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En la Misa en sufragio por el alma del siervo de Dios Mons. Álvaro del Portillo, Parroquia de San Josemaría, Roma, 23-III-2004

Queridos hermanos y hermanas,

1. En el telegrama que me envió Juan Pablo II, ahora hace diez años, al recibir la noticia de la imprevista desaparición de Mons. Álvaro del Portillo, el Papa aplicaba a mi predecesor las palabras de Jesucristo en el Evangelio: siervo bueno y fiel. Con ánimo agradecido al Señor, el Santo Padre recordaba «la diligente vida sacerdotal y episcopal de don Álvaro, el ejemplo de fortaleza y de confianza en la Providencia Divina que ofreció constantemente, así como su fidelidad a la sede de Pedro y su generoso servicio eclesial».

Estas palabras del Romano Pontífice resumen bien los rasgos fundamentales de la figura de mi predecesor; palabras que han vuelto repetidas veces a mi memoria durante los días pasados. Además del avecinarse de la fecha de hoy, la apertura de la Causa de Canonización de don Álvaro ha contribuido a hacer más constante su recuerdo. Ahora querría detenerme sobre un aspecto de su vida que las palabras del Papa, apenas citadas, subrayan expresamente: la fidelidad.

2. Pocos días antes de ser llamado a la presencia de Dios, Mons. del Portillo reflexionaba sobre esta virtud. Transcurrían jornadas de oración en los Santos Lugares, donde don Álvaro siguió con gran piedad las huellas de Jesús. Entre los saludos que mandó desde Tierra Santa a diversas personas, había uno dirigido al Secretario de Juan Pablo II, Mons. Stanislaw Dziwisz, cuya lectura adquiere hoy un particular relieve. Cito este episodio con la explícita autorización del destinatario de la postal.

Con el ruego de que transmitiera al Papa su profunda unión y fidelidad, don Álvaro escribía: Estimado amigo: desde estos santos lugares he rezado -hemos rezado- mucho por usted, vir fidelis, y con la súplica de querer presentar al Santo Padre nuestro deseo de ser fideles usque ad mortem, en el servicio a la Santa Iglesia y al Santo Padre.

Este recuerdo me parece muy adecuado para encuadrar la Santa Misa en sufragio de un Pastor que, hasta el final, nos ha dejado un testimonio de gran fidelidad a Dios, a la Iglesia y al Romano Pontífice.

3. Fidelidad a Dios, en primer lugar. Nacido y educado en el seno de una familia profundamente cristiana, don Álvaro aprendió de sus padres un modo de actuar en plena consonancia con la fe recibida. Con naturalidad, sin mojigaterías, supo unir las normales actividades de una persona joven -estudio, deporte, amistad, etc.- a una sincera y profunda piedad. Dios lo preparaba de este modo para el encuentro con San Josemaría Escrivá, sucedido cuando don Álvaro tenía veintiún años, y que iba a dar pleno sentido a su vida.

Desde entonces, con ayuda de la gracia, bajo la directa guía del Fundador del Opus Dei, don Álvaro se empeñó con todas sus fuerzas en la realización de la misión que la Providencia quiso señalarle: aprender de San Josemaría el espíritu del Opus Dei, convertirlo en vida de su vida, y transmitirlo después con extraordinaria fidelidad a muchas otras personas.

El camino terreno de don Álvaro se podría definir como un progreso constante en la fidelidad a Dios, lo que significa un empeño cotidiano en la conversión personal. Es la invitación que se dirige también a nosotros, particularmente en el tiempo litúrgico de Cuaresma. Con palabras de San Josemaría, y teniendo como telón de fondo las palabras de mi predecesor, podemos preguntarnos: “¿avanzo en mi fidelidad a Cristo?, ¿en deseos de santidad?, ¿en generosidad apostólica en mi vida diaria, en mi trabajo ordinario entre mis compañeros de profesión? Cada uno, sin ruido de palabras, que conteste a esas preguntas, y verá cómo es necesaria una nueva transformación, para que Cristo viva en nosotros, para que su imagen se refleje limpiamente en nuestra conducta”[1].

4. Inseparable de la fidelidad a Dios es la fidelidad de Mons. Álvaro del Portillo a la Iglesia y al Romano Pontífice. En este sentido hablan por sí mismos tantos años de servicio a la Santa Sede, que comenzaron con su llegada a Roma en 1946 y continuaron hasta su muerte. Durante casi cincuenta años, de distintos modos, don Álvaro no se ahorró esfuerzos para servir del mejor modo a la Iglesia, al Romano Pontífice y a todas las almas.

Desde los primeros encargos en las oficinas de la Santa Sede, hasta la intervención en los trabajos del Concilio Vaticano II y la participación en Sínodos Episcopales, su trayectoria en estos largos años romanos se ha caracterizado por un servicio fecundo y silencioso a la Iglesia y al Papa. No decía nunca que no, cuando se pedía su colaboración. Acogía a todos con una sonrisa y una paz que eran alivio para los demás.

Esta fidelidad a la Iglesia y al Romano Pontífice relucía con nueva luz en momentos particulares. Especialmente cuando el Santo Padre expresaba sus deseos en relación con la nueva evangelización que debía realizarse en los países de vieja tradición cristiana. O cuando el mismo Romano Pontífice manifestaba su preocupación por la causa de la paz en diversas partes del mundo.

No es posible detenerse ahora en tantas respuestas de Mons. del Portillo. Pero todos recordamos gestos concretos de apoyo y de solidaridad con el Santo Padre, llenos de dedicación y lealtad. Como he querido recordar hace unos días, en la sesión de apertura del Tribunal de la Prelatura instituido para seguir la Causa de canonización, la conducta de don Álvaro se inspiró siempre en el lema que aprendió de San Josemaría: “hacer el ruido de tres y el trabajo de tres mil”.

5. ¡Queridos hermanos y hermanas! Ante nuestros ojos tenemos un luminoso ejemplo de fidelidad a la vocación en el desempeño de las tareas que Dios confía a cada uno. Don Álvaro puso todas sus cualidades humanas y sobrenaturales -y eran verdaderamente muchas- al servicio de la misión que había recibido.

Hoy, al recordar en el altar a este siervo de Dios bueno y fiel, os invito a recurrir de modo privado a su intercesión. Quiera el Señor que también en nuestra existencia ordinaria resplandezca -como en don Álvaro- la virtud humana y cristiana de la fidelidad. Es una posibilidad al alcance de todos, con el auxilio divino, si nos decidimos a convertirnos cotidianamente en lo grande y en lo pequeño, porque todo es grande cuando se hace por amor de Dios.

Sigamos por tanto, la enseñanza de San Josemaría en una de sus homilías: “Cuando se desea sinceramente vivir de fe, de amor y de esperanza, la renovación de la entrega no es volver a tomar algo que estaba en desuso. Cuando hay fe, amor y esperanza, renovarse es -a pesar de los errores personales, de las caídas, de las debilidades- mantenerse en las manos de Dios: confirmar un camino de fidelidad. Renovar la entrega es renovar, repito, la fidelidad a lo que el Señor quiere de nosotros: amar con obras”[2].

Confiamos estos propósitos a la Virgen, Virgo fidelis, y a su esposo San José, cuya fiesta hemos celebrado hace pocos días. Con su intercesión también nosotros seremos fieles a nuestra vocación cristiana. Y seremos felices; porque, como asegura San Josemaría, fidelidad es sinónimo de felicidad: felicidad en esta tierra, con los límites de nuestra actual condición, y felicidad completa en el Cielo. Así sea.

[1] SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n. 58.

[2] SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n. 43.

Romana, n. 38, Enero-Junio 2004, p. 40-42.

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