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Libro de Mons. Enrique Pélach

Se ha publicado la segunda edición del libro “Abancay. Un obispo en los Andes peruanos”. El autor es Mons. Enrique Pélach y Feliu, Obispo emérito de Abancay (Perú), apreciado en el país por su incansable labor pastoral, su trabajo en favor de las vocaciones (con la creación de dos seminarios) y su tenaz labor en beneficio de los más pobres.

Mons. Pélach desembarcó en el puerto peruano del Callao en 1957. Era uno de los cinco sacerdotes diocesanos que iban a atender la nueva Prelatura de Yauyos, recién creada y encomendada por Pío XII al Opus Dei. Desde entonces y hasta su fallecimiento —el 19 de julio de 2007— Mons. Enrique Pélach permaneció en Perú.

Siendo un joven sacerdote, cuando ampliaba estudios en Roma, conoció y trabó amistad con San Josemaría Escrivá de Balaguer. Poco después, fue el primer sacerdote en pedir la admisión en la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, que San Josemaría había promovido como asociación de clérigos intrínsecamente unida al Opus Dei.

Monseñor Pélach fue nombrado Obispo de Abancay por Pablo VI, y tomó posesión de la catedral de la Diócesis el 21 de julio de 1968. En ese mismo lugar fue el funeral por su alma el 21 de julio de 2007. En la homilía, el actual Obispo, Monseñor Isidro Sala, dijo que el corazón de Monseñor Enrique Pélach “ha dejado de latir en la tierra, pero no ha dejado de amar, porque el Amor con mayúscula —ese amor con que amaba a Dios y a los hombres— no se acaba nunca”.

El Obispo de Abancay recordó las “horas y horas que Mons. Pélach había circulado a caballo por la sierra de Yauyos y Huarochirí. Correrías apostólicas y misioneras: catequesis, confesiones, Santa Misa, visitas a los enfermos y a los pobres”.

Mons. Isidro Sala dijo asimismo que “al ser el primer sacerdote de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, supo servir también a la Obra y abrir camino con su fidelidad. Aprendió a buscar con empeño la santidad en el ministerio de sacerdote y de Obispo. En el Opus Dei —diría él mismo— encontró el mejor lugar para vivir y morir”.

Añadió que de San Josemaría había recibido, “en tiempos difíciles, el consejo y el estímulo para crear el seminario diocesano para la formación de sacerdotes de esta tierra, que tantos frutos ha dado”.

Tenía —dijo Mons. Sala— “compasión de la muchedumbre”, lo que le llevó “a fundar muchas obras sociales como el Asilo de Ancianos, ayudado por la Madre Celina, carmelita descalza. Él mismo recogió con su camioneta a los mendigos que dormían en la calle... Para la atención de los leprosos y de los enfermos más pobres creó el Centro Médico Santa Teresa; fundó hogares para estudiantes, postas médicas, etc.”. Y lo hizo siempre —añadió el actual Obispo de Abancay— de acuerdo con el lema de San Josemaría: “ocultarse y desaparecer: que sólo Jesús se luzca”.

“Su amor por los más pobres era de una profundidad evangélica tremenda: hay que visitar Abancay para conocer el alma de Enrique” escribía el Cardenal Juan Luis Cipriani, primado del Perú, en un artículo publicado en el diario El Comercio el 2 de agosto de 2007.

El Cardenal Cipriani resaltaba también en ese artículo su “talante emprendedor y su sencillez que movía montañas”. El Cardenal afirma: “acercó a Dios a miles de hombres y mujeres de toda edad y de toda condición humana. Lo mismo estaba a caballo o en mula por los Andes en una misión a más de 4.000 metros de altura que sonriendo a un niño, atendiendo a un moribundo o cantando bajito a la belleza de las montañas y de los abismos por donde cabalgaba. Fue un alma limpia, transparente y noble que ardía en amor a Dios y a todos los hombres”.

Según el Cardenal, “la catequesis era una urgencia en él y así lo manifestó, por ejemplo, en esa monumental obra del Catecismo de Pélach-Kunher con más de 100.000 ejemplares vendidos por toda nuestra geografía. El Devocionario Rezar y Cantar ha sido otro instrumento para miles y miles de hermanos nuestros campesinos del trapecio andino”.

El libro Abancay: un obispo en los Andes peruanos (Madrid, Rialp, 2008) recoge abundantes recuerdos de más de 40 años de labor pastoral.

Romana, n. 46, Enero-Junio 2008, p. 134-135.

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