En el fallecimiento de Juan Pablo II (Roma 3-IV-2005)
¡Que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Queridísimos: Veníamos ya preparándonos para el doloroso trance del fallecimiento de nuestro amadísimo Papa Juan Pablo II, que —más frecuentemente en estos últimos años y meses— ha ofrecido al mundo entero el testimonio sereno y alegre de su íntima unión con Dios, a través del sufrimiento.
Desde el miércoles pasado, cuando el estado de salud del Santo Padre se agravó repentinamente, la Iglesia entera se ha congregado en torno a su Pastor supremo, rezando con fe en todos los rincones de la tierra. Una vez más se ha reproducido la escena narrada por los Hechos de los Apóstoles: cuando el rey Herodes encerró al Apóstol Pedro en la cárcel, con el designio de hacerlo morir, “la Iglesia rogaba incesantemente por él a Dios” (Hch 12, 5).
Esta oración por el Sucesor de San Pedro, además de haber sido fuente de fortaleza para el Papa en los pasados días, nos ha unido con mayor solidez a Cristo y a su amada Esposa, la Iglesia; ha hecho que los católicos descubramos una vez más que formamos parte de la gran familia de hijos de Dios, que tienen un Padre común también en la tierra. Hemos sentido además la cercanía de muchos otros cristianos y de innumerables hombres y mujeres de buena voluntad, que se han unido también a nuestra oración. ¡Demos gracias a Dios por todos estos bienes, por tan buen siervo bueno y fiel, el Papa Juan Pablo II!
En la Obra, muchos motivos de gratitud nos vinculan a Juan Pablo II. Nuestro Padre nos enseñó a amar ardientemente al Papa, sea quien sea, por la sencilla y sublime razón de que es el Vicario de Cristo, su Representante visible en la tierra. Pero esta veneración se hace más neta al considerar cómo, en estos años de su ministerio como Pastor supremo, nos ha facilitado a los católicos el cumplimiento de nuestro deber filial de adhesión fiel, con el ejemplo de su intensa vida espiritual —¡se tocaba!—; de su alegría en el servicio a las almas; de su caridad con todos los hombres y, también, de su exigencia paterna, al erigir la Obra en Prelatura, para que hagamos el Opus Dei —esta partecica de la Iglesia— como Dios quiere.
Conocíamos el enorme prestigio espiritual y moral que el Santo Padre tenía en el mundo entero; pero en los días pasados —también al contemplar la extensa cobertura que le han dedicado los medios de comunicación—, pienso que todos, también los no católicos, han tocado la verdad del ubi Petrus, ibi Ecclesia: “donde está Pedro, allí se encuentra la Iglesia”. Y ahora, tras tantos años de entrega generosa al Señor, resalta aún más la incisividad y la eficacia de su ministerio como Supremo Pastor.
Nos embarga la certeza de que la Trinidad Santísima le ha abierto de par en par las puertas del Cielo, para premiar su celo constante por las almas, su perseverante invitación a que todos abramos las puertas del alma a Cristo. A la vez, con agradecimiento profundo y sereno, ofrezcamos sufragios por el eterno descanso de su alma. Además de los que San Josemaría estableció en el Opus Dei para momentos como los que estamos viviendo, os aconsejo que seáis generosos en el ofrecimiento de sufragios por Juan Pablo II. Tened la seguridad de que esas oraciones —ya estamos acostumbrados a verlo— serán plegarias de ida y vuelta: subirán al cielo y el Señor las devolverá a la tierra convertidas en una lluvia abundante de gracias.
Hijas e hijos míos: Juan Pablo II, junto al Señor, continúa invitándonos: “¡Levantaos, vamos!”. Para que nos decidamos, día tras día, a reemprender con decisión el camino de nuestra vida cristiana. Duc in altum! (Lc 5, 4), nos recuerda a cada una y a cada uno. Todos los cristianos, como hijos fieles de la Iglesia, hemos de lanzarnos mar adentro en el gran océano del mundo, para llevar a cabo —sin mediocridades, con entrega plena y decidida— la misión corredentora que Cristo nos ha confiado.
Cuando el Cónclave de los Cardenales, reunido bajo la inspiración del Espíritu Santo, elija al nuevo Sucesor de Pedro, escucharemos el anuncio: habemus Papam! Preparémosle ya desde ahora la senda. Roguemos al queridísimo Juan Pablo II que interceda ante Dios Nuestro Señor para que el nuevo Papa encuentre el surco abierto y preparado por la abundante oración y mortificación de todos los cristianos. Ya le queremos con toda el alma, sea quien sea; y, como nos dijo en ocasiones análogas nuestro Padre, ofrezcamos todo por su Persona e intenciones..., ¡hasta la respiración!
Durante estos días de sede vacante, quizá nos ayude aquella jaculatoria que sugiere nuestro Fundador en “Surco”: «Para tantos momentos de la historia (...), me parecía una consideración muy acertada aquella que me escribías sobre lealtad: “llevo todo el día en el corazón, en la cabeza y en los labios una jaculatoria: ¡Roma!”» (Surco, n. 344).
Con todo cariño,
os bendice vuestro Padre
+ Javier
Roma, 3 de abril de 2005.
Romana, n. 40, enero-junio 2005, p. 124-126.