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En la ceremonia de confirmación celebrada en la Basílica de San Eugenio. Roma, 8-VI-2003

Queridos hermanos y hermanas.

1. Hoy conmemoramos el prodigio de Pentecostés: el descenso visible del Espíritu Santo sobre la Iglesia, en el Cenáculo de Jerusalén.

El Señor prometió que después de su partida, mandaría desde el cielo al espíritu de verdad, para que vivificara por siempre a la Iglesia y guiase a los cristianos hacia toda la verdad (Jn 16, 13). Diez días después de la Ascensión, como nos cuenta San Lucas en los Hechos, mientras los Apóstoles estaban reunidos alrededor de la Virgen, de repente sobrevino del cielo un ruido, como de viento que irrumpe impetuosamente, y llenó toda la casa en la que se hallaban. Entonces se les aparecieron unas lenguas como de fuego, que se dividían y se posaban sobre cada uno de ellos (Hch 2, 2-3).

La tercera Persona de la Santísima Trinidad —Dios con el Padre y con el Hijo— confirió su gracia sobreabundante, abrió sus inteligencias y fortaleció sus voluntades para que se convirtieran en testigos de la persona y de la doctrina de Cristo hasta los últimos confines de la tierra.

Antes de que descendiera el Espíritu Santo, los apóstoles ya estaban dispuestos a seguir a Cristo y a dar la vida por Él, pero se sentían débiles. En cambio, apenas recibido el Espíritu Santo, vemos a Pedro y a todos los demás salir por las calles y hablar de Jesús a las personas que acudían. Como escribe San Josemaría: «El Espíritu Santo, que es espíritu de fortaleza, los ha hecho firmes, seguros, audaces. La palabra de los Apóstoles resuena recia y vibrante por las calles y plazas de Jerusalén»[1].

Esos discípulos, que antes de Pentecostés eran como recién nacidos a la vida espiritual, en un instante han sido transformados en personas valientes, capaces de hacer frente a cualquier dificultad por amor al Señor.

Desde aquella primera Pentecostés el Espíritu Santo vive en la Iglesia, para guiarla a través de los siglos en la verdad de Cristo. Se hace también presente en todo cristiano, por el sacramento del Bautismo, que inaugura en nosotros la vida de los hijos de Dios. Esta vida nueva, que nos ha sido regalada por Cristo, debe llegar a plena madurez, igual que toda persona, después del nacimiento, se desarrolla poco a poco hasta alcanzar la edad adulta. Este crecimiento, esta maduración espiritual necesaria para llegar a ser cristianos adultos, nos la concede el Espíritu santo precisamente por el Sacramento de la Confirmación.

Os lo digo con palabras del Papa: «La Confirmación, de hecho, os introduce en la edad adulta del cristiano; esto es, os confía y os reconoce un sentido de responsabilidad que no es el de los niños. El niño no es todavía dueño de sí, de sus actos, de su vida. El adulto, en cambio, asume sus propias elecciones, acarrea con las consecuencias, responde de sí mismo, puesto que ha adquirido tal plenitud interior que puede decidir autónomamente, empeñar como mejor le parezca su propia existencia, y sobretodo, dar amor, en vez de recibirlo tan sólo»[2].

2. San Josemaría Escrivá, hablando de la efusión del Espíritu Santo recibida en la Confirmación decía a menudo —en la línea de una antigua tradición de la Iglesia— que este sacramento nos enrola en una milicia espiritual empeñada en llevar a todas partes la paz y la alegría cristianas. «Desde pequeños —recordaba— hemos aprendido que el sacramento de la Confirmación nos convierte en soldados de Cristo. Por desgracia, en el mundo de hoy parece que hay una gran flojera en la vida espiritual, una falta de lucha personal»[3].

Lamentablemente es así. El ambiente en que vivimos, lleno de grandes o pequeñas comodidades, se opone a la maduración de una auténtica vida humana y cristiana, para la que son tan importantes, en cambio, la generosidad y el sacrificio. «¿Cómo podremos recuperar esa fortaleza que hemos recibido en este sacramento?», se preguntaba San Josemaría. Y respondía: «San Pablo nos exhorta: lucha como buen soldado de Cristo (cfr. 2 Tm 2, 3). Y es verdad: todo cristiano es —debería ser— un buen soldado de Cristo, confirmado en su vocación por este maravilloso sacramento. El Espíritu Santo deja en el alma su impronta inconfundible, el carácter: la huella indeleble de Dios, que declara: éste es mi hijo predilecto, uno de los que luchará por mí y por él mismo, para obtener la gloria»[4].

Una lucha, por tanto, que no es violencia física, ni se dirige contra nadie, porque el cristiano es un hombre de paz, busca siempre sembrar a su alrededor la paz y la alegría de Cristo. Se trata de luchar —¡pero de verdad!— contra las malas tendencias —la comodidad, el egoísmo, la sensualidad, la pereza, etc.— que todos sentimos bullir en nosotros y que son los verdaderos enemigos de nuestra felicidad temporal y eterna.

Al escuchar estas palabras, no penséis que la vida cristiana es algo negativo, compuesto sólo de prohibiciones. La vida de los cristianos está llena de alegría: ¡somos las personas más felices del mundo! Si hemos de decir que no a nuestros pecados y luchar contra nuestros defectos —la pereza, el orgullo, el egoísmo...—, es para ser verdaderamente felices y transmitir a los demás la alegría y la paz.

3. De la conciencia de saberse hijos de Dios deriva una gran confianza. Ninguno de nosotros es nunca abandonado a su suerte en sus luchas y en sus dificultades. Dios es Padre para nosotros, guía nuestros pasos, nos sostiene en las decisiones y está presente en toda nuestra acción. Y, enviándonos el Espíritu Santo, nos ayuda a ser fuertes, como soldados empeñados en una lucha muy especial, la única que Dios ama: aquella que nos compromete a mejorar nosotros mismos y a ayudar a los demás a ser mejores.

De ahora en adelante, queridos confirmandos, perteneceréis todavía más a Cristo. Debéis estar orgullosos de Él, debéis ser valientes y convertiros en medio del mundo en testigos fieles de Jesús. Para eso vais a recibir el Espíritu Santo. Llevaréis a todas partes, con vuestras buenas obras, la imagen del Señor crucificado y resucitado; vuestra vida, como dice San Pablo, difundirá el buen olor de Cristo (2 Cor 2, 15), el perfume de vuestras virtudes cristianas, que hacen más agradable la convivencia entre los hombres.

Escuchad algunas palabras del Santo Padre, pronunciadas en una ceremonia similar a ésta. Decía Juan Pablo II a un grupo de confirmandos, y os repite ahora a vosotros: «Con la Confirmación adquirís una relación particularísima con el Señor Jesús. Por Él sois oficialmente consagrados como testigos ante la Iglesia y ante el mundo. Él necesita de vosotros (...). De alguna manera, vosotros le prestáis vuestro rostro, vuestro corazón, vuestra persona entera, de tal forma que Él se comporta ante los demás como os comportéis vosotros: si sois buenos, firmes en la fe, entregados al bien del prójimo, fieles servidores del Evangelio, entonces es Jesús mismo el que queda bien; pero si fuerais flacos y viles ofuscaríais su verdadera identidad y no le haríais honor»[5].

Es ésta una gran responsabilidad. En la familia, en el trabajo, en la diversión, en el deporte, se debe notar vuestra presencia como cristianos coherentes. Desde ahora, debe haber más amistad, más disponibilidad a los demás, más espíritu de servicio, más alegría; y también más lucha contra el pecado, contra el desinterés para con el prójimo, contra el egoísmo y la comodidad.

A veces podréis sentiros cansados, os vendrán deseos de pensar en vosotros y no en los demás, de ceder al egoísmo, de dejaros llevar, abandonando la lucha personal por ser buenos hijos de Dios. ¡No lo hagáis! Acordaos del día de vuestra Confirmación. Pensad en el divino Huésped que mora en vuestra alma, y no le entristezcáis. Dirigíos a la Virgen, Madre nuestra, y pedidle su ayuda. Acercaos frecuentemente al sacramento de la Penitencia, a la confesión, donde el Señor os espera para purificar nuevamente vuestras almas, para haceros fuertes, para haceros recuperar el valor y el optimismo de los hijos de Dios.

El Señor os llama a dar con fuerza vuestro testimonio de vida cristiana en nuestra amada ciudad de Roma, centro del cristianismo y sede del sucesor de Pedro. El día de Pentecostés fueron miles los que se convirtieron a la verdad de Cristo resucitado: Dios actuó con su potente misericordia para llevar a tantos al cambio radical de corazón. El Señor continúa haciendo milagros, pero tiene necesidad de vosotros, queridos confirmandos, y de todos nosotros aquí presentes. ¡Démosle de todo corazón nuestro sí!

El Paráclito descendió sobre los Apóstoles y sobre los demás discípulos de Jesús mientras estaban con María rezando. También nosotros estamos aquí reunidos en oración. Invoquemos por tanto al Espíritu Santo en estrecha unión con la Virgen, Madre nuestra. Y no sólo ahora, sino de modo habitual. Os invito a hacerlo con el rezo del Santo Rosario en familia, en este año dedicado por el Santo Padre precisamente a esta devoción mariana.

La Virgen, Esposa inmaculada del Espíritu Santo, nos mira amorosamente desde el cielo e intercede por todos, y de modo particular por vosotros, que vais a ser confirmados. A Ella encomendamos nuestros más fervientes deseos de ser fieles testigos de Cristo, con las palabras y con nuestra vida entera. Así sea.

[1] SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n. 127.

[2] JUAN PABLO II, Homilía, 29.V.1983.

[3] SAN JOSEMARÍA, Palabras en una reunión familiar, 19-XI-1972.

[4] SAN JOSEMARÍA, Palabras en una reunión familiar, 19-XI-1972.

[5] JUAN PABLO II, Homilía, 29-V-1983.

Romana, n. 36, Enero-Junio 2003, p. 95-98.

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