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Carta de junio de 2009

Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!

Ayer celebramos la solemnidad de Pentecostés, que este año ha coincidido con el final del mes de mayo. Como en la primera Pentecostés, la Santísima Virgen nos ha ayudado a prepararnos para recibir una nueva efusión del Paráclito. Ahora, al recomenzar el Tiempo ordinario, podemos tomar esta circunstancia como una invitación más a santificar la vida corriente de cada día, entretejida de horas de trabajo y de las múltiples relaciones que se originan en el trato familiar y social. Se repite lo que nos enseñaba nuestro Padre: no cambia lo externo del trabajo y, a la vez, diariamente, ¡cambia!, por el amor nuevo que pongamos al realizarlo.

La existencia cotidiana nos marca verdaderamente el campo de nuestra lucha —promovida y sostenida por la gracia— para identificarnos más y más con Cristo y, de este modo, ser mejores hijos de Dios. Deseo describir esta realidad con la expresión tan acertada que San Josemaría dejó señalada en una homilía: «cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios. Por eso os he repetido, con un repetido martilleo, que la vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos de la prosa de cada día. En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria...»[1]. Me parece oír todavía el eco de la fuerza con que pronunció la palabra “martilleo”, porque nuestro Padre fue un gran pedagogo con la palabra y con los hechos, para que se nos grabase a fondo el espíritu que Dios había puesto en su alma.

Desempeñar con amor a Dios y a los demás las acciones diarias: en esto consiste el secreto de la santidad a la que Dios llama a los cristianos que viven y trabajan en medio de las realidades temporales. Este programa se nos torna posible porque —como enseña la Sagrada Escritura— el Señor ha tomado la iniciativa: nosotros amamos, porque Él nos amó primero[2]. Me gusta recordarlo al comenzar el mes de junio, en el que —de tantos y tan diversos modos— la liturgia pone de relieve el amor de Dios a sus criaturas. Lo hemos considerado detenidamente al celebrar los principales misterios de la historia de la salvación: la Encarnación, Pasión y Muerte de Jesucristo, su Resurrección y gloriosa Ascensión a los cielos. En las próximas semanas, «la liturgia nos hace celebrar tres fiestas que tienen un carácter “sintético”: la Santísima Trinidad, el Corpus Christi y, por último, el Sagrado Corazón de Jesús»[3]. Estos días, tan señalados para quienes se saben hijos de Dios, se nos presentan como manifestaciones del amor de Dios por los hombres y, en este sentido, constituyen una síntesis de todos los misterios salvíficos.

El domingo, día 7, celebraremos la solemnidad de la Trinidad Santísima. Con esta gran fiesta, la Iglesia nos invita a considerar el Misterio de la naturaleza íntima del Dios único, que quiso revelarse paulatinamente por medio de los profetas y se manifestó plenamente en Jesucristo. Ya en el Antiguo Testamento, pasando ante Moisés en el monte Sinaí, se mostró como el Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en misericordia y fidelidad[4]. Esta declaración era una primera explícita manifestación de las riquezas contenidas en el nombre de Yahveh, revelado anteriormente a Moisés[5]. A la vez, ese Nombre inefable seguía envuelto en los velos del misterio. Sólo en el Nuevo Testamento se nos ha hecho presente con más claridad la vida íntima de Dios. San Juan, el discípulo amado del Señor, que reclinó su cabeza sobre el pecho del Maestro en la Última Cena, ha escrito —inspirado por el Espíritu Santo— que la identidad más profunda de Dios se resume en una sola palabra: Amor. Deus caritas est[6], Dios es Amor. Y como demostración diáfana nos envió a su Hijo: tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito[7].

Benedicto XVI comenta que ese nombre, Amor, «expresa claramente que el Dios de la Biblia no es una especie de mónada encerrada en sí misma y satisfecha de su propia autosuficiencia, sino que es vida que quiere comunicarse, es apertura, relación. Palabras como “misericordioso”, “compasivo”, “rico en clemencia”, nos hablan de una relación, en particular de un Ser vital que se ofrece, que quiere colmar toda laguna, toda falta, que quiere dar y perdonar, que desea entablar un vínculo firme y duradero[8]. Siendo el Amor por esencia, nuestro Dios no es un Ser solitario, encerrado en una lejanía trascendente, ajeno a las preocupaciones de los hombres. Dios es trinidad de Personas, tan unidas y compenetradas que son un solo y único Dios. Esta revelación de Dios se delineó plenamente en el Nuevo Testamento, gracias a la palabra de Cristo. Jesús nos manifestó el rostro de Dios, uno en esencia y trino en personas: Dios es amor, Amor Padre, Amor Hijo y Amor Espíritu Santo»[9].

Al revelarnos el misterio de su vida íntima, Dios —por expresarlo de algún modo— nos ha mostrado su rostro, nos ha comunicado que desea acogernos en su amistad; más aún, que quiere hacernos hijos suyos, partícipes de su misma Vida. Por estas razones, la solemnidad litúrgica de la Santísima Trinidad celebra la suprema revelación del Amor divino. De ahí que San Josemaría recomendara a los cristianos que se esfuercen por conocer y tratar a cada una de las Personas divinas. «Aprende a alabar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Aprende a tener una devoción particular a la Santísima Trinidad: creo en Dios Padre, creo en Dios Hijo, creo en Dios Espíritu Santo: creo en la Trinidad Beatísima. Espero en Dios Padre, espero en Dios Hijo, espero en Dios Espíritu Santo: espero en la Trinidad Beatísima. Amo a Dios Padre, amo a Dios Hijo, amo a Dios Espíritu Santo: amo a la Trinidad Beatísima. Esta devoción hace falta como un ejercicio sobrenatural, que se traduce en estos movimientos del corazón, aunque no siempre se traduzca en palabras»[10].

Queramos afanarnos en tratar así a nuestro Dios. ¿Cómo buscamos su presencia a lo largo del día? ¿Consideramos con frecuencia que somos hijos suyos? ¿Nos empeñamos en imitar a Jesucristo, nuestro Hermano mayor y nuestro Modelo? ¿Invocamos con clamores silenciosos al Paráclito, a fin de que nos santifique y nos llene de afán apostólico? ¿Crece nuestra amistad con el Espíritu Santo?

La solemnidad del Corpus Christi, el día 11 (que en algunos sitios se traslada al domingo siguiente, 14 de junio), viene a reforzar estas profundas aspiraciones del alma cristiana. Analizando los diversos momentos de esta celebración litúrgica, el Santo Padre resume así su significado fundamental: «ante todo, nos hemos reunido alrededor del altar del Señor para estar juntos en su presencia; luego tendrá lugar la procesión, es decir, caminar con el Señor; y, por último, arrodillarse ante el Señor, la adoración, que comienza ya en la Misa y acompaña toda la procesión, pero que culmina en el momento final de la bendición eucarística, cuando todos nos postremos ante Aquel que se inclinó hasta nosotros y dio la vida por nosotros»[11].

Benedicto XVI sugiere un itinerario interior que resulta válido, no sólo para el día del Corpus, sino para toda nuestra existencia. No cedamos en la decisión de seguirlo con mayor tenacidad en las próximas semanas, con intentos eficaces de aprovechar las gracias que esta solemnidad trae a nuestras almas, con ánimo de ser esencialmente eucarísticos. La participación diaria en el Santo Sacrificio ha de servirnos como una recarga de energía espiritual que nos impulse a mantener una intimidad más habitual y confiada con la Santísima Trinidad, a lo largo de la jornada. La visitas al Santísimo Sacramento, presente en los tabernáculos de las iglesias, nos servirán para conservar vivo y vibrante el amor a Dios y al prójimo, que se manifestará luego en obras de atención fraterna, quizá en detalles pequeños, pero concretos: con las personas de nuestra familia, con los colegas de trabajo, con los amigos, con quienes coincidimos por un motivo u otro. Conocemos que nuestro Padre sacaba toda la fuerza de la Santa Misa y, por eso, cuando debía guardar cama por enfermedad, la primera consideración que manifestaba, el día que se levantaba, era: “¡Tengo hambre de celebrar!”, disposición que fomentaba cotidianamente.

La referencia al Sagrario ha de servirnos, sobre todo, para alimentar el amor a Dios, en justa correspondencia al amor de Dios por nosotros. Nos resultará muy útil considerar la experiencia personal de San Josemaría, que —en medio del trabajo más absorbente— se hallaba siempre pendiente de Jesús en el Santísimo Sacramento. «Cuando entro en el oratorio —afirmaba— no me da ningún reparo decir al Señor: Jesús, te amo. Y alabo al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo, que están presentes en la Sagrada Eucaristía junto a la Humanidad Santísima de Jesucristo, porque donde se halla una Persona divina se encuentra necesariamente la Santísima Trinidad. Y le echo una palabra de cariño —así: le echo, como se echa una flor— a mi Madre Santa María. Y me acuerdo de saludar a los Ángeles, que custodian el Sagrario en una vigilia de amor, de adoración, de reparación, haciendo la corte al Señor Sacramentado. Les agradezco que estén allí todo el día y toda la noche, porque yo no puedo hacerlo más que con el corazón: ¡gracias, Santos Ángeles, que hacéis la corte y acompañáis siempre a Jesús en la Sagrada Eucaristía!»[12].

No es necesario añadir más: pienso que estas confidencias de nuestro Padre espolearán en cada una y en cada uno de nosotros el hambre, el afán, el más vivo deseo de mejorar nuestro trato con Jesús sacramentado.

Llegaremos así muy bien preparados a la tercera solemnidad litúrgica, la del Sagrado Corazón de Jesús, en la que la grandeza del Amor divino se nos manifiesta elocuentemente. «Al tratar ahora del Corazón de Jesús —escribió San Josemaría—, ponemos de manifiesto la certidumbre del amor de Dios y la verdad de su entrega a nosotros»[13]. ¿Qué prueba mayor podía darnos, que mostrarnos su Corazón atravesado por la lanza, abierto de par en par, como una invitación a descansar en Él, a encontrar en Él nuestro refugio en los momentos de pena o de tribulación? Queramos, además, desagraviarle por los pecados con que es ofendido: los nuestros y los de tantos que no reconocen la grandeza de su sacrificio por cada hombre y por cada mujer, sin excepciones.

Ese día, además, comienza el año sacerdotal que Benedicto XVI ha convocado en la Iglesia universal, con ocasión del 150º aniversario de la muerte del Santo Cura de Ars. Procuremos animar a todas las personas que podamos —comenzando por los fieles de la Prelatura y todos los que se benefician de sus apostolados— a estar en primera línea, junto al Papa y a los Obispos, rezando para que no falten en la Iglesia muchos y santos sacerdotes.

El 29 de junio, solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, concluye el año paulino. A lo largo de estos meses, meditando la vida y las enseñanzas del Apóstol de las gentes, hemos aprendido a amar más a Nuestro Señor; y ese amor nos habla de la raíz de la verdadera libertad. Saulo lo aprendió en el camino de Damasco, cuando vio a Jesucristo glorioso. A partir de ese momento, «habla y actúa movido por la responsabilidad del amor»[14]: «se siente soberanamente libre, con la libertad del amor. Con ese mismo espíritu —explica el Papa— San Agustín formuló la frase que luego se hizo famosa: “Dilige et quod vis fac” (Tract. in 1 Jo 7, 7-8), “Ama y haz lo que quieras”. Quien ama a Cristo como lo amaba San Pablo, verdaderamente puede hacer lo que quiera, porque su amor está unido a la voluntad de Cristo y, de este modo, a la voluntad de Dios»[15].

No me detengo a comentar otras fiestas y aniversarios de este mes: el Inmaculado Corazón de María, el aniversario de la ordenación de los primeros sacerdotes de la Obra, la fiesta litúrgica de San Josemaría... Cada una de esas fechas, a su modo, puede y debe suponer un nuevo impulso para intensificar nuestra entrega a Dios y a los demás por Dios, y nuestros afanes apostólicos con hechos concretos.

Seguid rezando por todas mis intenciones; de modo especial por el comienzo de la labor estable de la Prelatura en Indonesia, Rumania y Corea.

Con todo cariño, os bendice

vuestro Padre

+ Javier

Roma, 1 de junio de 2009.

[1] SAN JOSEMARÍA, Homilía Amar al mundo apasionadamente, 8-X-1967, en Conversaciones, n. 116.

[2] 1 Jn 4, 19.

[3] BENEDICTO XVI, Homilía en la solemnidad del Corpus Christi, 22-V-2008.

[4] Ex 34, 6.

[5] Cfr. Ex 3, 14.

[6] 1 Jn 4, 8.16.

[7] Jn 3, 16.

[8] BENEDICTO XVI, Homilía en la fiesta de la Santísima Trinidad, 18-V-2008.

[9] Ibid.

[10] SANJOSEMARÍA, Apuntes tomados en una meditación, 3-XII-1961.

[11] BENEDICTO XVI, Homilía en la solemnidad del Corpus Christi, 22-V-2008.

[12] SAN JOSEMARÍA, Apuntes tomados en una tertulia, 6-I-1972.

[13] SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n. 164.

[14] BENEDICTO XVI, Homilía en la apertura del año paulino, 28-VI-2008.

[15] Ibid.

Romana, n. 48, enero-junio 2009, p. 114-118.

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