos con su alegría.

En la Misa que estamos celebrando, hemos escuchado las palabras de Job, que nos confirma que cada una y cada uno puede escribir en el libro del Cielo la vida propia. Con caracteres de oro; más que de oro, con caracteres divinos, porque el Señor nos da su gracia para que nuestra vida tenga todo el relieve sobrenatural que debe tener. Dios se interesa siempre por ti. Dios se interesa siempre por mí. No hay ningún momento en que nos abandone, en que nos deje en la estacada.

Esos tres puntos que la Iglesia nos recuerda para la Cuaresma se refieren a la vida del alma, la vida principal, la que rige también la vida del cuerpo, la vida física. La oración, el ayuno y la limosna no se deben quedar en unos actos externos, que son necesarios. La oración, la expiación y el ayuno significan más, mucho más. La decisión de salir del propio yo, como os decía antes, para identificamos más y más con Cristo, único modelo para todo hombre y para toda mujer.

Podemos rechazar a Cristo, podemos ignorar a Cristo, pero eso significaría que nos rechazamos a nosotros mismos, que nos ignoramos a nosotros mismos, quitándonos toda la categoría de hijos de Dios que las palabras de Pablo nos ha recordado, y que además, para que no tengamos excusa, el Evangelio nos señala que participamos, como las pobres criaturas, de todos los favores de Dios (Cfr. Mt 6, 28). Sigamos a Cristo, estemos cerca de Cristo, volvamos constantemente a Cristo.

Nos aconseja la Iglesia que no se haga un elogio de la persona que se recuerda en la Eucaristía por un difunto, hasta que esa persona sea beatificada. Hoy pedimos a la Trinidad Santísima que aumente al queridísimo don Álvaro su gloria accidental, que contemple muy de cerca la esencia de la Trinidad. Es lógico que nos fijemos en cómo luchó y en cómo practicó la oración, el ayuno y la limosna.

Hay unas palabras de la Escritura que se refieren concretamente a la limosna, y que cautivaban a San Josemaría. Dicen así: Hilarem enim datorem diligit Deus; Dios ama al que da con alegría. Dios no necesita de mi limosna, pero a la vez quiere necesitar de nuestra correspondencia, de nuestra entrega como cristianos, para que nos adentremos en su amistad y la transmitamos a otras muchas personas, a todos los que podamos.

Don Álvaro fue un perseverante hilarem datorem, un dador lleno de alegría y de generosidad. No hacía cálculos en su vida. Dador a Dios, y con Dios, dador a todas las personas. Hay unas palabras que repitió mucho San Josemaría: “serán felices en el cielo los que hayan sabido gastar sus años en la tierra con la alegría de ser hijos y de saberse hijos de Dios”. Yo pienso que la sonrisa y la paz que transmitía don Álvaro, este buen siervo de Dios, y que queda patente incluso en las fotografías, muestra que se desenvolvió siempre con la alegría de esa filiación divina que imperaba en todas sus acciones. No era sólo un rasgo de su carácter; no, no, cultivó esa alegría, que tomó cuerpo y solidez porque buscaba a Dios a diario, y porque transmitía a los demás que estamos muy cerca del Señor.

¿Como discurría ese esfuerzo de don Álvaro para estar con Dios? Ciñéndonos a los tres puntos que la Iglesia nos invita a cuidar en la Cuaresma, os repito que cuidó la oración. Cuidó la oración alimentándola con una profunda vida eucarística, y también acudiendo con frecuencia al sacramento de la confesión. Salía amorosamente al encuentro de la hostia santa, y acudía puntualmente al sacramento del perdón. Pienso que con su vida supo abrir a las almas esas vías fundamentales, la de la Eucaristía y la de la confesión, reiterándoles con espontaneidad que tenían que acercarse más al Señor. Gracias a su conducta y a sus palabras, muchos hombres y muchas mujeres, volvieron o ascendieron en la felicidad de una fe vivida.

Cuidó el ayuno, la expiación, que es principio esencial del amor auténtico. don Álvaro supo querer y supo hacerse querer para unir a Dios, saliendo al encuentro de las almas desde muy joven. Apenas Dios se metió en su alma, le inundó un celo por los demás que no quiso ni pudo contener. Esta manera de actuar provenía de su conocimiento de que la amistad real se integra con el servicio generoso y sacrificado, yendo muy lejos, siempre más lejos. Tanta gente recuerda cómo le quería don Álvaro. Nosotros tenemos que aprender, tenemos que recordar diariamente que la caridad, el cariño sobrenatural y humano, brotan de la cruz y pasan por la cruz, en sus manifestaciones grandes y pequeñas. don Álvaro fue buen amigo, amigo ejemplar, que no deja jamás al prójimo en la estacada.

Y cuidó finalmente la limosna siguiendo los pasos de Cristo. La de Cristo era una limosna pronta, alegre, desprendida. Y nos ha enseñado que la atención al pobre, al necesitado, también en sentido espiritual, no se satisface con unas monedas, pocas o muchas, de flojo metal o de oro. Hemos de saber dar nuestro tiempo, nuestra preparación humana e intelectual, nuestra disponibilidad. Y siempre sin pasar recibo, sin esperar que nos paguen.

Don Álvaro acogió este mensaje de Cristo, mensaje evangélico, que hace al hombre, a la mujer más semejantes a Dios. Este siervo de Dios, a quien debemos agradecer su correspondencia y su intercesión, incorporó a su vida la actitud de estar siempre aprendiendo para entregarse más a Dios y a los hombres, sin permitir entre los hombres y él, entre Dios y él, la más estrecha fisura. Pienso que una jaculatoria que creó él mismo, como fruto de su oración, sintetiza su vida: “gracias Señor, perdón, ayúdame más”. Daba gracias a Dios, y daba gracias a los hombres y a las mujeres; pedía perdón a Dios, y pedía perdón a los hombres y a las mujeres; y quería ayudar, y pedía más ayuda a Dios, y a los hombres y a las mujeres.

Para conseguir estas metas fue siempre muy mariano. Se dirigió a María y recordaba una oración que su madre puso en sus labios desde que era pequeñín. No la repito porque no la recuerdo exactamente, pero más o menos decía:

“Dulce madre, no me dejes

tu vista de mí no apartes,

ven conmigo a todas partes,

y ya que nos quieres tanto,

haz que nos bendigan el Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo”.

Con don Álvaro poniéndonos en las manos de María, le decimos que nos acompañe siempre para que nos bendigan el Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo. Que Dios os bendiga.

Romana, n. 48, enero-junio 2009, p. 69-72.

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