envelope-oenvelopebookscartsearchmenu

En la Misa en sufragio por el alma del siervo de Dios Mons. Álvaro del Portillo, Basílica de San Eugenio, Roma 22-III-2005

1. Este año, el aniversario de la muerte de Mons. Álvaro del Portillo coincide con la celebración de la Semana Santa. Son ya once los años que han transcurrido desde que el primer sucesor de San Josemaría nos dejó para ir al encuentro con Dios. Nos hemos reunido hoy, en estrecha comunión con miles de personas que, en todo el mundo, se reunirán como nosotros junto al altar, para recordar el dies natalis de este obispo ejemplar, fiel servidor de Dios y de la Iglesia. De nuestros corazones fluye un profundo sentimiento de gratitud a Nuestro Señor. Estamos, en efecto, persuadidos de que la Santísima Trinidad ha querido acoger a don Álvaro en su abrazo beatífico; a la vez, somos conscientes del poder de su paternal intercesión para conseguirnos los bienes celestes, de los que todos estamos necesitados.

Por el hecho de ser peregrinos sobre la tierra, nos hace mucho bien pensar en las personas queridas que nos han precedido en el camino hacia la morada celeste. Han llegado a la meta y para nosotros su recuerdo está lleno de esperanza, es una manifestación de la Providencia con que el Padre celestial nos acompaña en el curso de nuestra existencia. ¿No nos ha dicho Jesús claramente que hasta los cabellos de nuestra cabeza están todos contados (Cfr. Mt 10, 30), que cada persona tiene un valor inmenso a los ojos de Dios?

El recuerdo de los hombres y de las mujeres fieles al amor de Dios, como lo ha sido don Álvaro, nos descubre senderos de fe, esperanza y caridad. Son hombres y mujeres que se han santificado en circunstancias muy parecidas a las nuestras. Han tenido dificultades, como nosotros; han luchado y han vencido, y —como nosotros— también habrán perdido alguna batalla. No obstante se han levantado una vez y otra confiando en el amor de Dios, y han respondido generosamente, sin mediocridad, a la gracia divina. Sobre todo, han sabido acoger la cruz de cada día —en las contrariedades físicas o morales, en las cosas grandes y en las pequeñas— con la alegría de los hijos de Dios y con la certeza de la verdad que San Josemaría expresaba con esta frase latina: lux in Cruce, requies in Cruce, gaudium in Cruce! Solamente en la Cruz se encuentra la luz, el descanso y la felicidad.

Esto es lo que contemplaremos extraordinariamente realizado en los días del Triduo Pascual, ahora inminente: la pasión y muerte de Jesús, por amor de Dios y de los hombres, es la puerta para llegar a la gloria de la resurrección.

Al recordar a las personas fieles que nos han precedido en la morada celeste, me vienen a la memoria las palabras significativas de los inicios de la difusión del Evangelio; palabras que, según una antigua tradición, se hicieron manifiestas precisamente aquí, en Roma: in hoc signo vincis. Estamos llamados a colaborar con la victoria de Dios en nuestras almas y a anunciar este inestimable don a las personas que tenemos alrededor, mediante el evangelio de la Cruz. Tengo la certeza de que la asombrosa eficacia sobrenatural de la vida de Mons. Álvaro del Portillo fue debida precisamente a esto: al hecho de que diariamente amó y abrazó la cruz que el Señor le ofrecía: con disponibilidad plena y con alegría sincera, sin ruido ni ostentación, con la felicidad de estar cerca de Jesús.

Se cuenta que el apóstol Andrés, cuando vio desde lejos la cruz de su propio martirio, dirigió este saludo al madero sobre el que habría de ser crucificado: O bona crux, diu desiderata, sollicite amata, sine intermissione quæsita! Salve, oh Cruz, tanto tiempo deseada, amada con solicitud, buscada sin descanso... También nosotros podemos tomar la decisión, en esta Semana Santa, de buscar la Cruz en las cosas pequeñas de la jornada, de amarla cuando se hace presente en nuestra existencia, de dar gracias a Jesús cuando nos hace este don que es fuente de eficacia.

2. Quizá os preguntéis cómo hacer para amar verdaderamente la Cruz. Hay una sola respuesta: participando con fe y devoción en la Santa Misa. Juan Pablo II, en la carta apostólica con la que ha inaugurado el Año de la Eucaristía, ha expresado el deseo de que «la Santa Misa sea puesta al centro de la vida cristiana, y que en cada comunidad se haga lo posible por celebrarla decorosamente»[1].

Muchos de nosotros recordamos la devoción, fruto de su gran amor a Jesús, con que don Álvaro renovaba sacramentalmente el divino Sacrificio del Calvario. Tanto en las celebraciones solemnes, con la participación de miles de fieles, como en la Santa Misa diaria, mi queridísimo predecesor se identificaba con aquello que realizaba, bien consciente de ser en el altar, como todos los sacerdotes, Cristo mismo.

Hermanas y hermanos queridos, dejadme que os proponga dos acuciantes preguntas: las dirijo también a mí mismo. ¿Cómo vivimos la Santa Misa? ¿Somos conscientes, en cada circunstancia, de que no se trata de la simple conmemoración de algo acaecido hace veinte siglos, sino de la actualización misteriosa de la muerte y resurrección de Nuestro Señor Jesucristo? Este gran evento, que físicamente ha tenido lugar una sola vez en la historia, se realiza sobre el altar, de modo a la vez misterioso y real, bajo el velo de las especies sacramentales, cada vez que el ministro ordenado por la Iglesia obra in persona Christi, hace las veces de Cristo.

Pidamos a la Santísima Trinidad la gracia de no acostumbrarnos nunca a celebrar o a participar en la Misa; de saber descubrir y recibir, con asombro siempre nuevo, el don inconmensurable del Cuerpo y la Sangre de Cristo, que Dios Padre nos hace mediante la potencia del Espíritu Santo. De este modo, también en nuestras vidas se realizarán aquellas palabras que escribía San Josemaría, hablando con el Señor en momentos de auténtica efusión de amor: Por eso, ¡qué obligado estoy a amar la Misa! (“Nuestra” Misa, Jesús...)[2].

Estimulado por esta fe viva, don Álvaro daba gracias a Dios después de la Santa Misa con gran ardor, también —así nos lo confiaba— cuando experimentaba aridez espiritual. Porque el amor no se reduce a un sentimiento, sino que es antes que nada un impulso generoso de la voluntad que —dócil al mandato de la inteligencia iluminada por la fe— busca la identificación con el ser amado.

A este propósito, me parecen muy expresivas las siguientes consideraciones de mi predecesor. «Si un hermoso atardecer es maravilloso, ¿qué será recibir la Comunión, que no es un atardecer?; al contrario: es el Sol con mayúscula que viene a nuestra alma, y nos toca, ¡y nos enciende! Si pensamos con más frecuencia en este milagro, nos llenaremos de vergüenza y de agradecimiento. Jesús llega en la Comunión para transformarnos: acrecienta nuestra fe, nuestra esperanza, nuestro amor. Infunde todas las virtudes en nuestra alma, las actualiza, y de este modo hace que la Santa Misa sea de verdad el centro y la raíz de nuestra vida interior»[3].

3. Estamos en la Semana Santa. Dentro de dos días comenzará el triduo pascual, en el que conmemoraremos, primero, la Última Cena de Jesús con los apóstoles, momento de la institución de la Eucaristía y del sacerdocio, y luego su pasión y muerte para liberarnos de nuestros pecados y su gloriosa resurrección. Formulemos el firme propósito de recibir todos estos eventos, que la liturgia nos presenta con su perenne actualidad, muy cerca de la Virgen, a quien Cristo mismo nos ha dado como Madre. Consideremos que, como afirmaba el Santo Padre en la encíclica sobre la Eucaristía, en la Santa Misa, memorial vivo del Calvario, «está presente todo lo que Cristo ha llevado a cabo en su pasión y muerte. Por tanto, no falta lo que Cristo ha realizado también con su Madre para beneficio nuestro (...).

»Vivir en la Eucaristía el memorial de la muerte de Cristo —continúa el Papa— implica también recibir continuamente este don. Significa tomar con nosotros —a ejemplo de Juan— a quien una vez nos fue entregada como Madre. Significa asumir, al mismo tiempo, el compromiso de conformarnos a Cristo, aprendiendo de su Madre y dejándonos acompañar por ella. María está presente con la Iglesia, y como Madre de la Iglesia, en todas nuestras celebraciones eucarísticas»[4].

Ese mismo itinerario es el que ha seguido día tras día, tras los pasos de San Josemaría, Mons. Álvaro del Portillo, siempre buscando desarrollar este amor filial a la Santísima Virgen. Acudamos a su intercesión para que también nosotros, en esta Semana Santa y luego a lo largo de toda la vida, sepamos caminar en compañía de la Virgen. Así estaremos muy cerca de su Hijo, que cada día nos da el don de Sí —de su vida, de su muerte, de su resurrección— en la Santa Misa y nos espera continuamente en el Sagrario.

No cesemos de rogar insistentemente por la persona, la salud y las intenciones de nuestro querido Papa Juan Pablo II y por todos los que trabajan con él en el gobierno de la Iglesia. Y pidamos también al Señor que promueva muchas vocaciones de sacerdotes santos. Así sea.

[1] JUAN PABLO II, Carta apostólica Mane nobiscum, 7-X-2004, n. 17

[2] SAN JOSEMARÍA, Camino, n. 533

[3] ÁLVARO DEL PORTILLO, Apuntes tomados de la predicación, 20-X-1985

[4] JUAN PABLO II, Carta encíclica, Ecclesia de Eucharistia, 17-IV-2003, n. 57.

Romana, n. 40, enero-junio 2005, p. 58-61.

Enviar a un amigo