Carta Encíclica «Fides et ratio» a los obispos de la Iglesia Católica sobre las relaciones entre fe y razón (14-IX-1998)
Venerables Hermanos en el Episcopado, salud y Bendición Apostólica
La fe y la razón (Fides et ratio) son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad. Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo de conocer la verdad y, en definitiva, de conocerle a Él para que, conociéndolo y amándolo, pueda alcanzar también la plena verdad sobre sí mismo (cfr. Ex 33, 18; Sal 27 [26], 8-9; 63 [62], 2-3; Jn 14, 8; 1 Jn 3, 2).
INTRODUCCIÓN
«CONÓCETE A TI MISMO»
1. Tanto en Oriente como en Occidente es posible distinguir un camino que, a lo largo de los siglos, ha llevado a la humanidad a encontrarse progresivamente con la verdad y a confrontarse con ella. Es un camino que se ha desarrollado — no podía ser de otro modo — dentro del horizonte de la autoconciencia personal: el hombre cuanto más conoce la realidad y el mundo y más se conoce a sí mismo en su unicidad, le resulta más urgente el interrogante sobre el sentido de las cosas y sobre su propia existencia. Todo lo que se presenta como objeto de nuestro conocimiento se convierte por ello en parte de nuestra vida. La exhortación Conócete a ti mismo estaba esculpida sobre el dintel del templo de Delfos, para testimoniar una verdad fundamental que debe ser asumida como la regla mínima por todo hombre deseoso de distinguirse, en medio de toda la creación, calificándose como «hombre» precisamente en cuanto «conocedor de sí mismo».
Por lo demás, una simple mirada a la historia antigua muestra con claridad como en distintas partes de la tierra, marcadas por culturas diferentes, brotan al mismo tiempo las preguntas de fondo que caracterizan el recorrido de la existencia humana: ¿quién soy? ¿de dónde vengo y a dónde voy? ¿por qué existe el mal? ¿qué hay después de esta vida? Estas mismas preguntas las encontramos en los escritos sagrados de Israel, pero aparecen también en los Veda y en los Avesta; las encontramos en los escritos de Confucio e Lao-Tze y en la predicación de los Tirthankara y de Buda; asimismo se encuentran en los poemas de Homero y en las tragedias de Eurípides y Sófocles, así como en los tratados filosóficos de Platón y Aristóteles. Son preguntas que tienen su origen común en la necesidad de sentido que desde siempre acucia el corazón del hombre: de la respuesta que se dé a tales preguntas, en efecto, depende la orientación que se dé a la existencia.
2. La Iglesia no es ajena, ni puede serlo, a este camino de búsqueda. Desde que, en el Misterio Pascual, ha recibido como don la verdad última sobre la vida del hombre, se ha hecho peregrina por los caminos del mundo para anunciar que Jesucristo es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6). Entre los diversos servicios que la Iglesia ha de ofrecer a la humanidad, hay uno del cual es responsable de un modo muy particular: la diaconía de la verdad[1]. Por una parte, esta misión hace a la comunidad creyente partícipe del esfuerzo común que la humanidad lleva a cabo para alcanzar la verdad[2]. y por otra, la obliga a responsabilizarse del anuncio de las certezas adquiridas, incluso desde la conciencia de que toda verdad alcanzada es sólo una etapa hacia aquella verdad total que se manifestará en la revelación última de Dios: «Ahora vemos en un espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo parcial, pero entonces conoceré como soy conocido» (1 Co 13, 12).
3. El hombre tiene muchos medios para progresar en el conocimiento de la verdad, de modo que puede hacer cada vez más humana la propia existencia. Entre estos destaca la filosofía, que contribuye directamente a formular la pregunta sobre el sentido de la vida y a trazar la respuesta: ésta, en efecto, se configura como una de las tareas más nobles de la humanidad. El término filosofía según la etimología griega significa «amor a la sabiduría». De hecho, la filosofía nació y se desarrolló desde el momento en que el hombre empezó a interrogarse sobre el por qué de las cosas y su finalidad. De modos y formas diversas, muestra que el deseo de verdad pertenece a la naturaleza misma del hombre. El interrogarse sobre el por qué de las cosas es inherente a su razón, aunque las respuestas que se han ido dando se enmarcan en un horizonte que pone en evidencia la complementariedad de las diferentes culturas en las que vive el hombre.
La gran incidencia que la filosofía ha tenido en la formación y en el desarrollo de las culturas en Occidente no debe hacernos olvidar el influjo que ha ejercido en los modos de concebir la existencia también en Oriente. En efecto, cada pueblo, posee una sabiduría originaria y autóctona que, como auténtica riqueza de las culturas, tiende a expresarse y a madurar incluso en formas puramente filosóficas. Que esto es verdad lo demuestra el hecho de que una forma básica del saber filosófico, presente hasta nuestros días, es verificable incluso en los postulados en los que se inspiran las diversas legislaciones nacionales e internacionales para regular la vida social.
4. De todos modos, se ha de destacar que detrás de cada término se esconden significados diversos. Por tanto, es necesaria una explicitación preliminar. Movido por el deseo de descubrir la verdad última sobre la existencia, el hombre trata de adquirir los conocimientos universales que le permiten comprenderse mejor y progresar en la realización de sí mismo. Los conocimientos fundamentales derivan del asombro suscitado en él por la contemplación de la creación: el ser humano se sorprende al descubrirse inmerso en el mundo, en relación con sus semejantes con los cuales comparte el destino. De aquí arranca el camino que lo llevará al descubrimiento de horizontes de conocimientos siempre nuevos. Sin el asombro el hombre caería en la repetitividad y, poco a poco, sería incapaz de vivir una existencia verdaderamente personal.
La capacidad especulativa, que es propia de la inteligencia humana, lleva a elaborar, a través de la actividad filosófica, una forma de pensamiento riguroso y a construir así, con la coherencia lógica de las afirmaciones y el carácter orgánico de los contenidos, un saber sistemático. Gracias a este proceso, en diferentes contextos culturales y en diversas épocas, se han alcanzado resultados que han llevado a la elaboración de verdaderos sistemas de pensamiento. Históricamente esto ha provocado a menudo la tentación de identificar una sola corriente con todo el pensamiento filosófico. Pero es evidente que, en estos casos, entra en juego una cierta «soberbia filosófica» que pretende erigir la propia perspectiva incompleta en lectura universal. En realidad, todo sistema filosófico, aun con respeto siempre de su integridad sin instrumentalizaciones, debe reconocer la prioridad del pensar filosófico, en el cual tiene su origen y al cual debe servir de forma coherente.
En este sentido es posible reconocer, a pesar del cambio de los tiempos y de los progresos del saber, un núcleo de conocimientos filosóficos cuya presencia es constante en la historia del pensamiento. Piénsese, por ejemplo, en los principios de no contradicción, de finalidad, de causalidad, como también en la concepción de la persona como sujeto libre e inteligente y en su capacidad de conocer a Dios, la verdad y el bien; piénsese, además, en algunas normas morales fundamentales que son comúnmente aceptadas. Estos y otros temas indican que, prescindiendo de las corrientes de pensamiento, existe un conjunto de conocimientos en los cuales es posible reconocer una especie de patrimonio espiritual de la humanidad. Es como si nos encontrásemos ante una filosofía implícita por la cual cada uno cree conocer estos principios, aunque de forma genérica y no refleja. Estos conocimientos, precisamente porque son compartidos en cierto modo por todos, deberían ser como un punto de referencia para las diversas escuelas filosóficas. Cuando la razón logra intuir y formular los principios primeros y universales del ser y sacar correctamente de ellos conclusiones coherentes de orden lógico y deontológico, entonces puede considerarse una razón recta o, como la llamaban los antiguos, orthòs logos, recta ratio.
5. La Iglesia, por su parte, aprecia el esfuerzo de la razón por alcanzar los objetivos que hagan cada vez más digna la existencia personal. Ella ve en la filosofía el camino para conocer verdades fundamentales relativas a la existencia del hombre. Al mismo tiempo, considera a la filosofía como una ayuda indispensable para profundizar la inteligencia de la fe y comunicar la verdad del Evangelio a cuantos aún no la conocen.
Teniendo en cuenta iniciativas análogas de mis Predecesores, deseo yo también dirigir la mirada hacia esta peculiar actividad de la razón. Me impulsa a ello el hecho de que, sobre todo en nuestro tiempo, la búsqueda de la verdad última parece a menudo oscurecida. Sin duda la filosofía moderna tiene el gran mérito de haber concentrado su atención en el hombre. A partir de aquí, una razón llena de interrogantes ha desarrollado sucesivamente su deseo de conocer cada vez más y más profundamente. Se han construido sistemas de pensamiento complejos, que han producido sus frutos en los diversos ámbitos del saber, favoreciendo el desarrollo de la cultura y de la historia. La antropología, la lógica, las ciencias naturales, la historia, el lenguaje..., de alguna manera se ha abarcado todas las ramas del saber. Sin embargo, los resultados positivos alcanzados no deben llevar a descuidar el hecho de que la razón misma, movida a indagar de forma unilateral sobre el hombre como sujeto, parece haber olvidado que éste está también llamado a orientarse hacia una verdad que lo transciende. Sin esta referencia, cada uno queda a merced del arbitrio y su condición de persona acaba por ser valorada con criterios pragmáticos basados esencialmente en el dato experimental, en el convencimiento erróneo de que todo debe ser dominado por la técnica. Así ha sucedido que, en lugar de expresar mejor la tendencia hacia la verdad, bajo tanto peso la razón saber se ha doblegado sobre sí misma haciéndose, día tras día, incapaz de levantar la mirada hacia lo alto para atreverse a alcanzar la verdad del ser. La filosofía moderna, dejando de orientar su investigación sobre el ser, ha concentrado la propia búsqueda sobre el conocimiento humano. En lugar de apoyarse sobre la capacidad que tiene el hombre para conocer la verdad, ha preferido destacar sus límites y condicionamientos.
Ello ha derivado en varias formas de agnosticismo y de relativismo, que han llevado la investigación filosófica a perderse en las arenas movedizas de un escepticismo general. Recientemente han adquirido cierto relieve diversas doctrinas que tienden a infravalorar incluso las verdades que el hombre estaba seguro de haber alcanzado. La legítima pluralidad de posiciones ha dado paso a un pluralismo indiferenciado, basado en el convencimiento de que todas las posiciones son igualmente válidas. Este es uno de los síntomas más difundidos de la desconfianza en la verdad que es posible encontrar en el contexto actual. No se substraen a esta prevención ni siquiera algunas concepciones de vida provenientes de Oriente; en ellas, en efecto, se niega a la verdad su carácter exclusivo, partiendo del presupuesto de que se manifiesta de igual manera en diversas doctrinas, incluso contradictorias entre sí. En esta perspectiva, todo se reduce a opinión. Se tiene la impresión de que se trata de un movimiento ondulante: mientras por una parte la reflexión filosófica ha logrado situarse en el camino que la hace cada vez más cercana a la existencia humana y a su modo de expresarse, por otra tiende a hacer consideraciones existenciales, hermenéuticas o lingüísticas que prescinden de la cuestión radical sobre la verdad de la vida personal, del ser y de Dios. En consecuencia han surgido en el hombre contemporáneo, y no sólo entre algunos filósofos, actitudes de difusa desconfianza respecto de los grandes recursos cognoscitivos del ser humano. Con falsa modestia, se conforman con verdades parciales y provisionales, sin intentar hacer preguntas radicales sobre el sentido y el fundamento último de la vida humana, personal y social. Ha decaído, en definitiva, la esperanza de poder recibir de la filosofía respuestas definitivas a tales preguntas.
6. La Iglesia, convencida de la competencia que le incumbe por ser depositaria de la Revelación de Jesucristo, quiere reafirmar la necesidad de reflexionar sobre la verdad. Por este motivo he decidido dirigirme a vosotros, queridos Hermanos en el Episcopado, con los cuales comparto la misión de anunciar «abiertamente la verdad» (2 Co 4, 2), como también a los teólogos y filósofos a los que corresponde el deber de investigar sobre los diversos aspectos de la verdad, y asimismo a las personas que la buscan, para exponer algunas reflexiones sobre la vía que conduce a la verdadera sabiduría, a fin de que quien sienta el amor por ella pueda emprender el camino adecuado para alcanzarla y encontrar en la misma descanso a su fatiga y gozo espiritual.
Me mueve a esta iniciativa, ante todo, la convicción que expresan las palabras del Concilio Vaticano II, cuando afirma que los Obispos son «testigos de la verdad divina y católica»[3]. Testimoniar la verdad es, pues, una tarea confiada a nosotros, los Obispos; no podemos renunciar a la misma sin descuidar el ministerio que hemos recibido. Reafirmando la verdad de la fe podemos devolver al hombre contemporáneo la auténtica confianza en sus capacidades cognoscitivas y ofrecer a la filosofía un estímulo para que pueda recuperar y desarrollar su plena dignidad.
Hay también otro motivo que me induce a desarrollar estas reflexiones. En la Encíclica Veritatis splendor he llamado la atención sobre «algunas verdades fundamentales de la doctrina católica, que en el contexto actual corren el riesgo de ser deformadas o negadas»[4]. Con la presente Encíclica deseo continuar aquella reflexión centrando la atención sobre el tema de la verdad y de su fundamento en relación con la fe. No se puede negar, en efecto, que este período de rápidos y complejos cambios expone especialmente a las nuevas generaciones, a las cuales pertenece y de las cuales depende el futuro, a la sensación de que se ven privadas de auténticos puntos de referencia. La exigencia de una base sobre la cual construir la existencia personal y social se siente de modo notable sobre todo cuando se está obligado a constatar el carácter parcial de propuestas que elevan lo efímero al rango de valor, creando ilusiones sobre la posibilidad de alcanzar el verdadero sentido de la existencia. Sucede de ese modo que muchos llevan una vida casi hasta el límite de la ruina, sin saber bien lo que les espera. Esto depende también del hecho de que, a veces, quien por vocación estaba llamado a expresar en formas culturales el resultado de la propia especulación, ha desviado la mirada de la verdad, prefiriendo el éxito inmediato en lugar del esfuerzo de la investigación paciente sobre lo que merece ser vivido. La filosofía, que tiene la gran responsabilidad de formar el pensamiento y la cultura por medio de la llamada continua a la búsqueda de lo verdadero, debe recuperar con fuerza su vocación originaria. Por eso he sentido no sólo la exigencia, sino incluso el deber de intervenir en este tema, para que la humanidad, en el umbral del tercer milenio de la era cristiana, tome conciencia cada vez más clara de los grandes recursos que le han sido dados y se comprometa con renovado ardor en llevar a cabo el plan de salvación en el cual está inmersa su historia.
CAPÍTULO I
LA REVELACIÓN DE LA
SABIDURÍA DE DIOS
Jesús revela al Padre
7. En la base de toda la reflexión que la Iglesia lleva a cabo está la conciencia de ser depositaria de un mensaje que tiene su origen en Dios mismo (cfr. 2 Co 4, 1-2). El conocimiento que ella propone al hombre no proviene de su propia especulación, aunque fuese la más alta, sino del hecho de haber acogido en la fe la palabra de Dios (cfr. 1 Ts 2, 13). En el origen de nuestro ser como creyentes hay un encuentro, único en su género, en el que se manifiesta un misterio oculto en los siglos (cfr. 1 Co 2, 7; Rm 16, 25-26), pero ahora revelado. «Quiso Dios, con su bondad y sabiduría, revelarse a sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad (cfr. Ef 1, 9): por Cristo, la Palabra hecha carne, y con el Espíritu Santo, pueden los hombres llegar hasta el Padre y participar de la naturaleza divina»[5]. Ésta es una iniciativa totalmente gratuita, que viene de Dios para alcanzar a la humanidad y salvarla. Dios, como fuente de amor, desea darse a conocer, y el conocimiento que el hombre tiene de Él culmina cualquier otro conocimiento verdadero sobre el sentido de la propia existencia que su mente es capaz de alcanzar.
8. Tomando casi al pie de la letra las enseñanzas de la Constitución Dei Filius del Concilio Vaticano I y teniendo en cuenta los principios propuestos por el Concilio Tridentino, la Constitución Dei Verbum del Vaticano II ha continuado el secular camino de la inteligencia de la fe, reflexionando sobre la Revelación a la luz de las enseñanzas bíblicas y de toda la tradición patrística. En el Primer Concilio Vaticano, los Padres habían puesto en evidencia el carácter sobrenatural de la revelación de Dios. La crítica racionalista, que en aquel período atacaba la fe sobre la base de tesis erróneas y muy difundidas, consistía en negar todo conocimiento que no fuese fruto de las capacidades naturales de la razón. Este hecho obligó al Concilio a sostener con fuerza que, además del conocimiento propio de la razón humana, capaz por su naturaleza de llegar hasta el Creador, existe un conocimiento que es peculiar de la fe. Este conocimiento expresa una verdad que se basa en el hecho mismo de que Dios se revela, y es una verdad muy cierta porque Dios ni engaña ni quiere engañar[6].
9. El Concilio Vaticano I enseña, pues, que la verdad alcanzada a través de la reflexión filosófica y la verdad que proviene de la Revelación no se confunden, ni una hace superflua la otra: «Hay un doble orden de conocimiento, distinto no sólo por su principio, sino también por su objeto; por su principio, primeramente, porque en uno conocemos por razón natural, y en otro por fe divina; por su objeto también porque aparte aquellas cosas que la razón natural puede alcanzar, se nos proponen para creer misterios escondidos en Dios de los que, a no haber sido divinamente revelados, no se pudiera tener noticia»[7]. La fe, que se funda en el testimonio de Dios y cuenta con la ayuda sobrenatural de la gracia, pertenece efectivamente a un orden diverso del conocimiento filosófico. Éste, en efecto, se apoya sobre la percepción de los sentidos y la experiencia, y se mueve a la luz de la sola inteligencia. La filosofía y las ciencias tienen su puesto en el orden de la razón natural, mientras que la fe, iluminada y guiada por el Espíritu, reconoce en el mensaje de la salvación la «plenitud de gracia y de verdad» (cfr. Jn 1, 14) que Dios ha querido revelar en la historia y de modo definitivo por medio de su Hijo Jesucristo (cfr. 1 Jn 5, 9: Jn 5, 31-32).
10. En el Concilio Vaticano II los Padres, dirigiendo su mirada a Jesús revelador, han ilustrado el carácter salvífico de la revelación de Dios en la historia y han expresado su naturaleza del modo siguiente: «En esta revelación, Dios invisible (cfr. Col 1, 15; 1 Tm 1, 17), movido de amor, habla a los hombres como amigos (cfr. Ex 33, 11; Jn 15, 14-15), trata con ellos (cfr. Ba 3, 38) para invitarlos y recibirlos en su compañía. El plan de la revelación se realiza por obras y palabras intrínsecamente ligadas; las obras que Dios realiza en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y las realidades que las palabras significan; a su vez, las palabras proclaman las obras y explican su misterio. La verdad profunda de Dios y de la salvación del hombre que transmite dicha revelación, resplandece en Cristo, mediador y plenitud de toda la revelación»[8].
11. La revelación de Dios se inserta, pues, en el tiempo y la historia, más aún, la encarnación de Jesucristo, tiene lugar en la «plenitud de los tiempos» (Ga 4, 4). A dos mil años de distancia de aquel acontecimiento, siento el deber de reafirmar con fuerza que «en el cristianismo el tiempo tiene una importancia fundamental»[9]. En él tiene lugar toda la obra de la creación y de la salvación y, sobre todo destaca el hecho de que con la encarnación del Hijo de Dios vivimos y anticipamos ya desde ahora lo que será la plenitud del tiempo (cfr. Hb 1, 2).
La verdad que Dios ha comunicado al hombre sobre sí mismo y sobre su vida se inserta, pues, en el tiempo y en la historia. Es verdad que ha sido pronunciada de una vez para siempre en el misterio de Jesús de Nazaret. Lo dice con palabras elocuentes la Constitución Dei Verbum: «Dios habló a nuestros padres en distintas ocasiones y de muchas maneras por los profetas. «Ahora en esta etapa final nos ha hablado por el Hijo» (Hb 1, 1-2). Pues envió a su Hijo, la Palabra eterna, que alumbra a todo hombre, para que habitara entre los hombres y les contara la intimidad de Dios (cfr. Jn 1, 1-18). Jesucristo, Palabra hecha carne, «hombre enviado a los hombres», habla las palabras de Dios (Jn 3, 34) y realiza la obra de la salvación que el Padre le encargó (cfr. Jn 5, 36; 17, 4). Por eso, quien ve a Jesucristo, ve al Padre (cfr. Jn 14, 9); él, con su presencia y manifestación, con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y gloriosa resurrección, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la revelación»[10].
La historia, pues, es para el Pueblo de Dios un camino que hay que recorrer por entero, de forma que la verdad revelada exprese en plenitud sus contenidos gracias a la acción incesante del Espíritu Santo (cfr. Jn 16, 13). Lo enseña asimismo la Constitución Dei Verbum cuando afirma que «la Iglesia camina a través de los siglos hacia la plenitud de la verdad, hasta que se cumplan en ella plenamente las palabras de Dios»[11].
12. Así pues, la historia es el lugar donde podemos constatar la acción de Dios en favor de la humanidad. Él se nos manifiesta en lo que para nosotros es más familiar y fácil de verificar, porque pertenece a nuestro contexto cotidiano, sin el cual no llegaríamos a comprendernos.
La encarnación del Hijo de Dios permite ver realizada la síntesis definitiva que la mente humana, partiendo de sí misma, ni tan siquiera hubiera podido imaginar: el Eterno entra en el tiempo, el Todo se esconde en la parte y Dios asume el rostro del hombre. La verdad expresada en la revelación de Cristo no puede encerrarse en un restringido ámbito territorial y cultural, sino que se abre a todo hombre y mujer que quiera acogerla como palabra definitivamente válida para dar sentido a la existencia. Ahora todos tienen en Cristo acceso al Padre; en efecto, con su muerte y resurrección, Él ha dado la vida divina que el primer Adán había rechazado (cfr. Rm 5, 12-15). Con esta Revelación se ofrece al hombre la verdad última sobre su propia vida y sobre el destino de la historia: «Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado», afirma la Constitución Gaudium et spes[12]. Fuera de esta perspectiva, el misterio de la existencia personal resulta un enigma insoluble. ¿Dónde podría el hombre buscar la respuesta a las cuestiones dramáticas como el dolor, el sufrimiento de los inocentes y la muerte, sino no en la luz que brota del misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo?
La razón ante el misterio
13. De todos modos no hay que olvidar que la Revelación está llena de misterio. Es verdad que con toda su vida, Jesús revela el rostro del Padre, ya que ha venido para explicar los secretos de Dios[13]; sin embargo, el conocimiento que nosotros tenemos de ese rostro se caracteriza por el aspecto fragmentario y por el límite de nuestro entendimiento. Sólo la fe permite penetrar en el misterio, favoreciendo su comprensión coherente.
El Concilio enseña que «cuando Dios revela, el hombre tiene que someterse con la fe»[14]. Con esta afirmación breve pero densa, se indica una verdad fundamental del cristianismo. Se dice, ante todo, que la fe es la respuesta de obediencia a Dios. Ello conlleva reconocerle en su divinidad, trascendencia y libertad suprema. El Dios, que se da a conocer desde la autoridad de su absoluta trascendencia, lleva consigo la credibilidad de aquello que revela. Desde la fe el hombre da su asentimiento a ese testimonio divino. Ello quiere decir que reconoce plena e integralmente la verdad de lo revelado, porque Dios mismo es su garante. Esta verdad, ofrecida al hombre y que él no puede exigir, se inserta en el horizonte de la comunicación interpersonal e impulsa a la razón a abrirse a la misma y a acoger su sentido profundo. Por esto el acto con el que uno confía en Dios siempre ha sido considerado por la Iglesia como un momento de elección fundamental, en la cual está implicada toda la persona. Inteligencia y voluntad desarrollan al máximo su naturaleza espiritual para permitir que el sujeto cumpla un acto en el cual la libertad personal se vive de modo pleno[15]. En la fe, pues, la libertad no sólo está presente, sino que es necesaria. Más aún, la fe es la que permite a cada uno expresar mejor la propia libertad. Dicho con otras palabras, la libertad no se realiza en las opciones contra Dios. En efecto, ¿cómo podría considerarse un uso auténtico de la libertad la negación a abrirse hacia lo que permite la realización de sí mismo? La persona al creer lleva a cabo el acto más significativo de la propia existencia; en él, en efecto, la libertad alcanza la certeza de la verdad y decide vivir en la misma.
Para ayudar a la razón, que busca la comprensión del misterio, están también los signos contenidos en la Revelación. Estos sirven para profundizar más la búsqueda de la verdad y permitir que la mente pueda indagar de forma autónoma incluso dentro del misterio. Estos signos si por una parte dan mayor fuerza a la razón, porque le permiten investigar en el misterio con sus propios medios, de los cuales está justamente celosa, por otra parte la empujan a ir más allá de su misma realidad de signos, para descubrir el significado ulterior del cual son portadores. En ellos, por lo tanto, está presente una verdad escondida a la que la mente debe dirigirse y de la cual no puede prescindir sin destruir el signo mismo que se le propone.
Podemos fijarnos, en cierto modo, en el horizonte sacramental de la Revelación y, en particular, en el signo eucarístico donde la unidad inseparable entre la realidad y su significado permite captar la profundidad del misterio. Cristo en la Eucaristía está verdaderamente presente y vivo, y actúa con su Espíritu, pero como acertadamente decía Santo Tomás, «lo que no comprendes y no ves, lo atestigua una fe viva, fuera de todo el orden de la naturaleza. Lo que aparece es un signo: esconde en el misterio realidades sublimes»[16]. A este respecto escribe el filósofo Pascal: «Como Jesucristo permaneció desconocido entre los hombres, del mismo modo su verdad permanece, entre las opiniones comunes, sin diferencia exterior. Así queda la Eucaristía entre el pan común»[17].
El conocimiento de fe, en definitiva, no anula el misterio; sólo lo hace más evidente y lo manifiesta como hecho esencial para la vida del hombre: Cristo, el Señor, «en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación»[18], que es participar en el misterio de la vida trinitaria de Dios[19].
14. La enseñanza de los dos Concilios Vaticanos abre también un verdadero horizonte de novedad para el saber filosófico. La Revelación introduce en la historia un punto de referencia del cual el hombre no puede prescindir, si quiere llegar a comprender el misterio de su existencia; pero, por otra parte, este conocimiento remite constantemente al misterio de Dios que la mente humana no puede agotar, sino sólo recibir y acoger en la fe. En estos dos pasos, la razón posee su propio espacio característico que le permite indagar y comprender, sin ser limitada por otra cosa que su finitud ante el misterio infinito de Dios.
Así pues, la Revelación introduce en nuestra historia una verdad universal y última que induce a la mente del hombre a no pararse nunca; más bien la empuja a ampliar continuamente el campo del propio saber hasta que no se dé cuenta de que no ha realizado todo lo que podía, sin descuidar nada. Nos ayuda en esta tarea una de las inteligencias más fecundas y significativas de la historia de la humanidad, a la cual justamente se refieren tanto la filosofía como la teología: San Anselmo. En su Proslogion, el arzobispo de Canterbury se expresa así: «Dirigiendo frecuentemente y con fuerza mi pensamiento a este problema, a veces me parecía poder alcanzar lo que buscaba; otras veces, sin embargo, se escapaba completamente de mi pensamiento; hasta que, al final, desconfiando de poderlo encontrar, quise dejar de buscar algo que era imposible encontrar. Pero cuando quise alejar de mí ese pensamiento porque, ocupando mi mente, no me distrajese de otros problemas de los cuales pudiera sacar algún provecho, entonces comenzó a presentarse con mayor importunación [...]. Pero, pobre de mí, uno de los pobres hijos de Eva, lejano de Dios, ¿qué he empezado a hacer y qué he logrado? ¿qué buscaba y qué he logrado? ¿a qué aspiraba y por qué suspiro? [...]. Oh Señor, tú no eres solamente aquel de quien no se puede pensar nada mayor (non solum es quo maius cogitari nequit), sino que eres más grande de todo lo que se pueda pensar (quiddam maius quam cogitari possit) [...]. Si tu no fueses así, se podría pensar alguna cosa más grande que tú, pero esto no puede ser»[20].
15. La verdad de la Revelación cristiana, que se manifiesta en Jesús de Nazaret, permite a todos acoger el «misterio» de la propia vida. Como verdad suprema, a la vez que respeta la autonomía de la criatura y su libertad, la obliga a abrirse a la trascendencia. Aquí la relación entre libertad y verdad llega al máximo y se comprende en su totalidad la palabra del Señor: «Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn 8, 32).
La Revelación cristiana es la verdadera estrella que orienta al hombre que avanza entre los condicionamientos de la mentalidad inmanentista y las estrecheces de una lógica tecnocrática; es la última posibilidad que Dios ofrece para encontrar en plenitud el proyecto originario de amor iniciado con la creación. El hombre deseoso de conocer lo verdadero, si aún es capaz de mirar más allá de sí mismo y de levantar la mirada por encima de los propios proyectos, recibe la posibilidad de recuperar la relación auténtica con su vida, siguiendo el camino de la verdad. Las palabras del Deuteronomio se pueden aplicar a esta situación: «Porque estos mandamientos que yo te prescribo hoy no son superiores a tus fuerzas, ni están fuera de tu alcance. No están en el cielo, para que no hayas de decir: ¿Quién subirá por nosotros al cielo a buscarlos para que los oigamos y los pongamos en práctica? Ni están al otro lado del mar, para que no hayas de decir ¿Quién irá por nosotros al otro lado del mar a buscarlos para que los oigamos y los pongamos en práctica? Sino que la palabra está bien cerca de ti, está en tu boca y en tu corazón para que la pongas en práctica» (30, 11-14). A este texto se refiere la famosa frase del santo filósofo y teólogo Agustín: «Noli foras ire, in te ipsum redi. In interiore homine habitat veritas»[21]. A la luz de estas consideraciones, se impone una primera conclusión: la verdad que la Revelación nos hace conocer no es el fruto maduro o el punto culminante de un pensamiento elaborado por la razón. Por el contrario, ésta se presenta con la característica de la gratuidad, genera pensamiento y exige ser acogida como expresión de amor. Esta verdad relevada es anticipación, en nuestra historia, de la visión última y definitiva de Dios que está reservada a los que creen en Él o lo buscan con corazón sincero. El fin último de la existencia personal, pues, es objeto de estudio tanto de la filosofía como de la teología. Ambas, aunque con medios y contenidos diversos, miran hacia este «sendero de la vida» (Sal 16 [15], 11), que, como nos dice la fe, tiene su meta última en el gozo pleno y duradero de la contemplación del Dios Uno y Trino.
CAPÍTULO II
CREDO UT INTELLEGAM
«La sabiduría todo lo sabe y entiende» (Sb 9, 11)
16. La Sagrada Escritura nos presenta con sorprendente claridad el vínculo tan profundo que hay entre el conocimiento de fe y el de la razón. Lo atestiguan sobre todo los Libros sapienciales. Lo que llama la atención en la lectura, hecha sin prejuicios, de estas páginas de la Escritura, es el hecho de que en estos textos se contenga no solamente la fe de Israel, sino también la riqueza de civilizaciones y culturas ya desaparecidas. Casi por un designio particular, Egipto y Mesopotamia hacen oír de nuevo su voz y algunos rasgos comunes de las culturas del antiguo Oriente reviven en estas páginas ricas de intuiciones muy profundas.
No es casual que, en el momento en el que el autor sagrado quiere describir al hombre sabio, lo presente como el que ama y busca la verdad: «Feliz el hombre que se ejercita en la sabiduría, y que en su inteligencia reflexiona, que medita sus caminos en su corazón, y sus secretos considera. Sale en su busca como el que sigue su rastro, y en sus caminos se pone al acecho. Se asoma a sus ventanas y a sus puertas escucha. Acampa muy cerca de su casa y clava la clavija en sus muros. Monta su tienda junto a ella, y se alberga en su albergue dichoso. Pone sus hijos a su abrigo y bajo sus ramas se cobija. Por ella es protegido del calor y en su gloria se alberga» (Si 14, 20-27).
Como se puede ver, para el autor inspirado el deseo de conocer es una característica común a todos los hombres. Gracias a la inteligencia se da a todos, tanto creyentes como no creyentes, la posibilidad de alcanzar el «agua profunda» (cfr. Pr 20, 5). Es verdad que en el antiguo Israel el conocimiento del mundo y de sus fenómenos no se alcanzaba por el camino de la abstracción, como para el filósofo jónico o el sabio egipcio. Menos aún, el buen israelita concebía el conocimiento con los parámetros propios de la época moderna, orientada principalmente a la división del saber. Sin embargo, el mundo bíblico ha hecho desembocar en el gran mar de la teoría del conocimiento su aportación original.
¿Cuál es ésta? La peculiaridad que distingue el texto bíblico consiste en la convicción de que hay una profunda e inseparable unidad entre el conocimiento de la razón y el de la fe. El mundo y todo lo que sucede en él, como también la historia y las diversas vicisitudes del pueblo, son realidades que se han de ver, analizar y juzgar con los medios propios de la razón, pero sin que la fe sea extraña en este proceso. Ésta no interviene para menospreciar la autonomía de la razón o para limitar su espacio de acción, sino sólo para hacer comprender al hombre que el Dios de Israel se hace visible y actúa en estos acontecimientos. Así mismo, conocer a fondo el mundo y los acontecimientos de la historia no es posible sin confesar al mismo tiempo la fe en Dios que actúa en ellos. La fe agudiza la mirada interior abriendo la mente para que descubra, en el sucederse de los acontecimientos, la presencia operante de la Providencia. Una expresión del libro de los Proverbios es significativa a este respecto: «El corazón del hombre medita su camino, pero es el Señor quien asegura sus pasos» (16, 9). Es decir, el hombre con la luz de la razón sabe reconocer su camino, pero lo puede recorrer de forma libre, sin obstáculos y hasta el final, si con ánimo sincero fija su búsqueda en el horizonte de la fe. La razón y la fe, por tanto, no se pueden separar sin que se reduzca la posibilidad del hombre de conocer de modo adecuado a sí mismo, al mundo y a Dios.
17. No hay, pues, motivo de competitividad alguna entre la razón y la fe: una está dentro de la otra, y cada una tiene su propio espacio de realización. El libro de los Proverbios nos sigue orientando en esta dirección al exclamar: «Es gloria de Dios ocultar una cosa, y gloria de los reyes escrutarla» (25, 2). Dios y el hombre, cada uno en su respectivo mundo, se encuentran así en una relación única. En Dios está el origen de cada cosa, en Él se encuentra la plenitud del misterio, y ésta es su gloria; al hombre le corresponde la misión de investigar con su razón la verdad, y en esto consiste su grandeza. Una ulterior tesela a este mosaico es puesta por el Salmista cuando ora diciendo: «Mas para mí, ¡qué arduos son tus pensamientos, oh Dios, qué incontable su suma! ¡Son más, si los recuento, que la arena, y al terminar, todavía estoy contigo!» (139 [138], 17-18). El deseo de conocer es tan grande y supone tal dinamismo que el corazón del hombre, incluso desde la experiencia de su límite insuperable, suspira hacia la infinita riqueza que está más allá, porque intuye que en ella está guardada la respuesta satisfactoria para cada pregunta aún no resuelta.
18. Podemos decir, pues, que Israel con su reflexión ha sabido abrir a la razón el camino hacia el misterio. En la revelación de Dios ha podido sondear en profundidad lo que la razón pretendía alcanzar sin lograrlo. A partir de esta forma de conocimiento más profunda, el pueblo elegido ha entendido que la razón debe respetar algunas reglas de fondo para expresar mejor su propia naturaleza. Una primera regla consiste en tener en cuenta el hecho de que el conocimiento del hombre es un camino que no tiene descanso; la segunda nace de la conciencia de que dicho camino no se puede recorrer con el orgullo de quien piense que todo es fruto de una conquista personal; una tercera se funda en el «temor de Dios», del cual la razón debe reconocer a la vez su trascendencia soberana y su amor providente en el gobierno del mundo.
Cuando se aleja de estas reglas, el hombre se expone al riesgo del fracaso y acaba por encontrarse en la situación del «necio». Para la Biblia, en esta necedad hay una amenaza para la vida. En efecto, el necio se engaña pensando que conoce muchas cosas, pero en realidad no es capaz de fijar la mirada sobre las esenciales. Ello le impide poner orden en su mente (cfr. Pr 1, 7) y asumir una actitud adecuada para consigo mismo y para con el ambiente que le rodea. Cuando llega a afirmar: «Dios no existe» (cfr. Sal 14 [13], 1), muestra con claridad definitiva lo deficiente de su conocimiento y lo lejos que está de la verdad plena sobre las cosas, sobre su origen y su destino.
19. El libro de la Sabiduría tiene algunos textos importantes que aportan más luz a este tema. En ellos el autor sagrado habla de Dios, que se da a conocer también por medio de la naturaleza. Para los antiguos el estudio de las ciencias naturales coincidía en gran parte con el saber filosófico. Después de haber afirmado que con su inteligencia el hombre está en condiciones «de conocer la estructura del mundo y la actividad de los elementos [...], los ciclos del año y la posición de las estrellas, la naturaleza de los animales y los instintos de las fieras» (Sb 7, 17.19-20), en una palabra, que es capaz de filosofar, el texto sagrado da un paso más de gran importancia. Recuperando el pensamiento de la filosofía griega, a la cual parece referirse en este contexto, el autor afirma que, precisamente razonando sobre la naturaleza, se puede llegar hasta el Creador: «de la grandeza y hermosura de las criaturas, se llega, por analogía, a contemplar a su Autor» (Sb 13, 5). Se reconoce así un primer paso de la Revelación divina, constituido por el maravilloso «libro de la naturaleza», con cuya lectura, mediante los instrumentos propios de la razón humana, se puede llegar al conocimiento del Creador. Si el hombre con su inteligencia no llega a reconocer a Dios como creador de todo, no se debe tanto a la falta de un medio adecuado, cuanto sobre todo al impedimento puesto por su voluntad libre y su pecado.
20. En esta perspectiva la razón es valorizada, pero no sobrevalorada. En efecto, lo que ella alcanza puede ser verdadero, pero adquiere significado pleno solamente si su contenido se sitúa en un horizonte más amplio, que es el de la fe: «Del Señor dependen los pasos del hombre: ¿cómo puede el hombre conocer su camino?» (Pr 20, 24). Para el Antiguo Testamento, pues, la fe libera la razón en cuanto le permite alcanzar coherentemente su objeto de conocimiento y colocarlo en el orden supremo en el cual todo adquiere sentido. En definitiva, el hombre con la razón alcanza la verdad, porque iluminado por la fe descubre el sentido profundo de cada cosa y, en particular, de la propia existencia. Por tanto, con razón, el autor sagrado fundamenta el verdadero conocimiento precisamente en el temor de Dios: «El temor del Señor es el principio de la sabiduría» (Pr 1, 7; cfr. Si 1, 14).
«Adquiere la sabiduría, adquiere la inteligencia» (Pr 4, 5)
21. Para el Antiguo Testamento el conocimiento no se fundamenta solamente en una observación atenta del hombre, del mundo y de la historia, sino que supone también una indispensable relación con la fe y con los contenidos de la Revelación. En esto consisten los desafíos que el pueblo elegido ha tenido que afrontar y a los cuales ha dado respuesta. Reflexionando sobre esta condición, el hombre bíblico ha descubierto que no puede comprenderse sino como «ser en relación»: con sí mismo, con el pueblo, con el mundo y con Dios. Esta apertura al misterio, que le viene de la Revelación, ha sido al final para él la fuente de un verdadero conocimiento, que ha consentido a su razón entrar en el ámbito de lo infinito, recibiendo así posibilidades de compresión hasta entonces insospechadas.
Para el autor sagrado el esfuerzo de la búsqueda no estaba exento de la dificultad que supone enfrentarse con los límites de la razón. Ello se advierte, por ejemplo, en las palabras con las que el Libro de los Proverbios denota el cansancio debido a los intentos de comprender los misteriosos designios de Dios (cfr. 30, 1.6). Sin embargo, a pesar de la dificultad, el creyente no se rinde. La fuerza para continuar su camino hacia la verdad le viene de la certeza de que Dios lo ha creado como un «explorador» (cfr. Qo 1, 13), cuya misión es no dejar nada sin probar a pesar del continuo chantaje de la duda. Apoyándose en Dios, se dirige, siempre y en todas partes, hacia lo que es bello, bueno y verdadero.
22. San Pablo, en el primer capítulo de su Carta a los Romanos nos ayuda a apreciar mejor lo incisiva que es la reflexión de los Libros Sapienciales. Desarrollando una argumentación filosófica con lenguaje popular, el Apóstol expresa una profunda verdad: a través de la creación los «ojos de la mente» pueden llegar a conocer a Dios. En efecto, mediante las criaturas Él hace que la razón intuya su «potencia» y su «divinidad» (cfr. Rm 1, 20). Así pues, se reconoce a la razón del hombre una capacidad que parece superar casi sus mismos límites naturales: no sólo no está limitada al conocimiento sensorial, desde el momento que puede reflexionar críticamente sobre ello, sino que argumentando sobre los datos de los sentidos puede incluso alcanzar la causa que da lugar a toda realidad sensible. Con terminología filosófica podríamos decir que en este importante texto paulino se afirma la capacidad metafísica del hombre.
Según el Apóstol, en el proyecto originario de la creación, la razón tenía la capacidad de superar fácilmente el dato sensible para alcanzar el origen mismo de todo: el Creador. Debido a la desobediencia con la cual el hombre eligió situarse en plena y absoluta autonomía respecto a Aquel que lo había creado, quedó mermada esta facilidad de acceso a Dios creador.
El Libro del Génesis describe de modo plástico esta condición del hombre cuando narra que Dios lo puso en el jardín del Edén, en cuyo centro estaba situado el «árbol de la ciencia del bien y del mal» (2, 17). El símbolo es claro: el hombre no era capaz de discernir y decidir por sí mismo lo que era bueno y lo que era malo, sino que debía apelarse a un principio superior. La ceguera del orgullo hizo creer a nuestros primeros padres que eran soberanos y autónomos, y que podían prescindir del conocimiento que deriva de Dios. En su desobediencia originaria ellos involucraron a cada hombre y a cada mujer, produciendo en la razón heridas que a partir de entonces obstaculizarían el camino hacia la plena verdad. La capacidad humana de conocer la verdad quedó ofuscada por la aversión hacia Aquel que es fuente y origen de la verdad. El Apóstol sigue mostrando cómo los pensamientos de los hombres, a causa del pecado, fueron «vanos» y los razonamientos distorsionados y orientados hacia lo falso (cfr. Rm 1, 21-22). Los ojos de la mente no eran ya capaces de ver con claridad: progresivamente la razón se ha quedado prisionera de sí misma. La venida de Cristo ha sido el acontecimiento de salvación que ha redimido a la razón de su debilidad, librándola de los cepos en los que ella misma se había encadenado.
23. La relación del cristiano con la filosofía, pues, requiere un discernimiento radical. En el Nuevo Testamento, especialmente en las Cartas de san Pablo, hay un dato que sobresale con mucha claridad: la contraposición entre «la sabiduría de este mundo» y la de Dios revelada en Jesucristo. La profundidad de la sabiduría revelada rompe nuestros esquemas habituales de reflexión, que no son capaces de expresarla de manera adecuada.
El comienzo de la Primera Carta a los Corintios presenta este dilema con radicalidad. El Hijo de Dios crucificado es el acontecimiento histórico contra el cual se estrella todo intento de la mente de construir sobre argumentaciones solamente humanas una justificación suficiente del sentido de la existencia. El verdadero punto central, que desafía toda filosofía, es la muerte de Jesucristo en la cruz. En este punto todo intento de reducir el plan salvador del Padre a pura lógica humana está destinado al fracaso. «¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el docto? ¿Dónde el sofista de este mundo? ¿Acaso no entonteció Dios la sabiduría del mundo?» (1 Co 1, 20) se pregunta con énfasis el Apóstol. Para lo que Dios quiere llevar a cabo ya no es posible la mera sabiduría del hombre sabio, sino que se requiere dar un paso decisivo para acoger una novedad radical: «Ha escogido Dios más bien lo necio del mundo para confundir a los sabios [...]. lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para reducir a la nada lo que es» (1 Co 1, 27-28). La sabiduría del hombre rehúsa ver en la propia debilidad el presupuesto de su fuerza; pero san Pablo no duda en afirmar: «pues, cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte» (2 Co 12, 10). El hombre no logra comprender cómo la muerte pueda ser fuente de vida y de amor, pero Dios ha elegido para revelar el misterio de su designio de salvación precisamente lo que la razón considera «locura» y «escándalo». Hablando el lenguaje de los filósofos contemporáneos suyos, Pablo alcanza el culmen de su enseñanza y de la paradoja que quiere expresar: «Dios ha elegido en el mundo lo que es nada para convertir en nada las cosas que son» (1 Co 1, 28). Para poner de relieve la naturaleza de la gratuidad del amor revelado en la Cruz de Cristo, el Apóstol no tiene miedo de usar el lenguaje más radical que los filósofos empleaban en sus reflexiones sobre Dios. La razón no puede vaciar el misterio de amor que la Cruz representa, mientras que ésta puede dar a la razón la respuesta última que busca. No es la sabiduría de las palabras, sino la Palabra de la Sabiduría lo que san Pablo pone como criterio de verdad, y a la vez, de salvación.
La sabiduría de la Cruz, pues, supera todo límite cultural que se le quiera imponer y obliga a abrirse a la universalidad de la verdad, de la que es portadora. ¡Qué desafío más grande se le presenta a nuestra razón y qué provecho obtiene si no se rinde! La filosofía, que por sí misma es capaz de reconocer el incesante transcenderse del hombre hacia la verdad, ayudada por la fe puede abrirse a acoger en la «locura» de la Cruz la auténtica crítica de los que creen poseer la verdad, aprisionándola entre los recovecos de su sistema. La relación entre fe y filosofía encuentra en la predicación de Cristo crucificado y resucitado el escollo contra el cual puede naufragar, pero por encima del cual puede desembocar en el océano sin límites de la verdad. Aquí se evidencia la frontera entre la razón y la fe, pero se aclara también el espacio en el cual ambas pueden encontrarse.
CAPÍTULO III
INTELLEGO UT CREDAM
Caminando en busca de la verdad
24. Cuenta el evangelista Lucas en los Hechos de los Apóstoles que, en sus viajes misioneros, Pablo llegó a Atenas. La ciudad de los filósofos estaba llena de estatuas que representaban diversos ídolos. Le llamó la atención un altar y aprovechó enseguida la oportunidad para ofrecer una base común sobre la cual iniciar el anuncio del kerigma: «Atenienses —dijo—, veo que vosotros sois, por todos los conceptos, los más respetuosos de la divinidad. Pues al pasar y contemplar vuestros monumentos sagrados, he encontrado también un altar en el que estaba grabada esta inscripción: —Al Dios desconocido—. Pues bien, lo que adoráis sin conocer, eso os vengo yo a anunciar» (Hch 17, 22-23). A partir de este momento, san Pablo habla de Dios como creador, como Aquél que transciende todas las cosas y que ha dado la vida a todo. Continua después su discurso de este modo: «El creó, de un sólo principio, todo el linaje humano, para que habitase sobre toda la faz de la tierra fijando los tiempos determinados y los límites del lugar donde habían de habitar, con el fin de que buscasen la divinidad, para ver si a tientas la buscaban y la hallaban; por más que no se encuentra lejos de cada uno de nosotros» (Hch 17, 26-27).
El Apóstol pone de relieve una verdad que la Iglesia ha conservado siempre: en lo más profundo del corazón del hombre está el deseo y la nostalgia de Dios. Lo recuerda con énfasis también la liturgia del Viernes Santo cuando, invitando a orar por los que no creen, nos hace decir: «Dios todopoderoso y eterno, que creaste a todos los hombres para que te busquen, y cuando te encuentren, descansen en ti»[22]. Existe, pues, un camino que el hombre, si quiere, puede recorrer; inicia con la capacidad de la razón de levantarse más allá de lo contingente para ir hacia lo infinito.
De diferentes modos y en diversos tiempos el hombre ha demostrado que sabe expresar este deseo íntimo. La literatura, la música, la pintura, la escultura, la arquitectura y cualquier otro fruto de su inteligencia creadora se convierten en cauces a través de los cuales puede manifestar su afán de búsqueda. La filosofía ha asumido de manera peculiar este movimiento y ha expresado, con sus medios y según sus propias modalidades científicas, este deseo universal del hombre.
25. «Todos los hombres desean saber»[23] y la verdad es el objeto propio de este deseo. Incluso la vida diaria muestra cuán interesado está cada uno en descubrir, más allá de lo conocido de oídas, cómo están verdaderamente las cosas. El hombre es el único ser en toda la creación visible que no sólo es capaz de saber, sino que sabe también que sabe, y por eso se interesa por la verdad real de lo que se le presenta. Nadie puede permanecer sinceramente indiferente a la verdad de su saber. Si descubre que es falso, lo rechaza; en cambio, si puede confirmar su verdad, se siente satisfecho. Es la lección de san Agustín cuando escribe: «He encontrado muchos que querían engañar, pero ninguno que quisiera dejarse engañar»[24]. Con razón se considera que una persona ha alcanzado la edad adulta cuando puede discernir, con los propios medios, entre lo que es verdadero y lo que es falso, formándose un juicio propio sobre la realidad objetiva de las cosas. Este es el motivo de tantas investigaciones, particularmente en el campo de las ciencias, que han llevado en los últimos siglos a resultados tan significativos, favoreciendo un auténtico progreso de toda la humanidad.
No menos importante que la investigación en el ámbito teórico es la que se lleva a cabo en el ámbito práctico: quiero aludir a la búsqueda de la verdad en relación con el bien que hay que realizar. En efecto, con el propio obrar ético la persona actuando según su libre y recto querer, toma el camino de la felicidad y tiende a la perfección. También en este caso se trata de la verdad. He reafirmado esta convicción en la Encíclica Veritatis splendor: «No existe moral sin libertad [...]. Si existe el derecho de ser respetados en el propio camino de búsqueda de la verdad, existe aún antes la obligación moral, grave para cada uno, de buscar la verdad y seguirla una vez conocida»[25].
Es, pues, necesario que los valores elegidos y que se persiguen con la propia vida sean verdaderos, porque solamente los valores verdaderos pueden perfeccionar a la persona realizando su naturaleza. El hombre encuentra esta verdad de los valores no encerrándose en sí mismo, sino abriéndose para acogerla incluso en las dimensiones que lo transcienden. Ésta es una condición necesaria para que cada uno llegue a ser sí mismo y crezca como persona adulta y madura.
26. La verdad se presenta inicialmente al hombre como un interrogante: ¿tiene sentido la vida? ¿hacia dónde se dirige? A primera vista, la existencia personal podría presentarse como radicalmente carente de sentido. No es necesario recurrir a los filósofos del absurdo ni a las preguntas provocadoras que se encuentran en el libro de Job para dudar del sentido de la vida. La experiencia diaria del sufrimiento, propio y ajeno, la vista de tantos hechos que a la luz de la razón parecen inexplicables, son suficientes para hacer ineludible una pregunta tan dramática como la pregunta sobre el sentido[26]. A esto se debe añadir que la primera verdad absolutamente cierta de nuestra existencia, además del hecho de que existimos, es lo inevitable de nuestra muerte. Frente a este dato desconcertante se impone la búsqueda de una respuesta exhaustiva. Cada uno quiere —y debe— conocer la verdad sobre el propio fin. Quiere saber si la muerte será el término definitivo de su existencia o si hay algo que sobrepasa la muerte: si le está permitido esperar en una vida posterior o no. Es significativo que el pensamiento filosófico haya recibido una orientación decisiva de la muerte de Sócrates que lo ha marcado desde hace más de dos milenios. No es en absoluto casual, pues, que los filósofos ante el hecho de la muerte se hayan planteado de nuevo este problema junto con el del sentido de la vida y de la inmortalidad.
27. Nadie, ni el filósofo ni el hombre corriente, puede substraerse a estas preguntas. De la respuesta que se dé a las mismas depende una etapa decisiva de la investigación: si es posible o no alcanzar una verdad universal y absoluta. De por sí, toda verdad, incluso parcial, si es realmente verdad, se presenta como universal. Lo que es verdad, debe ser verdad para todos y siempre. Además de esta universalidad, sin embargo, el hombre busca un absoluto que sea capaz de dar respuesta y sentido a toda su búsqueda. Algo que sea último y fundamento de todo lo demás. En otras palabras, busca una explicación definitiva, un valor supremo, más allá del cual no haya ni pueda haber interrogantes o instancias posteriores. Las hipótesis pueden ser fascinantes, pero no satisfacen. Para todos llega el momento en el que, se quiera o no, es necesario enraizar la propia existencia en una verdad reconocida como definitiva, que dé una certeza no sometida ya a la duda.
Los filósofos, a lo largo de los siglos, han tratado de descubrir y expresar esta verdad, dando vida a un sistema o una escuela de pensamiento. Más allá de los sistemas filosóficos, sin embargo, hay otras expresiones en las cuales el hombre busca dar forma a una propia «filosofía». Se trata de convicciones o experiencias personales, de tradiciones familiares o culturales o de itinerarios existenciales en los cuales se confía en la autoridad de un maestro. En cada una de estas manifestaciones lo que permanece es el deseo de alcanzar la certeza de la verdad y de su valor absoluto.
Diversas facetas de la verdad en el hombre
28. Es necesario reconocer que no siempre la búsqueda de la verdad se presenta con esa trasparencia ni de manera consecuente. El límite originario de la razón y la inconstancia del corazón oscurecen a menudo y desvían la búsqueda personal. Otros intereses de diverso orden pueden condicionar la verdad. Más aún, el hombre también la evita a veces en cuanto comienza a divisarla, porque teme sus exigencias. Pero, a pesar de esto, incluso cuando la evita, siempre es la verdad la que influencia su existencia; en efecto, él nunca podría fundar la propia vida sobre la duda, la incertidumbre o la mentira; tal existencia estaría continuamente amenazada por el miedo y la angustia. Se puede definir, pues, al hombre como aquél que busca la verdad.
29. No se puede pensar que una búsqueda tan profundamente enraizada en la naturaleza humana sea del todo inútil y vana. La capacidad misma de buscar la verdad y de plantear preguntas implica ya una primera respuesta. El hombre no comenzaría a buscar lo que desconociese del todo o considerase absolutamente inalcanzable. Sólo la perspectiva de poder alcanzar una respuesta puede inducirlo a dar el primer paso. De hecho esto es lo que sucede normalmente en la investigación científica. Cuando un científico, siguiendo una intuición suya, se pone a la búsqueda de la explicación lógica y verificable de un fenómeno determinado, confía desde el principio que encontrará una respuesta, y no se detiene ante los fracasos. No considera inútil la intuición originaria sólo porque no ha alcanzado el objetivo; más bien dirá con razón que no ha encontrado aún la respuesta adecuada.
Esto mismo es válido también para la investigación de la verdad en el ámbito de las cuestiones últimas. La sed de verdad está tan radicada en el corazón del hombre que tener que prescindir de ella comprometería la existencia. Es suficiente, en definitiva, observar la vida cotidiana para constatar cómo cada uno de nosotros lleva en sí mismo la urgencia de algunas preguntas esenciales y a la vez abriga en su interior al menos un atisbo de las correspondientes respuestas. Son respuestas de cuya verdad se está convencido, incluso porque se experimenta que, en sustancia, no se diferencian de las respuestas a las que han llegado otros muchos. Es cierto que no toda verdad alcanzada posee el mismo valor. Del conjunto de los resultados logrados, sin embargo, se confirma la capacidad que el ser humano tiene de llegar, en línea de máxima, a la verdad.
30. En este momento puede ser útil hacer una rápida referencia a estas diversas formas de verdad. Las más numerosas son las que se apoyan sobre evidencias inmediatas o confirmadas experimentalmente. Éste es el orden de verdad propio de la vida diaria y de la investigación científica. En otro nivel se encuentran las verdades de carácter filosófico, a las que el hombre llega mediante la capacidad especulativa de su intelecto. En fin están las verdades religiosas, que en cierta medida hunden sus raíces también en la filosofía. Éstas están contenidas en las respuestas que las diversas religiones ofrecen en sus tradiciones a las cuestiones últimas[27].
En cuanto a las verdades filosóficas, hay que precisar que no se limitan a las meras doctrinas, algunas veces efímeras, de los filósofos de profesión. Cada hombre, como ya he dicho, es, en cierto modo, filósofo y posee concepciones filosóficas propias con las cuales orienta su vida. De un modo u otro, se forma una visión global y una respuesta sobre el sentido de la propia existencia. Con esta luz interpreta sus vicisitudes personales y regula su comportamiento. Es aquí donde debería plantearse la pregunta sobre la relación entre las verdades filosófico-religiosas y la verdad revelada en Jesucristo. Antes de contestar a esta cuestión es oportuno valorar otro dato más de la filosofía.
31. El hombre no ha sido creado para vivir solo. Nace y crece en una familia para insertarse más tarde con su trabajo en la sociedad. Desde el nacimiento, pues, está inmerso en varias tradiciones, de las cuales recibe no sólo el lenguaje y la formación cultural, sino también muchas verdades en las que, casi instintivamente, cree. De todos modos el crecimiento y la maduración personal implican que estas mismas verdades puedan ser puestas en duda y discutidas por medio de la peculiar actividad crítica del pensamiento. Esto no quita que, tras este paso, las mismas verdades sean «recuperadas» sobre la base de la experiencia llevada que se ha tenido o en virtud de un razonamiento sucesivo. A pesar de ello, en la vida de un hombre las verdades simplemente creídas son mucho más numerosas que las adquiridas mediante la constatación personal. En efecto, ¿quién sería capaz de discutir críticamente los innumerables resultados de las ciencias sobre las que se basa la vida moderna? ¿quién podría controlar por su cuenta el flujo de informaciones que día a día se reciben de todas las partes del mundo y que se aceptan en línea de máxima como verdaderas? Finalmente, ¿quién podría reconstruir los procesos de experiencia y de pensamiento por los cuales se han acumulado los tesoros de la sabiduría y de religiosidad de la humanidad? El hombre, ser que busca la verdad, es pues también aquél que vive de creencias.
32. Cada uno, al creer, confía en los conocimientos adquiridos por otras personas. En ello se puede percibir una tensión significativa: por una parte el conocimiento a través de una creencia parece una forma imperfecta de conocimiento, que debe perfeccionarse progresivamente mediante la evidencia lograda personalmente; por otra, la creencia con frecuencia resulta más rica desde el punto de vista humano que la simple evidencia, porque incluye una relación interpersonal y pone en juego no sólo las posibilidades cognoscitivas, sino también la capacidad más radical de confiar en otras personas, entrando así en una relación más estable e íntima con ellas.
Se ha de destacar que las verdades buscadas en esta relación interpersonal no pertenecen primariamente al orden fáctico o filosófico. Lo que se pretende, más que nada, es la verdad misma de la persona: lo que ella es y lo que manifiesta de su propio interior. En efecto, la perfección del hombre no está en la mera adquisición del conocimiento abstracto de la verdad, sino que consiste también en una relación viva de entrega y fidelidad hacia el otro. En esta fidelidad que sabe darse, el hombre encuentra plena certeza y seguridad. Al mismo tiempo, el conocimiento por creencia, que se funda sobre la confianza interpersonal, está en relación con la verdad: el hombre, creyendo, confía en la verdad que el otro le manifiesta.
¡Cuántos ejemplos se podrían poner para ilustrar este dato! Pienso ante todo en el testimonio de los mártires. El mártir, en efecto, es el testigo más auténtico de la verdad sobre la existencia. Él sabe que ha hallado en el encuentro con Jesucristo la verdad sobre su vida y nada ni nadie podrá arrebatarle jamás esta certeza. Ni el sufrimiento ni la muerte violenta lo harán apartar de la adhesión a la verdad que ha descubierto en su encuentro con Cristo. Por eso el testimonio de los mártires atrae, es aceptado, escuchado y seguido hasta en nuestros días. Ésta es la razón por la cual nos fiamos de su palabra: se percibe en ellos la evidencia de un amor que no tiene necesidad de largas argumentaciones para convencer, desde el momento en que habla a cada uno de lo que él ya percibe en su interior como verdadero y buscado desde tanto tiempo. En definitiva, el mártir suscita en nosotros una gran confianza, porque dice lo que nosotros ya sentimos y hace evidente lo que también quisiéramos tener la fuerza de expresar.
33. Se puede ver así que los términos del problema van completándose progresivamente. El hombre, por su naturaleza, busca la verdad. Esta búsqueda no está destinada sólo a la conquista de verdades parciales, factuales o científicas; no busca sólo el verdadero bien para cada una de sus decisiones. Su búsqueda tiende hacia una verdad ulterior que pueda explicar el sentido de la vida; por eso es una búsqueda que no puede encontrar solución si no es en el absoluto[28]. Gracias a la capacidad del pensamiento, el hombre puede encontrar y reconocer esta verdad. En cuanto vital y esencial para su existencia, esta verdad se logra no sólo por vía racional, sino también mediante el abandono confiado en otras personas, que pueden garantizar la certeza y la autenticidad de la verdad misma. La capacidad y la opción de confiarse uno mismo y la propia vida a otra persona constituyen ciertamente uno de los actos antropológicamente más significativos y expresivos.
No se ha de olvidar que también la razón necesita ser sostenida en su búsqueda por un diálogo confiado y una amistad sincera. El clima de sospecha y de desconfianza, que a veces rodea la investigación especulativa, olvida la enseñanza de los filósofos antiguos, quienes consideraban la amistad como uno de los contextos más adecuados para el buen filosofar.
De todo lo que he dicho hasta aquí resulta que el hombre se encuentra en un camino de búsqueda, humanamente interminable: búsqueda de verdad y búsqueda de una persona de quien fiarse. La fe cristiana le ayuda ofreciéndole la posibilidad concreta de ver realizado el objetivo de esta búsqueda. En efecto, superando el estadio de la simple creencia la fe cristiana coloca al hombre en ese orden de gracia que le permite participar en el misterio de Cristo, en el cual se le ofrece el conocimiento verdadero y coherente de Dios Uno y Trino. Así, en Jesucristo, que es la Verdad, la fe reconoce la llamada última dirigida a la humanidad para que pueda llevar a cabo lo que experimenta como deseo y nostalgia.
34. Esta verdad, que Dios nos revela en Jesucristo, no está en contraste con las verdades que se alcanzan filosofando. Más bien los dos órdenes de conocimiento conducen a la verdad en su plenitud. La unidad de la verdad es ya un postulado fundamental de la razón humana, expresado en el principio de no contradicción. La Revelación da la certeza de esta unidad, mostrando que el Dios creador es también el Dios de la historia de la salvación. El mismo e idéntico Dios, que fundamenta y garantiza que sea inteligible y racional el orden natural de las cosas sobre las que se apoyan los científicos confiados[29], es el mismo que se revela como Padre de nuestro Señor Jesucristo. Esta unidad de la verdad, natural y revelada, tiene su identificación viva y personal en Cristo, como nos recuerda el Apóstol: «Habéis sido enseñados conforme a la verdad de Jesús» (Ef 4, 21; cfr. Col 1, 15-20). Él es la Palabra eterna, en quien todo ha sido creado, y a la vez es la Palabra encarnada, que en toda su persona[30] revela al Padre (cfr. Jn 1, 14.18). Lo que la razón humana busca «sin conocerlo» (Hch 17, 23), puede ser encontrado sólo por medio de Cristo: lo que en Él se revela, en efecto, es la «plena verdad» (cfr. Jn 1, 14-16) de todo ser que en Él y por Él ha sido creado y después encuentra en Él su plenitud (cfr. Col 1, 17).
35. Sobre la base de estas consideraciones generales, es necesario examinar ahora de modo más directo la relación entre la verdad revelada y la filosofía. Esta relación impone una doble consideración, en cuanto que la verdad que nos llega por la Revelación es, al mismo tiempo, una verdad que debe ser comprendida a la luz de la razón. Sólo en esta doble acepción, en efecto, es posible precisar la justa relación de la verdad revelada con el saber filosófico. Consideramos, por tanto, en primer lugar la relación entre la fe y la filosofía en el curso de la historia. Desde aquí será posible indicar algunos principios, que constituyen los puntos de referencia en los que basarse para establecer la correcta relación entre los dos órdenes de conocimiento.
CAPÍTULO IV
RELACIÓN ENTRE LA FE
Y LA RAZÓN
Etapas más significativas en el encuentro entre la fe y la razón
36. Según el testimonio de los Hechos de los Apóstoles, el anuncio cristiano tuvo que confrontarse desde el inicio con las corrientes filosóficas de la época. El mismo libro narra la discusión que san Pablo tuvo en Atenas con «algunos filósofos epicúreos y estoicos» (17, 18). El análisis exegético del discurso en el Areópago ha puesto de relieve repetidas alusiones a convicciones populares sobre todo de origen estoico. Ciertamente esto no era casual. Los primeros cristianos para hacerse comprender por los paganos no podían referirse sólo a «Moisés y los profetas»; debían también apoyarse en el conocimiento natural de Dios y en la voz de la conciencia moral de cada hombre (cfr. Rm 1, 19-21; 2, 14-15; Hch 14, 16-17). Sin embargo, como este conocimiento natural había degenerado en idolatría en la religión pagana (cfr. Rm 1, 21-32), el Apóstol considera más oportuno relacionar su argumentación con el pensamiento de los filósofos, que desde siempre habían opuesto a los mitos y a los cultos mistéricos conceptos más respetuosos de la trascendencia divina.
En efecto, uno de los mayores esfuerzos realizados por los filósofos del pensamiento clásico fue purificar de formas mitológicas la concepción que los hombres tenían de Dios. Como sabemos, también la religión griega, al igual que gran parte de las religiones cósmicas, era politeísta, llegando incluso a divinizar objetos y fenómenos de la naturaleza. Los intentos del hombre por comprender el origen de los dioses y, en ellos, del universo encontraron su primera expresión en la poesía. Las teogonías permanecen hasta hoy como el primer testimonio de esta búsqueda del hombre. Fue tarea de los padres de la filosofía mostrar el vínculo entre la razón y la religión. Dirigiendo la mirada hacia los principios universales, no se contentaron con los mitos antiguos, sino que quisieron dar fundamento racional a su creencia en la divinidad. Se inició así un camino que, abandonando las tradiciones antiguas particulares, se abría a un proceso más conforme a las exigencias de la razón universal. El objetivo que dicho proceso buscaba era la conciencia crítica de aquello en lo que se creía. El concepto de la divinidad fue el primero que se benefició de este camino. Las supersticiones fueron reconocidas como tales y la religión se purificó, al menos en parte, mediante el análisis racional. Sobre esta base los Padres de la Iglesia comenzaron un diálogo fecundo con los filósofos antiguos, abriendo el camino al anuncio y a la comprensión del Dios de Jesucristo.
37. Al referirme a este movimiento de acercamiento de los cristianos a la filosofía, es obligado recordar también la actitud de cautela que suscitaban en ellos otros elementos del mundo cultural pagano, como por ejemplo la gnosis. La filosofía, en cuanto sabiduría práctica y escuela de vida, podía ser confundida fácilmente con un conocimiento de tipo superior, esotérico, reservado a unos pocos perfectos. En este tipo de especulaciones esotéricas piensa sin duda san Pablo cuando pone en guardia a los Colosenses: «Mirad que nadie os esclavice mediante la vana falacia de una filosofía, fundada en tradiciones humanas, según los elementos del mundo y no según Cristo» (2, 8). Qué actuales son las palabras del Apóstol si las referimos a las diversas formas de esoterismo que se difunden hoy incluso entre algunos creyentes, carentes del debido sentido crítico. Siguiendo las huellas de san Pablo, otros escritores de los primeros siglos, en particular san Ireneo y Tertuliano, manifiestan a su vez ciertas reservas frente a una visión cultural que pretendía subordinar la verdad de la Revelación a las interpretaciones de los filósofos.
38. El encuentro del cristianismo con la filosofía no fue pues inmediato ni fácil. La práctica de la filosofía y la asistencia a sus escuelas eran para los primeros cristianos más un inconveniente que una ayuda. Para ellos, la primera y más urgente tarea era el anuncio de Cristo resucitado mediante un encuentro personal capaz de llevar al interlocutor a la conversión del corazón y a la petición del Bautismo. Sin embargo, esto no quiere decir que ignorasen el deber de profundizar la comprensión de la fe y sus motivaciones. Todo lo contrario. Resulta injusta e infundada la crítica de Celso, que acusa a los cristianos de ser gente «iletrada y ruda»[31]. La explicación de su desinterés inicial hay que buscarla en otra parte. En realidad, el encuentro con el Evangelio ofrecía una respuesta tan satisfactoria a la cuestión, hasta entonces no resulta, sobre el sentido de la vida, que el seguimiento de los filósofos les parecía como algo lejano y, en ciertos aspectos, superado.
Esto resulta hoy aún más claro si se piensa en la aportación del cristianismo que afirma el derecho universal de acceso a la verdad. Abatidas las barreras raciales, sociales y sexuales, el cristianismo había anunciado desde sus inicios la igualdad de todos los hombres ante Dios. La primera consecuencia de esta concepción se aplicaba al tema de la verdad. Quedaba completamente superado el carácter elitista que su búsqueda tenía entre los antiguos, ya que siendo el acceso a la verdad un bien que permite llegar a Dios, todos deben poder recorrer este camino. Las vías para alcanzar la verdad siguen siendo muchas; sin embargo, como la verdad cristiana tiene un valor salvífico, cualquiera de estas vías puede seguirse con tal de que conduzca a la meta final, es decir, a la revelación de Jesucristo.
Un pionero del encuentro positivo con el pensamiento filosófico, aunque bajo el signo de un cauto discernimiento, fue san Justino, quien, conservando después de la conversión una gran estima por la filosofía griega, afirmaba con fuerza y claridad que en el cristianismo había encontrado «la única filosofía segura y provechosa»[32]. De modo parecido, Clemente de Alejandría llamaba al Evangelio «la verdadera filosofía»[33], e interpretaba la filosofía en analogía con la ley mosaica como una instrucción propedéutica a la fe cristiana[34] y una preparación para el Evangelio[35]. Puesto que «esta es la sabiduría que desea la filosofía; la rectitud del alma, la de la razón y la pureza de la vida. La filosofía está en una actitud de amor ardoroso a la sabiduría y no perdona esfuerzo por obtenerla. Entre nosotros se llaman filósofos los que aman la sabiduría del Creador y Maestro universal, es decir, el conocimiento del Hijo de Dios»[36]. La filosofía griega, para este autor, no tiene como primer objetivo completar o reforzar la verdad cristiana; su cometido es, más bien, la defensa de la fe: «La enseñanza del Salvador es perfecta y nada le falta, por que es fuerza y sabiduría de Dios; en cambio, la filosofía griega con su tributo no hace más sólida la verdad; pero haciendo impotente el ataque de la sofística e impidiendo las emboscadas fraudulentas de la verdad, se dice que es con propiedad empalizada y muro de la viña»[37].
39. En la historia de este proceso es posible verificar la recepción crítica del pensamiento filosófico por parte de los pensadores cristianos. Entre los primeros ejemplos que se pueden encontrar, es ciertamente significativa la figura de Orígenes. Contra los ataques lanzados por el filósofo Celso, Orígenes asume la filosofía platónica para argumentar y responderle. Refiriéndose a no pocos elementos del pensamiento platónico, comienza a elaborar una primera forma de teología cristiana. En efecto, tanto el nombre mismo como la idea de teología en cuanto reflexión racional sobre Dios estaban ligados todavía hasta ese momento a su origen griego. En la filosofía aristotélica, por ejemplo, con este nombre se referían a la parte más noble y al verdadero culmen de la reflexión filosófica. Sin embargo, a la luz de la Revelación cristiana lo que anteriormente designaba una doctrina genérica sobre la divinidad adquirió un significado del todo nuevo, en cuanto definía la reflexión que el creyente realizaba para expresar la verdadera doctrina sobre Dios. Este nuevo pensamiento cristiano que se estaba desarrollando hacía uso de la filosofía, pero al mismo tiempo tendía a distinguirse claramente de ella. La historia muestra cómo hasta el mismo pensamiento platónico asumido en la teología sufrió profundas transformaciones, en particular por lo que se refiere a conceptos como la inmortalidad del alma, la divinización del hombre y el origen del mal.
40. En esta obra de cristianización del pensamiento platónico y neoplatónico, merecen una mención particular los Padres Capadocios, Dionisio el Areopagita y, sobre todo, san Agustín. El gran Doctor occidental había tenido contactos con diversas escuelas filosóficas, pero todas le habían decepcionado. Cuando se encontró con la verdad de la fe cristiana, tuvo la fuerza de realizar aquella conversión radical a la que los filósofos frecuentados anteriormente no habían conseguido encaminarlo. El motivo lo cuenta él mismo: «Sin embargo, desde esta época empecé ya a dar preferencia a la doctrina católica, porque me parecía que aquí se mandaba con más modestia, y de ningún modo falazmente, creer lo que no se demostraba —fuese porque, aunque existiesen las pruebas, no había sujeto capaz de ellas, fuese porque no existiesen—, que no allí, en donde se despreciaba la fe y se prometía con temeraria arrogancia la ciencia y luego se obligaba a creer una infinidad de fábulas absurdísimas que no podían demostrar»[38]. A los mismos platónicos, a quienes mencionaba de modo privilegiado, Agustín reprochaba que, aun habiendo conocido la meta hacia la que tender, habían ignorado sin embargo el camino que conduce a ella: el Verbo encarnado[39]. El Obispo de Hipona consiguió hacer la primera gran síntesis del pensamiento filosófico y teológico en la que confluían las corrientes del pensamiento griego y latino. En él además la gran unidad del saber, que encontraba su fundamento en el pensamiento bíblico, fue confirmada y sostenida por la profundidad del pensamiento especulativo. La síntesis llevada a cabo por san Agustín sería durante siglos la forma más elevada de especulación filosófica y teológica que el Occidente haya conocido. Gracias a su historia personal y ayudado por una admirable santidad de vida, fue capaz de introducir en sus obras multitud de datos que, haciendo referencia a la experiencia, anunciaban futuros desarrollos de algunas corrientes filosóficas.
41. Varias han sido pues las formas con que los Padres de Oriente y de Occidente han entrado en contacto con las escuelas filosóficas. Esto no significa que hayan identificado el contenido de su mensaje con los sistemas a que hacían referencia. La pregunta de Tertuliano: «¿Qué tienen en común Atenas y Jerusalén? ¿La Academia y la Iglesia?»[40], es claro indicio de la conciencia crítica con que los pensadores cristianos, desde el principio, afrontaron el problema de la relación entre la fe y la filosofía, considerándolo globalmente en sus aspectos positivos y en sus límites. No eran pensadores ingenuos. Precisamente porque vivían con intensidad el contenido de la fe, sabían llegar a las formas más profundas de la especulación. Por consiguiente, es injusto y reductivo limitar su obra a la sola transposición de las verdades de la fe en categorías filosóficas. Hicieron mucho más. En efecto, fueron capaces de sacar a la luz plenamente lo que todavía permanecía implícito y propedéutico en el pensamiento de los grandes filósofos antiguos[41]. Estos, como ya he dicho, habían mostrado cómo la razón, liberada de las ataduras externas, podía salir del callejón ciego de los mitos, para abrirse de forma más adecuada a la trascendencia. Así pues, una razón purificada y recta era capaz de llegar a los niveles más altos de la reflexión, dando un fundamento sólido a la percepción del ser, de lo trascendente y de lo absoluto.
Justamente aquí está la novedad alcanzada por los Padres. Ellos acogieron plenamente la razón abierta a lo absoluto y en ella incorporaron la riqueza de la Revelación. El encuentro no fue sólo entre culturas, donde tal vez una es seducida por el atractivo de otra, sino que tuvo lugar en lo profundo de los espíritus, siendo un encuentro entre la criatura y el Creador. Sobrepasando el fin mismo hacia el que inconscientemente tendía por su naturaleza, la razón pudo alcanzar el bien sumo y la verdad suprema en la persona del Verbo encarnado. Ante las filosofías, los Padres no tuvieron miedo, sin embargo, de reconocer tanto los elementos comunes como las diferencias que presentaban con la Revelación. Ser conscientes de las convergencias no ofuscaba en ellos el reconocimiento de las diferencias.
42. En la teología escolástica el papel de la razón educada filosóficamente llega a ser aún más visible bajo el empuje de la interpretación anselmiana del intellectus fidei. Para el santo Arzobispo de Canterbury la prioridad de la fe no es incompatible con la búsqueda propia de la razón. En efecto, ésta no está llamada a expresar un juicio sobre los contenidos de la fe, siendo incapaz de hacerlo por no ser idónea para ello. Su tarea, más bien, es saber encontrar un sentido y descubrir las razones que permitan a todos entender los contenidos de la fe. San Anselmo acentúa el hecho de que el intelecto debe ir en búsqueda de lo que ama: cuanto más ama, más desea conocer. Quien vive para la verdad tiende hacia una forma de conocimiento que se inflama cada vez más de amor por lo que conoce, aun debiendo admitir que no ha hecho todavía todo lo que desearía: «Ad te videndum factus sum; et nondum feci propter quod factus sum»[42]. El deseo de la verdad mueve, pues, a la razón a ir siempre más allá; queda incluso como abrumada al constatar que su capacidad es siempre mayor que lo que alcanza. En este punto, sin embargo, la razón es capaz de descubrir dónde está el final de su camino: «Yo creo que basta a aquel que somete a un examen reflexivo un principio incomprensible alcanzar por el raciocinio su certidumbre inquebrantable, aunque no pueda por el pensamiento concebir el cómo de su existencia [...]. Ahora bien, ¿qué puede haber de más incomprensible, de más inefable que lo que está por encima de todas las cosas? Por lo cual, si todo lo que hemos establecido hasta este momento sobre la esencia suprema está apoyado con razones necesarias, aunque el espíritu no pueda comprenderlo, hasta el punto de explicarlo fácilmente con palabras simples, no por eso, sin embargo, sufre quebranto la sólida base de esta certidumbre. En efecto, si una reflexión precedente ha comprendido de modo racional que es incomprensible (rationabiliter comprehendit incomprehensibile esse) el modo en que la suprema sabiduría sabe lo que ha hecho [...], ¿quién puede explicar cómo se conoce y se llama ella misma, de la cual el hombre no puede saber nada o casi nada»[43].
Se confirma una vez más la armonía fundamental del conocimiento filosófico y el de la fe: la fe requiere que su objeto sea comprendido con la ayuda de la razón; la razón, en el culmen de su búsqueda, admite como necesario lo que la fe le presenta.
Novedad perenne del pensamiento de santo Tomás de Aquino
43. Un puesto singular en este largo camino corresponde a santo Tomás, no sólo por el contenido de su doctrina, sino también por la relación dialogal que supo establecer con el pensamiento árabe y hebreo de su tiempo. En una época en la que los pensadores cristianos descubrieron los tesoros de la filosofía antigua, y más concretamente aristotélica, tuvo el gran mérito de destacar la armonía que existe entre la razón y la fe. Argumentaba que la luz de la razón y la luz de la fe proceden ambas de Dios; por tanto, no pueden contradecirse entre sí[44].
Más radicalmente, Tomás reconoce que la naturaleza, objeto propio de la filosofía, puede contribuir a la comprensión de la revelación divina. La fe, por tanto, no teme la razón, sino que la busca y confía en ella. Como la gracia supone la naturaleza y la perfecciona[45], así la fe supone y perfecciona la razón. Esta última, iluminada por la fe, es liberada de la fragilidad y de los límites que derivan de la desobediencia del pecado y encuentra la fuerza necesaria para elevarse al conocimiento del misterio de Dios Uno y Trino. Aun señalando con fuerza el carácter sobrenatural de la fe, el Doctor Angélico no ha olvidado el valor de su carácter racional; sino que ha sabido profundizar y precisar este sentido. En efecto, la fe es de algún modo «ejercicio del pensamiento»; la razón del hombre no queda anulada ni se envilece dando su asentimiento a los contenidos de la fe, que en todo caso se alcanzan mediante una opción libre y consciente[46].
Precisamente por este motivo la Iglesia ha propuesto siempre a santo Tomás como maestro de pensamiento y modelo del modo correcto de hacer teología. En este contexto, deseo recordar lo que escribió mi predecesor, el siervo de Dios Pablo VI, con ocasión del séptimo centenario de la muerte del Doctor Angélico: «No cabe duda que santo Tomás poseyó en grado eximio audacia para la búsqueda de la verdad, libertad de espíritu para afrontar problemas nuevos y la honradez intelectual propia de quien, no tolerando que el cristianismo se contamine con la filosofía pagana, sin embargo no rechaza a priori esta filosofía. Por eso ha pasado a la historia del pensamiento cristiano como precursor del nuevo rumbo de la filosofía y de la cultura universal. El punto capital y como el meollo de la solución casi profética a la nueva confrontación entre la razón y la fe, consiste en conciliar la secularidad del mundo con las exigencias radicales del Evangelio, sustrayéndose así a la tendencia innatural de despreciar el mundo y sus valores, pero sin eludir las exigencias supremas e inflexibles del orden sobrenatural»[47].
44. Una de las grandes intuiciones de santo Tomás es la que se refiere al papel que el Espíritu Santo realiza haciendo madurar en sabiduría la ciencia humana. Desde las primeras páginas de su Summa Theologiæ[48] el Aquinate quiere mostrar la primacía de aquella sabiduría que es don del Espíritu Santo e introduce en el conocimiento de las realidades divinas. Su teología permite comprender la peculiaridad de la sabiduría en su estrecho vínculo con la fe y el conocimiento de lo divino. Ella conoce por connaturalidad, presupone la fe y formula su recto juicio a partir de la verdad de la fe misma: «La sabiduría, don del Espíritu Santo, difiere de la que es virtud intelectual adquirida. Pues ésta se adquiere con esfuerzo humano, y aquélla viene de arriba, como Santiago dice. De la misma manera difiere también de la fe, porque la fe asiente a la verdad divina por sí misma; mas el juicio conforme con la verdad divina pertenece al don de la sabiduría»[49].
La prioridad reconocida a esta sabiduría no hace olvidar, sin embargo, al Doctor Angélico la presencia de otras dos formas de sabiduría complementarias: la filosófica, basada en la capacidad del intelecto para indagar la realidad dentro de sus límites connaturales, y la teológica, fundamentada en la Revelación y que examina los contenidos de la fe, llegando al misterio mismo de Dios.
Convencido profundamente de que «omne verum a quocumque dicatur a Spiritu Sancto est»[50], santo Tomás amó de manera desinteresada la verdad. La buscó allí donde pudiera manifestarse, poniendo de relieve al máximo su universalidad. El Magisterio de la Iglesia ha visto y apreciado en él la pasión por la verdad; su pensamiento, al mantenerse siempre en el horizonte de la verdad universal, objetiva y trascendente, alcanzó «cotas que la inteligencia humana jamás podría haber pensado»[51]. Con razón, pues, se le puede llamar «apóstol de la verdad»[52]. Precisamente porque la buscaba sin reservas, supo reconocer en su realismo la objetividad de la verdad. Su filosofía es verdaderamente la filosofía del ser y no del simple parecer.
El drama de la separación entre fe y razón
45. Con la aparición de las primeras universidades, la teología se confrontaba más directamente con otras formas de investigación y del saber científico. San Alberto Magno y santo Tomás, aun manteniendo un vínculo orgánico entre la teología y la filosofía, fueron los primeros que reconocieron la necesaria autonomía que la filosofía y las ciencias necesitan para dedicarse eficazmente a sus respectivos campos de investigación. Sin embargo, a partir de la baja Edad Media la legítima distinción entre los dos saberes se transformó progresivamente en una nefasta separación. Debido al excesivo espíritu racionalista de algunos pensadores, se radicalizaron las posturas, llegándose de hecho a una filosofía separada y absolutamente autónoma respecto a los contenidos de la fe. Entre las consecuencias de esta separación está el recelo cada vez mayor hacia la razón misma. Algunos comenzaron a profesar una desconfianza general, escéptica y agnóstica, bien para reservar mayor espacio a la fe, o bien para desacreditar cualquier referencia racional posible a la misma.
En resumen, lo que el pensamiento patrístico y medieval había concebido y realizado como unidad profunda, generadora de un conocimiento capaz de llegar a las formas más altas de la especulación, fue destruido de hecho por los sistemas que asumieron la posición de un conocimiento racional separado de la fe o alternativo a ella.
46. Las radicalizaciones más influyentes son conocidas y bien visibles, sobre todo en la historia de Occidente. No es exagerado afirmar que buena parte del pensamiento filosófico moderno se ha desarrollado alejándose progresivamente de la Revelación cristiana, hasta llegar a contraposiciones explícitas. En el siglo pasado, este movimiento alcanzó su culmen. Algunos representantes del idealismo intentaron de diversos modos transformar la fe y sus contenidos, incluso el misterio de la muerte y resurrección de Jesucristo, en estructuras dialécticas concebibles racionalmente. A este pensamiento se opusieron diferentes formas de humanismo ateo, elaboradas filosóficamente, que presentaron la fe como nociva y alienante para el desarrollo de la plena racionalidad. No tuvieron reparo en presentarse como nuevas religiones creando la base de proyectos que, en el plano político y social, desembocaron en sistemas totalitarios traumáticos para la humanidad.
En el ámbito de la investigación científica se ha ido imponiendo una mentalidad positivista que, no sólo se ha alejado de cualquier referencia a la visión cristiana del mundo, sino que, y principalmente, ha olvidado toda relación con la visión metafísica y moral. Consecuencia de esto es que algunos científicos, carentes de toda referencia ética, tienen el peligro de no poner ya en el centro de su interés la persona y la globalidad de su vida. Más aún, algunos de ellos, conscientes de las potencialidades inherentes al progreso técnico, parece que ceden, no sólo a la lógica del mercado, sino también a la tentación de un poder demiúrgico sobre la naturaleza y sobre el ser humano mismo.
Además, como consecuencia de la crisis del racionalismo, ha cobrado entidad el nihilismo. Como filosofía de la nada, logra tener cierto atractivo entre nuestros contemporáneos. Sus seguidores teorizan sobre la investigación como fin en sí misma, sin esperanza ni posibilidad alguna de alcanzar la meta de la verdad. En la interpretación nihilista la existencia es sólo una oportunidad para sensaciones y experiencias en las que tiene la primacía lo efímero. El nihilismo está en el origen de la difundida mentalidad según la cual no se debe asumir ningún compromiso definitivo, ya que todo es fugaz y provisional.
47. Por otra parte, no debe olvidarse que en la cultura moderna ha cambiado el papel mismo de la filosofía. De sabiduría y saber universal, se ha ido reduciendo progresivamente a una de tantas parcelas del saber humano; más aún, en algunos aspectos se la ha limitado a un papel del todo marginal. Mientras, otras formas de racionalidad se han ido afirmando cada vez con mayor relieve, destacando el carácter marginal del saber filosófico. Estas formas de racionalidad, en vez de tender a la contemplación de la verdad y a la búsqueda del fin último y del sentido de la vida, están orientadas —o, al menos, pueden orientarse— como «razón instrumental» al servicio de fines utilitaristas, de placer o de poder.
Desde mi primera Encíclica he señalado el peligro de absolutizar este camino, al afirmar: «El hombre actual parece estar siempre amenazado por lo que produce, es decir, por el resultado del trabajo de sus manos y más aún por el trabajo de su entendimiento, de las tendencias de su voluntad. Los frutos de esta múltiple actividad del hombre se traducen muy pronto y de manera a veces imprevisible en objeto de —alienación—, es decir, son pura y simplemente arrebatados a quien los ha producido; pero, al menos parcialmente, en la línea indirecta de sus efectos, esos frutos se vuelven contra el mismo hombre; ellos están dirigidos o pueden ser dirigidos contra él. En esto parece consistir el capítulo principal del drama de la existencia humana contemporánea en su dimensión más amplia y universal. El hombre por tanto vive cada vez más en el miedo. Teme que sus productos, naturalmente no todos y no la mayor parte, sino algunos y precisamente los que contienen una parte especial de su genialidad y de su iniciativa, puedan ser dirigidos de manera radical contra él mismo»[53].
En la línea de estas transformaciones culturales, algunos filósofos, abandonando la búsqueda de la verdad por sí misma, han adoptado como único objetivo el lograr la certeza subjetiva o la utilidad práctica. De aquí se desprende como consecuencia el ofuscamiento de la auténtica dignidad de la razón, que ya no es capaz de conocer lo verdadero y de buscar lo absoluto.
48. En este último período de la historia de la filosofía se constata, pues, una progresiva separación entre la fe y la razón filosófica. Es cierto que, si se observa atentamente, incluso en la reflexión filosófica de aquellos que han contribuido a aumentar la distancia entre fe y razón aparecen a veces gérmenes preciosos de pensamiento que, profundizados y desarrollados con rectitud de mente y corazón, pueden ayudar a descubrir el camino de la verdad. Estos gérmenes de pensamiento se encuentran, por ejemplo, en los análisis profundos sobre la percepción y la experiencia, lo imaginario y el inconsciente, la personalidad y la intersubjetividad, la libertad y los valores, el tiempo y la historia; incluso el tema de la muerte puede llegar a ser para todo pensador una seria llamada a buscar dentro de sí mismo el sentido auténtico de la propia existencia. Sin embargo, esto no quita que la relación actual entre la fe y la razón exija un atento esfuerzo de discernimiento, ya que tanto la fe como la razón se han empobrecido y debilitado una ante la otra. La razón, privada de la aportación de la Revelación, ha recorrido caminos secundarios que tienen el peligro de hacerle perder de vista su meta final. La fe, privada de la razón, ha subrayado el sentimiento y la experiencia, corriendo el riesgo de dejar de ser una propuesta universal. Es ilusorio pensar que la fe, ante una razón débil, tenga mayor incisividad; al contrario, cae en el grave peligro de ser reducida a mito o superstición. Del mismo modo, una razón que no tenga ante sí una fe adulta no se siente motivada a dirigir la mirada hacia la novedad y radicalidad del ser.
No es inoportuna, por tanto, mi llamada fuerte e incisiva para que la fe y la filosofía recuperen la unidad profunda que les hace capaces de ser coherentes con su naturaleza en el respeto de la recíproca autonomía. A la parresía de la fe debe corresponder la audacia de la razón.
CAPÍTULO V
INTERVENCIONES DEL
MAGISTERIO EN
CUESTIONES FILOSÓFICAS
El discernimiento del Magisterio como diaconía de la verdad
49. La Iglesia no propone una filosofía propia ni canoniza una filosofía en particular con menoscabo de otras[54]. El motivo profundo de esta cautela está en el hecho de que la filosofía, incluso cuando se relaciona con la teología, debe proceder según sus métodos y sus reglas; de otro modo, no habría garantías de que permanezca orientada hacia la verdad, tendiendo a ella con un procedimiento racionalmente controlable. De poca ayuda sería una filosofía que no procediese a la luz de la razón según sus propios principios y metodologías específicas. En el fondo, la raíz de la autonomía de la que goza la filosofía radica en el hecho de que la razón está por naturaleza orientada a la verdad y cuenta en sí misma con los medios necesarios para alcanzarla. Una filosofía consciente de este «estatuto constitutivo» suyo respeta necesariamente también las exigencias y las evidencias propias de la verdad revelada.
La historia ha mostrado, sin embargo, las desviaciones y los errores en los que no pocas veces ha incurrido el pensamiento filosófico, sobre todo moderno. No es tarea ni competencia del Magisterio intervenir para colmar las lagunas de un razonamiento filosófico incompleto. Por el contrario, es un deber suyo reaccionar de forma clara y firme cuando tesis filosóficas discutibles amenazan la comprensión correcta del dato revelado y cuando se difunden teorías falsas y parciales que siembran graves errores, confundiendo la simplicidad y la pureza de la fe del pueblo de Dios.
50. El Magisterio eclesiástico puede y debe, por tanto, ejercer con autoridad, a la luz de la fe, su propio discernimiento crítico en relación con las filosofías y las afirmaciones que se contraponen a la doctrina cristiana[55]. Corresponde al Magisterio indicar, ante todo, los presupuestos y conclusiones filosóficas que fueran incompatibles con la verdad revelada, formulando así las exigencias que desde el punto de vista de la fe se imponen a la filosofía. Además, en el desarrollo del saber filosófico han surgido diversas escuelas de pensamiento. Este pluralismo sitúa también al Magisterio ante la responsabilidad de expresar su juicio sobre la compatibilidad o no de las concepciones de fondo sobre las que estas escuelas se basan con las exigencias propias de la palabra de Dios y de la reflexión teológica.
La Iglesia tiene el deber de indicar lo que en un sistema filosófico puede ser incompatible con su fe. En efecto, muchos contenidos filosóficos, como los temas de Dios, del hombre, de su libertad y su obrar ético, la emplazan directamente porque afectan a la verdad revelada que ella custodia. Cuando nosotros los Obispos ejercemos este discernimiento tenemos la misión de ser «testigos de la verdad» en el cumplimiento de una diaconía humilde pero tenaz, que todos los filósofos deberían apreciar, en favor de la recta ratio, o sea, de la razón que reflexiona correctamente sobre la verdad.
51. Este discernimiento no debe entenderse en primer término de forma negativa, como si la intención del Magisterio fuera eliminar o reducir cualquier posible mediación. Al contrario, sus intervenciones se dirigen en primer lugar a estimular, promover y animar el pensamiento filosófico. Por otra parte, los filósofos son los primeros que comprenden la exigencia de la autocrítica, de la corrección de posible errores y de la necesidad de superar los límites demasiado estrechos en los que se enmarca su reflexión. Se debe considerar, de modo particular, que la verdad es una, aunque sus expresiones lleven la impronta de la historia y, aún más, sean obra de una razón humana herida y debilitada por el pecado. De esto resulta que ninguna forma histórica de filosofía puede legítimamente pretender abarcar toda la verdad, ni ser la explicación plena del ser humano, del mundo y de la relación del hombre con Dios.
Hoy además, ante la pluralidad de sistemas, métodos, conceptos y argumentos filosóficos, con frecuencia extremamente particularizados, se impone con mayor urgencia un discernimiento crítico a la luz de la fe. Este discernimiento no es fácil, porque si ya es difícil reconocer las capacidades propias e inalienables de la razón con sus límites constitutivos e históricos, más problemático aún puede resultar a veces discernir, en las propuestas filosóficas concretas, lo que desde el punto de vista de la fe ofrecen como válido y fecundo en comparación con lo que, en cambio, presentan como erróneo y peligroso. De todos modos, la Iglesia sabe que «los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» están ocultos en Cristo (Col 2, 3); por esto interviene animando la reflexión filosófica, para que no se cierre el camino que conduce al reconocimiento del misterio.
52. Las intervenciones del Magisterio de la Iglesia para expresar su pensamiento en relación con determinadas doctrinas filosóficas no son sólo recientes. Como ejemplo baste recordar, a lo largo de los siglos, los pronunciamientos sobre las teorías que sostenían la preexistencia de las almas[56], como también sobre las diversas formas de idolatría y de esoterismo supersticioso contenidas en tesis astrológicas[57]; sin olvidar los textos más sistemáticos contra algunas tesis del averroísmo latino, incompatibles con la fe cristiana[58].
Si la palabra del Magisterio se ha hecho oír más frecuentemente a partir de la mitad del siglo pasado ha sido porque en aquel período muchos católicos sintieron el deber de contraponer una filosofía propia a las diversas corrientes del pensamiento moderno. Por este motivo, el Magisterio de la Iglesia se vio obligado a vigilar que estas filosofías no se desviasen, a su vez, hacia formas erróneas y negativas. Fueron así censurados al mismo tiempo, por una parte, el fideísmo[59] y el tradicionalismo radical[60], por su desconfianza en las capacidades naturales de la razón; y por otra, el racionalismo[61] y el ontologismo[62], porque atribuían a la razón natural lo que es cognoscible sólo a la luz de la fe. Los contenidos positivos de este debate se formalizaron en la Constitución dogmática Dei Filius, con la que por primera vez un Concilio ecuménico, el Vaticano I, intervenía solemnemente sobre las relaciones entre la razón y la fe. La enseñanza contenida en este texto influyó con fuerza y de forma positiva en la investigación filosófica de muchos creyentes y es todavía hoy un punto de referencia normativo para una correcta y coherente reflexión cristiana en este ámbito particular.
53. Las intervenciones del Magisterio se han ocupado no tanto de tesis filosóficas concretas, como de la necesidad del conocimiento racional y, por tanto, filosófico para la inteligencia de la fe. El Concilio Vaticano I, sintetizando y afirmando de forma solemne las enseñanzas que de forma ordinaria y constante el Magisterio pontificio había propuesto a los fieles, puso de relieve lo inseparables y al mismo tiempo irreducibles que son el conocimiento natural de Dios y la Revelación, la razón y la fe. El Concilio partía de la exigencia fundamental, presupuesta por la Revelación misma, de la cognoscibilidad natural de la existencia de Dios, principio y fin de todas las cosas[63], y concluía con la afirmación solemne ya citada: «Hay un doble orden de conocimiento, distinto no sólo por su principio, sino también por su objeto»[64]. Era pues necesario afirmar, contra toda forma de racionalismo, la distinción entre los misterios de la fe y los hallazgos filosóficos, así como la trascendencia y precedencia de aquéllos respecto a éstos; por otra parte, frente a las tentaciones fideístas, era preciso recalcar la unidad de la verdad y, por consiguiente también, la aportación positiva que el conocimiento racional puede y debe dar al conocimiento de la fe: «Pero, aunque la fe esté por encima de la razón; sin embargo, ninguna verdadera disensión puede jamás darse entre la fe y la razón, como quiera que el mismo Dios que revela los misterios e infunde la fe, puso dentro del alma humana la luz de la razón, y Dios no puede negarse a sí mismo ni la verdad contradecir jamás a la verdad»[65].
54. También en nuestro siglo el Magisterio ha vuelto sobre el tema en varias ocasiones llamando la atención contra la tentación racionalista. En este marco se deben situar las intervenciones del Papa san Pío X, que puso de relieve cómo en la base del modernismo se hallan aserciones filosóficas de orientación fenoménica, agnóstica e inmanentista[66]. Tampoco se puede olvidar la importancia que tuvo el rechazo católico de la filosofía marxista y del comunismo ateo[67].
Posteriormente el Papa Pío XII hizo oír su voz cuando, en la Encíclica Humani generis, llamó la atención sobre las interpretaciones erróneas relacionadas con las tesis del evolucionismo, del existencialismo y del historicismo. Precisaba que estas tesis habían sido elaboradas y eran propuestas no por teólogos, sino que tenían su origen «fuera del redil de Cristo»[68]; así mismo, añadía que estas desviaciones debían ser no sólo rechazadas, sino además examinadas críticamente: «Ahora bien, a los teólogos y filósofos católicos, a quienes incumbe el grave cargo de defender la verdad divina y humana y sembrarla en las almas de los hombres, no les es lícito ni ignorar ni descuidar esas opiniones que se apartan más o menos del recto camino. Más aún, es menester que las conozcan a fondo, primero porque no se curan bien las enfermedades si no son de antemano debidamente conocidas; luego, porque alguna vez en esos mismos falsos sistemas se esconde algo de verdad; y, finalmente, porque estimulan la mente a investigar y ponderar con más diligencia algunas verdades filosóficas y teológicas»[69].
Por último, también la Congregación para la Doctrina de la Fe, en cumplimiento de su específica tarea al servicio del magisterio universal del Romano Pontífice[70], ha debido intervenir para señalar el peligro que comporta asumir acríticamente, por parte de algunos teólogos de la liberación, tesis y metodologías derivadas del marxismo[71].
Así pues, en el pasado el Magisterio ha ejercido repetidamente y bajo diversas modalidades el discernimiento en materia filosófica. Todo lo que mis Venerados Predecesores han enseñado es una preciosa contribución que no se puede olvidar.
55. Si consideramos nuestra situación actual, vemos que vuelven los problemas del pasado, pero con nuevas peculiaridades. No se trata ahora sólo de cuestiones que interesan a personas o grupos concretos, sino de convicciones tan difundidas en el ambiente que llegan a ser en cierto modo mentalidad común. Tal es, por ejemplo, la desconfianza radical en la razón que manifiestan las exposiciones más recientes de muchos estudios filosóficos. Al respecto, desde varios sectores se ha hablado del «final de la metafísica»: se pretende que la filosofía se contente con objetivos más modestos, como la simple interpretación del hecho o la mera investigación sobre determinados campos del saber humano o sobre sus estructuras.
En la teología misma vuelven a aparecer las tentaciones del pasado. Por ejemplo, en algunas teologías contemporáneas se abre camino nuevamente un cierto racionalismo, sobre todo cuando se toman como norma para la investigación filosófica afirmaciones consideradas filosóficamente fundadas. Esto sucede principalmente cuando el teólogo, por falta de competencia filosófica, se deja condicionar de forma acrítica por afirmaciones que han entrado ya en el lenguaje y en la cultura corriente, pero que no tienen suficiente base racional[72].
Tampoco faltan rebrotes peligrosos de fideísmo, que no acepta la importancia del conocimiento racional y de la reflexión filosófica para la inteligencia de la fe y, más aún, para la posibilidad misma de creer en Dios. Una expresión de esta tendencia fideísta difundida hoy es el «biblicismo», que tiende a hacer de la lectura de la Sagrada Escritura o de su exégesis el único punto de referencia para la verdad. Sucede así que se identifica la palabra de Dios solamente con la Sagrada Escritura, vaciando así de sentido la doctrina de la Iglesia confirmada expresamente por el Concilio Ecuménico Vaticano II. La Constitución Dei Verbum, después de recordar que la palabra de Dios está presente tanto en los textos sagrados como en la Tradición[73], afirma claramente: «La Tradición y la Escritura constituyen el depósito sagrado de la palabra de Dios, confiado a la Iglesia. Fiel a dicho depósito, el pueblo cristiano entero, unido a sus pastores, persevera siempre en la doctrina apostólica»[74]. La Sagrada Escritura, por tanto, no es el único punto de referencia para la Iglesia. En efecto, la «suprema norma de su fe»[75] proviene de la unidad que el Espíritu ha puesto entre la Sagrada Tradición, la Sagrada Escritura y el Magisterio de la Iglesia en una reciprocidad tal que los tres no pueden subsistir de forma independiente[76].
No hay que infravalorar, además, el peligro de la aplicación de una sola metodología para llegar a la verdad de la Sagrada Escritura, olvidando la necesidad de una exégesis más amplia que permita comprender, junto con toda la Iglesia, el sentido pleno de los textos. Cuantos se dedican al estudio de las Sagradas Escrituras deben tener siempre presente que las diversas metodologías hermenéuticas se apoyan en una determinada concepción filosófica. Por ello, es preciso analizarla con discernimiento antes de aplicarla a los textos sagrados.
Otras formas latentes de fideísmo se pueden reconocer en la escasa consideración que se da a la teología especulativa, como también en el desprecio de la filosofía clásica, de cuyas nociones han extraído sus términos tanto la inteligencia de la fe como las mismas formulaciones dogmáticas. El Papa Pío XII, de venerada memoria, llamó la atención sobre este olvido de la tradición filosófica y sobre el abandono de las terminologías tradicionales[77].
56. En definitiva, se nota una difundida desconfianza hacia las afirmaciones globales y absolutas, sobre todo por parte de quienes consideran que la verdad es el resultado del consenso y no de la adecuación del intelecto a la realidad objetiva. Ciertamente es comprensible que, en un mundo dividido en muchos campos de especialización, resulte difícil reconocer el sentido total y último de la vida que la filosofía ha buscado tradicionalmente. No obstante, a la luz de la fe que reconoce en Jesucristo este sentido último, debo animar a los filósofos, cristianos o no, a confiar en la capacidad de la razón humana y a no fijarse metas demasiado modestas en su filosofar. La lección de la historia del milenio que estamos concluyendo testimonia que éste es el camino a seguir: es preciso no perder la pasión por la verdad última y el anhelo por su búsqueda, junto con la audacia de descubrir nuevos rumbos. La fe mueve a la razón a salir de todo aislamiento y a apostar de buen grado por lo que es bello, bueno y verdadero. Así, la fe se hace abogada convencida y convincente de la razón.
El interés de la Iglesia por la filosofía
57. El Magisterio no se ha limitado sólo a mostrar los errores y las desviaciones de las doctrinas filosóficas. Con la misma atención ha querido reafirmar los principios fundamentales para una genuina renovación del pensamiento filosófico, indicando también las vías concretas a seguir. En este sentido, el Papa León XIII con su Encíclica Æterni Patris dio un paso de gran alcance histórico para la vida de la Iglesia. Este texto ha sido hasta hoy el único documento pontificio de esa categoría dedicado íntegramente a la filosofía. El gran Pontífice recogió y desarrolló las enseñanzas del Concilio Vaticano I sobre la relación entre fe y razón, mostrando cómo el pensamiento filosófico es una aportación fundamental para la fe y la ciencia teológica[78]. Más de un siglo después, muchas indicaciones de aquel texto no han perdido nada de su interés tanto desde el punto de vista práctico como pedagógico; sobre todo, lo relativo al valor incomparable de la filosofía de santo Tomás. El proponer de nuevo el pensamiento del Doctor Angélico era para el Papa León XIII el mejor camino para recuperar un uso de la filosofía conforme a las exigencias de la fe. Afirmaba que santo Tomás, «distinguiendo muy bien la razón de la fe, como es justo, pero asociándolas amigablemente, conservó los derechos de una y otra, y proveyó a su dignidad»[79].
58. Son conocidas las numerosas y oportunas consecuencias de aquella propuesta pontificia. Los estudios sobre el pensamiento de santo Tomás y de otros autores escolásticos recibieron nuevo impulso. Se dio un vigoroso empuje a los estudios históricos, con el consiguiente descubrimiento de las riquezas del pensamiento medieval, muy desconocidas hasta aquel momento, y se formaron nuevas escuelas tomistas. Con la aplicación de la metodología histórica, el conocimiento de la obra de santo Tomás experimentó grandes avances y fueron numerosos los estudiosos que con audacia llevaron la tradición tomista a la discusión de los problemas filosóficos y teológicos de aquel momento. Los teólogos católicos más influyentes de este siglo, a cuya reflexión e investigación debe mucho el Concilio Vaticano II, son hijos de esta renovación de la filosofía tomista. La Iglesia ha podido así disponer, a lo largo del siglo XX, de un número notable de pensadores formados en la escuela del Doctor Angélico.
59. La renovación tomista y neotomista no ha sido el único signo de restablecimiento del pensamiento filosófico en la cultura de inspiración cristiana. Ya antes, y paralelamente a la propuesta de León XIII, habían surgido no pocos filósofos católicos que elaboraron obras filosóficas de gran influjo y de valor perdurable, enlazando con corrientes de pensamiento más recientes, de acuerdo con una metodología propia. Hubo quienes lograron síntesis de tan alto nivel que no tienen nada que envidiar a los grandes sistemas del idealismo; quienes, además, pusieron las bases epistemológicas para una nueva reflexión sobre la fe a la luz de una renovada comprensión de la conciencia moral; quienes, además, crearon una filosofía que, partiendo del análisis de la inmanencia, abría el camino hacia la trascendencia; y quienes, por último, intentaron conjugar las exigencias de la fe en el horizonte de la metodología fenomenológica. En definitiva, desde diversas perspectivas se han seguido elaborando formas de especulación filosófica que han buscado mantener viva la gran tradición del pensamiento cristiano en la unidad de la fe y la razón.
60. El Concilio Ecuménico Vaticano II, por su parte, presenta una enseñanza muy rica y fecunda en relación con la filosofía. No puedo olvidar, sobre todo en el contexto de esta Encíclica, que un capítulo de la Constitución Gaudium et spes es casi un compendio de antropología bíblica, fuente de inspiración también para la filosofía. En aquellas páginas se trata del valor de la persona humana creada a imagen de Dios, se fundamenta su dignidad y superioridad sobre el resto de la creación y se muestra la capacidad trascendente de su razón[80]. También el problema del ateísmo es considerado en la Gaudium et spes, exponiendo bien los errores de esta visión filosófica, sobre todo en relación con la dignidad inalienable de la persona y de su libertad[81]. Ciertamente tiene también un profundo significado filosófico la expresión culminante de aquellas páginas, que he citado en mi primera Encíclica Redemptor hominis y que representa uno de los puntos de referencia constante de mi enseñanza: «Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Pues Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, de Cristo, el Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación»[82].
El Concilio se ha ocupado también del estudio de la filosofía, al que deben dedicarse los candidatos al sacerdocio; se trata de recomendaciones extensibles más en general a la enseñanza cristiana en su conjunto. Afirma el Concilio: «Las asignaturas filosóficas deben ser enseñadas de tal manera que los alumnos lleguen, ante todo, a adquirir un conocimiento fundado y coherente del hombre, del mundo y de Dios, basados en el patrimonio filosófico válido para siempre, teniendo en cuenta también las investigaciones filosóficas de cada tiempo»[83].
Estas directrices han sido confirmadas y especificadas en otros documentos magisteriales con el fin de garantizar una sólida formación filosófica, sobre todo para quienes se preparan a los estudios teológicos. Por mi parte, en varias ocasiones he señalado la importancia de esta formación filosófica para los que deberán un día, en la vida pastoral, enfrentarse a las exigencias del mundo contemporáneo y examinar las causas de ciertos comportamientos para darles una respuesta adecuada[84].
61. Si en diversas circunstancias ha sido necesario intervenir sobre este tema, reiterando el valor de las intuiciones del Doctor Angélico e insistiendo en el conocimiento de su pensamiento, se ha debido a que las directrices del Magisterio no han sido observadas siempre con la deseable disponibilidad. En muchas escuelas católicas, en los años que siguieron al Concilio Vaticano II, se pudo observar al respecto una cierta decadencia debido a una menor estima, no sólo de la filosofía escolástica, sino más en general del mismo estudio de la filosofía. Con sorpresa y pena debo constatar que no pocos teólogos comparten este desinterés por el estudio de la filosofía.
Varios son los motivos de esta poca estima. En primer lugar, debe tenerse en cuenta la desconfianza en la razón que manifiesta gran parte de la filosofía contemporánea, abandonando ampliamente la búsqueda metafísica sobre las preguntas últimas del hombre, para concentrar su atención en los problemas particulares y regionales, a veces incluso puramente formales. Se debe añadir además el equívoco que se ha creado sobre todo en relación con las «ciencias humanas». El Concilio Vaticano II ha remarcado varias veces el valor positivo de la investigación científica para un conocimiento más profundo del misterio del hombre[85]. La invitación a los teólogos para que conozcan estas ciencias y, si es menester, las apliquen correctamente en su investigación no debe, sin embargo, ser interpretada como una autorización implícita a marginar la filosofía o a sustituirla en la formación pastoral y en la præparatio fidei. No se puede olvidar, por último, el renovado interés por la inculturación de la fe. De modo particular, la vida de las Iglesias jóvenes ha permitido descubrir, junto a elevadas formas de pensamiento, la presencia de múltiples expresiones de sabiduría popular. Esto es un patrimonio real de cultura y de tradiciones. Sin embargo, el estudio de las usanzas tradicionales debe ir de acuerdo con la investigación filosófica. Ésta permitirá sacar a luz los aspectos positivos de la sabiduría popular, creando su necesaria relación con el anuncio del Evangelio[86].
62. Deseo reafirmar decididamente que el estudio de la filosofía tiene un carácter fundamental e imprescindible en la estructura de los estudios teológicos y en la formación de los candidatos al sacerdocio. No es casual que el curriculum de los estudios teológicos vaya precedido por un período de tiempo en el cual está previsto una especial dedicación al estudio de la filosofía. Esta opción, confirmada por el Concilio Laterano V[87], tiene sus raíces en la experiencia madurada durante la Edad Media, cuando se puso en evidencia la importancia de una armonía constructiva entre el saber filosófico y el teológico. Esta ordenación de los estudios ha influido, facilitado y promovido, incluso de forma indirecta, una buena parte del desarrollo de la filosofía moderna. Un ejemplo significativo es la influencia ejercida por las Disputationes metaphysicæ de Francisco Suárez, que tuvieron eco hasta en las universidades luteranas alemanas. Por el contrario, la desaparición de esta metodología causó graves carencias tanto en la formación sacerdotal como en la investigación teológica. Téngase en cuenta, por ejemplo, en la falta de interés por el pensamiento y la cultura moderna, que ha llevado al rechazo de cualquier forma de diálogo o a la acogida indiscriminada de cualquier filosofía.
Espero firmemente que estas dificultades se superen con una inteligente formación filosófica y teológica, que nunca debe faltar en la Iglesia.
63. Apoyado en las razones señaladas, me ha parecido urgente poner de relieve con esta Encíclica el gran interés que la Iglesia tiene por la filosofía; más aún, el vínculo íntimo que une el trabajo teológico con la búsqueda filosófica de la verdad. De aquí deriva el deber que tiene el Magisterio de discernir y estimular un pensamiento filosófico que no sea discordante con la fe. Mi objetivo es proponer algunos principios y puntos de referencia que considero necesarios para instaurar una relación armoniosa y eficaz entre la teología y la filosofía. A su luz será posible discernir con mayor claridad la relación que la teología debe establecer con los diversos sistemas y afirmaciones filosóficas, que presenta el mundo actual.
CAPÍTULO VI
INTERACCIÓN ENTRE
TEOLOGÍA Y FILOSOFÍA
La ciencia de la fe y las exigencias de la razón filosófica
64. La palabra de Dios se dirige a cada hombre, en todos los tiempos y lugares de la tierra; y el hombre es naturalmente filósofo. Por su parte, la teología, en cuanto elaboración refleja y científica de la inteligencia de esta palabra a la luz de la fe, no puede prescindir de relacionarse con las filosofías elaboradas de hecho a lo largo de la historia, tanto para algunos de sus procedimientos como también para lograr sus tareas específicas. Sin querer indicar a los teólogos metodologías particulares, cosa que no atañe al Magisterio, deseo más bien recordar algunos cometidos propios de la teología, en las que el recurso al pensamiento filosófico se impone por la naturaleza misma de la Palabra revelada.
65. La teología se organiza como ciencia de la fe a la luz de un doble principio metodológico: el auditus fidei y el intellectus fidei. Con el primero, asume los contenidos de la Revelación tal y como han sido explicitados progresivamente en la Sagrada Tradición, la Sagrada Escritura y el Magisterio vivo de la Iglesia[88]. Con el segundo, la teología quiere responder a las exigencias propias del pensamiento mediante la reflexión especulativa.
En cuanto a la preparación de un correcto auditus fidei, la filosofía ofrece a la teología su peculiar aportación al tratar sobre la estructura del conocimiento y de la comunicación personal y, en particular, sobre las diversas formas y funciones del lenguaje. Igualmente es importante la aportación de la filosofía para una comprensión más coherente de la Tradición eclesial, de los pronunciamientos del Magisterio y de las sentencias de los grandes maestros de la teología. En efecto, estos se expresan con frecuencia usando conceptos y formas de pensamiento tomados de una determinada tradición filosófica. En este caso, el teólogo debe no sólo exponer los conceptos y términos con los que la Iglesia reflexiona y elabora su enseñanza, sino también conocer a fondo los sistemas filosóficos que han influido eventualmente tanto en las nociones como en la terminología, para llegar así a interpretaciones correctas y coherentes.
66. En relación con el intellectus fidei, se debe considerar ante todo que la Verdad divina, «como se nos propone en las Escrituras interpretadas según la sana doctrina de la Iglesia»[89], goza de una inteligibilidad propia con tanta coherencia lógica que se propone como un saber auténtico. El intellectus fidei explicita esta verdad, no sólo asumiendo las estructuras lógicas y conceptuales de las proposiciones en las que se articula la enseñanza de la Iglesia, sino también, y primariamente, mostrando el significado de salvación que estas proposiciones contienen para el individuo y la humanidad. Gracias al conjunto de estas proposiciones el creyente llega a conocer la historia de la salvación, que culmina en la persona de Jesucristo y en su misterio pascual. En este misterio participa con su asentimiento de fe.
Por su parte, la teología dogmática debe ser capaz de articular el sentido universal del misterio de Dios Uno y Trino y de la economía de la salvación tanto de forma narrativa, como sobre todo de forma argumentativa. Esto es, debe hacerlo mediante expresiones conceptuales, formuladas de modo crítico y comunicables universalmente. En efecto, sin la aportación de la filosofía no se podrían ilustrar contenidos teológicos como, por ejemplo, el lenguaje sobre Dios, las relaciones personales dentro de la Trinidad, la acción creadora de Dios en el mundo, la relación entre Dios y el hombre, y la identidad de Cristo que es verdadero Dios y verdadero hombre. Las mismas consideraciones valen para diversos temas de la teología moral, donde es inmediato el recurso a conceptos como ley moral, conciencia, libertad, responsabilidad personal, culpa, etc., que son definidos por la ética filosófica.
Es necesario, por tanto, que la razón del creyente tenga un conocimiento natural, verdadero y coherente de las cosas creadas, del mundo y del hombre, que son también objeto de la revelación divina; más todavía, debe ser capaz de articular dicho conocimiento de forma conceptual y argumentativa. La teología dogmática especulativa, por tanto, presupone e implica una filosofía del hombre, del mundo y, más radicalmente, del ser, fundada sobre la verdad objetiva.
67. La teología fundamental, por su carácter propio de disciplina que tiene la misión de dar razón de la fe (cfr. 1 Pe 3, 15), debe encargarse de justificar y explicitar la relación entre la fe y la reflexión filosófica. Ya el Concilio Vaticano I, recordando la enseñanza paulina (cfr. Rm 1, 19-20), había llamado la atención sobre el hecho de que existen verdades cognoscibles naturalmente y, por consiguiente, filosóficamente. Su conocimiento constituye un presupuesto necesario para acoger la revelación de Dios. Al estudiar la Revelación y su credibilidad, junto con el correspondiente acto de fe, la teología fundamental debe mostrar cómo, a la luz de lo conocido por la fe, emergen algunas verdades que la razón ya posee en su camino autónomo de búsqueda. La Revelación les da pleno sentido, orientándolas hacia la riqueza del misterio revelado, en el cual encuentran su fin último. Piénsese, por ejemplo, en el conocimiento natural de Dios, en la posibilidad de discernir la revelación divina de otros fenómenos, en el reconocimiento de su credibilidad, en la aptitud del lenguaje humano para hablar de forma significativa y verdadera incluso de lo que supera toda experiencia humana. La razón es llevada por todas estas verdades a reconocer la existencia de una vía realmente propedéutica a la fe, que puede desembocar en la acogida de la Revelación, sin menoscabar en nada sus propios principios y su autonomía[90].
Del mismo modo, la teología fundamental debe mostrar la íntima compatibilidad entre la fe y su exigencia fundamental de ser explicitada mediante una razón capaz de dar su asentimiento en plena libertad. Así, la fe sabrá mostrar «plenamente el camino a una razón que busca sinceramente la verdad. De este modo, la fe, don de Dios, a pesar de no fundarse en la razón, ciertamente no puede prescindir de ella; al mismo tiempo, la razón necesita fortalecerse mediante la fe, para descubrir los horizontes a los que no podría llegar por sí misma»[91].
68. La teología moral necesita aún más la aportación filosófica. En efecto, en la Nueva Alianza la vida humana está mucho menos reglamentada por prescripciones que en la Antigua. La vida en el Espíritu lleva a los creyentes a una libertad y responsabilidad que van más allá de la Ley misma. El Evangelio y los escritos apostólicos proponen tanto principios generales de conducta cristiana como enseñanzas y preceptos concretos. Para aplicarlos a las circunstancias particulares de la vida individual y social, el cristiano debe ser capaz de emplear a fondo su conciencia y la fuerza de su razonamiento. Con otras palabras, esto significa que la teología moral debe acudir a una visión filosófica correcta tanto de la naturaleza humana y de la sociedad como de los principios generales de una decisión ética.
69. Se puede tal vez objetar que en la situación actual el teólogo debería acudir, más que a la filosofía, a la ayuda de otras formas del saber humano, como la historia y sobre todo las ciencias, cuyos recientes y extraordinarios progresos son admirados por todos. Algunos sostienen, en sintonía con la difundida sensibilidad sobre la relación entre fe y culturas, que la teología debería dirigirse preferentemente a las sabidurías tradicionales, más que a una filosofía de origen griego y de carácter eurocéntrico. Otros, partiendo de una concepción errónea del pluralismo de las culturas, niegan simplemente el valor universal del patrimonio filosófico asumido por la Iglesia.
Estas observaciones, presentes ya en las enseñanzas conciliares[92], tienen una parte de verdad. La referencia a las ciencias, útil en muchos casos porque permite un conocimiento más completo del objeto de estudio, no debe sin embargo hacer olvidar la necesaria mediación de una reflexión típicamente filosófica, crítica y dirigida a lo universal, exigida además por un intercambio fecundo entre las culturas. Debo subrayar que no hay que limitarse al caso individual y concreto, olvidando la tarea primaria de manifestar el carácter universal del contenido de fe. Además, no hay que olvidar que la aportación peculiar del pensamiento filosófico permite discernir, tanto en las diversas concepciones de la vida como en las culturas, «no lo que piensan los hombres, sino cuál es la verdad objetiva»[93]. Sólo la verdad, y no las diferentes opiniones humanas, puede servir de ayuda a la teología.
70. El tema de la relación con las culturas merece una reflexión específica, aunque no pueda ser exhaustiva, debido a sus implicaciones en el campo filosófico y teológico. El proceso de encuentro y confrontación con las culturas es una experiencia que la Iglesia ha vivido desde los comienzos de la predicación del Evangelio. El mandato de Cristo a los discípulos de ir a todas partes «hasta los confines de la tierra» (Hch, 1, 8) para transmitir la verdad por Él revelada, permitió a la comunidad cristiana verificar bien pronto la universalidad del anuncio y los obstáculos derivados de la diversidad de las culturas. Un pasaje de la Carta de san Pablo a los cristianos de Éfeso ofrece una valiosa ayuda para comprender cómo la comunidad primitiva afrontó este problema. Escribe el Apóstol: «Mas ahora, en Cristo Jesús, vosotros, los que en otro tiempo estabais lejos, habéis llegado a estar cerca por la sangre de Cristo. Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba» (2, 13-14).
A la luz de este texto nuestra reflexión considera también la transformación que se dio en los Gentiles cuando llegaron a la fe. Ante la riqueza de la salvación realizada por Cristo, caen las barreras que separan las diversas culturas. La promesa de Dios en Cristo llega a ser, ahora, una oferta universal, no ya limitada a un pueblo concreto, con su lengua y costumbres, sino extendida a todos como un patrimonio del que cada uno puede libremente participar. Desde lugares y tradiciones diferentes todos están llamados en Cristo a participar en la unidad de la familia de los hijos de Dios. Cristo permite a los dos pueblos llegar a ser «uno». Aquellos que eran «los alejados» se hicieron «los cercanos» gracias a la novedad realizada por el misterio pascual. Jesús derriba los muros de la división y realiza la unificación de forma original y suprema mediante la participación en su misterio. Esta unidad es tan profunda que la Iglesia puede decir con san Pablo: «Ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios» (Ef 2, 19).
En una expresión tan simple está descrita una gran verdad: el encuentro de la fe con las diversas culturas de hecho ha dado vida a una realidad nueva. Las culturas, cuando están profundamente enraizadas en lo humano, llevan consigo el testimonio de la apertura típica del hombre a lo universal y a la trascendencia. Por ello, ofrecen modos diversos de acercamiento a la verdad, que son de indudable utilidad para el hombre al que sugieren valores capaces de hacer cada vez más humana su existencia[94]. Como además las culturas evocan los valores de las tradiciones antiguas, llevan consigo —aunque de manera implícita, pero no por ello menos real— la referencia a la manifestación de Dios en la naturaleza, como se ha visto precedentemente hablando de los textos sapienciales y de las enseñanzas de san Pablo.
71. Las culturas, estando en estrecha relación con los hombres y con su historia, comparten el dinamismo propio del tiempo humano. Se aprecian en consecuencia transformaciones y progresos debidos a los encuentros entre los hombres y a los intercambios recíprocos de sus modelos de vida. Las culturas se alimentan de la comunicación de valores, y su vitalidad y subsistencia proceden de su capacidad de permanecer abiertas a la acogida de lo nuevo. ¿Cuál es la explicación de este dinamismo? Cada hombre está inmerso en una cultura, de ella depende y sobre ella influye. Él es al mismo tiempo hijo y padre de la cultura a la que pertenece. En cada expresión de su vida, lleva consigo algo que lo diferencia del resto de la creación: su constante apertura al misterio y su inagotable deseo de conocer. En consecuencia, toda cultura lleva impresa y deja entrever la tensión hacia una plenitud. Se puede decir, pues, que la cultura tiene en sí misma la posibilidad de acoger la revelación divina.
La forma en la que los cristianos viven la fe está también impregnada por la cultura del ambiente circundante y contribuye, a su vez, a modelar progresivamente sus características. Los cristianos aportan a cada cultura la verdad inmutable de Dios, revelada por Él en la historia y en la cultura de un pueblo. A lo largo de los siglos se sigue produciendo el acontecimiento del que fueron testigos los peregrinos presentes en Jerusalén el día de Pentecostés. Escuchando a los Apóstoles se preguntaban: «¿Es que no son galileos todos estos que están hablando? Pues ¿cómo cada uno de nosotros les oímos en nuestra propia lengua nativa? Partos, medos y elamitas; habitantes de Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto, Asia, Frigia, Panfilia, Egipto, la parte de Libia fronteriza con Cirene, forasteros romanos, judíos y prosélitos, cretenses y árabes, todos les oímos hablar en nuestra lengua las maravillas de Dios» (Hch 2, 7-11). El anuncio del Evangelio en las diversas culturas, aunque exige de cada destinatario la adhesión de la fe, no les impide conservar una identidad cultural propia. Ello no crea división alguna, porque el pueblo de los bautizados se distingue por una universalidad que sabe acoger cada cultura, favoreciendo el progreso de lo que en ella hay de implícito hacia su plena explicitación en la verdad.
De esto deriva que una cultura nunca puede ser criterio de juicio y menos aún criterio último de verdad en relación con la revelación de Dios. El Evangelio no es contrario a una u otra cultura como si, entrando en contacto con ella, quisiera privarla de lo que le pertenece obligándola a asumir formas extrínsecas no conformes a la misma. Al contrario, el anuncio que el creyente lleva al mundo y a las culturas es una forma real de liberación de los desórdenes introducidos por el pecado y, al mismo tiempo, una llamada a la verdad plena. En este encuentro, las culturas no sólo no se ven privadas de nada, sino que por el contrario son animadas a abrirse a la novedad de la verdad evangélica recibiendo incentivos para ulteriores desarrollos.
72. El hecho de que la misión evangelizadora haya encontrado en su camino primero a la filosofía griega, no significa en modo alguno que excluya otras aportaciones. Hoy, a medida que el Evangelio entra en contacto con áreas culturales que han permanecido hasta ahora fuera del ámbito de irradiación del cristianismo, se abren nuevos cometidos a la inculturación. Se presentan a nuestra generación problemas análogos a los que la Iglesia tuvo que afrontar en los primeros siglos.
Mi pensamiento se dirige espontáneamente a las tierras del Oriente, ricas de tradiciones religiosas y filosóficas muy antiguas. Entre ellas, la India ocupa un lugar particular. Un gran movimiento espiritual lleva el pensamiento indio a la búsqueda de una experiencia que, liberando el espíritu de los condicionamientos del tiempo y del espacio, tenga valor absoluto. En el dinamismo de esta búsqueda de liberación se sitúan grandes sistemas metafísicos.
Corresponde a los cristianos de hoy, sobre todo a los de la India, sacar de este rico patrimonio los elementos compatibles con su fe de modo que enriquezcan el pensamiento cristiano. Para esta obra de discernimiento, que encuentra su inspiración en la Declaración conciliar Nostra ætate, tendrán en cuenta varios criterios. El primero es el de la universalidad del espíritu humano, cuyas exigencias fundamentales son idénticas en las culturas más diversas. El segundo, derivado del primero, consiste en que cuando la Iglesia entra en contacto con grandes culturas a las que anteriormente no había llegado, no puede olvidar lo que ha adquirido en la inculturación en el pensamiento grecolatino. Rechazar esta herencia sería ir en contra del designio providencial de Dios, que conduce su Iglesia por los caminos del tiempo y de la historia. Este criterio, además, vale para la Iglesia de cada época, también para la del mañana, que se sentirá enriquecida por los logros alcanzados en el actual contacto con las culturas orientales y encontrará en este patrimonio nuevas indicaciones para entrar en diálogo fructuoso con las culturas que la humanidad hará florecer en su camino hacia el futuro. En tercer lugar, hay que evitar confundir la legítima reivindicación de lo específico y original del pensamiento indio con la idea de que una tradición cultural deba encerrarse en su diferencia y afirmarse en su oposición a otras tradiciones, lo cual es contrario a la naturaleza misma del espíritu humano.
Lo que se ha dicho aquí de la India vale también para el patrimonio de las grandes culturas de la China, el Japón y de los demás países de Asia, así como para las riquezas de las culturas tradicionales de África, transmitidas sobre todo por vía oral.
73. A la luz de estas consideraciones, la relación que ha de instaurarse oportunamente entre la teología y la filosofía debe estar marcada por la circularidad. Para la teología, el punto de partida y la fuente original debe ser siempre la palabra de Dios revelada en la historia, mientras que el objetivo final no puede ser otro que la inteligencia de ésta, profundizada progresivamente a través de las generaciones. Por otra parte, ya que la palabra de Dios es Verdad (cfr. Jn 17, 17), favorecerá su mejor comprensión la búsqueda humana de la verdad, o sea el filosofar, desarrollado en el respeto de sus propias leyes. No se trata simplemente de utilizar, en la reflexión teológica, uno u otro concepto o aspecto de un sistema filosófico, sino que es decisivo que la razón del creyente emplee sus capacidades de reflexión en la búsqueda de la verdad dentro de un proceso en el que, partiendo de la palabra de Dios, se esfuerza por alcanzar su mejor comprensión. Es claro además que, moviéndose entre estos dos polos —la palabra de Dios y su mejor conocimiento—, la razón está como alertada, y en cierto modo guiada, para evitar caminos que la podrían conducir fuera de la Verdad revelada y, en definitiva, fuera de la verdad pura y simple; más aún, es animada a explorar vías que por sí sola no habría siquiera sospechado poder recorrer. De esta relación de circularidad con la palabra de Dios la filosofía sale enriquecida, porque la razón descubre nuevos e inesperados horizontes.
74. La fecundidad de semejante relación se confirma con las vicisitudes personales de grandes teólogos cristianos que destacaron también como grandes filósofos, dejando escritos de tan alto valor especulativo que justifica ponerlos junto a los maestros de la filosofía antigua. Esto vale tanto para los Padres de la Iglesia, entre los que es preciso citar al menos los nombres de san Gregorio Nacianceno y san Agustín, como para los Doctores medievales, entre los cuales destaca la gran tríada de san Anselmo, san Buenaventura y santo Tomás de Aquino. La fecunda relación entre filosofía y palabra de Dios se manifiesta también en la decidida búsqueda realizada por pensadores más recientes, entre los cuales deseo mencionar, por lo que se refiere al ámbito occidental, a personalidades como John Henry Newman, Antonio Rosmini, Jacques Maritain, Étienne Gilson, Edith Stein y, por lo que atañe al oriental, a estudiosos de la categoría de Vladimir S. Soloviov, Pavel A. Florenskij, Petr J. Caadaev, Vladimir N. Losskij. Obviamente, al referirnos a estos autores, junto a los cuales podrían citarse otros nombres, no trato de avalar ningún aspecto de su pensamiento, sino sólo proponer ejemplos significativos de un camino de búsqueda filosófica que ha obtenido considerables beneficios de la confrontación con los datos de la fe. Una cosa es cierta: prestar atención al itinerario espiritual de estos maestros ayudará, sin duda alguna, al progreso en la búsqueda de la verdad y en la aplicación de los resultados alcanzados al servicio del hombre. Es de esperar que esta gran tradición filosófico-teológica encuentre hoy y en el futuro continuadores y cultivadores para el bien de la Iglesia y de la humanidad.
Diferentes estados de la filosofía
75. Como se desprende de la historia de las relaciones entre fe y filosofía, señalada antes brevemente, se pueden distinguir diversas posiciones de la filosofía respecto a la fe cristiana. Una primera es la de la filosofía totalmente independiente de la revelación evangélica. Es la posición de la filosofía tal como se ha desarrollado históricamente en las épocas precedentes al nacimiento del Redentor y, después en las regiones donde aún no se conoce el Evangelio. En esta situación, la filosofía manifiesta su legítima aspiración a ser un proyecto autónomo, que procede de acuerdo con sus propias leyes, sirviéndose de la sola fuerza de la razón. Siendo consciente de los graves límites debidos a la debilidad congénita de la razón humana, esta aspiración ha de ser sostenida y reforzada. En efecto, el empeño filosófico, como búsqueda de la verdad en el ámbito natural, permanece al menos implícitamente abierto a lo sobrenatural.
Más aún, incluso cuando la misma reflexión teológica se sirve de conceptos y argumentos filosóficos, debe respetarse la exigencia de la correcta autonomía del pensamiento. En efecto, la argumentación elaborada siguiendo rigurosos criterios racionales es garantía para lograr resultados universalmente válidos. Se confirma también aquí el principio según el cual la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona: el asentimiento de fe, que compromete el intelecto y la voluntad, no destruye sino que perfecciona el libre arbitrio de cada creyente que acoge el dato revelado.
La teoría de la llamada filosofía «separada», seguida por numerosos filósofos modernos, está muy lejos de esta correcta exigencia. Más que afirmar la justa autonomía del filosofar, dicha filosofía reivindica una autosuficiencia del pensamiento que se demuestra claramente ilegítima. En efecto, rechazar las aportaciones de verdad que derivan de la revelación divina significa cerrar el paso a un conocimiento más profundo de la verdad, dañando la misma filosofía.
76. Una segunda posición de la filosofía es la que muchos designan con la expresión filosofía cristiana. La denominación es en sí misma legítima, pero no debe ser mal interpretada: con ella no se pretende aludir a una filosofía oficial de la Iglesia, puesto que la fe como tal no es una filosofía. Con este apelativo se quiere indicar más bien un modo de filosofar cristiano, una especulación filosófica concebida en unión vital con la fe. No se hace referencia simplemente, pues, a una filosofía hecha por filósofos cristianos, que en su investigación no han querido contradecir su fe. Hablando de filosofía cristiana se pretende abarcar todos los progresos importantes del pensamiento filosófico que no se hubieran realizado sin la aportación, directa o indirecta, de la fe cristiana.
Dos son, por tanto, los aspectos de la filosofía cristiana: uno subjetivo, que consiste en la purificación de la razón por parte de la fe. Como virtud teologal, la fe libera la razón de la presunción, tentación típica a la que los filósofos están fácilmente sometidos. Ya san Pablo y los Padres de la Iglesia y, más cercanos a nuestros días, filósofos como Pascal y Kierkegaard la han estigmatizado. Con la humildad, el filósofo adquiere también el valor de afrontar algunas cuestiones que difícilmente podría resolver sin considerar los datos recibidos de la Revelación. Piénsese, por ejemplo, en los problemas del mal y del sufrimiento, en la identidad personal de Dios y en la pregunta sobre el sentido de la vida o, más directamente, en la pregunta metafísica radical: «¿Por qué existe algo?»
Además está el aspecto objetivo, que afecta a los contenidos. La Revelación propone claramente algunas verdades que, aun no siendo por naturaleza inaccesibles a la razón, tal vez no hubieran sido nunca descubiertas por ella, si se la hubiera dejado sola. En este horizonte se sitúan cuestiones como el concepto de un Dios personal, libre y creador, que tanta importancia ha tenido para el desarrollo del pensamiento filosófico y, en particular, para la filosofía del ser. A este ámbito pertenece también la realidad del pecado, tal y como aparece a la luz de la fe, la cual ayuda a plantear filosóficamente de modo adecuado el problema del mal. Incluso la concepción de la persona como ser espiritual es una originalidad peculiar de la fe. El anuncio cristiano de la dignidad, de la igualdad y de la libertad de los hombres ha influido ciertamente en la reflexión filosófica que los modernos han llevado a cabo. Se puede mencionar, como más cercano a nosotros, el descubrimiento de la importancia que tiene también para la filosofía el hecho histórico, centro de la Revelación cristiana. No es casualidad que el hecho histórico haya llegado a ser eje de una filosofía de la historia, que se presenta como un nuevo capítulo de la búsqueda humana de la verdad.
Entre los elementos objetivos de la filosofía cristiana está también la necesidad de explorar el carácter racional de algunas verdades expresadas por la Sagrada Escritura, como la posibilidad de una vocación sobrenatural del hombre e incluso el mismo pecado original. Son tareas que llevan a la razón a reconocer que lo verdadero racional supera los estrechos confines dentro de los que ella tendería a encerrarse. Estos temas amplían de hecho el ámbito de lo racional.
Al especular sobre estos contenidos, los filósofos no se ha convertido en teólogos, ya que no han buscado comprender e ilustrar la verdad de la fe a partir de la Revelación. Han trabajado en su propio campo y con su propia metodología puramente racional, pero ampliando su investigación a nuevos ámbitos de la verdad. Se puede afirmar que, sin este influjo estimulante de la Palabra de Dios, buena parte de la filosofía moderna y contemporánea no existiría. Este dato conserva toda su importancia, incluso ante la constatación decepcionante del abandono de la ortodoxia cristiana por parte de no pocos pensadores de estos últimos siglos.
77. Otra posición significativa de la filosofía se da cuando la teología misma recurre a la filosofía. En realidad, la teología ha tenido siempre y continúa teniendo necesidad de la aportación filosófica. Siendo obra de la razón crítica a la luz de la fe, el trabajo teológico presupone y exige en toda su investigación una razón educada y formada conceptual y argumentativamente. Además, la teología necesita de la filosofía como interlocutora para verificar la inteligibilidad y la verdad universal de sus aserciones. No es casual que los Padres de la Iglesia y los teólogos medievales adoptaron filosofías no cristianas para dicha función. Este hecho histórico indica el valor de la autonomía que la filosofía conserva también en este tercer estado, pero al mismo tiempo muestra las transformaciones necesarias y profundas que debe afrontar.
Precisamente por ser una aportación indispensable y noble, la filosofía ya desde la edad patrística, fue llamada ancilla theologiæ. El título no fue aplicado para indicar una sumisión servil o un papel puramente funcional de la filosofía en relación con la teología. Se utilizó más bien en el sentido con que Aristóteles llamaba a las ciencias experimentales como «siervas» de la «filosofía primera». La expresión, hoy difícilmente utilizable debido a los principios de autonomía mencionados, ha servido a lo largo de la historia para indicar la necesidad de la relación entre las dos ciencias y la imposibilidad de su separación.
Si el teólogo rechazase la ayuda de la filosofía, correría el riesgo de hacer filosofía sin darse cuenta y de encerrarse en estructuras de pensamiento poco adecuadas para la inteligencia de la fe. Por su parte, si el filósofo excluyese todo contacto con la teología, debería llegar por su propia cuenta a los contenidos de la fe cristiana, como ha ocurrido con algunos filósofos modernos. Tanto en un caso como en otro, se perfila el peligro de la destrucción de los principios basilares de autonomía que toda ciencia quiere justamente que sean garantizados.
La posición de la filosofía aquí considerada, por las implicaciones que comporta para la comprensión de la Revelación, está junto con la teología más directamente bajo la autoridad del Magisterio y de su discernimiento, como he expuesto anteriormente. En efecto, de las verdades de fe derivan determinadas exigencias que la filosofía debe respetar desde el momento en que entra en relación con la teología.
78. A la luz de estas reflexiones, se comprende bien por qué el Magisterio ha elogiado repetidamente los méritos del pensamiento de santo Tomás y lo ha puesto como guía y modelo de los estudios teológicos. Lo que interesaba no era tomar posiciones sobre cuestiones propiamente filosóficas, ni imponer la adhesión a tesis particulares. La intención del Magisterio era, y continúa siendo, la de mostrar cómo santo Tomás es un auténtico modelo para cuantos buscan la verdad. En efecto, en su reflexión la exigencia de la razón y la fuerza de la fe han encontrado la síntesis más alta que el pensamiento haya alcanzado jamás, ya que supo defender la radical novedad aportada por la Revelación sin menospreciar nunca el camino propio de la razón.
79. Al explicitar ahora los contenidos del Magisterio precedente, quiero señalar en esta última parte algunas condiciones que la teología —y aún antes la palabra de Dios— pone hoy al pensamiento filosófico y a las filosofías actuales. Como ya he indicado, el filósofo debe proceder según sus propias reglas y ha de basarse en sus propios principios; la verdad, sin embargo, no es más que una sola. La Revelación, con sus contenidos, nunca puede menospreciar a la razón en sus descubrimientos y en su legítima autonomía; por su parte, sin embargo, la razón no debe jamás perder su capacidad de interrogarse y de interrogar, siendo consciente de que no puede erigirse en valor absoluto y exclusivo. La verdad revelada, al ofrecer plena luz sobre el ser a partir del esplendor que proviene del mismo Ser subsistente, iluminará el camino de la reflexión filosófica. En definitiva, la Revelación cristiana llega a ser el verdadero punto de referencia y de confrontación entre el pensamiento filosófico y el teológico en su recíproca relación. Es deseable pues que los teólogos y los filósofos se dejen guiar por la única autoridad de la verdad, de modo que se elabore una filosofía en consonancia con la Palabra de Dios. Esta filosofía ha de ser el punto de encuentro entre las culturas y la fe cristiana, el lugar de entendimiento entre creyentes y no creyentes. Ha de servir de ayuda para que los creyentes se convenzan firmemente de que la profundidad y autenticidad de la fe se favorece cuando está unida al pensamiento y no renuncia a él. Una vez más, la enseñanza de los Padres de la Iglesia nos afianza en esta convicción: «El mismo acto de fe no es otra cosa que el pensar con el asentimiento de la voluntad [...] Todo el que cree, piensa; piensa creyendo y cree pensando [...] Porque la fe, si lo que se cree no se piensa, es nula»[95]. Además: «Sin asentimiento no hay fe, porque sin asentimiento no se puede creer nada»[96].
CAPÍTULO VII
EXIGENCIAS Y
COMETIDOS ACTUALES
Exigencias irrenunciables de la palabra de Dios
80. La Sagrada Escritura contiene, de manera explícita o implícita, una serie de elementos que permiten obtener una visión del hombre y del mundo de gran valor filosófico. Los cristianos han tomado conciencia progresivamente de la riqueza contenida en aquellas páginas sagradas. De ellas se deduce que la realidad que experimentamos no es el absoluto; no es increada ni se ha autoengendrado. Sólo Dios es el Absoluto. De las páginas de la Biblia se desprende, además, una visión del hombre como imago Dei, que contiene indicaciones precisas sobre su ser, su libertad y la inmortalidad de su espíritu. Puesto que el mundo creado no es autosuficiente, toda ilusión de autonomía que ignore la dependencia esencial de Dios de toda criatura —incluido el hombre— lleva a situaciones dramáticas que destruyen la búsqueda racional de la armonía y del sentido de la existencia humana.
Incluso el problema del mal moral —la forma más trágica de mal— es afrontado en la Biblia, la cual nos enseña que éste no se puede reducir a una cierta deficiencia debida a la materia, sino que es una herida causada por una manifestación desordenada de la libertad humana. En fin, la palabra de Dios plantea el problema del sentido de la existencia y ofrece su respuesta orientando al hombre hacia Jesucristo, el Verbo de Dios, que realiza en plenitud la existencia humana. De la lectura del texto sagrado se podrían explicitar también otros aspectos; de todos modos, lo que sobresale es el rechazo de toda forma de relativismo, de materialismo y de panteísmo.
La convicción fundamental de esta «filosofía» contenida en la Biblia es que la vida humana y el mundo tienen un sentido y están orientados hacia su cumplimiento, que se realiza en Jesucristo. El misterio de la Encarnación será siempre el punto de referencia para comprender el enigma de la existencia humana, del mundo creado y de Dios mismo. En este misterio los retos para la filosofía son radicales, porque la razón está llamada a asumir una lógica que derriba los muros dentro de los cuales corre el riesgo de quedar encerrada. Sin embargo, sólo aquí alcanza su culmen el sentido de la existencia. En efecto, se hace inteligible la esencia íntima de Dios y del hombre. En el misterio del Verbo encarnado se salvaguardan la naturaleza divina y la naturaleza humana, con su respectiva autonomía, y a la vez se manifiesta el vínculo único que las pone en recíproca relación sin confusión[97].
81. Se ha de tener presente que uno de los elementos más importantes de nuestra condición actual es la «crisis del sentido». Los puntos de vista, a menudo de carácter científico, sobre la vida y sobre el mundo se han multiplicado de tal forma que podemos constatar como se produce el fenómeno de la fragmentariedad del saber. Precisamente esto hace difícil y a menudo vana la búsqueda de un sentido. Y, lo que es aún más dramático, en medio de esta baraúnda de datos y de hechos entre los que se vive y que parecen formar la trama misma de la existencia, muchos se preguntan si todavía tiene sentido plantearse la cuestión del sentido. La pluralidad de las teorías que se disputan la respuesta, o los diversos modos de ver y de interpretar el mundo y la vida del hombre, no hacen más que agudizar esta duda radical, que fácilmente desemboca en un estado de escepticismo y de indiferencia o en las diversas manifestaciones del nihilismo.
La consecuencia de esto es que a menudo el espíritu humano está sujeto a una forma de pensamiento ambiguo, que lo lleva a encerrarse todavía más en sí mismo, dentro de los límites de su propia inmanencia, sin ninguna referencia a lo trascendente. Una filosofía carente de la cuestión sobre el sentido de la existencia incurriría en el grave peligro de degradar la razón a funciones meramente instrumentales, sin ninguna auténtica pasión por la búsqueda de la verdad.
Para estar en consonancia con la palabra de Dios es necesario, ante todo, que la filosofía encuentre de nuevo su dimensión sapiencial de búsqueda del sentido último y global de la vida. Esta primera exigencia, pensándolo bien, es para la filosofía un estímulo utilísimo para adecuarse a su misma naturaleza. En efecto, haciéndolo así, la filosofía no sólo será la instancia crítica decisiva que señala a las diversas ramas del saber científico su fundamento y su límite, sino que se pondrá también como última instancia de unificación del saber y del obrar humano, impulsándolos a avanzar hacia un objetivo y un sentido definitivos. Esta dimensión sapiencial se hace hoy más indispensable en la medida en que el crecimiento inmenso del poder técnico de la humanidad requiere una conciencia renovada y aguda de los valores últimos. Si a estos medios técnicos les faltara la ordenación hacia un fin no meramente utilitarista, pronto podrían revelarse inhumanos, e incluso transformarse en potenciales destructores del género humano[98].
La palabra de Dios revela el fin último del hombre y da un sentido global a su obrar en el mundo. Por esto invita a la filosofía a esforzarse en buscar el fundamento natural de este sentido, que es la religiosidad constitutiva de toda persona. Una filosofía que quisiera negar la posibilidad de un sentido último y global sería no sólo inadecuada, sino errónea.
82. Por otro lado, esta función sapiencial no podría ser desarrollada por una filosofía que no fuese un saber auténtico y verdadero, es decir, que atañe no sólo a aspectos particulares y relativos de lo real —sean éstos funcionales, formales o útiles—, sino a su verdad total y definitiva, o sea, al ser mismo del objeto de conocimiento. Ésta es, pues, una segunda exigencia: verificar la capacidad del hombre de llegar al conocimiento de la verdad; un conocimiento, además, que alcance la verdad objetiva, mediante aquella adæquatio rei et intellectus a la que se refieren los Doctores de la Escolástica[99]. Esta exigencia, propia de la fe, ha sido reafirmada por el Concilio Vaticano II: «La inteligencia no se limita sólo a los fenómenos, sino que es capaz de alcanzar con verdadera certeza la realidad inteligible, aunque a consecuencia del pecado se encuentre parcialmente oscurecida y debilitada»[100].
Una filosofía radicalmente fenoménica o relativista sería inadecuada para ayudar a profundizar en la riqueza de la palabra de Dios. En efecto, la Sagrada Escritura presupone siempre que el hombre, aunque culpable de doblez y de engaño, es capaz de conocer y de comprender la verdad límpida y pura. En los Libros sagrados, concretamente en el Nuevo Testamento, hay textos y afirmaciones de alcance propiamente ontológico. En efecto, los autores inspirados han querido formular verdaderas afirmaciones que expresan la realidad objetiva. No se puede decir que la tradición católica haya cometido un error al interpretar algunos textos de san Juan y de san Pablo como afirmaciones sobre el ser de Cristo. La teología, cuando se dedica a comprender y explicar estas afirmaciones, necesita la aportación de una filosofía que no renuncie a la posibilidad de un conocimiento objetivamente verdadero, aunque siempre perfectible. Lo dicho es válido también para los juicios de la conciencia moral, que la Sagrada Escritura supone que pueden ser objetivamente verdaderos[101].
83. Las dos exigencias mencionadas conllevan una tercera: es necesaria una filosofía de alcance auténticamente metafísico, capaz de trascender los datos empíricos para llegar, en su búsqueda de la verdad, a algo absoluto, último y fundamental. Esta es una exigencia implícita tanto en el conocimiento de tipo sapiencial como en el de tipo analítico; concretamente, es una exigencia propia del conocimiento del bien moral cuyo fundamento último es el sumo Bien, Dios mismo. No quiero hablar aquí de la metafísica como si fuera una escuela específica o una corriente histórica particular. Sólo deseo afirmar que la realidad y la verdad transcienden lo fáctico y lo empírico, y reivindicar la capacidad que el hombre tiene de conocer esta dimensión trascendente y metafísica de manera verdadera y cierta, aunque imperfecta y analógica. En este sentido, la metafísica no se ha de considerar como alternativa a la antropología, ya que la metafísica permite precisamente dar un fundamento al concepto de dignidad de la persona por su condición espiritual. La persona, en particular, es el ámbito privilegiado para el encuentro con el ser y, por tanto, con la reflexión metafísica.
Dondequiera que el hombre descubra una referencia a lo absoluto y a lo trascendente, se le abre un resquicio de la dimensión metafísica de la realidad: en la verdad, en la belleza, en los valores morales, en las demás personas, en el ser mismo y en Dios. Un gran reto que tenemos al final de este milenio es el de saber realizar el paso, tan necesario como urgente, del fenómeno al fundamento. No es posible detenerse en la sola experiencia; incluso cuando ésta expresa y pone de manifiesto la interioridad del hombre y su espiritualidad, es necesario que la reflexión especulativa llegue hasta su naturaleza espiritual y el fundamento en que se apoya. Por lo cual, un pensamiento filosófico que rechazase cualquier apertura metafísica sería radicalmente inadecuado para desempeñar un papel de mediación en la comprensión de la Revelación.
La palabra de Dios se refiere continuamente a lo que supera la experiencia e incluso el pensamiento del hombre; pero este «misterio» no podría ser revelado, ni la teología podría hacerlo inteligible de modo alguno[102], si el conocimiento humano estuviera rigurosamente limitado al mundo de la experiencia sensible. Por lo cual, la metafísica es una mediación privilegiada en la búsqueda teológica. Una teología sin un horizonte metafísico no conseguiría ir más allá del análisis de la experiencia religiosa y no permitiría al intellectus fidei expresar con coherencia el valor universal y trascendente de la verdad revelada.
Si insisto tanto en el elemento metafísico es porque estoy convencido de que es el camino obligado para superar la situación de crisis que afecta hoy a grandes sectores de la filosofía y para corregir así algunos comportamientos erróneos difundidos en nuestra sociedad.
84. La importancia de la instancia metafísica se hace aún más evidente si se considera el desarrollo que hoy tienen las ciencias hermenéuticas y los diversos análisis del lenguaje. Los resultados a los que llegan estos estudios pueden ser muy útiles para la comprensión de la fe, ya que ponen de manifiesto la estructura de nuestro modo de pensar y de hablar y el sentido contenido en el lenguaje. Sin embargo, hay estudiosos de estas ciencias que en sus investigaciones tienden a detenerse en el modo cómo se comprende y se expresa la realidad, sin verificar las posibilidades que tiene la razón para descubrir su esencia. ¿Cómo no descubrir en dicha actitud una prueba de la crisis de confianza, que atraviesa nuestro tiempo, sobre la capacidad de la razón? Además, cuando en algunas afirmaciones apriorísticas estas tesis tienden a ofuscar los contenidos de la fe o negar su validez universal, no sólo humillan la razón, sino que se descalifican a sí mismas. En efecto, la fe presupone con claridad que el lenguaje humano es capaz de expresar de manera universal —aunque en términos analógicos, pero no por ello menos significativos— la realidad divina y trascendente[103]. Si no fuera así, la palabra de Dios, que es siempre palabra divina en lenguaje humano, no sería capaz de expresar nada sobre Dios. La interpretación de esta Palabra no puede llevarnos de interpretación en interpretación, sin llegar nunca a descubrir una afirmación simplemente verdadera; de otro modo no habría revelación de Dios, sino solamente la expresión de conceptos humanos sobre Él y sobre lo que presumiblemente piensa de nosotros.
85. Sé bien que estas exigencias, puestas a la filosofía por la palabra de Dios, pueden parecer arduas a muchos que afrontan la situación actual de la investigación filosófica. Precisamente por esto, asumiendo lo que los Sumos Pontífices desde algún tiempo no dejan de enseñar y el mismo Concilio Ecuménico Vaticano II ha afirmado, deseo expresar firmemente la convicción de que el hombre es capaz de llegar a una visión unitaria y orgánica del saber. Éste es uno de los cometidos que el pensamiento cristiano deberá afrontar a lo largo del próximo milenio de la era cristiana. El aspecto sectorial del saber, en la medida en que comporta un acercamiento parcial a la verdad con la consiguiente fragmentación del sentido, impide la unidad interior del hombre contemporáneo. ¿Cómo podría no preocuparse la Iglesia? Este cometido sapiencial llega a sus Pastores directamente desde el Evangelio y ellos no pueden eludir el deber de llevarlo a cabo.
Considero que quienes tratan hoy de responder como filósofos a las exigencias que la palabra de Dios plantea al pensamiento humano, deberían elaborar su razonamiento basándose en estos postulados y en coherente continuidad con la gran tradición que, empezando por los antiguos, pasa por los Padres de la Iglesia y los maestros de la escolástica, y llega hasta los descubrimientos fundamentales del pensamiento moderno y contemporáneo. Si el filósofo sabe aprender de esta tradición e inspirarse en ella, no dejará de mostrarse fiel a la exigencia de autonomía del pensamiento filosófico.
En este sentido, es muy significativo que, en el contexto actual, algunos filósofos sean promotores del descubrimiento del papel determinante de la tradición para una forma correcta de conocimiento. En efecto, la referencia a la tradición no es un mero recuerdo del pasado, sino que más bien constituye el reconocimiento de un patrimonio cultural de toda la humanidad. Es más, se podría decir que nosotros pertenecemos a la tradición y no podemos disponer de ella como queramos. Precisamente el tener las raíces en la tradición es lo que nos permite hoy poder expresar un pensamiento original, nuevo y proyectado hacia el futuro. Esta misma referencia es válida también sobre todo para la teología. No sólo porque tiene la Tradición viva de la Iglesia como fuente originaria[104], sino también porque, gracias a esto, debe ser capaz de recuperar tanto la profunda tradición teológica que ha marcado las épocas anteriores, como la perenne tradición de aquella filosofía que ha sabido superar por su verdadera sabiduría los límites del espacio y del tiempo.
86. La insistencia en la necesidad de una estrecha relación de continuidad de la reflexión filosófica contemporánea con la elaborada en la tradición cristiana intenta prevenir el peligro que se esconde en algunas corrientes de pensamiento, hoy tan difundidas. Considero oportuno detenerme en ellas, aunque brevemente, para poner de relieve sus errores y los consiguientes riesgos para la actividad filosófica.
La primera es el eclecticismo, término que designa la actitud de quien, en la investigación, en la enseñanza y en la argumentación, incluso teológica, suele adoptar ideas derivadas de diferentes filosofías, sin fijarse en su coherencia o conexión sistemática ni en su contexto histórico. De este modo, no es capaz de discernir la parte de verdad de un pensamiento de lo que pueda tener de erróneo o inadecuado. Una forma extrema de eclecticismo se percibe también en el abuso retórico de los términos filosóficos al que se abandona a veces algún teólogo. Esta instrumentalización no ayuda a la búsqueda de la verdad y no educa la razón —tanto teológica como filosófica— para argumentar de manera seria y científica. El estudio riguroso y profundo de las doctrinas filosóficas, de su lenguaje peculiar y del contexto en que han surgido, ayuda a superar los riesgos del eclecticismo y permite su adecuada integración en la argumentación teológica.
87. El eclecticismo es un error de método, pero podría ocultar también las tesis propias del historicismo. Para comprender de manera correcta una doctrina del pasado, es necesario considerarla en su contexto histórico y cultural. En cambio, la tesis fundamental del historicismo consiste en establecer la verdad de una filosofía sobre la base de su adecuación a un determinado período y a un determinado objetivo histórico. De este modo, al menos implícitamente, se niega la validez perenne de la verdad. Lo que era verdad en una época, sostiene el historicista, puede no serlo ya en otra. En fin, la historia del pensamiento es para él poco más que una pieza arqueológica a la que se recurre para poner de relieve posiciones del pasado en gran parte ya superadas y carentes de significado para el presente. Por el contrario, se debe considerar además que, aunque la formulación esté en cierto modo vinculada al tiempo y a la cultura, la verdad o el error expresados en ellas se pueden reconocer y valorar como tales en todo caso, no obstante la distancia espacio-temporal.
En la reflexión teológica, el historicismo tiende a presentarse muchas veces bajo una forma de «modernismo». Con la justa preocupación de actualizar la temática teológica y hacerla asequible a los contemporáneos, se recurre sólo a las afirmaciones y jerga filosófica más recientes, descuidando las observaciones críticas que se deberían hacer eventualmente a la luz de la tradición. Esta forma de modernismo, por el hecho de sustituir la actualidad por la verdad, se muestra incapaz de satisfacer las exigencias de verdad a la que la teología debe dar respuesta.
88. Otro peligro considerable es el cientificismo. Esta corriente filosófica no admite como válidas otras formas de conocimiento que no sean las propias de las ciencias positivas, relegando al ámbito de la mera imaginación tanto el conocimiento religioso y teológico, como el saber ético y estético. En el pasado, esta misma idea se expresaba en el positivismo y en el neopositivismo, que consideraban sin sentido las afirmaciones de carácter metafísico. La crítica epistemológica ha desacreditado esta postura, que, no obstante, vuelve a surgir bajo la nueva forma del cientificismo. En esta perspectiva, los valores quedan relegados a meros productos de la emotividad y la noción de ser es marginada para dar lugar a lo puro y simplemente fáctico. La ciencia se prepara a dominar todos los aspectos de la existencia humana a través del progreso tecnológico. Los éxitos innegables de la investigación científica y de la tecnología contemporánea han contribuido a difundir la mentalidad cientificista, que parece no encontrar límites, teniendo en cuenta como ha penetrado en las diversas culturas y como ha aportado en ellas cambios radicales.
Se debe constatar lamentablemente que lo relativo a la cuestión sobre el sentido de la vida es considerado por el cientificismo como algo que pertenece al campo de lo irracional o de lo imaginario. No menos desalentador es el modo en que esta corriente de pensamiento trata otros grandes problemas de la filosofía que, o son ignorados o se afrontan con análisis basados en analogías superficiales, sin fundamento racional. Esto lleva al empobrecimiento de la reflexión humana, que se ve privada de los problemas de fondo que el animal rationale se ha planteado constantemente, desde el inicio de su existencia terrena. En esta perspectiva, al marginar la crítica proveniente de la valoración ética, la mentalidad cientificista ha conseguido que muchos acepten la idea según la cual lo que es técnicamente realizable llega a ser por ello moralmente admisible.
89. No menores peligros conlleva el pragmatismo, actitud mental propia de quien, al hacer sus opciones, excluye el recurso a reflexiones teoréticas o a valoraciones basadas en principios éticos. Las consecuencias derivadas de esta corriente de pensamiento son notables. En particular, se ha ido afirmando un concepto de democracia que no contempla la referencia a fundamentos de orden axiológico y por tanto inmutables. La admisibilidad o no de un determinado comportamiento se decide con el voto de la mayoría parlamentaria[105]. Las consecuencias de semejante planteamiento son evidentes: las grandes decisiones morales del hombre se subordinan, de hecho, a las deliberaciones tomadas cada vez por los órganos institucionales. Más aún, la misma antropología está fuertemente condicionada por una visión unidimensional del ser humano, ajena a los grandes dilemas éticos y a los análisis existenciales sobre el sentido del sufrimiento y del sacrificio, de la vida y de la muerte.
90. Las tesis examinadas hasta aquí llevan, a su vez, a una concepción más general, que actualmente parece constituir el horizonte común para muchas filosofías que se han alejado del sentido del ser. Me estoy refiriendo a la postura nihilista, que rechaza todo fundamento a la vez que niega toda verdad objetiva. El nihilismo, aun antes de estar en contraste con las exigencias y los contenidos de la palabra de Dios, niega la humanidad del hombre y su misma identidad. En efecto, se ha de tener en cuenta que la negación del ser comporta inevitablemente la pérdida de contacto con la verdad objetiva y, por consiguiente, con el fundamento de la dignidad humana. De este modo se hace posible borrar del rostro del hombre los rasgos que manifiestan su semejanza con Dios, para llevarlo progresivamente o a una destructiva voluntad de poder o a la desesperación de la soledad. Una vez que se ha quitado la verdad al hombre, es pura ilusión pretender hacerlo libre. En efecto, verdad y libertad, o bien van juntas o juntas perecen miserablemente[106].
91. Al comentar las corrientes de pensamiento apenas mencionadas no ha sido mi intención presentar un cuadro completo de la situación actual de la filosofía, que, por otra parte, sería difícil de englobar en una visión unitaria. Quiero subrayar, de hecho, que la herencia del saber y de la sabiduría se ha enriquecido en diversos campos. Basta citar la lógica, la filosofía del lenguaje, la epistemología, la filosofía de la naturaleza, la antropología, el análisis profundo de las vías afectivas del conocimiento, el acercamiento existencial al análisis de la libertad. Por otra parte, la afirmación del principio de inmanencia, que es el centro de la postura racionalista, suscitó, a partir del siglo pasado, reacciones que han llevado a un planteamiento radical de los postulados considerados indiscutibles. Nacieron así corrientes irracionalistas, mientras la crítica ponía de manifiesto la inutilidad de la exigencia de autofundación absoluta de la razón.
Nuestra época ha sido calificada por ciertos pensadores como la época de la «postmodernidad». Este término, utilizado frecuentemente en contextos muy diferentes unos de otros, designa la aparición de un conjunto de factores nuevos, que por su difusión y eficacia han sido capaces de determinar cambios significativos y duraderos. Así, el término se ha empleado primero a propósito de fenómenos de orden estético, social y tecnológico. Sucesivamente ha pasado al ámbito filosófico, quedando caracterizado no obstante por una cierta ambigüedad, tanto porque el juicio sobre lo que se llama «postmoderno» es unas veces positivo y otras negativo, como porque falta consenso sobre el delicado problema de la delimitación de las diferentes épocas históricas. Sin embargo, no hay duda de que las corrientes de pensamiento relacionadas con la postmodernidad merecen una adecuada atención. En efecto, según algunas de ellas el tiempo de las certezas ha pasado irremediablemente; el hombre debería ya aprender a vivir en una perspectiva de carencia total de sentido, caracterizada por lo provisional y fugaz. Muchos autores, en su crítica demoledora de toda certeza e ignorando las distinciones necesarias, contestan incluso la certeza de la fe.
Este nihilismo encuentra una cierta confirmación en la terrible experiencia del mal que ha marcado nuestra época. Ante esta experiencia dramática, el optimismo racionalista que veía en la historia el avance victorioso de la razón, fuente de felicidad y de libertad, no ha podido mantenerse en pie, hasta el punto de que una de las mayores amenazas en este fin de siglo es la tentación de la desesperación.
Sin embargo es verdad que una cierta mentalidad positivista sigue alimentando la ilusión de que, gracias a las conquistas científicas y técnicas, el hombre, como demiurgo, pueda llegar por sí solo a conseguir el pleno dominio de su destino.
Cometidos actuales de la teología
92. Como inteligencia de la Revelación, la teología en las diversas épocas históricas ha debido afrontar siempre las exigencias de las diferentes culturas para luego conciliar en ellas el contenido de la fe con una conceptualización coherente. Hoy tiene también un doble cometido. En efecto, por una parte debe desarrollar la labor que el Concilio Vaticano II le encomendó en su momento: renovar las propias metodologías para un servicio más eficaz a la evangelización. En esta perspectiva, ¿cómo no recordar las palabras pronunciadas por el Sumo Pontífice Juan XXIII en la apertura del Concilio? Decía entonces: «Es necesario, ade más, como lo desean ardientemente todos los que promueven sinceramente el espíritu cristiano, católico y apostólico, conocer con mayor amplitud y profundidad esta doctrina que debe impregnar las conciencias. Esta doctrina es, sin duda, verdadera e inmutable, y el fiel debe prestarle obediencia, pero hay que investigarla y exponerla según las exigencias de nuestro tiempo»[107].
Por otra parte, la teología debe mirar hacia la verdad última que recibe con la Revelación, sin darse por satisfecha con las fases intermedias. Es conveniente que el teólogo recuerde que su trabajo corresponde «al dinamismo presente en la fe misma» y que el objeto propio de su investigación es «la Verdad, el Dios vivo y su designio de salvación revelado en Jesucristo»[108]. Este cometido, que afecta en primer lugar a la teología, atañe igualmente a la filosofía. En efecto, los numerosos problemas actuales exigen un trabajo común, aunque realizado con metodologías diversas, para que la verdad sea nuevamente conocida y expresada. La Verdad, que es Cristo, se impone como autoridad universal que dirige, estimula y hacer crecer (cfr. Ef 4, 15) tanto la teología como la filosofía.
Creer en la posibilidad de conocer una verdad universalmente válida no es en modo alguno fuente de intolerancia; al contrario, es una condición necesaria para un diálogo sincero y auténtico entre las personas. Sólo bajo esta condición es posible superar las divisiones y recorrer juntos el camino hacia la verdad completa, siguiendo los senderos que sólo conoce el Espíritu del Señor resucitado[109]. Deseo indicar ahora cómo la exigencia de unidad se presenta concretamente hoy ante las tareas actuales de la teología.
93. El objetivo fundamental al que tiende la teología consiste en presentar la inteligencia de la Revelación y el contenido de la fe. Por tanto, el verdadero centro de su reflexión será la contemplación del misterio mismo de Dios Trino. A Él se llega reflexionando sobre el misterio de la encarnación del Hijo de Dios: sobre su hacerse hombre y el consiguiente caminar hacia la pasión y muerte, misterio que desembocará en su gloriosa resurrección y ascensión a la derecha del Padre, de donde enviará el Espíritu de la verdad para constituir y animar a su Iglesia. En este horizonte, un objetivo primario de la teología es la comprensión de la kenosis de Dios, verdadero gran misterio para la mente humana, a la cual resulta inaceptable que el sufrimiento y la muerte puedan expresar el amor que se da sin pedir nada a cambio. En esta perspectiva se impone como exigencia básica y urgente un análisis atento de los textos. En primer lugar, los textos escriturísticos; después, los de la Tradición viva de la Iglesia. A este respecto, se plantean hoy algunos problemas, sólo nuevos en parte, cuya solución coherente no se podrá encontrar prescindiendo de la aportación de la filosofía.
94. Un primer aspecto problemático es la relación entre el significado y la verdad. Como cualquier otro texto, también las fuentes que el teólogo interpreta transmiten ante todo un significado, que se ha de descubrir y exponer. Ahora bien, este significado se presenta como la verdad sobre Dios, que es comunicada por Él mismo a través del texto sagrado. En el lenguaje humano, pues, toma cuerpo el lenguaje de Dios, que comunica la propia verdad con la admirable «condescendencia» que refleja la lógica de la Encarnación[110]. Al interpretar las fuentes de la Revelación es necesario, por tanto, que el teólogo se pregunte cuál es la verdad profunda y genuina que los textos quieren comunicar, a pesar de los límites del lenguaje.
En cuanto a los textos bíblicos, y a los Evangelios en particular, su verdad no se reduce ciertamente a la narración de meros acontecimientos históricos o a la revelación de hechos neutrales, como postula el positivismo historicista[111]. Al contrario, estos textos presentan acontecimientos cuya verdad va más allá de las vicisitudes históricas: su significado está en y para la historia de la salvación. Esta verdad tiene su plena explicitación en la lectura constante que la Iglesia hace de dichos textos a lo largo de los siglos, manteniendo inmutable su significado originario. Es urgente, pues, interrogarse incluso filosóficamente sobre la relación que hay entre el hecho y su significado; relación que constituye el sentido específico de la historia.
95. La palabra de Dios no se dirige a un solo pueblo y a una sola época. Igualmente, los enunciados dogmáticos, aun reflejando a veces la cultura del período en que se formulan, presentan una verdad estable y definitiva. Surge, pues, la pregunta sobre cómo se puede conciliar el carácter absoluto y universal de la verdad con el inevitable condicionamiento histórico y cultural de las fórmulas en que se expresa. Como he dicho anteriormente, las tesis del historicismo no son defendibles. En cambio, la aplicación de una hermenéutica abierta a la instancia metafísica permite mostrar cómo, a partir de las circunstancias históricas y contingentes en que han madurado los textos, se llega a la verdad expresada en ellos, que va más allá de dichos condicionamientos.
Con su lenguaje histórico y circunscrito el hombre puede expresar unas verdades que transcienden el fenómeno lingüístico. En efecto, la verdad jamás puede ser limitada por el tiempo y la cultura; se conoce en la historia, pero supera la historia misma.
96. Esta consideración permite entrever la solución de otro problema: el de la perenne validez del lenguaje conceptual usado en las definiciones conciliares. Mi predecesor Pío XII ya afrontó esta cuestión en la Encíclica Humani generis[112].
Reflexionar sobre este tema no es fácil, porque se debe tener en cuenta seriamente el significado que adquieren las palabras en las diversas culturas y en épocas diferentes. De todos modos, la historia del pensamiento enseña que a través de la evolución y la variedad de las culturas ciertos conceptos básicos mantienen su valor cognoscitivo universal y, por tanto, la verdad de las proposiciones que los expresan[113]. Si no fuera así, la filosofía y las ciencias no podrían comunicarse entre ellas, ni podrían ser asumidas por culturas distintas de aquellas en que han sido pensadas y elaboradas. El problema hermenéutico, por tanto, existe, pero tiene solución. Por otra parte, el valor objetivo de muchos conceptos no excluye que a menudo su significado sea imperfecto. La especulación filosófica podría ayudar mucho en este campo. Por tanto, es de desear un esfuerzo particular para profundizar la relación entre lenguaje conceptual y verdad, para proponer vías adecuadas para su correcta comprensión.
97. Si un cometido importante de la teología es la interpretación de las fuentes, un paso ulterior e incluso más delicado y exigente es la comprensión de la verdad revelada, o sea, la elaboración del intellectus fidei. Como ya he dicho, el intellectus fidei necesita la aportación de una filosofía del ser, que permita ante todo a la teología dogmática desarrollar de manera adecuada sus funciones. El pragmatismo dogmático de principios de este siglo, según el cual las verdades de fe no serían más que reglas de comportamiento, ha sido ya descartado y rechazado[114]; a pesar de esto, queda siempre la tentación de comprender estas verdades de manera puramente funcional. En este caso, se caería en un esquema inadecuado, reductivo y desprovisto de la necesaria incisividad especulativa. Por ejemplo, una cristología que se estructurara unilateralmente «desde abajo», como hoy suele decirse, o una eclesiología elaborada únicamente sobre el modelo de la sociedad civil, difícilmente podrían evitar el peligro de tal reduccionismo.
Si el intellectus fidei quiere incorporar toda la riqueza de la tradición teológica, debe recurrir a la filosofía del ser. Ésta debe poder replantear el problema del ser según las exigencias y las aportaciones de toda la tradición filosófica, incluida la más reciente, evitando caer en inútiles repeticiones de esquemas anticuados. En el marco de la tradición metafísica cristiana, la filosofía del ser es una filosofía dinámica que ve la realidad en sus estructuras ontológicas, causales y comunicativas. Ella tiene fuerza y perenne validez por estar fundamentada en el hecho mismo del ser, que permite la apertura plena y global hacia la realidad entera, superando cualquier límite hasta llegar a Aquél que lo perfecciona todo[115]. En la teología, que recibe sus principios de la Revelación como nueva fuente de conocimiento, se confirma esta perspectiva según la íntima relación entre fe y racionalidad metafísica.
98. Consideraciones análogas se pueden hacer también por lo que se refiere a la teología moral. La recuperación de la filosofía es urgente asimismo para la comprensión de la fe, relativa a la actuación de los creyentes. Ante los retos contemporáneos en el campo social, económico, político y científico, la conciencia ética del hombre está desorientada. En la Encíclica Veritatis splendor he puesto de relieve que muchos de los problemas que tiene el mundo actual derivan de una «crisis en torno a la verdad. Abandonada la idea de una verdad universal sobre el bien, que la razón humana pueda conocer, ha cambiado también inevitablemente la concepción misma de la conciencia: a ésta ya no se la considera en su realidad originaria, o sea, como acto de la inteligencia de la persona, que debe aplicar el conocimiento universal del bien en una determinada situación y expresar así un juicio sobre la conducta recta que hay que elegir aquí y ahora; sino que más bien se está orientando a conceder a la conciencia del individuo el privilegio de fijar, de modo autónomo, los criterios del bien y del mal, y actuar en consecuencia. Esta visión coincide con una ética individualista, para la cual cada uno se encuentra ante su verdad, diversa de la verdad de los demás»[116].
En toda la Encíclica he subrayado claramente el papel fundamental que corresponde a la verdad en el campo moral. Esta verdad, respecto a la mayor parte de los problemas éticos más urgentes, exige, por parte de la teología moral, una atenta reflexión que ponga bien de relieve su arraigo en la palabra de Dios. Para cumplir esta misión propia, la teología moral debe recurrir a una ética filosófica orientada a la verdad del bien; a una ética, pues, que no sea subjetivista ni utilitarista. Esta ética implica y presupone una antropolo gía filosófica y una metafísica del bien. Gracias a esta visión unitaria, vinculada necesariamente a la santidad cristiana y al ejercicio de las virtudes humanas y sobrenaturales, la teología moral será capaz de afrontar los diversos problemas de su competencia —como la paz, la justicia social, la familia, la defensa de la vida y del ambiente natural— del modo más adecuado y eficaz.
99. La labor teológica en la Iglesia está ante todo al servicio del anuncio de la fe y de la catequesis[117]. El anuncio o kerigma llama a la conversión, proponiendo la verdad de Cristo que culmina en su Misterio pascual. En efecto, sólo en Cristo es posible conocer la plenitud de la verdad que nos salva (cfr. Hch 4, 12; 1 Tm 2, 4-6).
En este contexto se comprende bien por qué, además de la teología, tiene también un notable interés la referencia a la catequesis, pues conlleva implicaciones filosóficas que deben estudiarse a la luz de la fe. La enseñanza dada en la catequesis tiene un efecto formativo para la persona. La catequesis, que es también comunicación lingüística, debe presentar la doctrina de la Iglesia en su integridad[118], mostrando su relación con la vida de los creyentes[119]. Se da así una unión especial entre enseñanza y vida, que es imposible alcanzar de otro modo. En efecto, lo que se comunica en la catequesis no es un conjunto de verdades conceptuales, sino el misterio del Dios vivo[120].
La reflexión filosófica puede contribuir mucho a clarificar la relación entre verdad y vida, entre acontecimiento y verdad doctrinal y, sobre todo, la relación entre verdad trascendente y lenguaje humanamente inteligible[121]. La reciprocidad que hay entre las materias teológicas y los objetivos alcanzados por las diferentes corrientes filosóficas puede manifestar, pues, una fecundidad concreta de cara a la comunicación de la fe y de su comprensión más profunda.
CONCLUSIÓN
100. Pasados más de cien años de la publicación de la Encíclica Æterni Patris de León XIII, a la que me he referido varias veces en estas páginas, me ha parecido necesario acometer de nuevo y de modo más sistemático el argumento sobre la relación entre fe y filosofía. Es evidente la importancia que el pensamiento filosófico tiene en el desarrollo de las culturas y en la orientación de los comportamientos personales y sociales. Dicho pensamiento ejerce una gran influencia, incluso sobre la teología y sobre sus diversas ramas, que no siempre se percibe de manera explícita. Por esto, he considerado justo y necesario subrayar el valor que la filosofía tiene para la comprensión de la fe y las limitaciones a las que se ve sometida cuando olvida o rechaza las verdades de la Revelación. En efecto, la Iglesia está profundamente convencida de que fe y razón «se ayudan mutuamente»[122], ejerciendo recíprocamente una función tanto de examen crítico y purificador, como de estímulo para progresar en la búsqueda y en la profundización.
101. Cuando nuestra consideración se centra en la historia del pensamiento, sobre todo en Occidente, es fácil ver la riqueza que ha significado para el progreso de la humanidad el encuentro entre filosofía y teología, y el intercambio de sus respectivos resultados. La teología, que ha recibido como don una apertura y una originalidad que le permiten existir como ciencia de la fe, ha estimulado ciertamente la razón a permanecer abierta a la novedad radical que comporta la revelación de Dios. Esto ha sido una ventaja indudable para la filosofía, que así ha visto abrirse nuevos horizontes de significados inéditos que la razón está llamada a estudiar.
Precisamente a la luz de esta constatación, de la misma manera que he reafirmado la necesidad de que la teología recupere su legítima relación con la filosofía, también me siento en el deber de subrayar la oportunidad de que la filosofía, por el bien y el progreso del pensamiento, recupere su relación con la teología. En ésta la filosofía no encontrará la reflexión de un único individuo que, aunque profunda y rica, lleva siempre consigo los límites propios de la capacidad de pensamiento de uno solo, sino la riqueza de una reflexión común. En efecto, en la reflexión sobre la verdad la teología está apoyada, por su misma naturaleza, en la nota de la eclesialidad[123] y en la tradición del Pueblo de Dios con su pluralidad de saberes y culturas en la unidad de la fe.
102. La Iglesia, al insistir sobre la importancia y las verdaderas dimensiones del pensamiento filosófico, promueve a la vez tanto la defensa de la dignidad del hombre como el anuncio del mensaje evangélico. Ante tales cometidos, lo más urgente hoy es llevar a los hombres a descubrir su capacidad de conocer la verdad[124] y su anhelo de un sentido último y definitivo de la existencia. En la perspectiva de estas profundas exigencias, inscritas por Dios en la naturaleza humana, se ve incluso más clara el significado humano y humanizador de la palabra de Dios. Gracias a la mediación de una filosofía que ha llegado a ser también verdadera sabiduría, el hombre contemporáneo llegará así a reconocer que será tanto más hombre cuanto, entregándose al Evangelio, más se abra a Cristo.
103. La filosofía, además, es como el espejo en el que se refleja la cultura de los pueblos. Una filosofía que, impulsada por las exigencias de la teología, se desarrolla en coherencia con la fe, forma parte de la «evangelización de la cultura» que Pablo VI propuso como uno de los objetivos fundamentales de la evangelización[125]. A la vez que no me canso de recordar la urgencia de una nueva evangelización, me dirijo a los filósofos para que profundicen en las dimensiones de la verdad, del bien y de la belleza, a las que conduce la palabra de Dios. Esto es más urgente aún si se consideran los retos que el nuevo milenio trae consigo y que afectan de modo particular a las regiones y culturas de antigua tradición cristiana. Esta atención debe considerarse también como una aportación fundamental y original en el camino de la nueva evangelización.
104. El pensamiento filosófico es a menudo el único ámbito de entendimiento y de diálogo con quienes no comparten nuestra fe. El movimiento filosófico contemporáneo exige el esfuerzo atento y competente de filósofos creyentes capaces de asumir las esperanzas, nuevas perspectivas y problemáticas de este momento histórico. El filósofo cristiano, al argumentar a la luz de la razón y según sus reglas, aunque guiado siempre por la inteligencia que le viene de la palabra de Dios, puede desarrollar una reflexión que será comprensible y sensata incluso para quien no percibe aún la verdad plena que manifiesta la divina Revelación. Este ámbito de entendimiento y de diálogo es hoy muy importante ya que los problemas que se presentan con más urgencia a la humanidad —como el problema ecológico, el de la paz o el de la convivencia de las razas y de las culturas— encuentran una posible solución a la luz de una clara y honesta colaboración de los cristianos con los fieles de otras religiones y con quienes, aún no compartiendo una creencia religiosa, buscan la renovación de la humanidad. Lo afirma el Concilio Vaticano II: «El deseo de que este diálogo sea conducido sólo por el amor a la verdad, guardando siempre la debida prudencia, no excluye por nuestra parte a nadie, ni a aquellos que cultivan los bienes preclaros del espíritu humano, pero no reconocen todavía a su Autor, ni a aquéllos que se oponen a la Iglesia y la persiguen de diferentes maneras»[126]. Una filosofía en la que resplandezca algo de la verdad de Cristo, única respuesta definitiva a los problemas del hombre[127], será una ayuda eficaz para la ética verdadera y a la vez planetaria que necesita hoy la humanidad.
105. Al concluir esta Encíclica quiero dirigir una ulterior llamada ante todo a los teólogos, a fin de que dediquen particular atención a las implicaciones filosóficas de la palabra de Dios y realicen una reflexión de la que emerja la dimensión especulativa y práctica de la ciencia teológica. Deseo agradecerles su servicio eclesial. La relación íntima entre la sabiduría teológica y el saber filosófico es una de las riquezas más originales de la tradición cristiana en la profundización de la verdad revelada. Por esto, los exhorto a recuperar y subrayar más la dimensión metafísica de la verdad para entrar así en diálogo crítico y exigente tanto el con pensamiento filosófico contemporáneo como con toda la tradición filosófica, ya esté en sintonía o en contraposición con la palabra de Dios. Que tengan siempre presente la indicación de san Buenaventura, gran maestro del pensamiento y de la espiritualidad, el cual al introducir al lector en su Itinerarium mentis in Deum lo invitaba a darse cuenta de que «no es suficiente la lectura sin el arrepentimiento, el conocimiento sin la devoción, la búsqueda sin el impulso de la sorpresa, la prudencia sin la capacidad de abandonarse a la alegría, la actividad disociada de la religiosidad, el saber separado de la caridad, la inteligencia sin la humildad, el estudio no sostenido por la divina gracia, la reflexión sin la sabiduría inspirada por Dios»[128].
Me dirijo también a quienes tienen la responsabilidad de la formación sacerdotal, tanto académica como pastoral, para que cuiden con particular atención la preparación filosófica de los que habrán de anunciar el Evangelio al hombre de hoy y, sobre todo, de quienes se dedicarán al estudio y la enseñanza de la teología. Que se esfuercen en realizar su labor a la luz de las prescripciones del Concilio Vaticano II[129] y de las disposiciones posteriores, las cuales presentan el inderogable y urgente cometido, al que todos estamos llamados, de contribuir a una auténtica y profunda comunicación de las verdades de la fe. Que no se olvide la grave responsabilidad de una previa y adecuada preparación de los profesores destinados a la enseñanza de la filosofía en los Seminarios y en las Facultades eclesiásticas[130]. Es necesario que esta enseñanza esté acompañada de la conveniente preparación científica, que se ofrezca de manera sistemática proponiendo el gran patrimonio de la tradición cristiana y que se realice con el debido discernimiento ante las exigencias actuales de la Iglesia y del mundo.
106. Mi llamada se dirige, además, a los filósofos y a los profesores de filosofía, para que tengan la valentía de recuperar, siguiendo una tradición filosófica perennemente válida, las dimensiones de auténtica sabiduría y de verdad, incluso metafísica, del pensamiento filosófico. Que se dejen interpelar por las exigencias que provienen de la palabra de Dios y estén dispuestos a realizar su razonamiento y argumentación como respuesta a las mismas. Que se orienten siempre hacia la verdad y estén atentos al bien que ella contiene. De este modo podrán formular la ética auténtica que la humanidad necesita con urgencia, particularmente en estos años. La Iglesia sigue con atención y simpatía sus investigaciones; pueden estar seguros, pues, del respeto que ella tiene por la justa autonomía de su ciencia. De modo particular, deseo alentar a los creyentes que trabajan en el campo de la filosofía, a fin de que iluminen los diversos ámbitos de la actividad humana con el ejercicio de una razón que es más segura y perspicaz por la ayuda que recibe de la fe.
Finalmente, dirijo también unas palabras a los científicos, que con sus investigaciones nos ofrecen un progresivo conocimiento del universo en su conjunto y de la variedad increíblemente rica de sus elementos, animados e inanimados, con sus complejas estructuras atómicas y moleculares. El camino realizado por ellos ha alcanzado, especialmente en este siglo, metas que siguen asombrándonos. Al expresar mi admiración y mi aliento hacia estos valiosos pioneros de la investigación científica, a los cuales la humanidad debe tanto de su desarrollo actual, siento el deber de exhortarlos a continuar en sus esfuerzos permaneciendo siempre en el horizonte sapiencial en el cual los logros científicos y tecnológicos están acompañados por los valores filosóficos y éticos, que son una manifestación característica e imprescindible de la persona humana. El científico es muy consciente de que «la búsqueda de la verdad, incluso cuando atañe a una realidad limitada del mundo o del hombre, no termina nunca, remite siempre a algo que está por encima del objeto inmediato de los estudios, a los interrogantes que abren el acceso al Misterio»[131].
107. Pido a todos que fijen su atención en el hombre, que Cristo salvó en el misterio de su amor, y en su permanente búsqueda de verdad y de sentido. Diversos sistemas filosóficos, engañándolo, lo han convencido de que es dueño absoluto de sí mismo, que puede decidir autónomamente sobre su propio destino y su futuro confiando sólo en sí mismo y en sus propias fuerzas. La grandeza del hombre jamás consistirá en esto. Sólo la opción de insertarse en la verdad, al amparo de la Sabiduría y en coherencia con ella, será determinante para su realización. Solamente en este horizonte de la verdad comprenderá la realización plena de su libertad y su llamada al amor y al conocimiento de Dios como realización suprema de sí mismo.
108. Mi último pensamiento se dirige a Aquélla que la oración de la Iglesia invoca como Trono de la Sabiduría. Su misma vida es una verdadera parábola capaz de iluminar las reflexiones que he expuesto. En efecto, se puede entrever una gran correlación entre la vocación de la Santísima Virgen y la de la auténtica filosofía. Igual que la Virgen fue llamada a ofrecer toda su humanidad y femineidad a fin de que el Verbo de Dios pudiera encarnarse y hacerse uno de nosotros, así la filosofía está llamada a prestar su aportación, racional y crítica, para que la teología, como comprensión de la fe, sea fecunda y eficaz. Al igual que María, en el consentimiento dado al anuncio de Gabriel, nada perdió de su verdadera humanidad y libertad, así el pensamiento filosófico, cuando acoge el requerimiento que procede de la verdad del Evangelio, nada pierde de su autonomía, sino que siente como su búsqueda es impulsada hacia su más alta realización. Esta verdad la habían comprendido muy bien los santos monjes de la antigüedad cristiana, cuando llamaban a María «la mesa intelectual de la fe»[132]. En ella veían la imagen coherente de la verdadera filosofía y estaban convencidos de que debían philosophari in Maria.
Que el Trono de la Sabiduría sea puerto seguro para quienes hacen de su vida la búsqueda de la sabiduría. Que el camino hacia ella, último y auténtico fin de todo verdadero saber, se vea libre de cualquier obstáculo por la intercesión de Aquella que, engendrando la Verdad y conservándola en su corazón, la ha compartido con toda la humanidad para siempre.
Dado en Roma, junto a san Pedro, el 14 de septiembre, fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, del año 1998, vigésimo de mi Pontificado.
[1] Ya lo escribí en mi primera Encíclica Redemptor hominis: «hemos sido hechos partícipes de esta misión de Cristo-profeta, y en virtud de la misma misión, junto con Él servimos la misión divina en la Iglesia. La responsabilidad de esta verdad significa también amarla y buscar su comprensión más exacta, para hacerla más cercana a nosotros mismos y a los demás en toda su fuerza salvífica, en su esplendor, en su profundidad y sencillez juntamente», 19: AAS 71 (1979), 306.
[2] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, 7-XII-1965, n. 16.
[3] CONCILIO VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 21-XI-1964, n. 25.
[4] N. 4: AAS 85 (1993), 1136.
[5] CONCILIO VATICANO II, Const. dogm. Dei Verbum, 18-XI-1965, n. 2.
[6] Cfr. CONCILIO VATICANO I, Const. dogm. Dei Filius, 24-IV-1870, III: DS 3008.
[7] Ibid., cap. IV: DS 3015; citado también en CONCILIO VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, n. 59.
[8] CONCILIO VATICANO II, Const. dogm. Dei Verbum, n. 2.
[9] Cart. ap. Tertio millennio adveniente, 10-XI-1994, n. 10: AAS 87 (1995), 11.
[10] N. 4.
[11] N. 8.
[12] N. 22.
[13] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Const. dogm. Dei Verbum, n. 4.
[14] Ibid., n. 5.
[15] El Concilio Vaticano I, al cual se refiere la afirmación mencionada, enseña que la obediencia de la fe exige el compromiso de la inteligencia y de la voluntad: «Dependiendo el hombre totalmente de Dios como de su creador y señor, y estando la razón humana enteramente sujeta a la Verdad increada; cuando Dios revela, estamos obligados a prestarle por la fe plena obediencia de entendimiento y voluntad» (Const. dogm. Dei Filius, III; DS 3008).
[16] Secuencia de la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo.
[17] Pensées, 789 (ed. L. Brunschvicg).
[18] CONCILIO VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, n. 22.
[19] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Const. dogm. Dei Verbum, n. 2.
[20] Prœmio y nn. 1.15: PL 158, 223-224.226; 235.
[21] De vera religione, XXXIX, 72: CCL 32, 234.
[22] «Ut te semper desiderando quærerent et inveniendo quiescerent»: Missale Romanum.
[23] ARISTÓTELES, Metafísica, I, 1.
[24] Confesiones, X, 23, 33: CCL 27, 173.
[25] N. 34: AAS 85 (1993), 1161.
[26] Cfr. Carta ap. Salvifici doloris, 11-II-1984, n. 9: AAS 76 (1984), n. 209-210.
[27] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Declaración Nostra ætate, 28-X-1965, n. 2.
[28] Este es un argumento que sigo desde hace mucho tiempo y que he expuesto en diversas ocasiones: «¿Qué es el hombre y de qué sirve? ¿qué tiene de bueno y qué de malo? (Si 18, 8) [...]. Estos interrogantes están en el corazón de cada hombre, como lo demuestra muy bien el genio poético de todos los tiempos y de todos los pueblos, el cual, como profecía de la humanidad propone continuamente la “pregunta seria” que hace al hombre verdaderamente tal. Esos interrogantes expresan la urgencia de encontrar un por qué a la existencia, a cada uno de sus instantes, a las etapas importantes y decisivas, así como a sus momentos más comunes. En estas cuestiones aparece un testimonio de la racionalidad profunda del existir humano, puesto que la inteligencia y la voluntad del hombre se ven solicitadas en ellas a buscar libremente la solución capaz de ofrecer un sentido pleno a la vida. Por tanto, estos interrogantes son la expresión más alta de la naturaleza del hombre: en consecuencia, la respuesta a ellos expresa la profundidad de su compromiso con la propia existencia. Especialmente, cuando se indaga el “por qué de las cosas” con totalidad en la búsqueda de la respuesta última y más exhaustiva, entonces la razón humana toca su culmen y se abre a la religiosidad. En efecto, la religiosidad representa la expresión más elevada de la persona humana, porque es el culmen de su naturaleza racional. Brota de la aspiración profunda del hombre a la verdad y está en la base de la búsqueda libre y personal que el hombre realiza sobre lo divino» (Audiencia General, 19-X-1983, 1-2: Insegnamenti VI, 2 (1983), 814-815).
[29] «[Galileo] declaró explícitamente que las dos verdades, la de la fe y la de la ciencia, no pueden contradecirse jamás. “La Escritura santa y la naturaleza, al provenir ambas del Verbo divino, la primera en cuanto dictada por el Espíritu Santo, y la segunda en cuanto ejecutora fidelísima de las órdenes de Dios”, según escribió en la carta al P. Benedetto Castelli el 21 de diciembre de 1613. El Concilio Vaticano II no se expresa de modo diferente; incluso emplea expresiones semejantes cuando enseña: “La investigación metódica en todos los campos del saber, si está realizada de forma auténticamente científica y conforme a las normas morales, nunca será realmente contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe tienen origen en un mismo Dios”(Gaudium et spes, 36). En su investigación científica Galileo siente la presencia del Creador que le estimula, prepara y ayuda a sus intuiciones, actuando en lo más hondo de su espíritu». Juan Pablo II, Discurso a la Pontificia Academia de las Ciencias, 10-XI-1979: Insegnamenti, II, 2 (1979), 1111-1112.
[30] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Const. dogm. Dei Verbum, n. 4.
[31] ORÍGENES, Contra Celso, 3, 55: SC 136, 130.
[32] Diálogo con Trifón, 8, 1: PG 6, 492.
[33] Stromata I, 18, 90,1: SC 30, 115.
[34] Cfr. ibid., I, 16, 80, 5: SC 30, 108.
[35] Ibid., I, 5, 28, 1: SC 30, 65.
[36] Ibid., VI, 7, 55, 1-2: PG 9, 277.
[37] Ibid., I, 20, 100, 1: SC 30, 124.
[38] S. AGUSTÍN, Confesiones VI, 5, 7: CCL 27, 77-78.
[39] Cfr. ibid., VII, 9, 13-14: CCL 27, 101-102.
[40] De præscriptione hæreticorum, VII, 9: SC 46, 98. «Quid ergo Athenis et Hierosolymis? Quid academiæ et ecclesiæ?».
[41] Cfr. CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Instr. sobre el estudio de los Padres de la Iglesia en la formación sacerdotal, 10-XI-1989, n. 25: AAS 82 (1990), 617-618.
[42] S. ANSELMO, Prosologio, 1: PL 158, 226.
[43] Id., Monologio, 64: PL 158, 210.
[44] Cfr. Summa contra Gentiles, I, VII.
[45] Cfr. Summa Theologiæ, I, 1, 8 ad 2: «Cum enim gratia non tollat naturam sed perficiat».
[46] Cfr. Discurso a los participantes en el IX Congreso Tomista Internacional, 29-IX-1990: Insegnamenti, XIII, 2 (1990), 770-771.
[47] Carta ap. Lumen Ecclesiæ, 20-XI-1974, n. 8: AAS 66 (1974), 680.
[48] Cfr. I, 1, 6: «Præterea, hæc doctrina per studium acquiritur. Sapientia autem per infusionem habetur, unde inter septem dona Spiritus Sancti connumeratur».
[49] Ibid., II, II, 45, 1 ad 2; cfr. también II, II, 45, 2.
[50] Ibid., I, II, 109, 1 ad 1, que retoma la conocida expresión del Ambrosiastro, In prima Cor 12,3: PL 17, 258.
[51] LEÓN XIII, Enc. Æterni Patris, 4-VIII-1879: ASS 11 (1878-1879), 109.
[52] PABLO VI, Carta ap. Lumen Ecclesiæ, n. 8: AAS 66 (1974), 683.
[53] Enc. Redemptor hominis, 4-III-1979, n. 15: AAS 71 (1979), 286.
[54] Cfr. PÍO XII, Enc. Humani generis, 12-VIII-1950: AAS 42 (1950), 566.
[55] Cfr. CONCILIO VATICANO I, Const. dogm. Pastor Æternus, 18-VII-1870, DS 3070; CONCILIO VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 25 c.
[56] Cfr. SÍNODO DE CONSTANTINOPLA, DS 403.
[57] Cfr. CONCILIO DE TOLEDO I, DS 205; CONCILIO DE BRAGA I, DS 459-460; SIXTO V, Bula Cœli et terræ Creator, 5-I-1586: Bullarium Romanum 4/4, Romæ 1747, 176-179; URBANO VIII, Inscrutabilis iudiciorum, 1-IV-1631: Bullarium Romanum 6/1, Romæ 1758, 268-270.
[58] Cfr. CONCILIO ECUMÉNICO VIENENSE, Decr. Fidei catholicæ, DS 902; CONICILIO ECUMÉNICO LATERANO V, Bula Apostolici regiminis, DS 1440.
[59] Cfr. Theses a Ludovico Eugenio Bautain iussu sui Episcopi subscriptæ, 8-IX-1840, DS 2751-2756; Theses a Ludovico Eugenio Bautain ex mandato S. Cong. Episcoporum et Religiosorum subscriptæ,26-IV-1844, DS 2765-2769.
[60] Cfr. S. CONGR. INDICIS, Decr. Theses contra traditionalismum Augustini Bonnetty, 11-VI-1855, DS 2811-2814.
[61] Cfr. PÍO IX, Breve Eximiam tuam, 15-VI-1857, DS 2828-2831; Breve Gravissimas inter, 11-XII-1862, DS 2850-2861.
[62] Cfr. S. CONGR. DEL SANTO OFICIO, Decr. Errores ontologistarum, 18-IX-1861, DS 2841-2847.
[63] Cfr. CONCILIO VATICANO I, Const. dogm. Dei Filius, II: DS 3004; y can. 2.1: DS 3026.
[64] Ibid., IV: DS 3015; citado en CONCILIO VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, n. 59.
[65] CONCILIO VATICANO I, Const. dogm. Dei Filius, IV: DS 3017.
[66] Cfr. Enc. Pascendi dominici gregis, 8-IX-1907: AAS 40 (1907), 596-597.
[67] Cfr. PÍO XI, Enc. Divini Redemptoris, 19-III-1937: AAS 29 (1937), 65-106.
[68] Enc. Humani generis: AAS 42 (1950), 562-563.
[69] Ibid., l.c., 563-564.
[70] Cfr. Const. ap. Pastor Bonus, 28-VI-1988, art. 48-49:AAS 80 (1988), 873; CONGR. PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Instr. Donum veritatis, 24-V-1990, n. 18: AAS 82 (1990), 1558.
[71] Cfr. Instr. Libertatis nuntius, 6-VIII-1984, VII-X: AAS 76 (1984), 890-903.
[72] El Concilio Vaticano I con palabras claras y firmes había ya condenado estos errores, afirmando de una parte que «esta fe [...] la Iglesia católica profesa que es una virtud sobrenatural por la que, con inspiración y ayuda de la gracia de Dios, creemos ser verdadero lo que por Él ha sido revelado, no por la intrínseca verdad de las cosas, percibida por la luz natural de la razón, sino por la autoridad del mismo Dios que revela, el cual no puede ni engañarse ni engañarnos»: Const. dogm. Dei Filius, sobre la fe católica, III: DS 3008, y can. 3,2: DS 3032. Por otra parte, el Concilio declaraba que la razón nunca «se vuelve idónea para entender (los misterios) totalmente, a la manera de las verdades que constituyen su propio objeto»: ibid., IV: DS 3016. De aquí sacaba la conclusión práctica: «No sólo se prohibe a todos los fieles cristianos defender como legítimas conclusiones de la ciencia las opiniones que se reconocen como contrarias a la doctrina de la fe, sobre todo si han sido reprobadas por la Iglesia, sino que están absolutamente obligados a tenerlas más bien por errores que ostentan la falaz apariencia de la verdad»: ibid., IV: DS 3018.
[73] Cfr. nn. 9-10.
[74] Ibid., 10.
[75] Ibid., 21.
[76] Cfr. ibid., 10.
[77] Cfr. Enc. Humani generis: AAS 42 (1950), 565-567; 571-573.
[78] Cfr. Enc. Æterni Patris: ASS 11 (1878-1879), 97-115.
[79] Ibid., l.c., 109.
[80] Cfr. nn. 14-15.
[81] Cfr. ibid., 20-21.
[82] Ibid., 22; cfr. Enc. Redemptor hominis, n. 8: AAS 71 (1979), 271-272.
[83] Decr. Optatam totius, 28-X-1965, n. 15.
[84] Cfr. Const. ap. Sapientia christiana, 15-IV-1979, arts. 79-80: AAS 71 (1979), 495-496; Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 25-III-1992, 52: AAS 84 (1992), 750-751. Véanse también algunos comentarios sobre la filosofía de Santo Tomás: Discurso al Pontificio Ateneo Internacional Angelicum, 17-XI-1979: Insegnamenti II, 2 (1979), 1177-1189; Discurso a los participantes en el VIII Congreso Tomista Internacional, 13-IX-1980: Insegnamenti III, 2 (1980), 604-615; Discurso a los participantes en el Congreso Internacional de la Sociedad «Santo Tomás» sobre la doctrina del alma en S. Tomás, 4-I-1986): Insegnamenti IX, 1 (1986), 18-24. Además, S. CONGR. PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Ratio fundamentalis institutionis sacerdotalis, 6-I-1970, nn. 70-75: AAS 62 (1970), 366-368; Decr. Sacra Theologia, 20-I-1972: AAS 64 (1972), 583-586.
[85] Cfr. Const. past. Gaudium et spes, nn. 57 y 62.
[86] Cfr. ibid., 44.
[87] Cfr. CONCILIO LATERANENSE V, Bula Apostolici regimini sollicitudo, Sesión: VIII, Conc. Œcum. Decreta, 1991, 605-606.
[88] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Const. dogm. Dei Verbum, n. 10.
[89] S. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiæ, II-II, 5, 3 ad 2.
[90] «La búsqueda de las condiciones en las que el hombre se plantea a sí mismo sus primeros interrogantes fundamentales sobre el sentido de la vida, sobre el fin que quiere darle y sobre lo que le espera después de la muerte, constituye para la teología fundamental el preámbulo necesario para que, también hoy, la fe muestre plenamente el camino a una razón que busca sinceramente la verdad», JUAN PABLO II, Carta a los participantes en el Congreso internacional de Teología Fundamental a 125 años de la «Dei Filius», 30-IX-1995, 4: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 13-X-1995, p. 2.
[91] Ibid.
[92] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, n. 15; Decr. Ad gentes, 7-XII-1965, n. 22.
[93] S. TOMÁS DE AQUINO, De Cælo, 1, 22.
[94] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, nn. 53-59.
[95] S. AGUSTÍN, De prædestinatione sanctorum, 2, 5: PL 44, 963.
[96] Id., De fide, spe et caritate, 7: CCL 64, 61.
[97] Cfr. CONCILIO CALCEDONENSE, Symbolum, Definitio: DS 302.
[98] Cfr. Enc. Redemptor hominis, n. 15: AAS 71 (1979), 286-289.
[99] Cfr. por ejemplo, S. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiæ, I, 16,1; S. BUENAVENTURA, Coll. in Hex., 3, 8, 1.
[100] Const. past. Gaudium et spes, n. 15.
[101] Enc. Veritatis splendor, 6-VIII-1993, nn. 57-61: AAS 85 (1993), 1179-1182.
[102] Cfr. CONCILIO VATICANO I, Const. dogm. Dei Filius, IV: DS 3016.
[103] Cfr. CONCILIO LATERANENSE IV, De errore abbatis Ioachim, II: DS 806.
[104] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Const. dogm. Dei Verbum, n. 24; Decr. Optatam totius, n. 16.
[105] Cfr. Enc. Evangelium vitæ, 25-III-1995, n. 69: AAS 87 (1995), 481.
[106] En este mismo sentido escribía en mi primera Encíclica, comentando la expresión de san Juan: «Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (8, 32). Estas palabras encierran una exigencia fundamental y al mismo tiempo una advertencia: la exigencia de una relación honesta con respecto a la verdad, como condición de una auténtica libertad; y la advertencia, además, de que se evite cualquier libertad aparente, cualquier libertad superficial y unilateral, cualquier libertad que no profundiza en toda la verdad sobre el hombre y sobre el mundo. También hoy, después de dos mil años, Cristo aparece a nosotros como Aquél que trae al hombre la libertad basada sobre la verdad, como Aquél que libera al hombre de lo que limita, disminuye y casi destruye esta libertad en sus mismas raíces, en el alma del hombre, en su corazón, en su conciencia» (Enc. Redemptor hominis, n. 12: AAS 71 (1979), 280-281).
[107] Discurso en la inauguración del Concilio, 11-X-1962: AAS 54 (1962), 792.
[108] CONGR. PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Instr. Donum veritatis, nn. 7-8: AAS 82 (1990), 1552-1553.
[109] He escrito en la Encíclica Dominum et vivificantem, comentando Jn 16, 12-13: «Jesús presenta el Paráclito, el Espíritu de la verdad, como el que “enseñará” y “recordará”, como el que “dará testimonio” de él; luego dice: “Os guiará hasta la verdad completa”. Este “guiar hasta la verdad completa”, con referencia a lo que dice a los apóstoles “pero ahora no podéis con ello”, está necesariamente relacionado con el anonadamiento de Cristo por medio de la pasión y muerte de Cruz, que entonces, cuando pronunciaba estas palabras, era inminente. Después, sin embargo, resulta claro que aquel “guiar hasta la verdad completa” se refiere también, además del escándalo de la cruz, a todo lo que Cristo “hizo y enseñó” (Hch 1, 1). En efecto, el misterio de Cristo en su globalidad exige la fe, ya que ésta introduce oportunamente al hombre en la realidad del misterio revelado. El “guiar hasta la verdad completa” se realiza, pues, en la fe y mediante la fe, lo cual es obra del Espíritu de la verdad y fruto de su acción en el hombre. El Espíritu Santo debe ser en esto la guía suprema del hombre y la luz del espíritu humano», 6: AAS 78 (1986), 815-816.
[110] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Const. dogm. Dei Verbum, n. 13.
[111] Cfr. PONTIFICIA COMISIÓN BÍBLICA, Instr. sobre la verdad histórica de los Evangelios, 21-IV-1964: AAS 56 (1964), 713.
[112] «Es evidente que la Iglesia no puede ligarse a ningún sistema filosófico efímero; pero las nociones y los términos que los doctores católicos, con general aprobación, han ido reuniendo durante varios siglos para llegar a obtener algún conocimiento del dogma, no se fundan, sin duda en cimientos deleznables. Se fundan realmente en principios y nociones deducidas del verdadero conocimiento de las cosas creadas; deducción realizada a la luz de la verdad revelada, que, por medio de la Iglesia, iluminaba, como una estrella, la mente humana. Pero no hay que extrañarse que algunas de estas nociones hayan sido no sólo empleadas, sino también aprobadas por los concilios ecuménicos, de tal suerte que no es lícito apartarse de ellas»: Enc. Humani generis: AAS 42 (1950), 566-567; cfr. COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, Doc. Interpretationis problema, octubre 1989: Ench. Vat. 11, 2717-2811.
[113] «En cuanto al significado mismo de las fórmulas dogmáticas, éste es siempre verdadero y coherente en la Iglesia, incluso cuando es principalmente aclarado y comprendido mejor. Por tanto, los fieles deben evitar la opinión que considera que las fórmulas dogmáticas (o cualquier tipo de ellas) no pueden manifestar la verdad de manera determinada, sino sólo sus aproximaciones cambiantes que son, en cierto modo, deformaciones y alteraciones de la misma»: S. CONGR. PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Decl. Mysterium Ecclesiæ, 24-VI-1973, 5: AAS 65 (1973), 403.
[114] Cfr. CONGR. S. OFFICII, Decr. Lamentabili, 3-VII-1907, n. 26: ASS 40 (1907), 473.
[115] Cfr. Discurso al Pontificio Ateneo «Angelicum», 6: Insegnamenti, II, 2 (1979), 1183-1185.
[116] N. 32: AAS 85 (1993), 1159-1160.
[117] Cfr. Exhort. ap. Catechesi tradendæ, 16-X-1979, 30: AAS 71 (1979), 1302-1303; CONGR. PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Instr. Donum veritatis, n. 7: AAS 82 (1990), 1552-1553.
[118] Cfr. Exhort. ap. Catechesi tradendæ, n. 30: AAS 71 (1979), 1302-1303.
[119] Cfr. ibid., 22, l.c., 1295-1296.
[120] Cfr. ibid., 7, l.c., 1282.
[121] Cfr. ibid., 59, l.c., 1325.
[122] CONCILIO VATICANO I, Const. dogm. Dei Filius, IV: DS 3019.
[123] «Nadie, pues, puede hacer de la teología una especie de colección de los propios conceptos personales; sino que cada uno debe ser consciente de permanecer en estrecha unión con esta misión de enseñar la verdad, de la que es responsable la Iglesia». Enc. Redemptor hominis, 19: AAS 71 (1979), 308.
[124] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Decl. Dignitatis humanæ, 7-XII-1965, nn. 1-3.
[125] Cfr. Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 8-XII-1975, n. 20: AAS 68 (1976), 18-19.
[126] Const. past. Gaudium et spes, n. 92.
[127] Cfr. ibid., n. 10.
[128] Prologus, 4: Opera omnia, Florencia 1981, t. V, 296.
[129] Cfr. Decr. Optatam totius, n. 15.
[130] Cfr. Const. ap. Sapientia christiana, art. 67-68: ASS 71 (1979), 491-492.
[131] Discurso con ocasión del VI centenario de fundación de la Universidad Jaguellónica, 8-VI-1997, 4: L’Osservatore Romano, Ed. semanal en lengua española, 27-VI-1997, 10-11.
[132] «’e noerà tes pìsteos tràpeza»: Homilía en honor de Santa María Madre de Dios, del pseudo Epifanio: PG 43, 493.
Romana, n. 27, julio-diciembre 1998, p. 172-240.