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En la Misa en sufragio por el alma de Mons. Álvaro del Portillo, Basílica de San Eugenio. Roma, 22-III-2003

Queridos hermanos y hermanas.

1. Si en todo momento debemos elevar a Dios nuestras súplicas, esta necesidad se hace —por así decir— más apremiante durante la Cuaresma, tiempo de mayor intensidad en la oración, en la penitencia y en las obras de misericordia. Además, el Santo Padre Juan Pablo II nos ha pedido un particular compromiso por la paz en el mundo. «En efecto —decía pocos días antes del comienzo de este tiempo litúrgico—, la paz es don de Dios que hay que invocar con humilde e insistente confianza»[1].

Ahora que han pasado dos semanas podemos hacer un balance personal. ¿Cómo hemos acogido la llamada del Papa? ¿Ha penetrado de verdad el espíritu de oración y de penitencia más profundamente en nuestros corazones? ¿Podemos decir que hemos contribuido personalmente a la paz en el mundo? No pensemos que nuestros esfuerzos son demasiado insignificantes para influir en una causa tan grande. Como advierte el Santo Padre, «debemos pedir a Dios, ante todo, la conversión del corazón, en el que tiene sus raíces toda forma de mal y todo impulso hacia el pecado; debemos orar y ayunar por la convivencia pacífica entre los pueblos y las naciones»[2].

La conversión del corazón: éste es el gran recurso que todos podemos emplear para el bien del mundo. Pero la conversión comienza por el reconocimiento concreto de nuestras faltas. Meditemos un pasaje de una homilía de San Josemaría sobre este tema. «Desde nuestra primera decisión consciente de vivir con integridad la doctrina de Cristo, es seguro que hemos avanzado mucho por el camino de la fidelidad a su Palabra. Sin embargo, ¿no es verdad que quedan aún tantas cosas por hacer?, ¿no es verdad que queda, sobre todo, tanta soberbia? Hace falta, sin duda, una nueva mudanza, una lealtad más plena, una humildad más profunda, de modo que, disminuyendo nuestro egoísmo, crezca Cristo en nosotros»[3].

Si en estos días hemos logrado pequeñas o grandes victorias frente a nosotros mismos —frente a nuestro orgullo, nuestra sensualidad, nuestra pereza...—, si nos hemos separado de alguna cosa que podía alejarnos de Dios, entonces, ciertamente habremos realizado una nueva conversión, y habremos cooperado a la concordia entre las personas y las naciones del mundo entero.

2. Las anteriores consideraciones no están fuera de lugar en una circunstancia como la de hoy: la celebración de la Santa Misa en el noveno aniversario de la muerte de Mons. Álvaro del Portillo. Yo he sido testigo de su edificante tránsito y quedé impresionado de la paz con que marchó al encuentro de Dios, así como de la serenidad que —en medio del natural dolor por su desaparición— nos acompañó en aquellos días desde el primer instante. Como durante la vida, también en la muerte don Álvaro fue sembrador de paz en todos los que le rodeaban.

La paz, don de Dios, es uno de los frutos del Espíritu Santo en las almas que no ponen obstáculos a su acción. La enseñanza de San Pablo es clara: los frutos del Espíritu son: caridad, gozo, paz, longanimidad, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, dominio de sí[4]. ¿No os parece esta enumeración un vivo retrato del amadísimo don Álvaro?

Muchos testimonios concuerdan en reconocer su capacidad de transmitir serenidad a quien, por un motivo u otro, lo visitaba quizás tan sólo por unos minutos. Es esta una característica de mi predecesor que querría hoy subrayar. La paz que manaba de sus palabras y sus gestos, fruto de su habitual unión con Dios, era tan intensa que se contagiaba en seguida a sus interlocutores.

La raíz de esta constatación está en el hecho de que don Álvaro había aprendido perfectamente de San Josemaría a poner en práctica una de las verdades más grandes de la vida cristiana: que somos, en Cristo, hijos queridísimos de Dios Padre. La conciencia de ser hijo de un Padre misericordioso y omnipotente da razón de la profunda paz interior de don Álvaro.

Entonces, ¿por qué a veces nos dejamos atrapar por la inquietud, aún sabiéndonos hijos de Dios? Quizás la razón sea que no somos dóciles al Espíritu Santo, que no amamos plenamente la Voluntad de Dios. Es ésta la enseñanza de San Pablo a los Romanos, que acabamos de escuchar: los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios[5]. En esta docilidad al Paráclito, en esta unión con la voluntad amabilísima de Dios, radica la fuente de la verdadera paz interior, que los cristianos debemos transmitir a los demás.

3. Tomad mi yugo sobre vosotros —nos dice Jesús— y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas: porque mi yugo es suave y mi carga ligera[6]. Así se comportaron San Josemaría y don Álvaro, su hijo fidelísimo. Los dos amaron la voluntad divina, plenamente convencidos de que todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios[7].

De San Josemaría tenemos muchos testimonios escritos. Hace pocas semanas se publicó en Italia el segundo volumen de una biografía que comprende los años que van de 1936 a 1946: desde el inicio de la guerra civil española a su traslado a Roma. Años ricos en contrariedades físicas y morales, que no empañaban ni por un instante su alegría y su paz, fuertemente enraizadas en la conciencia de la filiación divina. Años en los que se fue realizando poco a poco aquella aspiración de los comienzos de su sacerdocio que queda plasmada en Forja: «Habrás pensado alguna vez, con santa envidia, en el Apóstol adolescente, Juan, “quem diligebat Iesus” — al que amaba Jesús

»—¿No te gustaría merecer que te llamaran “el que ama la Voluntad de Dios”? Pon los medios, día a día»[8].

Por lo que se refiere a don Álvaro, me viene a la memoria un episodio que viví personalmente. Habíamos rezado y trabajado mucho a fin de que se cumpliera un determinado paso en el trabajo apostólico del Opus Dei. Llegó el día en que se debía tomar una decisión; todos los que rodeábamos a don Álvaro rezábamos para que ese proyecto fuera acogido. Don Álvaro, en cambio, con gran sencillez, comentó: yo rezo para que se cumpla la voluntad de Dios.

Cumplir la voluntad de Dios, éste ha sido el único deseo de Mons. Álvaro del Portillo. A este objetivo dedicó su vida, siguiendo las huellas del Fundador de la Obra. Por eso tenía siempre la paz en el corazón y la sonrisa en el rostro; por eso era hombre de paz y transmitía la paz a los demás.

Tratemos también nosotros de imitarle, con la ayuda divina. Ante cada circunstancia, gozosa o dolorosa, pongámonos en la presencia de Dios y preguntémonos con San Josemaría, antes de tomar cualquier decisión: «¿Lo quieres, Señor?... ¡Yo también lo quiero!»[9]. Una calma profunda y duradera, verdaderamente sobrenatural, descenderá a nuestra alma.

A la Virgen, Reina de la paz, confiamos nuestras oraciones por este siervo bueno y fiel, manso y humilde de corazón, que fue don Álvaro, y también las necesidades y deseos de paz para el mundo entero. Así sea.

[1] JUAN PABLO II, Alocución en el Ángelus, 2-III-2003.

[2] JUAN PABLO II, Discurso en la Audiencia general, 5-III-2003.

[3] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, n. 58.

[4] Gal 5, 22.

[5] Rm 8, 14.

[6] Mt 11, 29-30.

[7] Rm 8, 28.

[8] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Forja, n. 422.

[9] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, n. 762.

Romana, n. 36, Enero-Junio 2003, p. 87-89.

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