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En la Misa de clausura del año del centenario de San Josemaría Escrivá. Roma, 9-I-2003

Queridísimos hermanos y hermanas, nos hemos reunido una vez más en esta espléndida Basílica para dar gracias a la Santísima Trinidad.

Los dones que Dios nos ha concedido a lo largo de nuestra vida son numerosos. Detengámonos tan sólo en los de este año del centenario del nacimiento de San Josemaría, entre los que destaca su canonización. Os invito a dejar volar la imaginación, extendiendo nuestra mirada e intenciones al mundo entero. Todos los días me llegan cartas que testimonian la difusión de la devoción a este santo. Un santo que para muchos está al alcance de la mano, el santo de la cotidianidad, de la alegría.

He querido que se usase en esta celebración el cáliz que San Josemaría utilizó prácticamente durante toda su vida: se trata de un cáliz de línea esbelta, a pesar de que está hecho de un metal bastante pobre: latón. San Josemaría repitió muchas veces que consideraba este cáliz como una imagen de sí mismo: un pobre metal que contenía todo el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo. A nosotros nos sucede lo mismo, como dice el Apóstol: somos como vasos débiles que contienen la esencia divina (cfr. 2 Cor 4, 7). Y la misma cosa sucede a todos lo que buscan la santidad, y a todos los que la alcanzan.

En estos días del tiempo de Navidad que siguen a la Epifanía, hemos escuchado lecturas bellísimas, que se aplican a nuestro Salvador y que en sentido figurado pueden aplicarse también a sus santos, porque en la vida de los santos se contiene la vida divina. Personalmente, me han servido muchísimo. Hemos leído un texto del profeta Isaías que se refiere al nacimiento de Jesús, diciendo: Populus qui ambulabat in tenebris, vidit lucem magnam... (Is 9, 1). El pueblo que caminaba en las tinieblas vio una gran luz, sobre los que habitaban una tierra tenebrosa brilló una luz. Estas palabras se pueden aplicar a la vida de San Josemaría, que vivió siempre con Cristo y de Cristo: con su vida, ha dado luz, de hecho, a muchas almas; ha disipado las sombras que podía haber en sus vidas, irradiando la luz de Cristo. No se trataba sólo de sus cualidades personales, sino de la virtud de Nuestro Señor, que se reflejaba en su vida de hombre fiel.

La vida de San Josemaría desborda de alegría. Ahora bien, si se observa su caminar terreno con ojos sólo humanos, es difícil encontrar los motivos de esta alegría: el Señor verdaderamente lo trató como hace el artista con el mármol de buena calidad, para sacar, a golpe de escoplo, una escultura maravillosa. El hecho es que San Josemaría veía también en las contrariedades cotidianas la mano de Dios, que le preparaba precisamente para la misión que le iba a confiar.

Cuando, todavía joven, vio la luz que habría de iluminar su vida entera, cayó de rodillas, en señal de docilidad a la gracia divina. También nosotros debemos responder dócilmente a la voluntad de Dios, combatiendo nuestro egoísmo, nuestra soberbia, para dejar actuar en nuestras almas a la gracia de Dios, que es la mejor medicina para hacer de nosotros personas fuertes. Precisamente dejando actuar al Señor, San Josemaría se convirtió, desde la primera adolescencia y después, con el transcurrir de los años, en un hombre de continua e intensa oración. Cuando fundó el Opus Dei —cuantas veces lo repitió— tenía sólo veintiséis años, carecía de medios materiales, de dinero; sin embargo, la gracia de Dios, unida a un gran buen humor, hizo posible aquello que entonces parecía irrealizable, y que, en cambio, ahora vemos extendido por el mundo entero. ¿Cómo fue posible? Con una intensa oración. San Josemaría contó muchas veces que la gente, en aquellos primeros tiempos, le consideraba un loco, que intentaba realizar una cosa imposible. Él, por el contrario, actuaba con la psicología de quien no se siente nunca solo.

También nosotros tratamos de aprender de este ejemplo: no estamos nunca solos porque el Señor se halla siempre cercano. También en las contrariedades, en las pruebas, incluso cuando debemos rectificar nuestra conducta porque nos hemos equivocado, la mano misericordiosa del Señor está junto a cada uno de nosotros. Por este motivo, intentemos ser de verdad mujeres y hombres rezadores, que tratan con cariño y constancia al Señor.

En otra ocasión de su vida, frente a algunas graves dificultades, de sus labios brotaron las palabras de un texto sacro: Et fui tecum in omnibus, ubicumque ambulasti... (2 Sam 7, 9). He estado siempre contigo, dondequiera que fueras estaba a tu lado. Porque el Señor es Padre, es Amigo; Amigo leal que nunca nos abandona. Aquí se fundamentaba la seguridad de San Josemaría de no hallarse nunca solo, de poder contar siempre con el apoyo del Señor: y así le fue posible abrir esta senda, este camino divino que todos los hombres y las mujeres pueden recorrer, en la vida cotidiana.

Otro aspecto. San Josemaría era un hombre de penitencia, de mortificación, porque quien ama sabe que el amor, también el amor humano, se basa en la renuncia de sí mismo, en la mortificación. Poco sabe de amor quien no es capaz de renunciar al propio yo, al propio egoísmo, para servir a los demás. Precisamente por esto San Josemaría amaba la penitencia: porque quería esconderse, desterrar el propio yo para dejar actuar al Señor en toda su vida. Vivía una intensa mortificación, que a veces era durísima, siempre con el permiso de su confesor. Pero la mortificación estaba sobre todo en las pequeñas cosas de cada día: saber escuchar, saber sonreír cuando no apetecía, saber soportar un dolor de cabeza o cualquier otra molestia con garbo... Es allí donde se enriquecía su penitencia, que después llegaba a ser, en momentos particulares, heroica, extraordinaria: en realidad, en todas las circunstancias de la vida cotidiana era capaz de descubrir la maravilla de la Cruz.

Decía antes que San Josemaría fue un hombre de oración. He sido testigo de muchos episodios de su vida que muestran su amistad con Dios, por quien se sentía amado y al que quería amar con todas sus fuerzas. Recuerdo que en 1972 fuimos juntos a una iglesia de Logroño que se llama La Redonda; habían pasado muchos años desde los tiempos de sus estudios en el Seminario de Logroño. Recuerdo la cadencia de su paso, muy lenta. Cuando llegamos a la capilla donde se encuentra el tabernáculo junto con una imagen de la Virgen, con la espontaneidad de quien confía algo personal nos dijo: «¡Cuantas horas he pasado en este lugar, intentando escuchar y hablar con el Señor! Porque —añadía— el tema de la oración, de esa oración propia de todo cristiano, es nuestra vida misma». Tratad de acercaros al Señor, para contarle vuestra vida, y veréis como nos sugerirá ser más mortificados, más alegres; y acabar bien el trabajo, sonreír también cuando estamos cansados. Frecuentando al Señor en la oración aprendemos a vivir con sentido sobrenatural en todas las ocasiones.

San Josemaría fue un gran trabajador. Recuerdo que cuando llegué a Roma, tuve ocasión de oír manifestar a personas de la Santa Sede su asombro por la profundidad de los estudios que Mons. Escrivá condujo para sacar adelante la solución jurídica del Opus Dei; también por la minuciosidad y el acabado con que presentaba los documentos, que animaban a estudiarlos. Buscad realizar bien vuestro trabajo, saber cuidar de la casa, vivir con puntualidad el horario de la oficina, saber servir a los demás. Así sabréis terminar el trabajo para ofrecérselo al Señor con plenitud, con aquel acabado que es propio de la persona que ama su trabajo como lugar de encuentro con Dios.

Un último aspecto, de central importancia. San Josemaría fue un hombre que amó profundamente el apostolado. Ayer por la tarde, en preparación de este día en que se concluye el centenario, he tenido ocasión de ver una película que sintetiza algunos de los encuentros de catequesis que sostuvo en diversas partes del mundo. En un cierto momento le preguntan en qué medida los cristianos deben hacer apostolado. La respuesta inmediata nos obliga a todos: ¡sí! No nos engañemos: no somos cristianos si no sabemos dar a toda nuestra vida un temple apostólico. San Josemaría explicaba que no es suficiente rezar un poco, ir a Misa los domingos: se trata de dar a los demás el tesoro que tenemos.

Os cuento un último episodio, en el que comprobé cómo hacía apostolado en cualquier circunstancia. Estábamos en Florencia, en una tienda al por mayor y debíamos comprar algo; le pidió al dueño que le hiciera el favor de venderle alguna pieza suelta y él aceptó. San Josemaría comenzó a interesarse por la vida de esa persona y, acabada la conversación, mientras salíamos de la tienda, aquel señor dijo: “¡Tienen ustedes un compañero que no pierde el tiempo!”. ¡Tratad de no perder el tiempo! Sed amigos de verdad. Llevad a los demás al encuentro con Dios. Debemos ser apóstoles.

Para todo esto contamos con la intercesión de la Virgen, que nos ayuda siempre a mirar a Jesús. Pidámosle ayuda, para que nos quite los falsos respetos humanos y nos dé la espontaneidad de hablar de lo que vivimos y somos: cristianos, cristianos coherentes. No debemos sentir vergüenza nunca de manifestar lo que intentamos vivir. Haced apostolado, porque el mundo tiene necesidad de personas que dicen vivir la fe y la viven. Si nos comportamos así, seguiremos las huellas de San Josemaría, que basó su apostolado en una intensa oración, una mortificación generosa, un trabajo bien hecho, y que después habló espontáneamente de aquel Cristo que encontraba a lo largo de toda la jornada.

Sea alabado Jesucristo.

Romana, n. 36, Enero-Junio 2003, p. 84-87.

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