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Artículo publicado en el periódico Avvenire Milán 26-X-2005

La Asamblea del Sínodo de Obispos que ahora concluye ha tenido un carácter particular. Fue convocada por Juan Pablo II, pero ha sido presidida por su sucesor, Benedicto XVI. Desde el punto de vista simbólico, representa como un “enlace” entre dos pontificados. No deja de resultar significativo que este Sínodo haya versado precisamente sobre la Eucaristía, fuente de la unidad de la Iglesia.

Al comenzar las sesiones, Benedicto XVI pidió a los participantes que estudiáramos el modo de intensificar la conexión entre la Santa Misa y el quehacer cotidiano de los cristianos, de forma que no se desarrollen como dos ámbitos incomunicados. Como consecuencia, parte del trabajo de estos días ha consistido en la búsqueda de propuestas concretas para ayudar a los cristianos a comprender cada vez mejor que la Eucaristía debe informar su vida ordinaria.

En cuanto acción de culto, el Sacrificio eucarístico requiere un desarrollo lo más perfecto posible, pues su destinatario es Dios mismo. Cualquier acción humana bien realizada, con amor, con detalle y con delicadeza, se constituye como algo agradable a los demás y como muestra de interés y de respeto. Lógicamente, con mayor motivo, la ofrenda a Dios ha de tender a ser perfecta, y en esta dirección se han orientado muchas de las aportaciones formuladas en el Sínodo.

Al celebrar o al participar en la Santa Misa, sacerdotes y laicos han de actuar con piedad recia, doctrinal, y de forma amorosa, atenta, santamente apasionada. En la Eucaristía, donde tiempo y eternidad se encuentran, Cristo se ofrece al Padre y se nos entrega de nuevo a nosotros los hombres: merece evidentemente que correspondamos con todo el amor de que seamos capaces. Dios no nos pide solamente la entrega de un acto externo, sino que ante todo espera nuestro amor: sólo así la ofrenda puede ser perfecta, agradable a Dios.

Pero la presencia de la Eucaristía en la vida del cristiano no se limita al momento sublime de la Misa. Podemos presentar ante el altar también nuestras acciones corrientes; y buscar durante toda la jornada, en nuestros normales quehaceres, una continua referencia a Dios Eucaristía. Cualquier trabajo honrado puede ser un medio para unirnos espiritualmente al sacrificio de Cristo en la Santa Misa, si ofrecemos a Dios nuestras acciones ordinarias: la Eucaristía se convierte entonces en cumbre y fuente de toda nuestra existencia. De muchas formas se ha repetido esta idea en las sesiones del Sínodo, con la certeza compartida de que Cristo ha querido unir la Santa Misa a la salvación de sus hermanos los hombres.

Estas consideraciones han orientado mis reflexiones durante el Sínodo, y han dado forma a tres campos en los que el cristiano puede contribuir a que en toda la Iglesia florezca cada vez más la vida eucarística. El primero nos incumbe a los sacerdotes, que debemos saber celebrar la Eucaristía con la mayor delicadeza posible; se trata, con otras palabras, de promover el ars celebrandi, a través del cual se manifiesta la hermosura y la profundidad de la liturgia, vivida para la gloria de Dios y para nuestra edificación. En segundo lugar, es necesario suscitar en todos los fieles una participación aún más atenta en la Santa Misa, conscientes de que es un momento sublime para que el cristiano ejercite el arte de la oración, el ars orandi, del que habló Juan Pablo II con motivo del comienzo del nuevo milenio. Por último, necesitamos también redescubrir cada día los fuertes lazos que existen entre la Santa Misa y la vida diaria, aplicarnos cada vez más en el ars vivendi, el arte de gastar los días en unión espiritual con Jesús Eucaristía, y llegar así a reconocer en la existencia cotidiana un horizonte nuevo: la grandeza del encuentro con Dios.

El Santo Padre valorará las propuestas presentadas por los padres sinodales y tomará las decisiones que estime oportunas. Pero ya ahora experimentamos los efectos positivos del Sínodo: los obispos que hemos participado en él hemos profundizado en el infinito tesoro de la Eucaristía, en la que “se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo en persona, nuestra Pascua y pan vivo” (Presbyterorum Ordinis, n. 5). Espero vivamente que esta toma de conciencia se difunda en círculos concéntricos, y que sus frutos se noten en la práctica cristiana de muchos católicos, especialmente en la participación en la Santa Misa. Después del trabajo y de la oración de estos días, deseo que asistamos a un nuevo momento de gracia para toda la Iglesia.

Romana, n. 41, julio-diciembre 2005, p. 284-286.

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