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Una pedagogía de la santidad

En la clausura del Gran Jubileo, Juan Pablo II quiso indicar las principales líneas programáticas que deberán orientar la misión de la Iglesia en el tercer milenio. Y, decididamente, el horizonte en el que ha encuadrado esas líneas de acción pastoral es el de la espiritualidad: para imprimir un nuevo impulso al futuro de la Iglesia es preciso sobre todo plasmar y ofrecer a los fieles una verdadera pedagogía de la santidad, con un punto de convergencia que ha sido sintetizado por el Papa en la expresión contemplación del rostro de Cristo[1], unas palabras que, en quien tiene alguna familiaridad con la vida de oración, suscitan ecos cargados de sugestión, temas de ningún modo abstractos.

Desde entonces el Santo Padre ha publicado dos amplios documentos que se prestan a ser leídos como gestos del Supremo Pastor que camina delante de la grey, guiando sus pasos hacia la meta propuesta. Primero, con la Carta apostólica Rosarium Virginis Mariae (16-X-2002), ha invitado a la Iglesia a acudir a la escuela de María para aprender de ella «a contemplar la belleza del rostro de Cristo y a experimentar la profundidad de su amor» (n.1). A esta Carta apostólica ha seguido la encíclica Ecclesia de Eucharistia, que lleva fecha del Jueves Santo (17-IV-2003). En ella leemos: «Puesto que, proclamando el año del Rosario, he deseado poner este mi vigésimo quinto año bajo el signo de la contemplación de Cristo con María, no puedo dejar pasar este Jueves Santo del 2003 sin detenerme ante el “rostro eucarístico” de Cristo, señalando con nueva fuerza a la Iglesia la centralidad de la Eucaristía. De ella vive la Iglesia. De este “pan vivo” se alimenta. ¿Cómo no sentir la necesidad de exhortar a todos a que hagan de ella siempre una renovada experiencia?» (n.7).

En este documento el Papa recuerda explícitamente los principales fundamentos dogmáticos de la doctrina teológica sobre la Eucaristía: desde el valor sacrificial de la Misa (nn. 11-13) a la presencia real de Cristo en el sacramento del Altar (nn. 14-16), desde la “eficacia unificadora” de la comunión (nn. 21-25) al papel insustituible del sacerdocio ministerial (nn. 26-33). Reviste particular actualidad pastoral la llamada de atención sobre las disposiciones necesarias para acercarse fructuosamente al banquete eucarístico (nn. 36-39), así como las reflexiones del Santo Padre sobre la necesidad de asegurar en las celebraciones litúrgicas el debido decoro (nn. 47-52). El sugerente capítulo sobre María, “mujer eucarística” (nn. 53-58), invita a una profunda meditación.

Sin embargo, el elemento en torno al cual parece girar toda la encíclica es su mismo punto de partida: la Eucaristía como «fuente y cima de toda la vida cristiana» (n. 1), vértice de la economía sacramental, realidad que «está en el centro de la vida eclesial» (n. 3). Más adelante el Papa cita el n. 14 del decreto Presbyterorum Ordinis, donde se afirma que el sacrificio eucarístico constituye «el centro y la raíz de toda la vida del presbítero» (n. 31). ¿Cómo no recordar la enseñanza de San Josemaría que, al menos en la terminología, anticipa en este punto el lenguaje del Concilio? He aquí el texto: «Lucha para conseguir que el Santo Sacrificio del Altar sea el centro y la raíz de tu vida interior, de modo que toda la jornada se convierta en un acto de culto —prolongación de la Misa que has oído y preparación para la siguiente—, que se va desbordando en jaculatorias, en visitas al Santísimo, en ofrecimiento de tu trabajo profesional y de tu vida familiar...»[2].

En la Eucaristía Dios nos ha dado el alimento esencial para alimentar nuestra lucha por la santidad, la búsqueda de la unión con Cristo, la entrega plena de nosotros mismos a la voluntad del Padre: de hecho, en la Iglesia cada uno de nosotros está llamado a ofrecerse también a sí mismo con el sacrificio de Cristo (cfr. n. 13). Escribe el Papa: «Es hermoso estar con Él y, reclinados sobre su pecho como el discípulo predilecto, palpar el amor infinito de su corazón. Si el cristianismo ha de distinguirse en nuestro tiempo, sobre todo, por el “arte de la oración”, ¿cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento?» (n. 25). Sólo desde Él y con Él aprenderemos a hacer de nuestra vida un sacrificio espiritual agradable a Dios (cfr. Rm 12,1).

Viene a la mente, en este contexto, un pasaje de San Josemaría, citado a menudo, sobre el sacerdocio común de los fieles: «El cristiano está obligado a ser alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo. Todos, por el Bautismo, hemos sido constituidos sacerdotes de nuestra propia existencia, para ofrecer víctimas espirituales, que sean agradables a Dios por Jesucristo, para realizar cada una de nuestras acciones en espíritu de obediencia a la voluntad de Dios»[3]. En esta óptica la comunión eucarística se revela la fuerza más eficaz para sostener nuestra participación en la misión redentora de la Iglesia, nuestra colaboración en la santificación del mundo. Querríamos invitar a nuestros lectores a detenerse con atención en el fragmento de la encíclica donde el Santo Padre ilustra lo que define como el carácter cósmico de la Eucaristía: «¡Sí, cósmico! Porque también cuando se celebra sobre el pequeño altar de una iglesia en el campo, la Eucaristía se celebra, en cierto sentido, “sobre el altar del mundo”. Ella une el cielo y la tierra. Abarca e impregna toda la creación. El Hijo de Dios se ha hecho hombre, para reconducir todo lo creado, en un supremo acto de alabanza, a Aquel que lo hizo de la nada. De este modo, Él, el sumo y eterno Sacerdote, entrando en el Santuario eterno mediante la sangre de su Cruz, devuelve al Creador y Padre toda la creación redimida» (n. 8). Se comprende que Juan Pablo II no dude en fundar sobre este carácter cósmico de la Eucaristía la afirmación de su insustituible función de ayuda para el cumplimiento de la misión de los cristianos en el mundo: la Eucaristía «da impulso a nuestro camino histórico, poniendo una semilla de viva esperanza en la dedicación cotidiana de cada uno a sus propias tareas» (n. 20), de modo que los fieles se sienten «más que nunca comprometidos a no descuidar los deberes de su ciudadanía terrenal (...), a transformar el mundo según el Evangelio» (ibid.).

Llegados a este punto, merece la pena recordar un suceso místico de la vida de San Josemaría, ocurrido el 23 de octubre de 1966. Fue como un premio concedido por el Señor después de muchos años de ejercicio ejemplar del ministerio sacerdotal, años de esfuerzo por celebrar la Santa Misa sumergiéndose con todas las facultades de su alma en el misterio del sacrificio de Cristo, plenamente identificado con la misión recibida: hacer conscientes a tantos cristianos corrientes de la llamada a santificarse en el mundo y a santificar el mundo con el propio trabajo. Aquella experiencia de San Josemaría puede suponer ahora, para nosotros, un nuevo impulso hacia una correspondencia más generosa al don que el Señor nos hace de sí mismo en la Santa Misa. Al día siguiente de aquel episodio, el mismo protagonista lo refería con estas palabras: «A mis sesenta y cinco años, he hecho un descubrimiento maravilloso. Me encanta celebrar la Santa Misa, pero ayer me costó un trabajo tremendo. ¡Qué esfuerzo! Vi que la Misa es verdaderamente Opus Dei, trabajo, como fue un trabajo para Jesucristo su primera Misa: la Cruz. Vi que el oficio del sacerdote, la celebración de la Santa Misa, es un trabajo para confeccionar la Eucaristía; que se experimenta dolor, y alegría, y cansancio. Sentí en mi carne el agotamiento de un trabajo divino»[4].

Hemos recogido este recuerdo porque leemos en él una invitación a la esperanza: la Santa Misa, como escribe el Santo Padre, «es el sacrificio de la Cruz que se perpetúa por los siglos» (n. 11); cada vez que se celebra, en cualquier rincón de la tierra, «se realiza la obra de nuestra redención» (ibid.). No es ni siquiera imaginable que pueda ser infecunda. Todo el amor omnipotente de Dios entra en acción en cada Misa. Si pedimos humildemente al Señor que nos ayude a remover los obstáculos de nuestra miseria, la Misa dará fruto: en nuestra alma y en el mundo.

[1] Cfr. Carta apostólica Novo millennio ineunte, nn. 16-ss, 29-ss.

[2] Forja, n. 69. Pasajes paralelos se encuentran en Es Cristo que pasa, nn. 87 y 102, y en la homilía Sacerdote para la eternidad, nn. 5 y 7.

[3] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, n. 96.

[4] Romana, n. 10, VI [1990], p. 96.

Romana, n. 36, Enero-Junio 2003, p. 8-10.

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