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Homilía en la ordenación de Diáconos de la Prelatura. Parroquia del Beato Josemaría, Roma, 8 de junio de 1997.

El 8 de junio de 1997, en la parroquia romana del Beato Josemaría Escrivá, S.E.R. Mons. Javier Echevarría ha conferido el orden sacerdotal a trece diáconos de la Prelatura. En el curso de la ceremonia ha pronunciado la siguiente homilía.

1. Ninguna lengua ha podido inventar palabras capaces de expresar adecuadamente las mirabilia Dei, las maravillas que Dios ha obrado en favor de los hombres. El don más grande —viene bien recordarlo una vez más, en este tiempo de espera del Jubileo del año 2000— es sin duda la Encarnación de su Hijo: misterio insondable que la Iglesia, en una de las antífonas con las que se concluye cada día la Liturgia de las Horas, canta exaltando a María come Aquélla que, entre el asombro de todas las criaturas, ha engendrado a su Creador[1].

Queridos hijos míos diáconos, que os disponéis a convertiros en presbíteros. También delante del misterio que se realizará en cada uno de vosotros dentro de pocos instantes, no existe otra actitud que la de adorar en silencio la infinita sabiduría y bondad del Señor. Esta nueva efusión del Espíritu Santo os conformará con Cristo Sacerdote de un modo nuevo y más intenso, os capacitará para actuar in nomine et in persona Christi prolongando —más allá del espacio y del tiempo— la obra de la Redención, os otorgará la potestad sobre el Cuerpo y la Sangre de Jesús, os injertará como ministros en su ministerio de salvación, os preparará para ser verdaderos servidores de las almas. ¿Qué decir ante toda esta maravilla? ¿Cómo no acercarse a este misterio, sino —como dice San Pablo— conscientes de nuestra debilidad y temerosos, temblando ante la grandeza del don[2]?

Ya en otros momentos, sobre todo en estos últimos días, he considerado junto a vosotros los elementos más importantes de la vida y del ministerio sacerdotal. Hoy me detendré sólo en un aspecto, que tiene una íntima y especial sintonía con la finalidad del esfuerzo espiritual de los cristianos en este primer año de preparación al gran Jubileo del 2000. El Santo Padre nos sugiere, en efecto[3], que la expectación de este gran acontecimiento de gracia se centre durante este año en una reflexión más profunda sobre el misterio de Cristo, para que nuestra participación vital en este misterio, por medio de los sacramentos, sea auténtica y fecunda.

Para imitar a Cristo, es preciso conocerlo. ¿Y qué dice Jesús de sí mismo? ¿No se nos presenta, ante todo, como el Redentor, como el Hijo de Dios que ha venido a dar la vida por la salvación del mundo? Son numerosísimos los pasajes de la Escritura a este propósito. Podríamos comenzar con la profecía de Isaías que hemos escuchado en la primera lectura de la Misa: El Espíritu del Señor Yavé está sobre mí, por cuanto que me ha ungido Yavé; me ha enviado a anunciar la buena nueva a los pobres, a vendar los corazones rotos, a pregonar a los cautivos la liberación y a los reclusos la libertad; a pregonar un año de gracia de Yavé[4]. Todos recordamos cómo Jesús, según el Evangelio de San Lucas, comenzó su predicación aplicándose a sí mismo este antiguo anuncio[5].

Pero el Señor nos descubre una mayor riqueza en lo que este texto dice acerca de la misión del Salvador. Además de profesar claramente su unidad con el Padre en la naturaleza divina, muestra que en la Cruz —más allá de cualquier límite imaginable— se manifiesta su amor por los hombres. La conciencia de haber sido mandado al mundo para salvar al mundo[6], suscita en Cristo una solicitud tan fuerte que despierta en su alma deseos ardientes[7]. La fe nos dice que ese Jesús que quiere vivir en nosotros es el Hijo que, por amor del Padre, ama a los hombres y, obediente a la Voluntad del que lo ha enviado, se encarna y viene a la tierra para dar la vida por nosotros.

Seguir a Cristo significa ser partícipe de su misión: Como el Padre me ha enviado a mí, así Yo os envío a vosotros[8]. La vocación cristiana tiene un contenido preciso. Hemos sido llamados a recorrer los caminos de la tierra difundiendo en todas las latitudes la verdad que salva: id, pues, y haced discípulos todas las gentes (...), enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado. Y sabed que Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo[9].

Amar y servir a la Redención, amar y trabajar por el Reino de Dios: éstas son las coordenadas de la santidad cristiana. Santificarse santificando. Cristo es el único Mediador entre Dios y los hombres[10], el Redentor del hombre. Y el cristiano ha sido invitado a colaborar con Él. El Beato Josemaría escribe: «Ser cristiano no es título de mera satisfacción personal: tiene nombre —sustancia— de misión (..). Ser cristiano no es algo accidental, es una divina realidad que se inserta en las entrañas de nuestra vida, dándonos una visión limpia y una voluntad decidida para actuar como quiere Dios»[11].

Todos los bautizados, en virtud de la participación en el sacerdocio de Cristo que se les ha conferido en el Bautismo y en la Confirmación, se han convertido en sujetos activos del designio salvífico, es decir, en apóstoles. El Concilio Vaticano nos recuerda: «La vocación cristiana es, por su misma naturaleza, vocación también al apostolado»[12]. Y más adelante: «A todos los cristianos se impone la gloriosa tarea de trabajar para que el mensaje divino de la salvación sea conocido y aceptado en todas partes por todos los hombres»[13]. Y en otro lugar: «El derecho y la obligación de ejercer el apostolado es algo común a todos los fieles»[14].

A algunos, como secuela de un uso ya cristalizado, la palabra "apostolado" podría hacerles pensar en una actividad que se articula según funciones específicas, cuyo conjunto constituiría una tarea más entre las muchas que entretejen nuestra existencia. Pero si se reflexiona sobre la naturaleza de la vida secular del común fiel cristiano, empeñado codo a codo con sus semejantes en el corazón de la sociedad, se comprende que el cristiano ha de ser apóstol y contribuir eficazmente al cumplimiento de la misión de la Iglesia en la trama ordinaria, cotidiana, de sus jornadas: en la familia, en el trabajo, en las relaciones sociales. Si se cumplen con amor y por amor de Dios, con la ayuda de la gracia, todas las acciones, incluso las más repetitivas, los gestos casi mecánicos que lleva consigo la realización del trabajo, adquieren un valor de eternidad: son el lenguaje de nuestra respuesta obediente a la Voluntad de Aquél que, asignándonos una tarea concreta en la sociedad, ha establecido el papel que nos corresponde en el misterio de la Redención. De esas acciones brota la fecundidad misma de la Cruz. Ya hace muchos años, el Beato Josemaría quiso que se confeccionara un repostero en el que aparece un campo sembrado de cruces y de corazones: porque de cada encuentro nuestro con la Cruz —es decir, de cada acción realizada en obediencia al querer divino, en el cumplimiento de los deberes cotidianos—, proviene el milagro de un corazón que torna a Dios.

Volver a descubrir las virtualidades apostólicas implícitas en la más pequeña de nuestras acciones constituye, sin lugar a dudas, un trámite necesario en la preparación del Jubileo: es, para todos los fieles, premisa y, al mismo tiempo, factor de crecimiento espiritual en Cristo y condición necesaria para la revitalización de su testimonio cristiano. Ahí resume el Santo Padre «el objetivo prioritario del Jubileo»[15]. En efecto, como el mismo Papa escribe en otro lugar, «la fe se refuerza donándola»[16].

2. Dentro de la única misión que Cristo ha transmitido a la Iglesia, la tarea del sacerdote tiene características específicas, derivadas de su configuración con Cristo Cabeza del Cuerpo místico por obra del sacramento del Orden. Concretamente, los modos de ejercitar esa función son propios y exclusivos del sacerdote: la predicación de la Palabra y la administración de los sacramentos. Ahora quisiera detenerme en un aspecto de fondo, que el Concilio describe con las siguientes palabras: «El don espiritual que los presbíteros recibieron en la ordenación no los prepara a una misión limitada y restringida, sino a la misión universal y amplísima de salvación hasta lo último de la tierra (Hech 1, 8), pues cualquier ministerio sacerdotal participa de la misma amplitud universal de la misión confiada por Cristo a los Apóstoles (...). Recuerden, pues, los presbíteros que deben llevar grabada en su corazón la solicitud por todas las Iglesias»[17].

El sacerdote, padre, pastor y maestro de todos[18], debe tener un celo apostólico sin fronteras, una caridad pastoral que abrase hasta lo más íntimo su ser. Ha de saber entregarse a cada uno y satisfacer las necesidades espirituales de todos, sin preferencias ni diferencias, derrochando todas sus energías en el ministerio. Ha de estar dispuesto a todo, con tal de llevar las almas a Cristo: ésta es su única ambición. Debe estar decidido a recorrer el mundo entero para sembrar el Evangelio, o bien, si así se le pide, permanecer toda la vida escondido en el mismo sitio, asistiendo a quienes recurren a él necesitados de luz y de gracia. Su vida espiritual, por tanto, debe estar «marcada, plasmada, connotada, por esas actitudes y componentes que son propios de Jesús, Cabeza y Pastor de la Iglesia»[19]. Cristo ha dado la vida por nosotros; lo hemos leído hace un momento en el Evangelio: Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por sus ovejas[20]. Del mismo modo el sacerdote debe sacrificarse a sí mismo por completo, cada día, en el cumplimiento de su misión.

En la perspectiva de la misión sacerdotal, de la urgencia con que Cristo envía a los Apóstoles y a la Iglesia a evangelizar el mundo, deseo poner de relieve la dimensión propia de la santidad sacerdotal. La existencia entera del sacerdote debe estar penetrada por la misión: cada pensamiento suyo, cada latido de su corazón, cada palabra de su boca, sus proyectos y deseos, todo en él ha de tener su origen en este hondo deseo de llevar a cabo la misión salvífica. El sacerdote se hace en verdad semejante a Cristo sólo si se entrega a las almas. Queridísimos, pedid al Señor que dilate vuestro corazón hasta el punto de que la misión sacerdotal, el servicio a la Iglesia, sea el único horizonte de vuestra vida.

Ha escrito el Santo Padre: «En contacto constante con la santidad de Dios, el mismo sacerdote debe hacerse santo. Su ministerio le compromete a una elección de vida inspirada en el radicalismo evangélico (...). ¡Cristo necesita de sacerdotes santos! ¡El mundo actual reclama sacerdotes santos! Sólo un sacerdote santo puede convertirse, en un mundo cada día más secularizado, en testigo transparente de Cristo y de su Evangelio. Sólo de este modo el sacerdote puede convertirse en guía de los hombres y maestro de santidad»[21]. La misión constituye la vía por medio de la cual se edifica la santidad del sacerdote y, por tanto, le señala el modo característico de conducirse en toda su vida espiritual. En una oración preparatoria para la Santa Misa, San Ambrosio invita al sacerdote a suplicar a Dios en favor de todos los que sufren: las viudas, los niños, los perseguidos, los prisioneros... Recordadlo: la oración del sacerdote es, sobre todo, oración de intercesión. Su penitencia es expiación por los pecados de todos los hombres. El Beato Josemaría recomendaba a sus hijos sacerdotes que impusieran penitencias leves en la Confesión, y que luego completasen personalmente la reparación debida a la justicia y a la misericordia divinas. ¡Cuántas gracias tenemos que arrancar de las manos del Señor! Seguid la recomendación de nuestro santo Fundador, a quien gustaba rezar de este modo: «Señor, ¡que no diga nunca basta!» Sed generosos.

Se comprende por qué San Agustín haya definido el ministerio sacerdotal como amoris officium[22], un deber de amor. En el mismo contexto, resulta evidente la afirmación que el Beato Josemaría hace en Forja: «Ser cristiano —y de modo particular ser sacerdote; recordando también que todos los bautizados participamos del sacerdocio real— es estar de continuo en la Cruz»[23].

3. Hemos visto cómo el Concilio Vaticano II habla de la amplitud universal de la misión del sacerdote. En el mismo n. 10 del decreto Presbyterorum Ordinis, que hemos citado anteriormente, el Concilio anuncia la voluntad de crear estructuras, como diócesis peculiares o prelaturas personales, justamente para proveer mejor al cumplimiento de la misión universal de la Iglesia. Vosotros, sacerdotes de la Prelatura del Opus Dei, serviréis a toda la Iglesia ocupándoos en primer lugar de las necesidades espirituales de los fieles de la Prelatura y ayudándoles con vuestro ministerio en el camino de la santidad. Os ruego que recéis también por mis intenciones, que os unáis cada día a mi Misa, donde confluyen tantas almas, tantas actividades apostólicas, tantos países que nos están esperando.

A vuestros padres y hermanos, a vuestros parientes y amigos, además de felicitarles cariñosamente, me permito recordarles que ahora estáis más necesitados de su ayuda. Habéis sido llamados a una gran tarea, y la habéis asumido con humildad, bien conscientes de que sólo podéis confiar en la gracia de Dios. Tenéis necesidad de mucha oración por parte de todos. Doy gracias a los padres y a las madres de los nuevos sacerdotes, porque el Señor ha querido servirse de ellos para que haya nuevos pastores en la Iglesia.

Rezad por las vocaciones sacerdotales: que en ningún lugar de la tierra falten nunca los trabajadores en la mies del Señor. Os repito una insistente recomendación del Santo Padre: «Al expresar la convicción de que Cristo necesita a sus sacerdotes y quiere asociarlos a su misión de salvación, debemos también poner particular énfasis en esto: en la necesidad de nuevas vocaciones al sacerdocio. Es ciertamente necesario para toda la Iglesia el trabajar y orar por esta intención»[24]. Meditad a menudo las palabras de Jesús: levantad vuestros ojos y mirad los campos que están dorados para la siega[25]. Con el corazón lleno de esperanza, os confío a María, Madre de la Iglesia, Madre de los sacerdotes. Y, mientras invoco sobre vuestro ministerio la intercesión del Beato Josemaría, os exhorto a pedir desde ahora al Señor que os conceda copiosos frutos de almas para su gloria. Así sea.

[1] Cfr. Antif. Alma Redemptoris Mater.

[2] Cfr. 1 Cor 2, 3.

[3] Cfr. JUAN PABLO II, Litt. apost. Tertio Millennio adveniente, 10-XI-1994, nn. 40-43.

[4] Primera lectura (Is 61, 1-2).

[5] Cfr. Lc 4, 18.

[6] Cfr. Jn 8, 42; 12, 47; 10, 10; 18,37.

[7] Cfr. Lc 12, 50.

[8] Jn 20, 21.

[9] Mt 28, 18-20.

[10] Cfr. 1 Tim 2, 5.

[11] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, n. 98.

[12] CONCILIO VATICANO II, Decr. Apostolicam actuositatem, n. 2.

[13] Ibid., n. 3.

[14] Ibid., n. 25.

[15] JUAN PABLO II, Litt. apost. Tertio Millennio adveniente, n. 42.

[16] JUAN PABLO II, Litt. enc. Redemptoris missio, 7-XII-1990,n. 2.

[17] CONCILIO VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 10.

[18] Cfr. ibid., n. 9.

[19] JUAN PABLO II, Exhort. apost. Pastores dabo vobis, 25-III-992, n. 21.

[20] Evangelio (Jn 10, 11).

[21] JUAN PABLO II, Don y misterio, pp. 98 y 101.

[22] SAN AGUSTÍN, In Ioannis Evangelium tractatus 123, 5: CCL 36, 678.

[23] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Forja, n. 882.

[24] JUAN PABLO II, alloc., 10-IX-1987.

[25] Jn 4, 35.

Romana, n. 24, enero-junio 1997, p. 83-88.

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