Las dos alas del espíritu humano
Ante los numerosos reduccionismos al uso, que se complacen en las contraposiciones aut-aut (o esto, o lo otro), Juan Pablo II prefiere la actitud integradora del et-et, pues la realidad se muestra siempre con pluralidad de facetas, distintas pero complementarias. Recordemos, por ejemplo, su afirmación de la necesidad de “los dos pulmones” —la tradición occidental y la oriental— de la Iglesia, y su explicación de que, en la comunidad eclesial, “la variedad es riqueza”.
La reciente encíclica Fides et ratio responde a la misma línea de realismo pleno. En estos siglos pasados, buena parte de la cultura occidental ha cultivado la razón de modo unilateral, hasta hacer de ella un juez supremo y absoluto. Los frutos de ese desequilibrio han sido amargos. La euforia inicial ha dejado paso a un clima de sospecha de la razón y de pesimismo intelectual. La confianza ciega en la razón ha llevado, paradójicamente, a la desconfianza ciega en la capacidad humana de alcanzar la verdad.
La modernidad ha conseguido desarrollar enormemente algunas potencialidades de la razón. «Se han construido sistemas de pensamiento complejos, que han producido sus frutos en los diversos ámbitos del saber, favoreciendo el desarrollo de la cultura y de la historia. La antropología, la lógica, las ciencias naturales, la historia, el lenguaje..., de alguna manera se ha abarcado todas las ramas del saber. Sin embargo (...), bajo tanto peso la razón se ha doblegado sobre sí misma haciéndose, día tras día, incapaz de levantar la mirada hacia lo alto para atreverse a alcanzar la verdad del ser. La filosofía moderna, dejando de orientar su investigación sobre el ser, ha concentrado la propia búsqueda sobre el conocimiento humano»[1].
«La razón se ha doblegado sobre sí misma»: un encorvamiento de la razón, que deja de mirar a la verdad y se ocupa sólo de sí misma. Racionalidad y realidad quedan disociadas, y la razón se convierte en una especie de escultor de humo, cuyos productos no son otra cosa que apariencia evanescente, mero fenómeno sin sustrato real. De ahí deriva el nihilismo propio de buena parte de los planteamientos que configuran lo que ha dado en llamarse la “postmodernidad”.
Nihilista es quien no acepta la realidad como algo que tiene consistencia y sentido. «En la interpretación nihilista —señala el Papa— la existencia es sólo una oportunidad para sensaciones y experiencias en las que tiene la primacía lo efímero. El nihilismo está en el origen de la difundida mentalidad según la cual no se debe asumir ningún compromiso definitivo, ya que todo es fugaz y provisional»[2]. La modernidad prepotente, en consecuencia, acaba muchas veces en una postmodernidad descomprometida, en la que el bien y el mal, la belleza y hasta el mismo ser de las cosas, se reducen a meras experiencias personales carentes de significado trascendente.
Se impone, por tanto, recuperar el fundamento: la verdad, el ser. Hay que poner la verdad como punto de referencia del entendimiento humano y del obrar libre. La filosofía no es teoría desvinculada de la vida; en consecuencia, hemos de pasar del fenómeno al fundamento, para así «corregir algunos comportamientos erróneos difundidos en nuestra sociedad»[3]. Por eso, «una filosofía coherente con la fe forma parte de la evangelización de la cultura, propuesta por Pablo VI como objetivo de la evangelización»[4].
En esa disociación entre fe y razón —afirma Juan Pablo II—, no sólo ha salido perdiendo la razón; también se ha empobrecido y debilitado la fe: «privada de la razón, ha subrayado el sentimiento y la experiencia, corriendo el riesgo de dejar de ser una propuesta universal»[5]. Son las lacras del fideísmo, que apoya las creencias religiosas en las arenas movedizas de los sentimientos, y en la adhesión puramente afectiva a tradiciones y costumbres de los pueblos, desvinculadas de la verdad, que es válida en toda época y lugar.
Por eso, continúa el Pontífice, «es ilusorio pensar que la fe, ante una razón débil, tenga mayor incisividad; al contrario, cae en el grave peligro de ser reducida a mito o superstición. Del mismo modo, una razón que no tenga ante sí una fe adulta no se siente motivada a dirigir la mirada hacia la novedad y radicalidad del ser. No es inoportuna, por tanto, mi llamada fuerte e incisiva para que la fe y la filosofía recuperen la unidad profunda que les hace capaces de ser coherentes con su naturaleza en el respeto de la recíproca autonomía. A la parresía [valentía] de la fe debe corresponder la audacia de la razón»[6].
La Encíclica invita a reconocer los logros que la modernidad ha traído consigo: el desarrollo de los derechos humanos y la democracia, de la ciencia y la tecnología, del bienestar material y las posibilidades de acceso a la cultura... La razón no ha trabajado en vano a lo largo de estos siglos. Basta que todas esas cosas positivas se pongan en relación con la verdad para que la razón recupere la consideración que merece. Y a eso, entre otras cosas, está llamado el cristiano: a usar las dos alas del espíritu, fe y razón, mostrando que la fe es razonable y la razón fiable.
El Papa propone a santo Tomás de Aquino como modelo de esa búsqueda de la verdad: «en su reflexión —señala Juan Pablo II—, la exigencia de la razón y la fuerza de la fe han encontrado la síntesis más alta que el pensamiento haya alcanzado jamás, ya que supo defender la radical novedad aportada por la Revelación sin menospreciar nunca el camino propio de la razón»[7].
Siguiendo el ejemplo de santo Tomás, la Encíclica recuerda «la riqueza que ha significado para el progreso de la humanidad el encuentro entre filosofía y teología, y el intercambio de sus respectivos resultados»[8]. En consecuencia, Juan Pablo II anima a que la teología recupere su adecuada relación con la filosofía, y subraya también la necesidad de que «la filosofía, por el bien y el progreso del pensamiento, recupere su relación con la teología»[9]. Esa ayuda recíproca contribuirá a orientar el progreso en todos los campos del saber y del obrar, y fomentará un clima cultural en el que las personas podrán realizar su vocación transcendente, en medio de las ocupaciones humanas. Es tarea “ardua” y “exigente”, pero la mirada del Papa está llena de esperanza: «deseo expresar firmemente la convicción de que el hombre es capaz de llegar a una visión unitaria y orgánica del saber. Este es uno de los cometidos que el pensamiento cristiano deberá afrontar a lo largo del próximo milenio de la era cristiana»[10].
Unas palabras del beato Josemaría nos ayudan a considerar la magnitud de esa responsabilidad de los católicos, y en particular de los intelectuales: «Para ti, que deseas formarte una mentalidad católica, universal, transcribo algunas características:
—amplitud de horizontes, y una profundización enérgica, en lo permanentemente vivo de la ortodoxia católica;
—afán recto y sano —nunca frivolidad— de renovar las doctrinas típicas del pensamiento tradicional, en la filosofía y en la interpretación de la historia;
—una cuidadosa atención a las orientaciones de la ciencia y del pensamiento contemporáneos;
—y una actitud positiva y abierta, ante la transformación actual de las estructuras sociales y de las formas de vida»[11].
La encrucijada actual recuerda al cristiano, de modo exigente, que no puede prescindir de la fe al realizar su trabajo, al crear cultura, al reflexionar sobre los problemas del mundo con el deseo de encontrar, junto con los demás ciudadanos, soluciones verdaderamente humanas. Y al mismo tiempo, que una razón audaz es el mejor compañero de camino para una fe valiente.
[1] Carta Encíclica Fides et ratio, 14-IX-1998, n. 5.
[2] Id., n. 46.
[3] Id., n. 83.
[4] Id., n. 103.
[5] Id., n. 48.
[6] Ibid.
[7] Id., n. 78.
[8] Id., n. 101.
[9] Ibid.
[10] Id., n. 85.
[11] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Surco, n. 428.
Romana, n. 27, julio-diciembre 1998, p. 168-172.