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En la ordenación sacerdotal de diáconos de la Prelatura, Basílica de San Eugenio, Roma, 22-V-2004

Queridos hermanos y hermanas.

Queridísimos hijos míos que vais a ser ordenados presbíteros.

1. Cada vez que se celebra la Santa Misa se propone de nuevo al pueblo cristiano el misterio del Jueves Santo. La Iglesia entera es convocada por el Señor en el Cenáculo de Jerusalén, donde -antes de ofrecer el Sacrificio de la Cruz- Jesús instituyó el signo sensible y eficaz de aquella inmolación: la Santísima Eucaristía, sacrificio sacramental de su Cuerpo y de su Sangre. Luego, ordenando a los Apóstoles: haced esto en memoria mía (Lc 22, 19), el Señor mismo instituyó el sacramento del Orden, que hace posible la realización de ese mandato hasta el final de los tiempos.

Si el prodigio del Jueves Santo se hace presente cada vez que se celebra la Santa Misa, con mayor razón sucede en la liturgia de hoy. Treinta y siete diáconos de la Prelatura del Opus Dei serán ordenados sacerdotes. El mismo Cristo los ha llamado, como a los primeros Doce, y hoy los reúne en el Cenáculo para conferirles el presbiterado. En su última carta a los sacerdotes, el Santo Padre escribe: «En aquella noche santa Él ha llamado por su nombre a los sacerdotes de todos los tiempos. Su mirada se ha dirigido a cada uno, una mirada afectuosa y premonitoria, como la que se detuvo sobre Simón y Andrés, Santiago y Juan...»[1].

¡Hijos míos diáconos! El Señor mismo os ha llamado. Vosotros, con plena libertad, habéis respondido adsum, estoy dispuesto. Tras una cuidadosa preparación doctrinal y pastoral, ha llegado el momento tan esperado. De ahora en adelante, para toda la vida, os convertiréis en ministros de Cristo, instrumentos visibles del Sumo Sacerdote para perpetuar su Sacrificio en la tierra. No recibiréis simplemente el encargo de realizar funciones sagradas, sino que sobre todo seréis cambiados interiormente. Como recuerda Juan Pablo II, la ordenación sacerdotal «afecta al ámbito del “ser”, faculta al presbítero para actuar in persona Christi y culmina en el momento en que consagra el pan y el vino, repitiendo los gestos y las palabras de Jesús en la Última Cena»[2].

¿Cómo no quedarse atónitos y asombrados frente a esta realidad? Si, como escribía San Josemaría, la humildad y el amor de Cristo en la Eucaristía son algo inconmensurable -“más que en el establo y que en Nazaret, y que en la Cruz[3]”-, «¿qué podemos sentir ante al altar, donde Cristo hace presente en el tiempo su sacrificio mediante las pobres manos del sacerdote? No nos queda otra actitud -os repito con palabras del Papa- sino arrodillarnos y adorar en silencio este gran misterio de la fe»[4].

2. Al instituir el Orden sagrado, el Señor ha provisto a la Iglesia de los medios necesarios para el cumplimiento de la misión que le ha confiado. En efecto, antes de ascender al Cielo, Jesús recordó a los Apóstoles lo que estaba profetizado acerca de Él: así está escrito: que el Cristo tiene que padecer y resucitar de entre los muertos al tercer día, y que se predique en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las gentes, comenzando desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas (Lc 24, 46-48). Si faltaran los ministros sagrados, no existiría la Iglesia tal como ha sido querida por Cristo. Pero también es verdad que el sacerdocio ministerial está al servicio de los fieles y en ese servicio encuentra su razón de ser.

De este modo, mediante la colaboración orgánica de todos sus miembros -sacerdotes y laicos-, la Iglesia es capaz de cumplir la misión recibida: llevar a todo el mundo, hasta el último rincón de la tierra, la Redención que ha sido obtenida por la Muerte y Resurrección de Cristo. Jesús ha subido al Cielo, pero el cristiano puede y debe tratarlo en la oración y en la Eucaristía, para sacar fuerzas e inflamarse con su celo por la salvación de las almas. En esta solemnidad, y en el marco de esta ceremonia tan sugerente, os invito a preguntaros: ¿cómo trato yo a Jesús? ¿Verdaderamente procuro conocerlo mejor, amarlo más, hacerlo conocer a otros? ¿Soy consciente de que en el Bautismo he recibido el encargo de acercar a Dios todas las personas que encuentro en mi camino? Con palabras muy queridas del Fundador del Opus Dei, os recuerdo que cada uno de nosotros ha de ser ipse Christus (...). Nuestra vocación de hijos de Dios, en medio del mundo, nos exige que no busquemos solamente nuestra santidad personal, sino que vayamos por los senderos de la tierra, para convertirlos en trochas que, a través de los obstáculos, lleven las almas al Señor; que tomemos parte como ciudadanos corrientes en todas las actividades temporales, para ser levadura (cfr. Mt 13, 33) que ha de informar la masa entera (cfr. 1 Cor 5, 6)[5].

3. Nos aguarda una tarea enorme. Basta echar una ojeada alrededor para percatarse de que el mundo está muy necesitado del amor de Cristo. Por todas partes se perciben los frutos malolientes del odio, de la violencia, de los atropellos que unos hombres cometen contra otros hombres. Los cristianos debemos llevar con nosotros el buen aroma de Cristo (cfr. 2 Cor 2, 15-16) sembrando paz y alegría. Lograremos hacerlo si permanecemos bien unidos al Señor, con una confianza inquebrantable en su bondad y en su poder.

Quizá algunas veces, frente a las constantes malas noticias que nos dan los medios de comunicación, venga a nuestros labios la misma pregunta que los Apóstoles dirigieron a Jesús poco antes de la Ascensión: Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el Reino de Israel? Señor, ¿cuándo llegará el momento en que los hombres y las mujeres te abran las puertas de sus corazones y tu reino se extienda por toda la tierra? Escuchemos la respuesta de Cristo, siempre actual: no es cosa vuestra conocer los tiempos o momentos que el Padre ha fijado con su poder, sino que recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que descenderá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra (Hch 1, 6-8).

¡Queridos hermanos y hermanas! El Espíritu del Señor está con nosotros, dentro de nosotros. Podemos estar seguros: la victoria de Cristo ha sido decretada; a nosotros nos corresponde acelerarla con nuestra colaboración apostólica, humilde y tenaz al mismo tiempo. Os recuerdo unas palabras recientes del Santo Padre, dirigidas a un grupo de nuevos sacerdotes pero que valen para todos. Decía Juan Pablo II: «Os ordenáis sacerdotes en una época en la que (...) fuertes tendencias culturales tratan de hacer olvidar a Dios, sobre todo a los jóvenes y a las familias. Pero no tengáis miedo: ¡Dios estará siempre con vosotros! Con su ayuda podréis recorrer los caminos que conducen al corazón de cada hombre, y anunciarle que el Buen Pastor ha dado la vida por él y desea hacerle partícipe de su misterio de amor y de salvación»[6].

Preparémonos cuidadosamente para la próxima solemnidad de Pentecostés, cuando la fuerza del Paráclito descenderá una vez más sobre nuestras almas. Os invito a hacerlo entrando con María en el Cenáculo de Jerusalén, escenario privilegiado de grandes prodigios realizados por Dios en favor de la humanidad.

Deseo expresar mi felicitación a los padres y a los demás parientes de los nuevos sacerdotes. Rezad por ellos y por todos los ministros sagrados: el Papa -hemos celebrado hace pocos días sus 84 años-, el Cardenal Vicario de Roma, los Obispos, los sacerdotes del mundo entero. ¡Que Dios os bendiga!

[1] JUAN PABLO II, Carta a los sacerdotes por el Jueves Santo, 28-III-2004, n. 5.

[2] Ibid., n. 2.

[3] SAN JOSEMARÍA, Camino, n. 533.

[4] JUAN PABLO II, Carta a los sacerdotes por el Jueves Santo, 28-III-2004, n. 2.

[5] SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n. 120.

[6] JUAN PABLO II, Homilía en una ordenación sacerdotal, 2-V-2004.

Romana, n. 38, enero-junio 2004, p. 42-45.

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