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Carta de enero de 2009

Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!

En los días del tiempo de Navidad, la mirada se nos va también a la Virgen, totalmente ocupada en atender a su Hijo recién nacido. ¡Con qué amor lo tomó en sus brazos en Belén y lo cuidó a toda hora! Luego, durante los años de Nazaret, buscó la manera de no apartarse de su lado: colaboró con San José en el crecimiento humano del Hijo de Dios, dispensándole su cariño, aprendiendo de su conducta y de sus palabras como la primera y mejor discípula del Maestro. Ahora se ocupa de nosotros “de cada una y de cada uno” con el cariño y la dedicación con que atendió a su Hijo, porque Jesucristo, en la Cruz, le confirmó en su verdadera maternidad espiritual sobre las mujeres y los hombres de los diferentes tiempos[1]. Desde entonces, María no ha cesado de cuidar de toda la humanidad, y especialmente de sus hijos más necesitados. Por eso, al comenzar el año nuevo, solemnidad de la Maternidad divina de Nuestra Señora, la Iglesia nos invita a meditar en la solicitud de la Virgen y a agradecer todas sus delicadezas.

La Encarnación del Verbo —como profesamos en el Credo— se realizó por obra del Espíritu Santo, con la colaboración libre y plena de la Virgen María. Con este Misterio, que culmina en la Cruz y Resurrección, nos rescató Dios de nuestros pecados y nos otorgó el don de la filiación divina. En las fechas pasadas hemos leído unas palabras de San Pablo, el gran heraldo de Cristo y del Evangelio, dirigidas a los Gálatas, que encierran un tesoro de doctrina. Escribe el Apóstol que, al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos[2].

En este año paulino, desgranamos con afecto algunos de los puntos principales de la doctrina que el Apóstol de los gentiles nos ha transmitido. «Nos encontramos —decía el Papa hace unos meses— ante un gigante, no sólo por su apostolado concreto, sino también por su doctrina teológica, extraordinariamente profunda y estimulante»[3]. Ha sido él, junto con San Juan, quien más nos ha hablado del Espíritu Santo, de su acción en la Iglesia y en los cristianos. En estas líneas, me gustaría tocar algunos aspectos de esa doctrina, para que calemos más hondamente en la importancia capital del Paráclito para el desarrollo intenso de la existencia cristiana, meta a la que hemos de aspirar.

La lectura de los Hechos de los Apóstoles nos muestra cómo el Espíritu Santo guía a la Iglesia desde el primer momento. Su acción —como en ese libro se narra— aparece manifiesta en la vida de San Pablo: todo lo que el Apóstol lleva a cabo, desde su conversión hasta su martirio, está marcado por la acción del Paráclito. Por medio de la gracia, el Señor le elige y consagra, junto con Bernabé, para la expansión del cristianismo entre los gentiles; le conduce durante sus viajes apostólicos, empujándole a evangelizar Europa; le anuncia que debe dar testimonio de Cristo en Jerusalén y hasta en la misma Roma[4]. «En una palabra, su presencia y su actuación lo dominan todo»[5]. Resulta tan patente la intervención del Santificador en la primitiva cristiandad, que se ha llegado a llamar, al libro de los Hechos, el Evangelio del Espíritu Santo.

No lo dudemos: ganaremos muchísimo en espíritu contemplativo, en eficacia apostólica, si le invocamos más, cada día; si le rogamos que nos guíe con su gracia. ¿Hasta qué punto pones interés en dar relieve sobrenatural a tus acciones? ¿Con qué devoción repites el Gloria Patri, et Filio, et Spiritui Sancto? ¿Adviertes la necesidad de ponerte en sus manos, cada vez que mencionas su Nombre?

Pero San Pablo, en sus epístolas, «no se limita a ilustrar la dimensión dinámica y operativa de la tercera Persona de la Santísima Trinidad, sino que analiza también su presencia en la vida del cristiano»[6]. Jesucristo había anunciado que en el alma de quienes acogieran su palabra y le amasen, el Padre y Él mismo pondrían su morada; y había añadido: os he hablado de todo esto estando con vosotros; pero el Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, Él os enseñará todo y os recordará todas las cosas que os he dicho[7]. Inspirado por Dios, el Apóstol «reflexiona sobre el Espíritu mostrando su influjo no solamente sobre el actuar del cristiano, sino también sobre su ser. En efecto, dice que el Espíritu de Dios habita en nosotros (cfr. Rm 8, 9; 1 Cor 3, 16) y que “Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo” (Gal 4, 6)»[8].

Sabemos que la Trinidad entera inhabita en el alma del justo por la gracia; pero esa presencia suya en los hombres y mujeres que caminan en la amistad de Dios, se atribuye de modo especial al Santificador. La razón tradicional es bien comprensible: al ser la santificación un efecto del amor de Dios, nada más lógico que se apropie esa operación a la Persona que —en el seno de la Trinidad— es el Amor subsistente, el Espíritu Santo; como análogamente se atribuye al Padre la creación y al Verbo la redención, aunque todo lo que Dios opera en relación al mundo, viene obrado inseparablemente por las tres divinas Personas. La Trinidad Beatísima nos penetra hasta lo más profundo de nuestro ser, no sólo en cuanto criaturas, sino haciéndonos participar con la gracia en la vida íntima divina, como hijos del Padre, en el Hijo, por el Espíritu Santo[9].

Precisa el Concilio Vaticano II: «Éste es el gran misterio del hombre, que la Revelación cristiana esclarece a los fieles. Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera del Evangelio nos envuelve en absoluta oscuridad. Cristo resucitó; con su muerte destruyó la muerte y nos dio la vida, para que, hijos en el Hijo, clamemos en el Espíritu: Abba!, ¡Padre!»[10].

El don de la filiación divina se nos muestra como el mayor regalo que podíamos recibir de Dios. «Nuestra gran dignidad consiste precisamente en que no sólo somos imagen, sino también hijos de Dios. Y esto —comenta el Santo Padre— es una invitación a vivir nuestra filiación, a tomar cada vez mayor conciencia de que somos hijos adoptivos en la gran familia de Dios. Es una invitación a transformar este don objetivo en una realidad subjetiva, decisiva para nuestro pensar, para nuestro actuar, para nuestro ser»[11].

¡Qué agradecidos hemos de estar a San Pablo, instrumento elegido por Dios para mostrarnos con fulgor nuevo esta verdad basilar de la fe cristiana! En la epístola a los Gálatas, después de recordar que el Verbo se hizo hombre en el seno de la Virgen para que llegáramos a ser hijos de Dios, añade: y, puesto que sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: «¡Abba, Padre!». De manera que ya no eres siervo, sino hijo; y como eres hijo, también heredero por gracia de Dios[12]. Se cumple de este modo lo que señala Santo Tomás de Aquino: «Así como efecto de la misión del Hijo fue conducir al Padre, así también efecto de la misión del Espíritu Santo es llevar los fieles al Hijo»[13].

Reconocer este don y comportarse en consecuencia constituye —como enseñaba San Josemaría— «la mayor rebeldía del hombre que no tolera vivir como una bestia, que no se conforma “no se aquieta” si no trata y conoce al Creador»[14]. Por eso añadía: «esclavitud o filiación divina: he aquí el dilema de nuestra vida. O hijos de Dios o esclavos de la soberbia, de la sensualidad, de ese egoísmo angustioso en el que tantas almas parecen debatirse»[15].

Quiso Dios que la conciencia actual y viva de la filiación divina constituyese el fundamento del espíritu del Opus Dei; así lo aseguró siempre nuestro Fundador, que recordaba —lo repitió muchas veces— hasta el momento exacto en que Nuestro Señor dispuso que se grabara a fuego en su alma. «Este rasgo típico de nuestro espíritu nació con la Obra, y en 1931 tomó forma: en momentos humanamente difíciles, en los que tenía sin embargo la seguridad de lo imposible —de lo que hoy contempláis hecho realidad—, sentí la acción del Señor que hacía germinar en mi corazón y en mis labios, con la fuerza de algo imperiosamente necesario, esta tierna invocación: Abba! Pater! Estaba yo en la calle, en un tranvía: la calle no impide nuestro diálogo contemplativo; el bullicio del mundo es, para nosotros, lugar de oración. Probablemente hice aquella oración en voz alta, y la gente debió tomarme por loco: Abba! Pater! Qué confianza, qué descanso y qué optimismo os dará, en medio de las dificultades, sentiros hijos de un Padre, que todo lo sabe y que todo lo puede»[16].

San Josemaría recomendaba a todos que considerásemos frecuentemente cada día esta verdad. Animaba a meditar las enseñanzas de San Pablo: el Espíritu mismo da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos, también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo; con tal de que padezcamos con Él, para ser con Él también glorificados[17].

Siempre es tiempo de ahondar en la filiación divina, pero estos días resulta más accesible: basta mirar a Jesús Niño recostado en la cuna, en los brazos de su Madre o en los de San José. Nuestro Dios se ha hecho criatura desvalida e inerme para que nosotros seamos y nos sintamos muy hondamente hijos de Dios, y nos acerquemos a Él sin ningún temor. Si a veces, por cualquier motivo, nos resulta costoso, acudamos a la Virgen y a San José, pidiéndoles que nos enseñen a tratar a Dios con la confianza e intimidad que ellos le manifestaron. Supliquemos al Paráclito, que inhabita en el alma, que ponga en nuestro corazón ese grito —¡Abba, Padre!—, de modo que con el don de piedad nos haga saborear a fondo la realidad de nuestra filiación divina.

En sus catequesis, Benedicto XVI pone de relieve «otro aspecto típico del Espíritu que nos enseña San Pablo: su relación con el amor. El Apóstol escribe: “La esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rm 5, 5) (...). El Espíritu nos sitúa en el mismo ritmo de la vida divina, que es vida de amor, haciéndonos participar personalmente en las relaciones que se dan entre el Padre y el Hijo»[18].

Calibremos bien el significado de estas palabras. Gracias al Paráclito, que nos hace hijos de Dios en Cristo, hemos sido como introducidos en la Vida beatífica y beatificante de la Trinidad Santísima. Nosotros, pobres criaturas, creadas del polvo de la tierra, podemos latir al ritmo del Corazón del Señor. «El Espíritu nos torna cristiformes mediante su fuerza santificadora. Él es verdaderamente como la figura o estructura de Cristo, Salvador nuestro, y nos imprime por sí mismo la imagen de Dios»[19].

La solemnidad de la Epifanía y la fiesta del Bautismo del Señor nos hablan de esa acción constante del Santo Espíritu: Él guió a los Reyes Magos hasta Belén, y descendió visiblemente sobre Nuestro Señor en el Jordán, mostrando que Jesucristo era el Mesías esperado. Aprendamos a abrir nuestros corazones a su gracia santificadora. Ponderemos con mayor frecuencia aquella invitación que resonó mientras Jesús era bautizado por Juan: Éste es mi Hijo, el Amado, en quien me he complacido[20]. Y en el momento de la Transfiguración, con nueva insistencia: Éste es mi Hijo, el Amado, en quien me he complacido: escuchadle[21]. Para adentrarnos en ese diálogo, para sacar consecuencias operativas de las enseñanzas del Maestro —gestos y palabras—, hemos de conducirnos con exquisita docilidad a la acción del Espíritu Santo, que nos llevará a descubrir —con mayor entereza— la posibilidad y la necesidad de santificar la vida ordinaria; conscientes de que toda nuestra conducta se ha de resumir en un hablar con Dios y en un hablar de Dios a las almas.

El aniversario del nacimiento de San Josemaría, el 9 de enero, y el de su bautizo, el día 13, nos hablan también de esa cercanía del Paráclito. Aprovechemos la intercesión de nuestro Padre para que cale en nosotros una fidelidad enteriza —como la que San Josemaría buscó a lo largo de su existencia—, acogiendo todas las inspiraciones del Espíritu Santo.

Ya sé que tendréis también muy presente que el 21 de enero se cumple otro aniversario del primer Círculo de San Rafael: en aquellos —tres, tres mil, trescientos mil, tres millones...— estábamos nosotros. Ojalá no perdamos de vista que, si queremos, también a cada una y a cada uno nos pone el Señor en condiciones de ser eficazmente apostólicos, si somos “esencialmente” eucarísticos.

Con todo cariño, os bendice

vuestro Padre

+ Javier

Roma, 1 de enero de 2009.

[1] Cfr. Jn 19, 25-27.

[2] Gal 4, 4-5.

[3] BENEDICTO XVI, Discurso en la audiencia general, 15-XI-2006.

[4] Cfr. Hch 13, 2-4; 16, 6-10; 20, 22-23; 23, 11; 27, 24.

[5] SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n. 127.

[6] BENEDICTO XVI, Discurso en la audiencia general, 15-XI-2006.

[7] Jn 14, 25-26.

[8] BENEDICTO XVI, Discurso en la audiencia general, 15-XI-2006.

[9] Cfr. JUAN PABLO II, Carta encíclica Dominum et Vivificantem, 18-V-1986, nn. 32 y 52.

[10] CONCILIO VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, n. 22.

[11] BENEDICTO XVI, Discurso en la audiencia general, 15-XI-2006.

[12] Gal 4, 6-7.

[13] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Comentario al evangelio de San Juan, 14, 26.

[14] SAN JOSEMARÍA, Amigos de Dios, n. 38.

[15] Ibid.

[16] Cfr. A. VÁZQUEZ DE PRADA. El Fundador del Opus Dei, Vol I, pp. 389-390.

[17] Rm 8, 16-17.

[18] BENEDICTO XVI, Discurso en la audiencia general, 15-XI-2006.

[19] SAN CIRILO DE ALEJANDRÍA, Sermón pascual.

[20] Mt 3, 17.

[21] Mt 17, 5.

Romana, n. 48, enero-junio 2009, p. 105-109.

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