Con ocasión del Cónclave (Roma 10-IV-2005)
Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Siento la necesidad de escribiros de nuevo, a una semana de mi carta anterior, con ocasión de los acontecimientos que estamos viviendo estos días, que son una gracia de Dios para su Iglesia. Al igual que los demás pastores del Pueblo de Dios, pido que todos asimilemos con profundidad esa magnífica unidad de la Iglesia Católica, que ha quedado tan patente a través de las espontáneas manifestaciones de oración y de filiación que han surgido con motivo de la muerte de Juan Pablo II: ruego a Dios que las vivencias de estos días no sean sensaciones pasajeras, sino que permanezcan en el alma, que nos conviertan, que se traduzcan en afán de servicio a Dios y a los demás, en propósitos renovados de generosa conducta cristiana, en frutos de amor fiel.
El fallecimiento de Juan Pablo II ha representado una nueva catequesis. El Papa comenzó su fecundo Pontificado con una encíclica sobre Nuestro Señor Jesucristo, Redentor del hombre. Y lo ha terminado, aun después de la pérdida física del uso de la palabra, con la misma elocuente enseñanza: Cristo es nuestro Salvador; quien sigue a Cristo ama la vida y no teme la enfermedad ni la muerte, porque la dignidad de los hijos de Dios se extiende desde el amanecer hasta el ocaso de su existencia terrena.
Acaba de cerrarse una página de la historia de la Iglesia y del mundo, marcada por la singular figura de quien durante este período ha sido Padre y Pastor Supremo del Pueblo de Dios. El Señor ha querido que seamos testigos de estos momentos, en los que hemos recibido —insisto— una gracia y una responsabilidad: la de continuar anunciando a Jesucristo según el ejemplo del Sucesor de Pedro. Con la elección del próximo Papa, en el cónclave que comienza el día 18, se abre un nuevo capítulo en la continuidad firme de la historia de la Iglesia. Todos los católicos podemos participar activamente en el acontecimiento, uniéndonos con nuestra oración a los Cardenales y a la Iglesia entera.
Durante estos días recuerdo con frecuencia los dos cónclaves que viví en Roma junto a nuestro Padre, en 1958 y 1963. No puedo olvidar la insistencia con que animaba a rezar y a ofrecer todo por el próximo Papa; su emoción ante la fumata bianca, la fe con que inmediatamente se arrodilló y rezó la oración Oremus pro beatissimo Papa nostro, aun antes de saber, por el anuncio del Cardenal Protodiácono, quién había sido el elegido. Y del mismo modo procedió el queridísimo don Álvaro.
Como San Josemaría en aquellos momentos, ya ahora queremos con toda el alma al sucesor de Juan Pablo II, sea quien sea. Le amamos con afecto filial y rezamos por su persona, para que Dios le conceda gracias abundantes, y para que su ministerio sea fecundo en frutos de santidad para la Iglesia y de paz para la sociedad civil.
Renovemos nuestro deseo de servir al Papa, pues sólo para servir a su Iglesia ha querido Dios el Opus Dei. Y ya ahora, durante la sede vacante, podemos servir al Pontífice que dentro de unos días ocupará la Cátedra de San Pedro. Unidos a todos los católicos, oremos y ofrezcamos sacrificios por quien el Espíritu Santo pondrá al frente de la Iglesia, con paz sobrenatural durante estos días, llenos de esperanza.
Recemos también para que todos los católicos sepamos mirar los nuevos tiempos con ojos de fe, sin prestar atención a consideraciones ajenas a la lógica sobrenatural. Viene a mi memoria un recuerdo de la primera audiencia que Pablo VI concedió a nuestro Fundador, en enero de 1964; al terminar, pasó también don Álvaro, y el Papa le comentó: nos conocemos desde hace tantos años, y yo “sono diventato vecchio”, me he hecho viejo; don Álvaro respondió rápidamente: “No, Santità, lei è diventato Pietro”, se ha convertido en Pedro. Desde principios del año, no dejo de sugerir a quienes trato la jaculatoria Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam: todos con Pedro, a Jesús, por María. Esas palabras que escuché a San Josemaría cobran en estos días particular relieve: no sabemos quién será el próximo Papa, pero sea quien sea, va a ser Pedro, y ya le acompañamos con nuestra oración, recurriendo a la intercesión de Santa María, Madre de la Iglesia.
El respeto y el afecto mundial que hemos contemplado en los días pasados, alrededor de Juan Pablo II, nos hablan de la garra de la santidad, de la fuerza de atracción de Cristo, de la gloria de Dios que resplandece en quienes luchan para ser fieles.
A la vez, esa unidad —que podemos calificar de “impetuosa”, como el cariño que la acompaña— nos confirma que la Iglesia se encuentra apiñada alrededor de Pedro: las manifestaciones de afecto son un saludo agradecido a Juan Pablo II y una cariñosa bienvenida a su sucesor.
Insisto: como siempre, nos encontramos en la hora de la unidad. El Papa es siempre principio y fundamento visible de esta unidad; y, como Juan Pablo II lo ha sido hasta su muerte, lo será igualmente quien resulte elegido para sucederle. Brota como necesidad de justicia el afán de expresar agradecimiento profundo a Juan Pablo II, tan merecido por su entrega total a la misión que Dios le ha confiado. Estoy seguro de que también al nuevo Papa —sea quien sea— le ofrecéis desde ahora vuestro cariño y vuestra gratitud por sus desvelos en el ejercicio de su ministerio universal.
Con todo cariño,
os bendice vuestro Padre
+ Javier
Roma, 10 de abril de 2005.
Romana, n. 40, enero-junio 2005, p. 126-128.