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Entrevista concedida a la agencia de noticias Zenit Roma 24-VIII-2005

Por ser Prelado del Opus Dei usted conoce a gente de todo el mundo, pues su «diócesis» no está limitada territorialmente. ¿Tienen todos ellos la misma «hambre de Dios» de la que ha hablado el cardenal Joachim Meisner, arzobispo de Colonia, o son, por el contrario, los hombres del sur, por su mentalidad, más cercanos a Dios que los alemanes o que los del norte en general?

En primer lugar deseo aclarar que el Opus Dei es una prelatura personal y, por tanto, forma parte de la estructura jerárquica de la Iglesia, pero no es una diócesis. Ciertamente el Opus Dei está extendido por el mundo entero. Los fieles de la Prelatura pertenecen a muy diferentes nacionalidades, pero todos tienen como común denominador, la seguridad de que somos hijos de Dios con «hambre de trato con Dios», que procuran aumentar cada día. Es un hecho real a la vista de cualquiera que las personas somos diferentes: las del norte y las del sur, las del este y las del oeste, pero todos luchan con alegría para vivir cerca de Dios. No excluyo, al contrario, pienso que en Alemania existe un rico tesoro de gente que desea acercarse a Dios; muchas personas —con su mentalidad alemana— transcurren sus jornadas en trato con el Señor —en la familia, en el trabajo, en el tráfico de los traslados, en la diversión—, y con el afán de acercar a este gran ideal del hombre —su cercanía con Dios— a otras muchas personas.

¿Qué ha habido de especial en estos días en Colonia, para el mundo y especialmente para Alemania?

Para mí, lo especial de esta visita pastoral es que viene el sucesor de Pedro y, alrededor del sucesor de Pedro —por la comunión de los santos— toda la Iglesia procura unirse a las intenciones del padre común, del Papa. Por tanto, lo que está sucediendo estos días en Colonia tiene mucha importancia para Alemania y para el mundo, porque hace notar que la Iglesia está viva, que la Iglesia es joven, con una juventud que es también de las personas ancianas, de las personas maduras, de los enfermos y de las personas sumidas en la pobreza; ya que lo que importa es la juventud del alma y todas estas personas tienen una gran juventud, para poder ofrecer Dios a los otros, precisamente porque es lo que les falta.

¿Supondrá la visita del Santo Padre Benedicto XVI el inicio de una primavera espiritual de la Iglesia en su patria?

Naturalmente: en la Iglesia siempre estaremos en una situación de crecimiento. Aunque aparentemente pueda haber momentos en los que se experimenta una especie de parón, ese parón no existe, porque aquí —en este país estupendo que es Alemania— se cuenta ahora con la gran riqueza de la oración de muchas mujeres y hombres desconocidos. La Iglesia no se hace solamente con lo que se ve exteriormente, sino también con la riqueza de la santidad de muchas personas. Es seguro que aquí en Alemania hay mucha gente santa, que agradece al Señor pertenecer a la Iglesia católica y que desea amar a todos los ciudadanos de Alemania, y a los del mundo, con el amor de Cristo.

El Santo Padre quisiera mostrar que el ser cristiano proporciona alegría. ¿Qué tipo de alegría es esta?

El Santo Padre ha insistido recientemente en que, lejos de lo que algunas personas quieren hacer creer, el cristianismo no es un peso; antes bien, el conjunto de preceptos son esas alas de las que ha hablado Benedicto XVI, que nos ayudan a volar hacia el Creador, hacia Dios, que nos sigue a cada uno muy de cerca. Por tanto, la alegría consiste en saber que, en todas las circunstancias en que nos encontremos, tenemos un Padre que no nos abandona nunca y que se ocupa de nosotros en todas esas situaciones. En la vida humana no falta el dolor, el sacrificio, como no faltó en quien es modelo para todos los cristianos —nuestro Señor Jesucristo— y en la persona que ha estado más de cerca de Jesucristo, la Virgen María. Esto no significa masoquismo, sino que se debe al amor, porque —hasta en lo más humano— no existe amor, entrega, sin sacrificio, que consiste en gastarse gustosamente por los demás.

Su antecesor, san Josemaría, fundó el Opus Dei para enseñar a todas las gentes que pueden ser santos, sin hacer cosas extraordinarias. ¿Qué es por tanto la santidad?, ¿cómo se hace uno santo?

San Josemaría ha recogido las enseñanzas y la predicación de Jesucristo, que «coepit facere et docere», que empezó primero a hacer, y predicó después; al comienzo, con su nacimiento humilde, pobre, en una gruta, rodeado por el amor de María y de José y de los pastores —hombres pobres, pero con gran capacidad de amar—, y luego también por los Magos que acudieron a adorarle. Aunque estos últimos eran hombres con posibilidades humanas, en ese momento de búsqueda del rey de los judíos, nos dejan ver que tenían la misma necesidad o más que los pastores. La santidad es procurar encontrar a Dios en lo que nos ocupa en cada momento, identificarse con Cristo sin que sea preciso recurrir a cosas extraordinarias; no son imprescindibles las grandes abnegaciones, aunque no hay que excluirlas si llegan, o buscarlas libre y voluntariamente si nos las pide el Señor.

Por eso, lo importante es cumplir la voluntad de Dios en cada momento, llevando a cabo heroicamente el deber de cada instante, sin quitar el hombro ante la sugerencia de fidelidad que precisamente nos hace Cristo, en lo agradable y en lo desagradable.

¿Qué ayuda proporciona el Opus Dei en ese camino hacia la santidad?

El Opus Dei ha venido a recordar a todo el mundo que la santidad no es cosa de privilegiados, es decir que todos podemos acercarnos a Dios ahí donde nos encontramos. A los hombres, a cada uno, ha dicho Jesucristo: «Sed perfectos como mi Padre celestial es perfecto». El Opus Dei recuerda la necesidad de transformar todas las actividades, también las aparentemente más banales, en un diálogo con Dios, e igualmente recuerda la necesidad de la vida sacramental, pues sin los sacramentos no se puede aumentar esa vida de la gracia, ya que los sacramentos son los medios que nos ha dejado Nuestro Señor Jesucristo, para renovarnos y para identificarnos con Él.

El lema de estas Jornadas de la Juventud reza: «Hemos venido a adorarle» (Mateo 2, 2). Hoy vivimos un tiempo radicalmente cambiante en el que con facilidad se pierde de vista lo esencial y el recogimiento, el silencio, se considera a menudo insoportable. ¿Cómo llegar a esta actitud de adoración? ¿En qué consiste? ¿Cómo se puede hablar con Dios?

Antes de responder a esta pregunta, querría decirle algo que es fundamental en la vida del cristiano, en la vida de un hijo de Dios: el optimismo. No podemos enfocar las cosas o las situaciones con el pesimismo que, en ocasiones, pueda dominar el ambiente. El hijo de Dios se sabe con capacidad de transformar en alegría todas las circunstancias, también aquellas que otros puedan ver como una contradicción. Desde luego, el silencio y el recogimiento resultan esenciales para que exista un diálogo con Dios. Esto no puede considerarse insoportable, como nunca se considerará insoportable un diálogo —o estar— con la persona a la que se ama. Y todos los hombres somos los amados, los predilectos de Dios, como Él mismo ha dicho: en la Biblia se nos revela que sus delicias son estar con los hijos de los hombres. Si secundamos ese diálogo, seremos mujeres y hombres que participan en esa felicidad, en esa complacencia que Dios tiene puesta en cada uno. ¿Cómo se puede hablar con Dios? Con sencillez, con naturalidad, como se habla con el amigo, con el hermano. San Josemaría Escrivá aconsejaba que tratásemos con Dios de nuestra vida, porque hacer oración es hablar de nuestra alma, de nuestras luchas pequeñas o grandes; y Él nos acoge, nos escucha como el Padre más interesado, con un gran cariño y con el deseo de ayudarnos en todo lo que necesitemos, aunque a veces —como todo buen padre— permite la prueba o la contradicción, precisamente para que maduremos y contemos más con la ayuda de su Gracia.

El Santo Padre ha concedido a todos los participantes en estas jornadas una indulgencia plenaria. ¿Qué papel desempeñan las indulgencias en la vida de la Iglesia? ¿Cómo se relacionan con el sacramento de la penitencia?

Las indulgencias desempeñan un papel vital, porque son la aplicación al alma de los méritos infinitos de la Pasión, la Muerte y la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. Nos hacen participar en esa Vida gloriosa a la que estamos todos llamados; por tanto, las indulgencias nos facilitan el que podamos acercarnos a Dios, perdonándonos los restos de pena merecida por los pecados ya perdonados y poniéndonos así en la disposición de acudir en adelante con más docilidad y con más facilidad a recibir la gracia en el sacramento de la confesión. Es en este sacramento donde Cristo perdona de raíz los pecados mortales, porque otro medio —fuera de circunstancias extraordinarias— no existe, aunque la Iglesia enseña que una contricción perfecta remite los pecados, también los mortales. Sin embargo, ¿quién puede estar seguro de que su contrición es perfecta? El hombre necesita la certeza del perdón de ese Dios que nos escucha, que nos atiende y nos quita también la tristeza por el fracaso, precisamente en el sacramento de la confesión.

¿Qué mensaje deja san Josemaría a los jóvenes del mundo que han estado estos días en Colonia?

El mensaje de San Josemaría lo resumiría en unas pocas palabras, que escribió cuando era un sacerdote muy joven. Nos ha dicho a todos, no sólo a los jóvenes, sino también a las personas maduras y a las personas ancianas —porque toda edad es tiempo de encuentro con Dios—, pero a la juventud les señalaría, si hoy viviera, lo que escribió en aquellos años de los comienzos del Opus Dei, cuando se vio rodeado de no pocas dificultades. Precisó: «De que tú y yo nos comportemos como Dios quiere —no lo olvides— dependen muchas cosas grandes». De que se porten muy bien los que se encuentran estos días en Colonia, esta juventud que nos rodea, dependen muchas cosas grandes: para su alma y para las almas que tratan, y también para sus países y para las almas del mundo entero.

Romana, n. 41, julio-diciembre 2005, p. 275-278.

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