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En la Solemnidad de San Josemaría, Basílica de San Eugenio, Roma, 26-VI-2004

Queridos hermanos y hermanas.

1. Hace pocos días los sacerdotes, en la Liturgia de las Horas, hemos meditado de nuevo la elección que Dios hace de David como rey de Israel[1]. La descripción de la escena es sencilla y clara. Dice el texto sagrado que David era un muchacho de aspecto agradable, muy simpático. Al verlo, el profeta reacciona con cierta perplejidad, pero el Señor le dice: no temas, éste es el hombre elegido.

Este pasaje de la Escritura me ha traído a la mente la figura extraordinaria de San Josemaría Escrivá, llamado por el Señor cuando tenía quince, dieciséis años, para una misión desproporcionada. Fue elegido, como expresa la oración colecta de la Misa, para proclamar la vocación universal a la santidad y al apostolado. Pensad qué maravilla: todos los hombres y todas las mujeres que viven en medio del mundo están llamados a realizar en su propia vida la epopeya de la santidad.

A lo largo de los años transcurridos desde su dies natalis, la figura de nuestro amadísimo Padre se ha agigantado: ha traspasado los confines de muchísimos países y le invocan millones de personas en todo el mundo, que ven en él no sólo un intercesor a quién recurrir ante las más diversas necesidades, sino también un maestro de vida espiritual y un ejemplo para seguir.

Con gran alegría hemos podido leer en el reciente libro de Juan Pablo II, que lleva el sugestivo título de ¡Levantaos! ¡Vamos!, algunos fragmentos dedicados al Opus Dei y a su Fundador. Entre otras cosas, el Papa da gracias a Dios por haber tenido la alegría de inscribir en el registro de los santos a Josemaría Escrivá “celoso sacerdote, apóstol de los laicos para los tiempos nuevos”[2]. Agradezcamos también nosotros a la Trinidad Santísima los dones que concede al mundo a través de nuestro Padre, y hagamos el propósito de recurrir siempre con mayor confianza a su intercesión, de aprender mejor sus enseñanzas y llevarlas a la práctica siguiendo su luminoso ejemplo.

Estos son los rasgos esenciales que la liturgia de hoy nos invita a considerar. En el Prefacio de la Misa, en efecto, la Iglesia manifiesta la alegría de celebrar la fiesta de los santos Pastores (hoy la fiesta de San Josemaría) y sintetiza así los motivos de tanto regocijo: porque la fortaleces con su ejemplo, la instruyes con su palabra, la proteges por su intercesión. Reflexionemos brevemente sobre estos tres aspectos.

2. La fortaleces con su ejemplo. ¡Cuántas veces repetía San Josemaría que el apostolato empieza siempre con el ejemplo! Lo había aprendido en el Evangelio, meditando la vida de Nuestro Señor, que -como relatan los Hechos de los Apóstoles- antes de ilustrar con la doctrina enseñaba con el ejemplo: cœpit Iesus facere et docere ( Act 1, 1). Así hizo también San Josemaría. No enseñó nunca nada que él mismo no hubiera tratado primero de reproducir, con la gracia de Dios y con el esfuerzo personal, en su propia vida. Por este motivo, su figura y su mensaje son así de atractivos. Su propuesta de santificación en el trabajo profesional y en el cumplimiento de los deberes ordinarios del cristiano -como se recuerda al concluir la oración de los fieles- no es una enunciación teórica sino una realidad muy concreta avalada por su lucha espiritual por identificarse con Cristo, imitando al divino Maestro especialmente durante los años de Nazaret.

Si dar buen ejemplo es siempre algo de gran importancia, lo es particularmente en nuestros días. Como recuerda Juan Pablo II, “el hombre contemporáneo cree más a los testigos que a los maestros, más a la experiencia que a la doctrina, más a la vida y a los hechos que a las teorías. El testimonio de la vida cristiana es la primera e insustituible forma que adopta la misión: Cristo, de cuya misión somos continuadores, es el “testigo” por excelencia ( Ap 1, 5; 3, 14) y modelo de testimonio cristiano”[3].

Hermanos y hermanas queridísimos, se nos ofrece aquí una primera oportunidad de examen y meditación. Os invito a preguntaros en el silencio de vuestro corazón: ¿soy un testigo creíble de Cristo en medio del mundo?, ¿me esfuerzo de verdad por ser coherente con mi fe en cualquier circunstancia? Los que observan mi comportamento en el ambiente familiar, social, profesional, etc., ¿pueden ver en mí un reflejo de Cristo?

Sólo si nuestra vida se modela sobre el ejemplo de Jesús, estaremos en condiciones de acercar a otros al Señor. “¿Cómo lo mostraremos a las almas? -se preguntaba San Josemaría. Y añadía: con el ejemplo: que seamos testimonios suyo, con nuestra voluntaria servidumbre a Jesucristo, en todas nuestras actividades, porque es el Señor de todas las realidades de nuestra vida, porque es la única y definitiva razón de nuestra existencia. Después, cuando hayamos prestado ese testimonio del ejemplo, seremos capaces de instruir con la palabra, con la doctrina. Así obró Cristo: “cœpit facere et docere” (Act 1, 1), primero enseñó con obras, después con su predicación divina”[4].

3. Llegamos así a otro rasgo característico de la vida de San Josemaría. El Señor se sirvió de él y continúa sirviéndose de su doctrina, incansablemente predicada también con la palabra, para proporcionar a los cristianos la conciencia de que todos estamos llamados a la santidad. Como recita el Prefacio de la Misa: instruyes a la Iglesia con sus enseñanzas. Porque no basta comportarse de modo ejemplar: es necesario hablar de Dios, darlo a conocer también con la palabra. Los testigos mudos no sirven, exclamaba el Fundador del Opus Dei.

San Josemaría predicó mucho, con frecuentes viajes que lo llevaron a muchos países de Europa y de América para hablar de Dios: un verdadero “maratón” apostólico. Movido por el amor a Dios y a las almas, explicaba a multitudes y a pequeños grupos las razones de la fe cristiana exhortándoles a ser fieles.

Su mensaje se dirigía a todos los cristianos y a tantos hombres y mujeres de buena voluntad: los que se acercaban a él recibían un poderoso estímulo espiritual. Para todos tenía palabras animantes, como las que resuenan en una de sus homilías: “El apostolado cristiano (...) es una gran catequesis, en la que, a través del trato personal, de una amistad leal y auténtica, se despierta en los demás el hambre de Dios y se les ayuda a descubrir horizontes nuevos: con naturalidad, con sencillez -os decía- con el ejemplo de una fe bien vivida, con la palabra amable pero llena de la fuerza de la verdad divina”[5].

Adentrados ya en el siglo veintiuno, constatamos que la gente tiene hambre y sed de Dios, como aquellas muchedumbres -lo hemos oído en el Evangelio- que se arremolinaban junto a Jesús para escuchar la palabra de Dios (cfr. Lc 5, 1). ¿Y cómo le oirán hoy, si los cristianos no la anunciamos con nuestro ejemplo y con nuestros labios? Nadie puede desinteresarse de esta obligación, a pesar de las limitaciones personales. Porque no lo hacemos en virtud de nuestra elocuencia o de nuestros méritos -no los tenemos-, sino en virtud de un mandato preciso del Señor: “Id, predicad el Evangelio... Yo estaré con vosotros...” -Esto ha dicho Jesús... y te lo ha dicho a ti[6]. Procuremos antes que nada llevar a muchas personas a frecuentar los sacramentos: la confesión, la comunión. Enseñémosles a rezar. El Pan y la Palabra, la Eucaristía y la oración constituyen el alimento fundamental de toda alma.

Procuremos formular algún propósito concreto que sea como el fruto de esta celebración. Confiemos nuestras súplicas a San J Josemaría. Pero dirijámonos a él con fe, seguros insistentemente -cito una vez más el prefacio de la Misa- de que con su intercesión nos protege a nosotros y a la Iglesia entera. Él, como buen hijo, depositará nuestras peticiones en manos de María. De este modo -como le gustaba repetir a Mons. Álvaro del Portillo- nuestras oraciones, perfumadas por la Virgen, llegarán infaliblemente ante la presencia de Dios y serán escuchadas por Él. Así sea.

[1] Cfr. 1 Sam 16, 1-13.

[2] JUAN PABLO II, ¡Levantaos!¡Vamos!, Ed. Plaza & Janés, 2004.

[3] JUAN PABLO II, Carta Encíclica Redemptoris Missio, 7-XII-1990, n. 42; cfr. Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, 8-XII-1975, n. 41.

[4] SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n.182.

[5] SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n. 149.

[6] SAN JOSEMARÍA, Camino, n. 904.

Romana, n. 38, Enero-Junio 2004, p. 45-47.

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